Читать книгу Historias cortas, de atentados fracasados - Jorge Osvaldo Bazán - Страница 11

La noche de los trabucos

Оглавление

El sanjuanino se desplazaba por Buenos Aires siempre a bordo de una carroza parisina con dos caballos, sin escolta alguna, como era su costumbre. Esa tarde había recibido una carta del gobernador Manuel Iriondo, de Santa Fé, que le advertía que López Jordán había afirmado que matarlo era mejor que soportar otra represión militar. Terminó de leer la misiva, arrugó el papel con desdén y lo tiró al cesto de la basura. En el zaguán comprobó que hacía mucho frío. Se abrigó muy bien, buscó esa especie de pequeño cuerno abierto que le permitía mejorar un poco su sordera, y salió lentamente de su domicilio de Maipú entre Viamonte y Tucumán.

Ya en la vereda se acerca al carruaje que lo espera con la puerta abierta. Mira al cielo estrellado y piensa “esta noche seguro habrá heladas”.

A Sarmiento, el no escuchar nunca lo había preocupado, y más aún cuando él sabía que en el antiguo Egipto esa limitación física era considerada “signo divino”. En cierta ocasión cuando en el Senado le preguntaron cómo hacía para seguir atentamente los debates, él contestó: “Sólo me interesa que me escuchen a mi”.

En la película “Su mejor alumno” de Lucas Demare, estrenada en 1944, con el genial Enrique Muiño en el papel de Sarmiento y Angel Magaña como Dominguito, aparece una escena durante la cual en el medio de un exaltado debate parlamentario un senador intenta burlarse de Sarmiento y le dice: “Si lo damos vuelta a usted no se le cae una moneda”, a lo que el sanjuanino contesta, haciendo malabares con su audición: “Si lo ponemos a usted patas arriba no se le cae una sola idea”.

La noche del atentado, el 23 de agosto de 1873, nuestro personaje estaba invitado a cenar en la residencia de su ex ministro del interior e íntimo amigo, el Dr. Dalmacio Velez Sarsfield.

Vélez Sarsfield fue autor del Código Civil Argentino de 1869, vigente hasta el año 2015, pero también padre de su amante, Aurelia, un romance fogoso que comenzó cuando Sarmiento contaba con 44 años y ella con 19, situación que en vano se trató de mantener siempre en secreto porque él estaba casado con Benita Martínez Pastoriza.

Fué un escándalo nuevo de alcoba para la época, porque en 1857 Aurelia había sido desposada por su primo Pedro Ortiz Vélez pero a los pocos meses de enlace éste encontró a su mujer en una situación comprometida con su asistente Cayetano Echenique y allí nomás lo mató de un disparo, justo cuando Aurelia estaba embarazada. Ortiz fue declarado demente por la justicia y zafó de la prisión, pero cuando Aurelia se hizo el aborto, noticia que fue la comidilla de entonces la sociedad porteña no le perdonó, aunque sí su padre, con el cual fue a vivir. Cuando aparece en escena Sarmiento su oculto romance es descubierto por Benita por una carta de amor, y todo se precipita. Sarmiento visitaba a Vélez Sarsfield, pero en realidad visitaba a Aurelia.

19.30 hs. El pomposo carruaje tapizado de seda, con sus cuatro imponentes farolas de cristales biselados como las siete ventanillas fijas, con el techo coronado de filigranas metálicas y el pescante cubierto de pana, construída al estilo de Napoleón III por encargo del gobierno nacional, había llegado de Francia tres años antes, destinada para el mandatario sanjuanino, y esa noche, los vidrios empañados no permiten contemplar las ventanas cerradas de las viejas casonas señoriales, mientras las ruedas y los cascos de los matungos que resoplan aporrean el húmedo empedrado, alterando apenas el silencio de la ciudad casi dormida, cuando al llegar a la esquina de Maipú y Corrientes, tres hombres aparecen de improviso portando sus trabucos naranjeros de bronce boca ancha, repletos de pólvora y perdigones. Uno de ellos apunta y gatilla, y se vuela la mano al explotar el arma entre sus dedos. Los otros dos se frenan un instante y luego riegan de fuego y plomo la esquina porteña en un estampido combinado que atrae la atención de algunos policías que rápidamente los apresan. Los caballos se encabritan por el ruido y los fogonazos, y el cochero en su pescante azuza a los percherones para escapar, mientras Sarmiento, a raíz de su avanzada sordera, sólo advierte un súbito bamboleo suavizado por la suspensión de los muelles, que adjudica a los baches del camino.

Cuando llega a la casa de su amigo (y suegro), se entera incrédulo del riesgo que había corrido, mientras decenas de funcionarios y diplomáticos se acercan para comprobar el estado de salud del presidente.

Las pericias determinaron que los proyectiles utilizados estaban regados con bicloruro de mercurio, un letal veneno que hubiera terminado con la vida del mandatario con apenas un roce. Los hermanos Pedro y Francisco Guerri y otro de nombre Luis Casimiro, marineros marginales desocupados sin experiencia confesaron todo y acusaron a López Jordán de haberlos conchabado, a través de terceros, por la suma de 10.000 patacones que debía pagarles un tal Aquiles Sesaburgo, que tiempo después fue asesinado en el Uruguay por otro sicario, supuestamente a órdenes del mismo entrerriano. Pero lo que los delincuentes ignoraban es que la esposa de uno de ellos había advertido a las autoridades del atentado en ciernes, y que el comisario Floro Latorre había dispuesto una discreta custodia en la esquina elegida, que luego le permitió detener a los atacantes. Ricardo López Jordán fue hecho prisionero y alojado en la cárcel de Rosario, desde donde logra escapar en 1879, con la ayuda de su esposa Dolores Puig, disfrazado de mujer, para asilarse en el Uruguay, país que lo cobijó, a pesar de los reclamos del gobierno argentino, por haber nacido en Paysandú.

Historias cortas, de atentados fracasados

Подняться наверх