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1. ¿Un pensador alejado de la política y de lo político?

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«Otro libro sobre Nietzsche», podría decir alguien con un tono de hastío. «Pocas novedades en el frente de batalla; nada nuevo bajo el sol». «Demasiados ríos de tinta han corrido ya. ¿Por qué añadir otro pequeñísimo afluente a ese mastodóntico caudal?». Y tendrían bastante razón, claro está, quienes así dijeran. Pero en el presente ensayo trataremos de mostrar que la filosofía de Nietzsche, al contrario de lo que se ha sostenido en demasiadas ocasiones, también es una filosofía eminentemente política. Y es justo ahí donde, con humildad, pretendemos incidir. Pero nuestra propuesta se fundamentará en la imposibilidad de localizar en el pensamiento nietzscheano elementos teóricos capaces de sustentar un pensamiento político de signo emancipador. Con esto último, por cierto, también contravendremos ciertas lecturas que han sido prácticamente hegemónicas durante las últimas décadas. La puesta en escena de un Nietzsche «aliado del pensamiento emancipador», a nuestro modo de ver, está bloqueada y obturada; es un camino imposible de recorrer, impracticable y pedregoso, por más voluntarismo teórico que pueda derrocharse. Los que pretendieron recorrerlo dieron muchos pasos en falso, sucumbieron a múltiples espejismos y, en demasiadas ocasiones, silenciaron de manera sistemática importantes pasajes de la obra nietzscheana.

Para mostrar lo anterior impugnaremos algunas «lecturas expurgatorias» que han querido ignorar al Nietzsche concreto y viviente, ese pensador profundamente reaccionario, antidemócrata y antisocialista; entendiendo esto último en un sentido muy amplio, es importante remarcarlo, toda vez que los anarquistas o los republicanos radicales de estirpe rousseauniana también merecieron su odio visceral. Nos hallamos ante una personalidad formidable y profunda que reaccionó con sumo horror cuando tuvo noticia de los hechos de la Comuna de París, y aplaudió su sangriento aplastamiento, en un gesto demasiado nietzscheano. Veremos que siempre permaneció al tanto de la coyuntura sociopolítica de su época, contra lo que algunas lecturas «estetizantes» han pretendido sostener, y detestó profundamente el movimiento obrero. De hecho, se hallaba muy conmocionado por la expansión de lo que él mismo denominó la «Hidra Internacional», porque su moral aristocrática no encerraba ninguna metáfora empleada para trazar una crítica cultural y poética de la civilización occidental; esa visión aristocrática del mundo, dejémonos de imposturas, era absolutamente literal. Experimentaba una sincera repugnancia por todo lo plebeyo, y las obtusas clases populares solo le merecían desprecio. Su elitismo fue, en todo momento, portentoso. Pero, además, intentaremos mostrar que la propia ontología nietzscheana, basada en la voluntad de poder, y que nosotros no dudaremos en calificar de «socialdarwinista», es por completo incompatible con cualquier visión política de signo transformador, progresista o emancipador. Todo esto encontrará el lector en las presentes páginas, siempre abiertas a la discusión polémica.

Las hermenéuticas del pensamiento nietzscheano derivaron por cauces siempre tumultuosos y agitados. Después de la Segunda Guerra Mundial se produjo la rehabilitación de una filosofía que había sido adulterada, tergiversada y groseramente manipulada; se quiso, con cierta necesidad de justicia, desnazificar. Múltiples elementos ideológicos se habían adherido de manera espuria a un pensamiento que debía ser, en cierto modo, «recuperado». Y, para ello, se adoptó una estrategia expedita, pero sustancialmente equivocada: la mejor fórmula para desvincular a Nietzsche del fascismo consistía, sencillamente, en despolitizarlo. Muerto el perro, se acabó la rabia. Si se construía la imagen de un filósofo meramente esteta u ontológico, ajeno e incluso hostil al universo político, todos los funestos malentendidos quedarían de inmediato deshechos. El péndulo de la hermenéutica nietzscheana, así, se había movido hacia el otro extremo; de una politización parcialmente ilegítima y desvariada se pasó a una neutralización política de su pensamiento1. Sin embargo, y es lo que pretendemos mostrar en este ensayo, esa neutralización es tan errada y desvariada como su vulgar politización nacionalsocialista.

Es cierto que su figura ha sido incluida en algún volumen de historia de la filosofía política, como, por ejemplo, la compilación de Leo Strauss y Joseph Cropsey2. El autor del capítulo dedicado a Nietzsche en esta obra, Werner J. Dannhauser, comentaba, entre otras muchas cosas, que él introdujo el ateísmo, por primera vez, en el imaginario reaccionario de la derecha política3. Pero la inclusión de Nietzsche en el grupo de «pensadores apolíticos» sigue siendo recurrente, aunque pueda demostrarse lo injustificable de tal ubicación. Entender su obra desde «lo impolítico», categoría confusa y estéril, tampoco resulta convincente4. Como es evidente, nunca fue un filósofo político en el sentido en el que lo fueron Maquiavelo o Hobbes. Pero desde un punto de vista meramente cuantitativo, la materia textual que de forma más o menos explícita se refiere a temas políticos es abundante; son muy numerosos los pasajes en los que aborda dichos asuntos, ya sea en obras publicadas o en el Nachlass. Que dichos pasajes se hallen diseminados, e imbricados con otras temáticas, no implica que no sean medulares y constitutivos; entre otras cosas, porque en Nietzsche todo se halla diseminado e imbricado. Pero, además, y esto es lo más decisivo, ese pensamiento político guarda una íntima afinidad con los núcleos más importantes de su filosofía. No se trata de una cuestión marginal o anecdótica, si bien es verdad que su forma de escribir no ofrece facilidades y que su «pensamiento político» se halla disperso y enmarañado de mil maneras. Su lenguaje polisémico y metafórico, cargado de vituperante y profética grandilocuencia, tampoco invita a la serenidad analítica. A veces es crudo y explícito, eso sí. Pero, en medio de sus ardientes fogonazos, podemos descubrir ciertas coherencias internas que, a la postre, configuran un pensamiento político definido.

Se ha dicho, con razón, que la masa invertebrada, asistemática e inorgánica de los textos nietzscheanos permite una serie casi infinita de recomposiciones; en función de qué tipo de «selección» realice el intérprete, emergerá un Nietzsche u otro. Es este un monstruo de mil caras, y siempre encontraremos un aforismo que «encaje» con nuestra lectura preconcebida. Comentaba Félix Duque que «es bien sabido que Nietzsche es tan proteico y variopinto en sus manifestaciones (a veces, en un mismo período) que de la textura de su pensamiento pueden cortarse los trajes más diversos, y aun contradictorios»5. Algo de cierto hay en todo ello, sin duda. Ahora bien, ¿la maleabilidad hermenéutica de su obra es infinita y, por ende, cualquier «máscara» se le puede adjudicar? A nuestro juicio, se debe responder negativamente a semejante cuestión. De hecho, el propio Nietzsche se hubiese arrancado con ira y asco algunas de las máscaras que muchos intentaron encasquetarle. Es cierto que su estilo de escritura, a diferencia de otros filósofos canónicos de la tradición occidental, se presta a una lectura impresionista. Sus estrategias argumentativas, que en ocasiones no se distinguen de un conjunto de cañonazos, no favorecen una lectura sosegada y lógica. Pero precisamente eso es Nietzsche —dirán algunos—, una renuncia deliberada a la sistematicidad logocéntrica. Está bien, admitamos que eso es así. Sin embargo, detrás de tantas invectivas y de tantos ditirambos podemos hallar ciertas fibras intelectuales que siempre estuvieron presentes en su pensamiento; en sus escritos encontraremos ciertos núcleos de sentido que permanecieron inconmovibles.

Nietzsche, y esta cuestión no es baladí, siempre tuvo muy claro quiénes eran sus adversarios espirituales. Pero su crítica furibunda de la cultura occidental también se adentraba, como no podía ser de otra manera, en el mundo político. Aunque es cierto que su labor primordialmente disolvente no lo condujo a la preparación de un «programa» concreto, dibujó, a pesar de todo, las líneas maestras de una «visión» política. Por lo demás, es indudable que su obra alberga un nítido contraprograma: él sabía muy bien quiénes eran sus contrincantes políticos, pues sobre ellos arrojaba cantidades ingentes de la metralla dialéctica más corrosiva que pueda uno imaginar, y tenía muy claro qué órdenes sociopolíticos eran los menos deseables. Y es que, más allá de su labor crítico-disolutiva, que en ocasiones evidenciaba una suerte de goce por la destrucción gratuita (tensando dicha crítica hasta límites patológicos, sin ofrecer, sin embargo, una justificación bien argumentada de tan ardientes impugnaciones), más allá de todos estos alaridos histriónicos, decíamos, también podemos localizar en su obra algunas propuestas normativas; propuestas ético-políticas harto inquietantes, por cierto.

Mazzino Montinari terminaba un ensayo sobre nuestro filósofo alegando que nunca fue más allá de la dimensión moral a la hora de juzgar «el fenómeno político-cultural más importante de su época, el socialismo», en el cual vio una reverberación última —y tremendamente desagradable— del resentimiento cristiano. Nietzsche, se suele argüir, no tenía un conocimiento técnico de la teoría socialista; no polemizaba con Marx y Engels de una forma explícita. Bien es verdad, no obstante, que en abril de 1880 escribió a su amigo Franz Overbeck, desde Venecia, para decirle que le gustaría tener el catálogo de los libros que estaban a la venta en la librería socialista de Zúrich6. La escritora Malwida von Meysenbug, amiga íntima de Wagner y de Nietzsche, recordaba en Memoiren einer Idealistin que este último leía textos de todas las tendencias socialistas. No se desentendió de las cuestiones sociales y económicas, por lo tanto. Pero Montinari insistía en señalar que la esfera política, como tal, nunca constituyó el epicentro del pensamiento nietzscheano. El editor italiano de las obras completas de Nietzsche terminaba sosteniendo que la correcta utilización política del filósofo dionisíaco habría de ser, en todo caso, aquella que pusiese de manifiesto una radicalísima libertad de espíritu; aquella que pusiese en valor un acerado impulso crítico que nunca se cansase de cuestionarlo todo7. La carga política nietzscheana, en esta lectura, sería el reclamo indómito de una espontánea y absoluta libertad frente al Estado. Pero ¿podemos decir, con seriedad, que Nietzsche fue una suerte de ácrata enemigo del poder y del orden? A nuestro juicio, no. O, en todo caso, debería matizarse que fue adversario de algunos órdenes, aunque partidario de otros. Hubiese vomitado, y literariamente lo hizo, sobre todos los anarquistas de su tiempo. ¿Un librepensador? Sí, en cierto modo lo fue, a pesar de sus implacables ataques a la figura del «librepensador» ilustrado; pero ello es del todo compatible con la movilización de un pensamiento rabiosamente reaccionario.

Fue un hombre solitario y enfermo, que huyó pronto de la vida académica. La publicación de su primer trabajo importante, El nacimiento de la tragedia, tuvo consecuencias muy desagradables; la comunidad científica filológica lo rechazó con dureza, desacreditándolo por falta de rigor. Tan contundente fue la crítica, y tan mermada resultó su reputación como filólogo, que Nietzsche se quedó prácticamente sin alumnos en sus cursos universitarios de Basilea. Pocos años después, en 1879, su carrera académica terminó para siempre (se prejubiló de manera voluntaria, concediéndole la Universidad una pequeña pensión). Ahí comenzó su vida errante por parajes suizos y ciudades italianas, principalmente. Todo esto, quizá, pudiera contribuir a inflamar esa imagen de «rebelde solitario». La hermosísima y terrible semblanza que de él trazó Stefan Zweig lo presentaba como un hombre de caminar dubitativo y aspecto frágil, instalado en una creciente soledad. Se hallaba constantemente aquejado de malestares físicos, pues habitaba un cuerpo lacerado y acribillado por excesivas dolencias. De manera paulatina fue alejándose de las relaciones mundanas, ahogado en austeros cuartuchos fríos de pensiones baratas y consumiendo abundantes drogas para poder dormir al menos unas horas. Así transcurría su tiempo, engarzado en la rigurosa cadencia de un sufrimiento que retornaba siempre, rodeado de manera permanente de sus legajos y escribiendo casi sin ver, durante horas y horas. Poseedor de un sistema nervioso hipersensible y mórbido, apenas podía tolerar un cambio atmosférico o climatológico. Un poeta-filósofo demasiado atormentado, sin duda8. Escasos fueron los días que vivió colmado de dicha. Sin embargo, de todo ello no podemos colegir que las coordenadas estético-intelectuales de Nietzsche sean compatibles, siquiera sea en algún grado, con los impulsos políticos emancipadores. Llevados, quizá, por esa suerte de empatía naíf que experimentamos hacia los antihéroes y los mártires, podríamos terminar sucumbiendo a tan espectacular espejismo. Pero la cosmovisión que se desprende de su legado es, más bien, profundamente reaccionaria y elitista, como veremos en las presentes páginas.

Acaso debamos recordar, a modo de anécdota, que en su infancia y adolescencia mostró una religiosidad piadosa. Era hijo de un ferviente pastor protestante, monárquico hasta la médula. Sin embargo, cuando aún no había cumplido cinco años el padre falleció. Poco tiempo después también moriría el hermano pequeño, Joseph. En los escritos autobiográficos de juventud puede rastrearse la indeleble huella de dolor que tales acontecimientos imprimieron en su espíritu. Desde entonces, el pequeño Friedrich Wilhelm (que recibió este nombre no por casualidad, puesto que nació el 15 de octubre, día del cumpleaños del rey Federico Guillermo IV de Prusia) sería criado y cuidado (sobreprotegido, al parecer) por mujeres: su abuela, su madre, su hermana y sus tías. Su trayectoria existencial jamás presentó tintes saludables a nivel emocional. En lo erótico-sentimental su vida resultó un completo descalabro. Sus intentos de contraer matrimonio con Lou Andreas-Salomé rozaron lo patético. Eso sí, parece cierto que, siendo aún estudiante, contrajo la sífilis en un burdel de Colonia. Errabundo y nómada en los últimos años de su vida consciente, siempre llevó un modus vivendi de lo más frugal. Atormentado por constantes e inclementes dolores de cabeza, permanecía de continuo bajo la ominosa perspectiva de hundirse en la ceguera total. Los médicos, en varias ocasiones, le prohibieron leer y escribir; por ello algunas de sus obras fueron dictadas a sus más fieles amigos.

No pueden descubrirse en su carácter demasiados elementos de jovialidad, a excepción de algunos episodios de euforia desatada. La náusea habitó, de forma casi permanente, en su espíritu y en su pluma. Y para los que creen, con estrepitosa ignorancia, que lo dionisíaco tiene algo que ver con andar borracho por las calles, han de saber que Nietzsche nunca fue demasiado amigo de la ingesta de bebidas alcohólicas. Odiaba la cerveza. El apologeta del perpetuo devenir —presten atención los talantes posmodernos— escribió alguna vez que lo más insoportable para él sería una vida que careciese por completo de hábitos; el escenario más terrible sería una existencia que exigiese de continuo la improvisación9. El defensor de la «moral guerrera» —no nos resistimos a mencionarlo— estuvo a punto de morir a consecuencia de una grave caída de caballo durante su servicio militar en un escuadrón de caballería10. Y aunque añoraba las gélidas soledades de las alturas y los desiertos, también es verdad que albergó vanidades megalómanas. En una carta a Paul Deussen (26 de noviembre de 1888) mostraba la rutilante expectativa de ver traducido El anticristo a siete lenguas, con una tirada de un millón de ejemplares para cada una de esas siete traducciones. En esta misma misiva, además, sugería que su Zaratustra terminaría siendo la «Biblia» del futuro, y como tal habría de leerse11. Resultan conmovedoras sus inefables angustias ante el retraso que había sufrido la edición de esta obra (demora que, ironías del destino, se debió a la impresión de medio millón de cantorales litúrgicos que debían estar listos para la Pascua). Sumido en el pesimismo y el desánimo, le dijo a sus fieles amigos Gast y Overbeck que había fracasado. Tal vez el texto no tuviera valor alguno, se lamentaba, e incluso llegó a tildarlo de «necedad». Dudó de sí mismo. Al final, cuando la edición se puso en marcha, se produjo una convulsión en su ánimo, y la transición entre un inconsolable abatimiento y la euforia más desmedida fue rapidísima. Mostró nuevos temores, eso sí, pues le horrorizaba la idea de que el Zaratustra fuese leído en clave literaria. En cualquier caso, ahí estaba su presentimiento de haber entregado al género humano unas nuevas «Sagradas Escrituras»12. Su alejamiento de lo mundano fue parcialmente deliberado, no lo negaremos, pero nunca dejó de tener conciencia de ser una suerte de profeta descomunal, un rasgo que fue acentuándose o agravándose de forma calamitosa con el transcurrir de los años13. Y, en honor a la verdad, algo de todo ello terminó sucediendo, puesto que más de ciento sesenta y cinco mil ejemplares del Así habló Zaratustra fueron vendidos entre 1914 y 1919.

Jamás tuvo en vida demasiados lectores o seguidores; ello le causaba muchísima amargura. Sin embargo, en 1877 supo de la existencia de un grupo de admiradores en Viena. Y por esa misma época recibió una carta entusiasmada de Ludwig Schemann, que se convertiría en el propagador más importante en Alemania de las ideas de Joseph Arthur de Gobineau, el teórico del racismo que había escrito el famoso Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas14. Se ha de apuntar, por lo demás, que Gobineau se enorgullecía de pertenecer al círculo de Richard Wagner, y, de hecho, escribía en la revista oficial del wagnerismo. Schopenhauer, un «educador del futuro» a juicio de Nietzsche, había leído con detenimiento y aprobación al pensador racista, y lo citaba de manera textual sin problema alguno en su Parerga y Paralipómena (1851). Nietzsche ya había leído esta obra de Schopenhauer en 1865, y es probable que a partir de dicha lectura se despertase en él un vivo interés por la obra de Gobineau; así, en diciembre de ese mismo año, envió una carta a su familia en la que solicitaba un regalo de Navidad: el Essai del autor francés15. En el aforismo 208 de Jenseits von Gut und Böse hallaremos algunas reflexiones inquietantes en ese sentido, pues Nietzsche insinúa que la mezcla de razas produce degeneración y parálisis en la voluntad de los pueblos. Tales mezcolanzas engendran necesariamente un desequilibrio corporal y un desorden en las facultades superiores del alma. Europa, advierte, se encuentra embarcada en ese sombrío y absurdo experimento de la mixtura racial16. En el aforismo 272 de Aurora encontraremos alusiones semejantes17.

Tenía razón Herbert Frey cuando apuntaba que no existe un solo Nietzsche, o un Nietzsche «auténtico»18. Sus escritos pueden ser descifrados desde muchos ángulos. Bien, admitámoslo hasta cierto punto; pero semejante elasticidad interpretativa tampoco puede ser infinita. Y lo cierto es que muy a menudo ha circulado un Nietzsche «completamente inverosímil». ¿Acaso es un crítico de la Modernidad? Sí lo es, desde luego. Ahora bien, también Bakunin y Marx fueron críticos de la Modernidad. Pero, he aquí la clave del asunto, los «elementos modernos» —sociales y culturales— impugnados por uno y por otros son completamente distintos. Y las posibles «soluciones» también resultan ser disímiles, e, incluso, diametralmente opuestas. Aquello que causaba desasosiego a Nietzsche no coincidía, ni por asomo, con lo que causaba desasosiego a Marx y Bakunin. El filósofo de la «voluntad de poder», por ejemplo, no sentía demasiadas simpatías por el empoderamiento popular. Tal afirmación, de hecho, se queda muy corta, porque Nietzsche —he aquí un asunto crucial— experimentaba una profundísima aversión hacia todos los movimientos filosófico-políticos que, en su época, propugnaban semejante empoderamiento de las clases trabajadoras (o de los sectores populares, que diríamos hoy). Curt Paul Janz, uno de los más notables biógrafos de Nietzsche, señalaba que este compartía con Marx la conciencia de hallarse ante una época sumida en profundas mutaciones; pero, mientras uno lo cifraba todo en el ámbito de las relaciones económicas, el otro lo apostaba en la dimensión de las energías culturales y en la esfera de las potencias espirituales. Sin embargo, y obviando ahora la discutible justeza de semejante apreciación, creemos que Janz yerra cuando añade que Nietzsche jamás percibió la «cuestión obrera» como un problema inmediato y acuciante19. De hecho, el propio Janz —como veremos en el próximo capítulo— relataría ciertos episodios que desmienten su propia afirmación.

Somos conscientes de su potencia sísmica, a pesar de todo. No somos ingenuos. Pensar contra Nietzsche es pensar con Nietzsche. Esa intuición siempre gravitará sobre nuestras polémicas nietzscheanas, y la podemos encontrar en Martin Heidegger. Apuntaba este, en efecto, que cualquier pensador contemporáneo estaba obligado a ejercer su pensar bajo el influjo de Nietzsche, ya fuese «con él» o «contra él»20. Pues bien, en este humilde ensayo se intenta pensar, de manera simultánea, con Nietzsche y contra él. Aunque —digámoslo con sinceridad y honradez— más pensaremos contra el filósofo del martillo. ¿Fue Nietzsche un pensador peligroso, el más peligroso de todos? Seguramente sí, pues muchos abismos se abrieron a través de él. Ahora bien, ¿peligroso para quién?

1 Ansell-Pearson, K., An Introduction to Nietzsche as Political Thinker, Cambridge University Press, Cambridge, 1994.

2 Dannhauser, W. J., «Friedrich Nietzsche (1844-1900)», en Strauss, L. y Cropsey, J. (comps.), Historia de la filosofía política, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1993, pp. 779-798.

3 Ibid., p. 788.

4 Cacciari, M., «Lo impolítico nietzscheano», en Desde Nietzsche. Tiempo, arte, política, Biblos, Buenos Aires, 1994, pp. 61-79.

5 Duque, F., Los buenos europeos. Hacia una filosofía de la Europa contemporánea, Nobel, Oviedo, 2003, p. 79.

6 Nolte, E., Nietzsche y el nietzscheanismo, Alianza Editorial, Madrid, 1995, p. 178.

7 Montinari, M., Lo que dijo Nietzsche, Salamandra, Barcelona, 2003, pp. 168-169.

8 Zweig, S., La lucha contra el demonio (Hölderlin - Kleist - Nietzsche), El Acantilado, Barcelona, 1999, pp. 235-336.

9 Nietzsche, F., La gaya ciencia, Edaf, Madrid, 2002, p. 285.

10 Morey, M., Vidas de Nietzsche, Alianza Editorial, Madrid, 2018, pp. 55-56.

11 Nietzsche, F., Correspondencia. Volumen VI, octubre 1887-enero 1889, Trotta, Madrid, 2012, p. 305.

12 Ross, W., Friedrich Nietzsche. El águila angustiada, Paidós, Barcelona, 1994, pp. 699-702.

13 Prideaux, S., ¡Soy dinamita! Una vida de Nietzsche, Ariel, Barcelona, 2019, pp. 343-386.

14 Nolte, E., Nietzsche y el nietzscheanismo, op. cit., p. 229.

15 González, N., Nietzsche contra la democracia, Montesinos, Barcelona, 2010, p. 182.

16 Nietzsche, F., Más allá del bien y del mal. Preludio para una filosofía del futuro, Edaf, Madrid, 2006, pp. 197-198.

17 Nietzsche, F., Aurora. Pensamientos sobre los prejuicios morales, Biblioteca Nueva, Madrid, 2015, pp. 210-211.

18 Frey, H., La sabiduría de Nietzsche. Hacia un nuevo arte de vivir, Universidad de las Américas/Miguel Ángel Porrúa, Puebla, 2007, p. 18.

19 Janz, C. P., Friedrich Nietzsche. 1. Infancia y juventud, Alianza Editorial, Madrid, 1981, pp. 233-234.

20 Heidegger, M. y Jünger, E., Acerca del nihilismo, Paidós, Barcelona, 1994, p. 126.

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