Читать книгу Anti-Nietzsche - Jorge Polo Blanco - Страница 7

3. Lo trágico contra lo civilizado

Оглавление

La visión dionisíaca del mundo, aseguraba Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, fue destruida por el avance imparable y enfermizo del «socratismo». Este representó una contundente negación —o una severa infravaloración— de todo aquello que no podía ser apresado por conceptos. Por efecto de esa misma negación, las fuentes últimas de todo lo verdaderamente creativo fueron secándose. Y tan lejos se caminó por esa nueva senda, que llegó a sostenerse lo siguiente: únicamente aquellas cosas que sean racionalmente comprensibles podrán ser, al mismo tiempo, bellas. ¡Tremenda desviación del viejo espíritu helénico, pensaba Nietzsche! Frente a la vieja embriaguez artística que proclamaba un contundente sí a la vida, recreada y glorificada en toda su potencia, emergió desafiante y altanera aquella «claridad dialéctica» que ahora pronunciaba un tétrico y fúnebre no a la vida. Lo trágico pereció a manos de la omnipotencia racionalista; lo instintivo sucumbió a manos de lo dialéctico. El nuevo imperio de la «logicidad», en definitiva, arruinó la jovialidad cultural y vital de los griegos, que desde entonces quedaron atrapados en una declinante fatiga espiritual y fisiológica. Nietzsche entendió que el socratismo (ominosa prefiguración del cristianismo, o primer síntoma de la gran «enfermedad») arruinó, con su hipérbole intelectualista, la expansión afirmadora de los instintos más profundos de la vida. Y, a través de semejante operación, la «inocencia del devenir» quedó envenenada y vilipendiada. La vida misma permaneció embridada, estrangulada. El jocundo esplendor de la cultura griega arcaica feneció con la llegada del gélido racionalismo socrático, esto es, con la instauración progresiva de un logocentrismo esencialmente antivital.

Pero un proceso así descrito no habla solamente de la decadencia del mundo antiguo; muy al contrario, cuando Nietzsche compuso esta obra también estaba pensando en la Alemania y en la Europa de su tiempo, como apuntábamos más arriba. Porque ese diagnóstico no solo constituía un ejercicio filológico o arqueológico destinado a comprender el destino de la antigua Hélade; también era, antes que nada, una forma de interpretar las derivas espirituales y políticas del tiempo presente. Lejos de comprender su labor filológica como una fría técnica positivista, encaminada a un desapasionado análisis y esclarecimiento de las fuentes textuales del mundo griego, Nietzsche empleaba su saber filológico como una plataforma desde la cual juzgar y valorar las tendencias culturales de la Era Moderna1. Desde este horizonte se atreve a sostener que una misma enfermedad se viene arrastrando a través de los siglos, insidiosamente, desde los tiempos del infame Sócrates. Late un desasosiego indecible en ese diagnóstico, una desesperación irreprimible. «Nietzsche no declara su desprecio al mundo moderno: lo grita»2. Giorgio Colli aseguraba, en ese sentido, que todos los elementos teóricos nietzscheanos germinaban en el interior de una «náusea», pues experimentaba «un horror por el presente»3. Y las arcadas suelen verse reflejadas en su verbo chillón, desde luego.

El binomio cultura-civilización estaba prefigurado en el universo nietzscheano o, mejor dicho, en el universo nietzscheano estaba sumergido en las telarañas de tal binomio. El magma ideológico de la Kultur, que en realidad tenía mucho que ver con el atraso económico de los Estados alemanes (una burguesía menos desarrollada que la de otras potencias europeas, fragmentación territorial y administrativa etc.), se podría sintetizar en lo siguiente: la «civilización» anhela pisar un suelo confortable y previsible; busca la seguridad. La «cultura», sin embargo, siente una terrible simpatía por aquellos abismos trágicos en los que se despliega la vida con toda su crudeza, con toda su crueldad. La civilización es «socrática», conceptual y dialéctica; la cultura, en cambio, tiene que ver con esa capacidad genesiaca y desbordante del arte desgarrado. Pero el binomio también acarrea contraposiciones morales. Y políticas, deberíamos enfatizar. En efecto, solamente la «civilización» puede terminar otorgando una primacía a la protección de los débiles y a la igualdad de derechos, buscando al mismo tiempo el bienestar del mayor número posible. La civilización es «compasiva»; o, dicho de otro modo, es «antivital». La Kultur, en las antípodas de lo anterior, no desconoce el fondo cruel y despiadado de la vida, esa cruenta y permanente batalla donde solo los fuertes se imponen; aquí no se pretenden corregir las naturales desigualdades del mundo, y la compasión no puede tener lugar. Nietzsche habita todas estas contraposiciones; su pensamiento se agita en el interior de ellas. Y, sin discusión, se posiciona abiertamente a favor de la Kultur y en contra de la «civilización» (entendida esta en los términos que acabamos de explicitar).

Criticó duramente ese racionalismo optimista propio de la «concepción socrática del mundo». Y, confrontando con esta, terminó por movilizar una «concepción trágica de la vida». En esta visión trágica, el arte ocupaba el lugar sagrado que en otro tiempo ocupó antes de ser destronado por el «triunfo de Sócrates». La racionalidad científica y la lógica de la verdad, que a su parecer habían alcanzado una hegemonía asfixiante en la civilización occidental, debían ser expulsadas y desalojadas de esa posición preeminente. Pero el joven Nietzsche entiende que ese «resurgimiento de lo trágico» y esa revivificación del genio griego presocrático, esa reaparición de Dioniso en la historia espiritual de Europa, estaba aconteciendo en la cultura alemana de su tiempo. O, al menos, las tierras germánicas eran las más propicias para tal acontecimiento. Esa fascinación por el eje Grecia-Alemania, inverosímil y pregnante construcción ideológica (por medio de la cual se obliteraba intencionadamente la inexcusable tamización latina en la transmisión de la cultura helénica), no era invención de Nietzsche, puesto que ya estaba muy presente en el clasicismo alemán (Winckelmann, Schiller, Goethe). Para Nietzsche, entender que la vieja Hélade se hallaba «subterráneamente» conectada con las fuerzas espirituales de los pueblos germánicos, suponía una estratagema perfecta para «depurar» de su concepción la más mínima adherencia de elementos «latinos» y «semíticos». Se trataba, en cualquier caso, de la revitalización de una Kultur por mucho tiempo soterrada y amordazada; un nuevo despertar. Lo interesante es que ese resurgimiento de lo trágico-dionisíaco en la cultura alemana no era casual, a juicio de Nietzsche, toda vez que respondía a un «retorno» del espíritu alemán a sí mismo, a un resurgir de lo más profundo y auténtico del «ser alemán». Evidentemente, semejante contraposición tenía una traducción política, toda vez que la «civilización» (que Nietzsche y todos los epígonos de la Kultur identificaban, principalmente, con Francia) cristalizó en ciertas teorías sociales y en unas específicas instituciones políticas… todas ellas detestadas por nuestro pensador, como iremos viendo. Porque lo «trágico», en el pensamiento nietzscheano, opera como una categoría estético-política.

De hecho, resulta muy pertinente hablar del «dionisismo político» sostenido por el joven Nietzsche4. Esta fórmula, furiosamente antisocrática, se refiere a la necesidad de asumir dos elementos cruciales: el fondo cruel o violento de la existencia y la insuprimible dominación de unos hombres a manos de otros. Aceptar ambas cosas como inextinguibles: he ahí la clave de la propuesta nietzscheana. La justificación estética de la vida, en este marco, solo será viable mediante el surgimiento de esos «ejemplares excepcionales» a los que podemos llamar «genios». En este punto política y arte quedan profundamente anudados, puesto que en dicha concepción el Estado debe canalizar las energías sociales de tal modo que los genios puedan florecer; una canalización político-pedagógica que será cualquier cosa menos democrática. Muy al contrario, la «República del genio» mostrará una faz indefectiblemente aristocrática5. El «dionisismo político» de Nietzsche conlleva un entrelazamiento muy específico del arte con la política, pues lo que está sosteniendo de una forma pretendidamente apodíctica es algo tan tremendo como lo siguiente: el auténtico arte muere con la democracia; la verdadera creación artística agoniza y se marchita con el igualitarismo político.

En esta época se gestan dos importantes trabajos, El nacimiento de la tragedia y El Estado griego. En este último sostenía Nietzsche que la organización política debe supeditarse a una finalidad última y superior, a saber, permitir un enérgico florecimiento del arte trágico. Pero se desprendía de ello un corolario insoslayable: las instituciones políticas no deben estar al servicio de las necesidades del pueblo, esa muchedumbre informe e inculta, sino que desde ellas deben generarse las condiciones necesarias para que una minúscula élite de grandes «genios trágicos» pueda desplegar su actividad creativa sin trabas. El modelo de Estado soñado por Nietzsche, empero, no es una suerte de República platónica «estetizada», en la que el rey-filósofo sea sustituido por el rey-genio o el rey-artista, toda vez que los grandes hombres, los portadores de la genuina creación cultural, no deben ocuparse de labores administrativas. En las páginas finales de su tercera Intempestiva —la que versa sobre Schopenhauer— encontramos una crítica demoledora del «filósofo» académico y profesional, esto es, del filósofo que vive a sueldo del Estado. Un pensador funcionarial es una figura esperpéntica que solo es capaz de desplegar una reflexión desvaída, ridícula e inauténtica6. Lo espiritual, para Nietzsche, trasciende lo político; es más, la finalidad de la política es construir un orden social que permita el florecimiento de la gran cultura. Ya hemos comprobado, eso sí, cuál es, a su parecer, el más óptimo y deseable de esos órdenes… El Estado no es un fin en sí mismo, en cualquier caso; solo es un medio7. Porque el desarrollo artístico es lo verdaderamente valioso. Una idea semejante, a saber, que la verdadera finalidad del Estado es la defensa y promoción de la cultura (añadiendo, como no podía ser de otra manera, que la cultura más elevada es, por antonomasia, aquella que dimana del «pueblo» alemán), ya estaba presente en Fichte, en sus obras Los caracteres de la edad contemporánea (1806)8 y Discursos a la nación alemana (1807-1808)9. Se especulaba, dicho sucintamente, con la idea de un «Estado de cultura». Bien, pero hay un pequeño detalle que muchos exégetas han pretendido ignorar o silenciar, y es que Nietzsche pensó a lo largo de toda su vida que un auténtico despliegue artístico únicamente tendría ocasión de florecer allí donde la gran mayoría de la comunidad humana se encontrase atornillada a la ignominia del trabajo. Los viejos griegos lo sabían y, con infinita honradez, admitieron la necesidad de la esclavitud, toda vez que solo mediante ella podía generarse esa energía excedente que una élite «creadora» precisa para alumbrar una cultura inmortal y profunda. Tener todo esto muy presente es realmente crucial a la hora de comprender y valorar la intervención estético-política de Nietzsche, si es que no albergamos el deliberado propósito de desvirtuarla.

En El Estado griego advierte de la ineludible necesidad de un Estado poderoso, rígidamente piramidal, que discipline las energías sociales con su grillete de hierro (Esparta es el modelo); solo así podrá emerger la bella flor del genio10. Esta misma idea aparece expresada muy nítidamente en otros fragmentos póstumos de la misma época11. El platonismo político de Nietzsche es palpable; es más, asume y radicaliza el modelo de la República. Muchas son las invectivas antiplatónicas que podemos hallar en sus libros. Pero tengamos cuidado con esto y consideremos que siempre latió en él una curiosa ambivalencia con respecto al filósofo griego, hasta el punto de que llegó a considerar que había un Platón infectado de socratismo y otro Platón liberado de dicha infección. ¿Qué hubiera podido llegar a ser Platón, de no haber sucumbido al encantamiento de Sócrates? Nietzsche sentía verdadera fascinación por la organización estatal dibujada en la República: su rígida estratificación, su orden piramidal y su modelo pedagógico elitista y eugenésico. Que el genio no figurase en la cúspide de dicho modelo político (es más, que los artistas pudieran llegar a ser expulsados) no era más que un elemento procedente del socratismo que Platón admitió a regañadientes, y no sin luchar consigo mismo12.

La masa, que ha de estar ocupada en labores productivas y reproductivas, solo es depositaria de la obligación de servir a dichas élites. Es más, lo que Nietzsche sugiere en repetidas ocasiones es que resulta perentoria una declaración de guerra de los «hombres superiores» a la masa, puesto que los mediocres se coaligan. La visión trágica del mundo se tiene que traducir, por lo tanto, en un orden social marcadamente elitista; un orden que aparecerá como antagónico de todas las instituciones políticas propias de la «civilización socrática»: democracia, sufragio universal, igualdad ante la ley, derechos del trabajador o instrucción pública. Todos estos elementos, que de forma genérica podríamos identificar con el programa político-cultural de la Ilustración, fueron detestados por Nietzsche hasta el fin de sus días13. Es el mismo Nietzsche, enfaticémoslo, el que establece —no sin razón— una íntima afinidad entre todos esos elementos y el «socratismo». También la «emancipación de la mujer», obviamente, merecía su desprecio. Una vez le dijo a su hermana, por carta, que todos los que participan del entusiasmo por la emancipación de las mujeres han caído en la cuenta de que él es su bestia negra14. El aforismo 232 de Más allá del bien y del mal resulta especialmente misógino. Que las mujeres quieran ahora ilustrarse y acceder a la ciencia, advierte, no es más que otro de los terribles síntomas del afeamiento general de Europa. Es de muy mal gusto que ellas —seres superficiales, vanidosos y enemigos de la verdad— profieran tales exigencias15. Hay que leer, de igual modo, esos enervantes párrafos en los que Nietzsche clamaba contra la institución del «matrimonio moderno» y contra la unión matrimonial «por amor». ¡Semejante cosa era una ignominia, un despropósito mayúsculo! El matrimonio premoderno albergaba un «centro de gravedad», a saber, «la responsabilidad jurídica única del varón»; aquella forma de matrimonio, lamentablemente desaparecida en las sociedades modernas, se fundamentaba en una lógica profunda: el «instinto de propiedad», es decir, mujer e hijos como propiedades del varón. En ese modelo familiar sí se plasmaba un saludable instinto de dominación16. Tomen nota las feministas nietzscheanas.

La unificación de Alemania en 1871, que en un principio representó para Nietzsche un horizonte ilusionante, no cristalizó en lo que a su juicio hubiese sido deseable porque rápidamente sucumbió a la pérfida «influencia francesa». El segundo Reich no cumple con las expectativas de una revivificación de la Kultur, puesto que, inmediatamente, se lanza por la misma senda que vienen recorriendo todos los países del Occidente «civilizado»: instituciones de cuño liberal, desarrollo económico e industrial, filosofía utilitarista, ciertos niveles de bienestar social otorgados por la protección estatal… El desesperante resultado será, en definitiva, que el «espíritu alemán» permanecerá enajenado y extraviado. La nueva Alemania se estaba convirtiendo en otra nación «burguesa», en una más, siendo así que las auténticas «profundidades de su ser» quedarían olvidadas y pisoteadas. De lo que Nietzsche se estaba lamentando, en definitiva, es de la pérdida de un hecho diferencial. En efecto, la cultura alemana era interpretada por él, en esta época, desde un prisma particularista y excluyente; en las profundidades del «espíritu alemán» latían un magma y una fuerza que lo diferenciaban esencialmente de las otras naciones europeas, sumidas todas ellas en una secular decadencia propiciada por el milenario socratismo. Más adelante veremos que, en sus coordenadas filosófico-políticas, Ilustración, democracia y socialismo no eran sino una suerte de «socratismo moderno». Porque en esta época de juventud es Sócrates el archienemigo a combatir; Cristo se sumará después. En cualquier caso, Nietzsche se siente muy defraudado con el segundo Reich, pues, si había un pueblo en la decadente Europa capaz de recuperar o restaurar el espíritu de una cultura trágico-dionisíaca, ese era el pueblo alemán.

En El nacimiento de la tragedia proclamaba, en efecto, la perentoria necesidad de alentar el renacimiento de una nueva edad trágica, pues solo así podría el «espíritu alemán» retornar a sí mismo. Este espíritu, mediante tal reverdecer de la sabiduría dionisíaca, podría regresar a las «fuentes primordiales de su ser» después de haber quedado desnaturalizado por el influjo nocivo de fuerzas infiltradas desde «fuera». Lo alemán, durante demasiado tiempo siervo de la «civilización latina», podría recuperar al fin su potencia originaria17. Ahí estaba Wagner, como ejemplo paradigmático de tan terrible «rejuvenecimiento». Otros «educadores trágicos» del pueblo alemán serían imprescindibles para promover una comunidad cultural capaz de vehicular el genuino espíritu germánico. Sin embargo, la deriva política de Alemania no permitió el surgimiento pletórico de esa potencia trágica. La Kultur, que encarnaba la autoconciencia profunda del pueblo alemán, estaba siendo traicionada. Porque el auténtico y genuino espíritu de lo alemán nunca podría ser «moderno»; la «democratización» advenida con la Revolución francesa siempre sería una intrusa en territorio germano, algo postizo. Y si la Alemania de Bismarck resultaba finalmente «democratizada», «aburguesada» y «modernizada», como de hecho estaba ocurriendo, solo lo sería mediante una torsión violenta de su ser profundo, mediante un envenenamiento de su hálito espiritual con sustancias narcóticas y deletéreas inyectadas desde geografías foráneas. Al final de su vida, estas actitudes germanófilas fueron mitigándose e incluso diluyéndose; es más, recayó en algunas ocasiones en una verdadera germanofobia. De hecho, en sus últimos años valoró más bien lo meridional; e incluso acarició la idea de viajar a Túnez18. Reivindicó el soleado Sur frente a las plomizas brumas del Norte; en un sentido literal, climatológico, pero también en un sentido espiritual y cultural. Recuérdense, si no, los dos primeros parágrafos de El caso Wagner, donde observamos cómo se despide del «húmedo» Norte —esto es, de Richard Wagner— para zambullirse en la cálida sensualidad y en la serenidad meridional de Bizet19.

La Modernidad, para Nietzsche, no es la inauguración de un tiempo inédito; la Modernidad es, más bien, un punto de llegada, la culminación decadente de un largo devenir; es crepúsculo, más que aurora. Porque el devenir de Europa ha venido determinado y definido por una lucha sempiterna entre la «consideración teórica» y la «consideración trágica» del mundo. Sócrates, y todo lo que él representaba, logró una primera victoria de la «consciencia moral», que retumba hasta hoy. Todos los «instintos» del arte trágico fueron derrotados, reprimidos con dureza, y aquella Ilustración ateniense fue el aldabonazo inicial de un racionalismo que fue replicándose y ampliándose durante siglos20. La Ilustración moderna no es más que un eco tardío de aquella otra, acaecida en la Grecia clásica. Lo dionisíaco ha venido padeciendo, desde entonces, los gélidos rigores de esa apisonadora cultural denominada «socratismo». La «pulsión de verdad» se tornó omnipotente porque ya se presuponía que la razón humana podía conocerlo y dominarlo todo. Ciencia y técnica ocuparon la reluciente cúspide. El «hombre teórico», con su impecable optimismo cognoscitivo, se sintió poderoso. La totalidad de lo real era un lugar que, potencialmente, no guardaba secretos u oscuridades; la racionalidad humana podría iluminar todos los ángulos del ser. Los instintos artísticos quedaron, así, domesticados; el arte se tornó «lógico», apacible y pedagógico.

En La filosofía en la época trágica de los griegos, otro texto de juventud (1873), Nietzsche realiza una suerte de apología de los filósofos presocráticos o preplatónicos (ocupando Heráclito un lugar muy destacado), precisamente porque estos todavía eran capaces de realizar una captación intuitiva de lo sensible, aunando pensamiento y poesía; la ulterior hipertrofia intelectualista arruinó ese modo de estar en el mundo, de interpelarlo21. Esa es la huella de Sócrates, que ha perdurado durante siglos. Europa terminó siendo socrática hasta la médula, hasta la náusea. La vida instintiva, asfixiada por una racionalidad titánica y tiránica, palideció hasta límites insoportables. Bien es cierto que Thomas Mann encontró aquí una crucial —y justísima— objeción a su querido filósofo, preguntándose si acaso podíamos afirmar que la «vida instintiva» había quedado abrasivamente sojuzgada y aplastada por el poder omnipotente del frío intelecto. Mann negaba rotundamente esa premisa nietzscheana. ¿Dónde veía Nietzsche un mundo gobernado despóticamente por la razón? Muy al contrario, objetaba el literato alemán, la «débil llamita de la razón» apenas encontraba quien le prestara atención en este mundo violento y despiadado, atravesado todo él por pasiones egoístas, por relaciones de fuerza y por ansias de poder22. En cualquier caso, Nietzsche entendía que una cultura socrática es antiartística, antitrágica, antimítica, antipoética y antiestética. Y ya sabemos que ese socratismo, metálico y atroz intelectualismo, se moduló e intensificó —con la llegada del Crucificado— hasta condensarse en un moralismo antipasional, antisensual, antibelicoso, antibiológico y antivital. Solo el «espíritu alemán», pensaba el joven Nietzsche, era depositario de elementos o fibras capaces de oponer alguna «resistencia trágica» a ese discurrir arrollador de la civilización socrático-cristiana. Sin embargo, como acabamos de ver, también estas esperanzas fueron quedando truncadas. También el ser profundo de lo alemán sucumbió, finalmente.

No obstante, y a pesar de esa enorme decepción experimentada por Nietzsche, creemos apresurada la tesis de Deleuze cuando sostiene que a principios de la década de los setenta se había desprendido ya de sus últimos «fardos», en lo que al nacionalismo y al prusianismo se refiere23. Habrá que esperar, en todo caso, a su crisis existencial y filosófica de 1876, aquella lacerante ruptura con el universo wagneriano que, al mismo tiempo, propiciaría un creciente desencanto con los abismos ideológicos del germanismo y de la Kultur. Nietzsche, en esos momentos, dispara contra el antisemitismo y contra todas las puerilidades del nacionalismo24. El parágrafo 475 de Humano, demasiado humano será una muestra fehaciente de su alejamiento de esa enfermedad llamada «nacionalismo chauvinista»; en ese mismo pasaje, por cierto, ensalzará múltiples virtudes de la perseguida cultura judía25. Bien es verdad que, hasta ese momento, había mostrado un fuerte apego a las tendencias románticas que apelaban a una suerte de «ser alemán» (deutsche Wesen), concebido como un reservorio espiritual todavía no contaminado por la decadente «civilización». También es cierto, debemos puntualizar, que el nacionalismo del joven Nietzsche estaba más próximo a las formas de un cierto «nacionalismo cultural», al modo de Herder o Fichte, y no tanto a un nacionalismo explícitamente político (aunque, en realidad, estos «nacionalismos culturales» no dejarán de tener efectos políticos de largo aliento). Lo alemán, en esa perspectiva, apelaba más a una comunidad orgánica, lingüística y espiritual; a un «pathos del Norte» diferenciado de la sureña civilización latina.

Sin embargo, no podemos eliminar todo componente político de su visión de lo alemán, al menos en aquellos años «juveniles». Cuando da comienzo la guerra franco-alemana, el 19 de julio de 1870, el joven profesor de la Universidad de Basilea no duda en presentarse como voluntario al servicio del ejército alemán. El 8 de agosto escribía la siguiente petición, dirigida a una de las autoridades que habían de concederle el permiso pertinente:

En la situación actual de Alemania, no puede resultarle inesperada mi decisión de cumplir yo también mis deberes para con la patria. Con esta intención me dirijo a usted para pedir del ilustre Consejo de Educación, a través de su mediación, dispensa de trabajo para la última parte del semestre de verano. Mi decisión está ahora tan robustecida que sin vacilación alguna me puedo hacer útil como soldado o como enfermero. Nadie como una autoridad suiza en materia de educación puede encontrar tan natural y tan justo que yo deba echar el pequeño óbolo de mi aportación personal en las arcas de la patria, como ofrenda. Si recapacito en las obligaciones de las que soy responsable en Basilea, me resulta claro que, ante la tremenda llamada de Alemania a que cada uno cumpla con su obligación alemana, solo violentándome penosamente y sin auténtico provecho podría sujetarme a ellas.26

El 11 de agosto recibió la dispensa solicitada, si bien únicamente como enfermero, en consideración a la neutralidad suiza. Nietzsche, imbuido de ferviente patriotismo, salió el 12 de agosto rumbo al conflicto. Su voluntad de sacrificarse por Alemania era, en esos instantes, verdaderamente irresistible.

1 Sánchez, D., El itinerario intelectual de Nietzsche, Tecnos, Madrid, 2017, pp. 83-99.

2 Colli, G., Introducción a Nietzsche, Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 211.

3 Idem.

4 De Santiago, L. E., Arte y poder. Aproximación a la estética de Nietzsche, Trotta, Madrid, 2004, p. 312.

5 Ibid., pp. 296-304.

6 Nietzsche, F., Schopenhauer como educador, Biblioteca Nueva, Madrid, 2009, pp. 105-122.

7 Nietzsche, F., Sabiduría para pasado mañana. Antología de fragmentos póstumos (1869-1889), Tecnos, Madrid, 2009, p. 354.

8 Fichte, J. G., Los caracteres de la edad contemporánea, Guillermo Escolar Editor, Madrid, 2019.

9 Fichte, J. G., Discursos a la nación alemana, Tecnos, Madrid, 2002.

10 Nietzsche, F., Fragmentos póstumos sobre política, Trotta, Madrid, 2004, pp. 102-103.

11 Nietzsche, F., Fragmentos póstumos (1869-1874). Volumen I, op. cit., pp. 150 y 167-168.

12 Nietzsche, F., Fragmentos póstumos sobre política, op. cit., p. 104.

13 Esteban, J. E., El joven Nietzsche. Política y tragedia, Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, pp. 61-71.

14 Nolte, E., Nietzsche y el nietzscheanismo, op. cit., pp. 73 y 196-198.

15 Nietzsche, F., Más allá del bien y del mal, op. cit., pp. 235-237.

16 Nietzsche, F., Crepúsculo de los ídolos o cómo se filosofa con el martillo, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002, pp. 122-123.

17 Nietzsche, F., El nacimiento de la tragedia, Alianza Editorial, Madrid, 1973, pp. 159-160.

18 Ross, W., Friedrich Nietzsche. El águila angustiada, op. cit., p. 590.

19 Nietzsche, F., El caso Wagner. Nietzsche contra Wagner, Siruela, Madrid, 2002, pp. 23-25.

20 Nietzsche, F., El nacimiento de la tragedia, op. cit., pp. 108-130.

21 Nietzsche, F., «La filosofía en la época trágica de los griegos», en Obras completas. Volumen 1. Escritos de juventud, Tecnos, Madrid, 2011, pp. 571-607.

22 Mann, Th., Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Alianza Editorial, Madrid, 2000, pp. 115-116.

23 Deleuze, G., Nietzsche, op. cit., p. 11.

24 Quesada, J., Ateísmo difícil. En favor de Occidente, Anagrama, Barcelona, 1994, pp. 142-144.

25 Nietzsche, F., Humano, demasiado humano, op. cit., pp. 266-267.

26 Janz, C. P., Friedrich Nietzsche. 2. Los diez años de Basilea (1869-1879), op. cit., pp. 86-87.

Anti-Nietzsche

Подняться наверх