Читать книгу Hegel, la autoconciencia de la libertad en la historia - Jorge Rendón Alarcón - Страница 8

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Hegel busca dar cuenta de la realización práctica de la libertad en la sociedad y en la historia: esto es, de lo que busca dar cuenta realmente es de la libertad positiva y constituye, según lo podemos ver, el problema al que se orienta su reflexión especulativa en torno a la realización de la razón en sí y por sí como núcleo de su filosofía. Al respecto, Hegel distingue enfáticamente -como decimos-, entre la conciencia de la libertad como principio y su desarrollo en la realidad del espíritu y de la vida. Es por ello que el problema de la libertad no se circunscribe, en Hegel, a la <<libertad autoconsciente>> sino a la realización práctica de la misma y el problema se sitúa entonces en la autoconciencia de la libertad y en la reivindicación de un orden humano fundado ahora en ese quehacer práctico de la libertad: intuir en la independencia del otro la perfecta unidad con él.

Lo que resulta indispensable es enfatizar que tal hecho se inscribe en una época -la de los siglos XVII y XVIII- caracterizada por el vínculo histórico-político que se establece entre la emancipación de los seres humanos en su condición de ciudadanos y la puesta en cuestión del orden social y político en cuanto un orden cuya realización depende en última instancia de la propia razón humana y, con ello, la reconsideración de esa acción consciente como algo que sólo puede ser entendido desde el ser humano en cuanto ser social, es decir, en cuanto susceptible de un desarrollo propio en la sociedad y en la historia.

Incluso el concepto de ciudadanía como referente del orden social sólo alcanza su verdadero sentido moderno cuando se sitúa como resultado de esa experiencia emancipatoria que tiene lugar con el reclamo de la legitimidad civil del orden político y que da lugar a una concepción del orden social y político que no sólo no se agota en su acepción liberal sino que, en sentido estricto y en medio de sus contradicciones, permite una nueva comprensión de esa legitimidad civil porque pone de manifiesto que la sumisión a los derechos privados impide su realización práctica reclamando, en cambio, la racionalidad y universalidad de la ley por encima de esos fines, conforme a ese libre ejercicio de la voluntad.

Nos referimos aquí, en suma, al hecho de que con la concepción liberal se pone ya abiertamente de manifiesto la contradicción que supone la imposibilidad de la autodeterminación de la realización práctica conforme a la consideración de las libertades privadas en su condición de “derechos naturales”. Esto es algo que el propio Hegel destaca: “En el derecho inglés no se encuentra ningún principio universal, ningún pensamiento determinante. El poder del Estado es un medio para los fines particulares, este es precisamente el orgullo de la libertad inglesa” (FH, p. 678).

Lo anterior da lugar a una profunda reconsideración del orden humano en cuanto indisociable de ese quehacer práctico de la razón en la existencia y al descubrimiento, en consecuencia, de la política y del orden jurídico-político como resultado del quehacer del pensamiento de los seres humanos en su vida en común para dar lugar con ello, además, al reconocimiento de la constitución de la libertad positiva como resultado del quehacer práctico conforme al cual el ser humano llega a reconocerse en su condición de un nuevo sujeto ético porque sólo puede tener lugar a partir del reconocimiento de sí mismo en cuanto capaz de reconocerse en la legitimidad del orden que se impone y, de esta forma, en cuanto una acción orientada a establecer las formas de organización y regulación del orden social; en suma, al hecho de que el orden social no puede ser entendido sino como una cierta forma de la realización práctica de los seres humanos.

Se trata de un rasgo definitorio de la modernidad política porque en este sentido el carácter y contenido de la política y del orden jurídico-político sólo pueden fundarse en la acción y en la determinación del pensamiento. Lo anterior se explica porque se trata de una concepción del orden político que surge en contraposición al ejercicio del poder despótico y arbitrario que caracterizó al absolutismo monárquico y frente al cual se reivindica la legitimidad civil entendida como el sometimiento a la racionalidad y universalidad de la ley, como principio de legitimidad del propio orden político y que no tendría ya, en consecuencia, otra finalidad que la propia realización del ser humano en su condición de ciudadano. En este sentido, el único ordenamiento legítimo de convivencia, sustentado jurídica y políticamente, resulta ser, ya para Rousseau, el modelo de autogobierno conforme al cual la sociedad política moderna misma sólo puede ser entendida, también, como una sociedad autodeterminada desde el propio quehacer ciudadano. Se trata de una concepción que desde luego actúa como contrapunto en nuestra comprensión de las realidades sociales y políticas actuales.

Bajo estas consideraciones el referente del nuevo orden jurídico-político no encuentra ya otro sustento que el reconocimiento de sus miembros en su condición de ciudadanos: Sólo entonces -dice Cassirer, respecto de Rousseau-, se convierten en individuos en un sentido más elevado, en personas autónomas. Rousseau no dudó en colocar este concepto ético de persona muy por encima del mero estado de naturaleza.4 Surge así el orden constitucional moderno en cuanto un orden resultado del pensamiento práctico de los seres humanos y una nueva y radical concepción del orden político como el ámbito de realización de los seres humanos en cuanto sujetos sociales, por lo demás en abierta contraposición -como decimos- con el modelo liberal. De lo anterior la paradigmática formulación de Rousseau para quien resulta que <<la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad>> y ello porque la ley se convierte, para él, en el principio constitutivo de la libertad de la voluntad, entendida como libertad política.

Es de esta forma que Hegel llega a reconocer también que La libertad de la voluntad misma, como tal, es el principio de todo derecho; es ella misma un derecho absoluto, eterno en sí y por sí; y es el derecho supremo, ya que los demás, los derechos particulares, resultan adjetivos. Y como seña distintiva de una nueva época sustentada en el quehacer autoconsciente práctico, Hegel agrega al respecto que es incluso aquello por lo que el hombre se hace hombre, -y siguiendo a Rousseau dice también-, que La voluntad quiere producir un ser; mas, en su pureza, la voluntad es tan universal como el pensamiento. Este principio fue establecido en Francia por Rousseau. El hombre es voluntad; y solo es libre en tanto quiere lo que su voluntad es (s. n.). En el principio de la voluntad libre está la esencia de que la voluntad sea libre. Pues en la frase: <<Yo quiero, porque quiero>>, puedo poner todo, afirmarme en ella, e incluso rechazar el bien a segundo término (FH, p. 689).

Esta exigencia de que la voluntad que sólo existe en sí y por sí es el único fundamento legítimo del derecho moderno y, por consiguiente, de todas las leyes jurídicas, preceptos debidos y obligaciones impuestas, constituye una reformulación del derecho porque hace a un lado cualquier deuda con toda metafísica abstracta como ocurre, incluso, con el liberalismo al hacer depender la legitimidad del mismo de un hipotético “estado de naturaleza” como salvaguarda de las libertades privadas. Por el contrario, la legitimidad del derecho -para Hegel-, encuentra en la voluntad <<su sustancia y determinación>> por lo que constituye, como tal, un <<mundo del espíritu>> resultado de su capacidad de realización como ser consciente. Se trata de una nueva y radical consideración del derecho moderno en cuanto ámbito de constitución del ciudadano y de la sociedad política en su sentido amplio, por lo que daría lugar a la realización de ese orden como un mundo que sólo depende y sólo puede depender de la propia voluntad humana. En este sentido es el ser humano el que hace su propia historia y lo hace conforme a la actividad del pensamiento en tanto sujeto práctico.

Con el reconocimiento de que la configuración y validez del orden social y político no depende sino de su propio quehacer consciente el ser humano descubre, además, como decimos, la condición de posibilidad de su constitución como sujeto ético-práctico, es decir, del reconocimiento de su realización en sí y por sí en la validez del orden que se impone. Hegel aquí es claro: El principio de la libertad consciente implica por sí mismo la fijación de un fin que sea en sí de naturaleza universal, no un apetito particular, y que este fin sea fijado de tal modo que siendo universal sea a la vez fin subjetivo del individuo, conocido, querido, realizado por el individuo, de tal suerte, que el individuo sepa que su propia dignidad consiste en la realización de este fin (e.n.) (FH, p. 399).5

Hegel encuentra y destaca así el vínculo entre el carácter emancipatorio del orden social y político y el quehacer práctico de los seres humanos, es decir, del ejercicio de la voluntad en cuanto voluntad libre. Es en ese sentido, también, que reconoce la realización de ese sujeto en la modernidad política y ello como referente de su propio quehacer especulativo. Debemos señalar, entonces, que la confusión respecto de la condición de una “metafísica abstracta” de la filosofía hegeliana no encuentra sustento en su obra sino más bien en el irracionalismo que se gestó en Alemania entre las dos guerras mundiales y, posteriormente, con la imposibilidad de afrontar la herencia del nazismo en la consideración de su propio orden político. En efecto, aquí la crítica de la modernidad política tiene su origen en una puesta en cuestión del ser humano en tanto sujeto ético-político y como tal capaz de una realización válida como sujeto social.

Se trata de un cuestionamiento que Heidegger hace remontar a Descartes y a la Ilustración pasando por alto justamente el contenido práctico político de la misma, tal y como se pone de manifiesto en las Confesiones de Rousseau: Había visto -afirma allí-, que todo dependía radicalmente de la política y que, de cualquier manera que se planteara, ningún pueblo sería nunca sino lo que la naturaleza de su gobierno le hiciera ser (Confesiones, Libro IX). De hecho, este contenido práctico-político de la Ilustración se ignora también al circunscribirlo a los pensadores de la Enciclopedia que, a diferencia de Rousseau como bien señala Cassirer, querían mejorar y paliar, pero ninguno de ellos creyó en la necesidad o en la posibilidad de una transformación radical, de una nueva fundación del Estado y la sociedad6 -como sí lo hizo Rousseau.

Lo que esa crítica de la modernidad política ignora es el carácter reflexivo y crítico de las normas que tiene lugar con la exigencia del ordenamiento legítimo de convivencia bajo la consideración del modelo de autogobierno del ser humano en cuanto sujeto social, y ello es así porque al circunscribir la metafísica occidental a una mera metafísica de la subjetividad en realidad pasa por alto aquel ejercicio de la razón en la historia y la sociedad que es donde se sitúa el pensamiento práctico-político de la Ilustración. Precisamente uno de los rasgos distintivos del pensamiento práctico-político de la Ilustración lo constituye el hecho de reconocer la actividad del pensamiento en el ámbito de la existencia social e histórica, ello como consecuencia de la consideración del ser humano en cuanto sujeto social y como tal susceptible de un desarrollo en la interacción y el conflicto. Puede decirse incluso que el pensamiento práctico-político de la Ilustración constituye una respuesta al reto de reorganizar el Estado y la sociedad sobre el quehacer práctico de la razón más allá de la instrumentalización del orden político liberal propiciado por la consideración de los derechos privados como “derechos naturales”. Hegel llega a decir así que Siempre que se habla de libertad es menester fijarse bien en si no serán propiamente intereses privados aquellos de que se habla (FH, p. 675).

En este punto adquiere relevancia el reconocimiento reflexivo y crítico respecto de las normas de la vida en común, tal y como lo sugiere Rousseau, por cuanto las mismas sólo pueden tener lugar a partir de su reconocimiento voluntario en medio del conflicto inherente a esa existencia social y ello como consecuencia de reconocerlas como condición de posibilidad del propio orden social. Es en ese sentido también que Cassirer afirma que la ética de Rousseau constituye la formulación más decisiva de una ética puramente conforme a la ley que se haya hecho antes de Kant.7

En abierta contraposición al pensamiento práctico-político de la Ilustración, el carácter unidimensional de esa crítica de la modernidad política se manifiesta en la puesta en cuestión de la subjetividad y del sujeto ético moderno al considerar que, desde Descartes a Kant y Hegel, la filiación es lineal e inevitable poniendo en cuestión, en su momento, no sólo al liberalismo y la burocracia estalinista sino al Estado constitucional de derecho moderno en la acepción de Hegel que tiene ya, como decimos, su punto de partida precisamente en Rousseau porque es él quien enfatiza que mientras los ciudadanos no estén sometidos sino a sus propias convenciones no obedecen a nadie sino a su propia voluntad.

Edgar Bodenheimer, en su libro Teoría del derecho de 1940, enfatiza que el ataque moderno contra la razón es, a la vez, un ataque contra el derecho. El punto de partida de esta consideración conlleva tal testimonio que no nos resistimos aquí a citarlo por completo: <<Vivimos en una época en la que los valores fundamentales de la cultura están siendo desafiados y atacados. Ciertas ideologías proclaman que el poder y la fuerza son los únicos factores potentes de la historia y la vida social humanas. Se considera al ser humano como un ser irracional que sigue sus impulsos como cualquier animal. Estas ideologías repudian y vilipendian la razón como fuerza reguladora de la sociedad humana con una intensidad que no tiene apenas paralelo en la historia.8

Como se puede ver, Bodenheimer detecta perfectamente el punto de partida del irracionalismo alemán, es decir, el abandono a cabalidad del ser humano como sujeto práctico y así capaz de una auto-legislación propia en cuanto sujeto social -que es precisamente el punto de partida en Rousseau sobre la eventual perfectibilidad del ser humano como sujeto ético, es decir, como sujeto capaz de pensarse a propósito de sus formas de realización social. Lo decisivo, en todo caso, lo constituye el hecho de asumir que las sociedades políticas modernas no pueden ser entendidas sino como sociedades autodeterminadas, y de esta manera reconocer también que de hecho cualquier forma de configuración de las mismas supone ya el quehacer práctico de los seres humanos.

La puesta en cuestión de cualquier forma de subjetividad y del ser humano en cuanto sujeto práctico se muestra a lo largo de la tradición de la filosofía alemana del siglo XX, como ocurre por ejemplo con Jürgen Habermas quien se empeña también en circunscribir el problema de la autonomía y de la <<voluntad libre>> a un enfoque <<existencial>> de la condición humana. Así, sostiene que <<La autonomía es más bien una conquista precaria de las existencias finitas, (s. n.) existencias que sólo teniendo presente su fragilidad física y su dependencia social pueden obtener algo así como <<fuerzas>>. Si este es el <<fundamento>> de la moral, de él también derivan sus <<fronteras>>. Lo que necesita y es capaz de regulaciones morales es el universo de posibles relaciones e interacciones interpersonales. Sólo en esta malla de relaciones de reconocimiento reguladas legítimamente pueden los seres humanos desarrollar y mantener una identidad personal (a la vez que su integridad física)>>.9

Como se puede ver, Habermas privilegia la dimensión <<existencial>> de la condición humana en contraposición a la consideración del ser humano como sujeto social: <<la moral asegura la libertad del individuo de llevar una vida propia sólo si la aplicación de las normas generales no coarta más allá de lo exigible el espacio de configuración de los proyectos vitales individuales>> (s.n.).10 La libertad del individuo para gestionar “una vida propia” da lugar, de esta manera, a una concepción abstracta de la existencia humana en oposición al carácter inevitablemente social en el que nos desenvolvemos efectivamente los seres humanos. En efecto, cualquier forma de realización de la vida del ser humano carecería de fundamento y constituiría una abstracción si no queda situada social e históricamente.

Lo que de esta manera se pone realmente en cuestión es aquello que resulta fundamental para el pensamiento práctico-político de Rousseau a Hegel: nos referimos a la consideración de la racionalidad y universalidad de la ley como fundamento del Estado de derecho moderno y que Marcuse reivindicó como abiertamente contrapuesto al fascismo.11 Por el contrario, el carácter evasivo respecto de la política y del quehacer práctico-político del ser humano en cuanto sujeto social encuentra su fundamento en esta tradición y desde luego también -para Habermas- en la consideración de la existencia humana que lleva a cabo Kierkegaard de un modo puramente “existencial” entendiendo bajo tal concepto, como dice Karl Löwith, algo así como la pura o nuda existencia, el factum brutum del Dasein: <<Con la postulación de esta existencia así comprendida como un problema fundamental de la psicología experimental, la cuestión universal del ser, que hasta Hegel había sido determinante, se traslada en Kierkegaard exclusivamente a la pregunta del Dasein humano, y como el auténtico “problema” de este Dasein, ya no se considera qué sea todo él, sino simplemente que es y cómo está ahí>>.12

En efecto, el problema para Kierkegaard no es ya, ni mucho menos, la realización del ser humano como sujeto social sino su condición existencial interpretada desde la experiencia de la intimidad de la conciencia. Lo anterior es puesto de manifiesto por el propio Habermas: <<Kierkegaard parte calladamente de que el existente particular consciente de sí mismo rinde continuamente cuenta de su vida a la luz del Sermón de la Montaña (...) El particular se apropia críticamente del pasado de su biografía -con la que fácticamente ya se ha encontrado y tiene concretamente presente- de cara a posibilidades futuras. Sólo así se hace una persona insustituible y un individuo inconfundible>>.13

No obstante lo anterior, Kierkegaard representa para Habermas el punto de partida de lo que él llama el pensamiento post-metafísico, pero en realidad bajo la convicción (como ocurre en Heidegger) y la creencia en un destino histórico individual en cuanto tal. El propio Habermas subraya al respecto: <<Entiendo el comportamiento moral como una respuesta constructiva a las dependencias y necesidades derivadas de la imperfecta dotación orgánica y la permanente fragilidad de la existencia humana (especialmente clara en los períodos de infancia enfermedad y vejez). La regulación normativa de las relaciones interpersonales puede entenderse como una envoltura protectora porosa contra las contingencias a las que se ven expuestos el cuerpo (Leib) vulnerable y la persona en él encarnada. Los ordenamientos morales son construcciones quebradizas que, ambas cosas en una, protegen a la phisis contra lesiones corporales y a la persona contra lesiones interiores o simbólicas>>.14

Así pues, bajo la exigencia de la intimidad de la conciencia impuesta por Kierkegaard la filosofía pretendidamente post-metafísica de Habermas no puede sino resolverse en la pretensión de la adecuada autocomprensión ética de la especie en cuanto una nueva y actualizada manifestación de ese pensamiento apolítico que tiene su origen en la particularidad de la historia política alemana de la primera mitad del siglo XX. Ello como una muestra, además, de que el propio pensamiento resulta indisociable de una experiencia práctica en la que subyacen también los presupuestos del propio pensamiento.

Karl Löwith destaca el significado específicamente alemán del concepto de Dasein de Heidegger por cuanto da lugar a los términos de existencia y resolución de uno mismo, esforzarse y exponerse al peligro; cambio radical, resurgimiento e irrupción: <<Todos esos términos reflejan -dice Löwith-, el modo de pensar catastrófico de la época posterior a la Primera Guerra Mundial. Lo mínimo con lo que se ocupaba su pensamiento era “origen”, “fin” y “situaciones límite”. Fundamentalmente, estos conceptos y términos eran la expresión de la amarga y dura resolución de una voluntad que se afirma ante la nada, orgullosa de su desprecio de la felicidad, la razón y la compasión>>.15

Se trata de una tradición filosófica que, según lo podemos ver, a partir de la primera guerra mundial y en medio del fracaso y la desesperación del pueblo alemán da lugar a un modo de pensamiento por completo apolítico y por ello, también, completamente incapaz de asumir el problema de la realización del ser humano como sujeto ético-político lo que constituye, como tal, el problema propiamente dicho de la modernidad política tal y como se manifiesta en Hegel, para quien el Estado de derecho moderno -debemos insistir en esto- constituye el ámbito propiamente dicho de la realización del ser humano en cuanto sujeto práctico sin más atadura que la de su voluntad en sí y por sí: En lugar de los mandatos puramente subjetivos del jefe, mandatos suficientes para las necesidades del momento, toda comunidad, que se consolida y eleva a la altura de un Estado, exige preceptos, leyes, decisiones generales y válidas para la generalidad (FH, p. 137).

De esta forma, los prejuicios de esta tradición filosófica respecto de la modernidad política tienen en realidad su origen en una experiencia histórica particular por la que se rompe de manera extrema con aquella otra época (la Ilustración) en su contenido práctico-político que busca con la construcción del Estado de derecho moderno responder, desde la emancipación del ser humano en su condición de ciudadano, a la pregunta platónica por el Estado justo; principio que, por lo demás, ya sólo puede encontrar respuestas en la interacción y el conflicto de la vida en común en la que se afirma el principio de la legitimidad civil del Estado de derecho moderno. Se trata, en este sentido, de situar el saber del ser humano respecto del Estado justo en el ámbito de su propia realización práctica social y política.

Es pues conforme al pensamiento práctico-político del siglo XVIII y principios del siglo XIX que llega a tener lugar un principio social totalmente nuevo en la historia de la sociedad y que da lugar a la reconsideración de la misma desde el ámbito del quehacer práctico de los seres humanos: nos referimos a la exigencia de la autocomprensión del orden político en cuanto un hecho práctico, es decir, a la exigencia de una legitimidad del mismo que sólo puede descansar en la propia voluntad en sí y por sí de sus miembros en su condición de ciudadanos. Es a partir de esa reconsideración de la historia humana desde la realización de la libertad positiva en cuanto una libertad situada en el quehacer práctico del ser humano que tiene lugar, para Hegel, la consideración del orden social y político como un mundo del espíritu, es decir, como el ámbito propiamente dicho de la realización de esa conciencia de la libertad. El problema para la especulación filosófica de Hegel se convierte, entonces, en la manera en que se configura ese saber de la conciencia en cuanto autoconciencia.

Hegel, la autoconciencia de la libertad en la historia

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