Читать книгу Nosotros no estamos acá - Jorge Rojas - Страница 6

Оглавление

NOTA DEL AUTOR

Si tuviese que elegir un momento en que la migración despertó mi curiosidad, la escena sería esta: octubre de 2017, Población Los Nogales, Estación Central, Santiago, un maestro carpintero divide una casa de 70 metros cuadrados en cuatro habitaciones de 15 metros cada una. Ahí, donde antes vivía una familia chilena, vivirían cuatro familias haitianas. Cuatro como en la casa del lado, al frente, en la esquina y en las otras calles.

No recuerdo bien si lo que me asombró fue el ingenio de ese carpintero autodidacta para mantener un estándar digno en comparación con otras propiedades —cada pieza tenía piso de baldosa y su propio empalme de luz—, o si fue el negocio inmobiliario detrás de esa reestructuración: la dueña histórica de esa propiedad, probablemente de familia fundadora de la población,1 se la había vendido a un inversionista que la había convertido en una vivienda comunitaria.

“He trabajado todo el año arreglando casas”, recuerdo que me dijo el carpintero.

Los Nogales era un ejemplo de cómo la presencia de una creciente comunidad de extranjeros había generado millonarias ganancias para los especuladores, que estaban cimentando sus utilidades en el hacinamiento y la miseria, porque no todas las casas estaban divididas en cuatro habitaciones, tenían el piso de baldosa y su propio empalme. Había algunas que prácticamente no habían sufrido cambios desde la década del 50, con los mismos desagües, tomas de corriente y ampliaciones irregulares.

Por entonces, según datos del Censo de 2017, en Los Nogales vivían aproximadamente 1.523 haitianos, el 68% del total de personas que residían en la población.2 Lo que vino después fue un complejo choque cultural lejos de los lugares comunes: problemas de comunicación por la barrera idiomática, conflictos por las horas en los consultorios, por los cupos en los jardines infantiles, por los puestos en la feria, y hasta disputas por la generosidad del cura. Pedro Labrín, sacerdote jesuita de la Parroquia Santa Cruz, uno de los edificios de referencia en la población, me contó una vez que se había hecho habitual escuchar preguntas como esta en la comunidad de chilenos: “¿Por qué les da cosas a ellos cuando nosotros también necesitamos?”.3 Labrín decía que había “una dificultad para reconocer que el haitiano era una persona tan pobre como ellos”. Si uno tiraba de ese hilo hasta desenredar la madeja completa, al final lo que había era una población de chilenos empobrecidos que había visto amenazado su ecosistema por una población de haitianos también empobrecidos en su país, llegados a un barrio donde el Estado no había sido capaz de entregar una oferta de servicios que cubriera necesidades básicas.

Así fue como la comunidad haitiana se transformó en un gueto dentro de otro gueto. Olvidados hasta en la morgue. En una ocasión fui a Los Nogales a entrevistar a un haitiano llamado Israel, de 41 años, padre de Robelca Dieurilus, un joven de 21 que había muerto en julio de 2017, cuyo cuerpo recién habían podido retirar del Servicio Médico Legal (SML) en noviembre de ese año, por falta de dinero para pagar la sepultura. Por entonces, en el SML había cuatro cuerpos de haitianos abandonados. El más antiguo llevaba un año ahí. Ninguno tenía familia en Chile como Robelca, por lo tanto nadie los había retirado. Hasta que la Fundación Fre4 comenzó a triangular la búsqueda de familiares en Haití para que ellos autorizaran su sepultura.

Seguí todo ese proceso para el reportaje “Atrapados en el Servicio Médico Legal: Morir como haitiano en Chile”, publicado en The Clinic. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) lo premió y ese fue el punto de partida de otra crónica: la de la repatriación de Joane Florvil a Haití.5Norberto Girón, jefe de la misión en Chile, me había preguntado cómo podrían darle un final a estas historias y les propuse que se hicieran cargo del traslado, lo que finalmente se realizó el 8 de mayo de 2018. Seguí el viaje de ese cuerpo a Ouanaminthe, donde vivía su familia, hasta que fue sepultada.6 Al regreso de Haití llegó la propuesta de este libro. Para entonces, el fenómeno migratorio había sufrido cambios, no solo en Chile sino en toda Latinoamérica: un gran número de venezolanos había comenzado una diáspora que en los años siguientes llegaría a ser tan masiva que se transformaría en la segunda migración forzada más grande del mundo.

En julio de 2019, cuando partí con el reporteo para este libro, miles de venezolanos que venían a Chile habían quedado atascados en Perú, en la frontera entre Tacna y Arica, después de que el gobierno de Sebastián Piñera comenzara a exigirles una visa de turismo para ingresar al país. No había un mejor lugar para empaparse de esta crisis migratoria y de refugiados que el campamento que se armó afuera del consulado de Chile en Tacna, donde se concentraron los trámites de los venezolanos. Ahí, en medio del caos, entre las carpas y la gente que rogaba por una autorización para atravesar la frontera, conocí a Alexánder,7 un joven de 24 años que había salido hacía siete días de Caracas e iba rumbo a Santiago para reencontrarse con Fernando, su pareja, que había migrado tres meses antes. Alexánder no consiguió la visa e intentó siete veces cruzar a Arica por un paso no habilitado, hasta que lo consiguió.

Son los protagonistas de “Diario de un indocumentado”, la primera de las crónicas de este libro. Les propuse seguir su historia a través de una experiencia inmersiva en este mundo nuevo al que llegaban. No estudiándolo con distancia, menos pretendiendo vivir como ellos, como esos ejercicios “turísticos” que a veces se hacen en periodismo, sino que acompañándolos, “caminando con los otros”, como le llama a este método la periodista Ginna Morelo, ganadora de un Premio Gabo en 2018 por la serie “Venezuela a la fuga”.

Así fue como durante dos años “caminé” junto a Alexánder y Fernando. Acordamos un método de seguimiento que no fuera invasivo pero que me permitiera saber todo de ellos. Establecimos un sistema de reportes y de entrevistas, telefónicas y presenciales, y luego, con más confianza, me autorizaron para acceder a las conversaciones de WhatsApp que habían mantenido desde que Alexánder había iniciado su viaje a Chile. Aquel relato era un diario de vida, una ventana para ingresar a sus cabezas. Un espacio que yo jamás podría haber descrito sin la honestidad de sus propias conversaciones, que condujeron y forman parte de esta historia. Hay frases sublimes para describir el drama de la partida, como aquella donde Alexánder le explica a Fernando cómo fue despedirse de su familia: “Siento que hoy fue mi velorio: mis primas, mis tíos, mis tías, mi abuela, todas llorando a moco suelto”. Desde entonces supe que esta crónica sería el resultado de un relato a tres voces: la que aparecía en las conversaciones entre ellos, la que usaban cuando hablaban conmigo y la mía.

En paralelo, comencé a reportear otras tres historias. Una es la del haitiano Fritzner Louis, que en mayo de 2017 fue apuñalado con un cuchillo filetero en el Terminal Pesquero Metropolitano, en Santiago, convirtiéndose en la primera víctima migrante de un crimen de odio por raza o nacionalidad; otra es la de Digna Ancco, una peruana que llegó a Chile a mediados de la década del 2000 a trabajar como empleada de casa particular y que ahora regenta casi una decena de viviendas comunitarias para migrantes; y la de Silvia Ninaja, una boliviana que fue asesinada por su pareja en Melipilla, en enero de 2017, y cuyo cuerpo pasó tres años abandonado en el Servicio Médico Legal.

Luego vino el estallido social y más tarde la pandemia, que complicó el reporteo pero a la vez presentó el desafío de incluir estos nuevos escenarios en todos los relatos. No es posible visualizar la ciudad de llegada de los migrantes y la vida propia de ellos sin describir cómo la pandemia precarizó aun más esos espacios que ya eran frágiles: la pobreza que generó en Alexánder y Fernando la cuarentena; la oportunidad que se abrió cuando se convirtieron en repartidores de comida; los arriendos que los inquilinos de Digna Ancco no pudieron pagar tras haber sido despedidos; el miedo cuando el Covid-19 llegó a dos casas que ella administraba; la tensión en el Terminal Pesquero Metropolitano cuando muchos haitianos cesantes llegaron a trabajar allá y la presión que las muertes por coronavirus produjeron en las morgues, que fue fundamental para que el cuerpo de Silvia Ninaja pasara de su abandono transitorio a uno perpetuo.

Los relatos se basan en más de cincuenta entrevistas a protagonistas, personajes de su entorno y fuentes de contexto, en la revisión de casi mil páginas de expedientes judiciales e investigaciones académicas y en la lectura de cientos de artículos periodísticos y más de una decena de libros, que sirvieron de inspiración para el reporteo, la estructura y la escritura. Entre ellos me gustaría destacar Negro como yo, de John Howard Griffin; Ciudad de llegada, de Doug Saunders; Desde el país de nunca jamás, de Alma Guillermoprieto; Guerras del interior, de Joseph Zárate; Una nación a la deriva, de Tulio Hernández; Cabeza de turco y Con los perdedores del mejor de los mundos, de Günter Wallraff.

Hay, además, una frase que Ryszard Kapuściński escribió en su libro El Sha o la desmesura del poder que, con humildad, me ha ayudado a entender lo que estas historias representan: “Dentro de una gota de agua hay un universo entero”. A eso aspiran estas cuatro crónicas, a ser gotas de agua que, lejos de pretender relatar una verdad única, revelen matices y muestren mundos relativamente desconocidos en nuestro medio.

Hay otro concepto que recién ahora, en la víspera de cerrar este proyecto, con todas las historias desplegadas, resume el espíritu de lo que estas “gotas” en su conjunto destilan: la ausencia, el no estar aquí, como tan lúcidamente lo planteó Alexánder en una conversación que tuvimos el día en que cumplió un año en Chile y que da origen al título de este libro: “Hoy cumplí un año acá y es como si no hubiese estado”. La idea es aplicable al resto de los relatos, como una música incidental. La ausencia de Fritzner Louis el día en que fue apuñalado y solo una persona le prestó ayuda; la ausencia de Digna Ancco como trabajadora de casa particular, aunque sus jefes le decían que era “como de la familia”; la ausencia del cuerpo de Silvia Ninaja cuando nadie la reclamó en el SML. Agradezco a Javier Ortega por esa lectura.

Este es un libro que se hizo a sí mismo y mi única decisión fue elegir una ruta incierta para caminar, como quien explora un territorio de una ciudad que aún no conoce por completo. Guardando todas las proporciones, algo hay en su origen que también cruza mi propia historia y que ha sido el motor de mis trabajos periodísticos en estos quince años de reporteo: nací y crecí en una ciudad agrícola llamada Linares, en la región del Maule, de la que migré a Santiago a los 18 años, cuando me vine a estudiar a la universidad; soy hijo de una trabajadora de casa particular, que migró del campo a la ciudad para emplearse puertas adentro, y de un minero del cobre que caminó por todo el norte en busca de empleo y que, al ser desechado por la industria, regresó al campo a trabajar de temporero.

Finalmente, quiero agradecer a Andrea Insunza, editora periodística de este libro, por proponerme explorar este tema. Su presencia en este proyecto ha sido fundamental en estos dos años de trabajo. Vaya para ella todo mi reconocimiento por sus ideas, su generosa edición y la paciencia.

Nosotros no estamos acá

Подняться наверх