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El viaje
Оглавление14 de julio de 2019
¿Cuántas cosas caben en un bolso de un metro de largo? ¿Cuánta ropa, libros, música, álbumes fotográficos y recuerdos te puedes llevar? ¿Se puede empacar una vida, un hogar, una familia, una ciudad, un país de 28 millones de habitantes? ¿Cuántos bolsos se necesitan para migrar sin olvidar lo que se está dejando atrás?
Seguro que uno no es suficiente, pero es lo que Alexánder, de 24 años, puede cargar. Un bolso en el que lleva un short, tres camisas, dos chaquetas, un polerón, una carpeta con papeles, su cédula de identidad, un cepillo de dientes, un desodorante, una plancha para el pelo, una estampita de la Virgen del Carmen, un calendario vencido del papa Juan Pablo II, 3.000 bolívares (equivalentes a medio dólar) y una caja pequeña con medicinas para la fiebre, la alergia y el mareo. En un país como Venezuela, donde los remedios escasean, esas pastillas fueron el regalo más preciado que su madre le pudo dar antes de partir.
Alexánder tiene la barbilla lampiña, los ojos achinados y fugitivos, las cejas arqueadas, los labios gruesos, la piel morena y un corte militar que le deja las orejas desnudas. Viste un pantalón negro, zapatos negros y un suéter gris que esconde su cuerpo menudo. Salió de Venezuela pesando 50 kilos y hasta acá —dice— por lo menos ha bajado cinco. Estamos sentados en un restaurante de Tacna, en Perú. Él mastica una papa frita sin apuro, como si fuese un higo al que le está sacando la pulpa. Luego hace una pausa para tragar. Lleva un día sin comer, pero no tiene prisa por hacerlo. Pareciera, más bien, que no tiene ni hambre. Hoy cumple siete días viajando. Hace cuatro horas que llegó a esta ciudad. Fueron 5.572 kilómetros hasta aquí. Salió el 6 de julio en la noche desde Los Valles del Tuy, en el estado de Miranda, una hora y media al sur de Caracas, un territorio de casi un millón de habitantes al que Alexánder, con generosidad, describe simplemente como “peligroso”.
Me pide que guglee. Da lo mismo cuándo leas estas noticias —dice—, siempre es igual: “Colgaron dos cadáveres degollados en los Valles del Tuy”, “Fallas en servicios públicos se agudizan en los Valles del Tuy”, “El deterioro reina en el hospital de los Valles del Tuy”, “Bebé de un año violada por su padrastro falleció en los Valles del Tuy”, “Ocho muertos durante disputa entre bandas delictivas en los Valles del Tuy”, “Adornaron un arbolito de Navidad con cabezas decapitadas en los Valles del Tuy”.
—Se ven cosas peores —agrega.
Alexánder proviene de un territorio con récord en criminalidad.8 Conoce ese mundo de cerca, por sus amigos, algunos de ellos dedicados al robo, los homicidios y la venta de droga, con quienes se crio.
—Ellos tomaron caminos incorrectos, el malandreo. Casi siempre se la pasaban con pistolas y haciendo fiestas.
Alexánder, que por entonces trabajaba poniendo música, con una “miniteca” itinerante, era quien animaba esas celebraciones. “De eso vivíamos en mi casa”, explica.
Tiene dos hermanos: uno menor que va al colegio y otro mayor que es pescador. Hasta la semana pasada vivía con su madre, que es dueña de casa, mientras que su padre lleva ya un año en Ecuador, indocumentado y sin trabajo estable, por lo que no ha podido enviar remesas a Venezuela. Las precariedades en su casa son profundas y un ejemplo lo resume todo: a veces, solo hay luz y agua dos días a la semana.
Su viaje es una fuga en busca de estabilidad. En Chile lo espera Fernando, su pareja, de 20 años, oriundo de Maracay, quien llegó a Santiago tres meses antes, en abril de 2019. Es él quien lo ha convencido de venir.
—Desde que estamos juntos él me comentó que quería viajar a Chile, y sacó su visa en enero. El plan era venirnos los dos al mismo tiempo, pero no logré reunir el dinero. Nunca había pensado estar así con alguien, en una relación estable, pero con él me siento seguro. Así es que, bueno, ahora voy viajando yo.
Se conocieron por internet en 2018. Estuvieron varias semanas chateando, hasta que se juntaron en Caracas para la primera cita. Desde entonces comenzaron una relación que en el caso de Fernando fue clandestina incluso hasta después de viajar a Chile.
—Fernando es un chamito de familia, un muchachito de casa. Estuvo un año así, viéndome a escondidas. Nos juntábamos en Caracas, estábamos en el terminal, íbamos a comer e incluso un fin de semana nos fuimos a la playa.
Fernando tiene el pelo crespo y ocupa frenillos. Es esbelto, musculoso, lampiño, y cultiva un estilo parecido a Will Smith en El príncipe del rap, pero con frenillos. Estudió cocina. De lunes a viernes trabaja preparando almuerzos en un café en Providencia, y los fines de semana fríe pollos en Tarragona, una cadena de comida rápida. Lo conocí cuatro días antes de que Alexánder llegara a Tacna. Me lo presentaron en el Servicio Jesuita a Migrantes. Yo andaba en busca de testimonios de venezolanos que hubiesen quedado atascados en Tacna para hacer un reportaje, luego de que los gobiernos de Perú y Chile comenzaran a exigir visa de turista a toda persona que intentara cruzar a sus países.9 Alexánder venía sin ningún documento y me ofrecí para llevarle unos papeles que Fernando quería enviarle: sus dos contratos de trabajo, su cédula transitoria, las últimas cotizaciones de la AFP, un certificado de residencia, la copia de una cartola de una cuenta rut y una carta de invitación notarial. Todo para que pudieran probar que Alexánder venía a Santiago por reunificación familiar.
—¿Tendré que mostrar una foto con Fernando para que sepan que somos pareja? —me pregunta Alexánder, mientras guarda los documentos.
No sé qué responderle. Ni siquiera sé si toda esa pila de papeles le vaya a servir para algo. Antes de juntarnos —le digo— pasé por afuera del consulado de Chile y hay miles de migrantes venezolanos esperando hacer el mismo trámite.
El atochamiento había comenzado el 22 de junio de 2019, afuera del Complejo Fronterizo de Chacalluta, por el lado peruano, pero, después de que la gente comenzara a acumularse en la berma, el grupo fue trasladado frente a la casona donde trabaja el cuerpo diplomático, para que tramitara sus permisos ahí. Las carpas proliferaron alrededor. Todos los días llegaban nuevos extranjeros que venían en camino cuando se implementó la exigencia de la visa. Antes de eso entrar a Chile era un trámite relativamente sencillo.
Cuando en 2016 comenzaron a llegar masivamente los venezolanos, bastaba con tener la cédula de identidad al día, un pasaje de vuelta y mil dólares en el bolsillo para obtener un permiso de turista. De ahí en adelante tenían tres meses para cambiar su estatus a residente, y los que no lo lograban se transformaban en indocumentados: personas que viven sin permiso en el país, que no ocultan su identidad en la vida diaria pero no tienen cómo probarla para realizar trámites, ser contratados y volver a cruzar legalmente una frontera.
En los años siguientes el número de migrantes comenzó a aumentar, hasta que en mayo de 2019 se produjo el máximo para un mes específico, con 39.150 ingresos. En junio, cuando se empezó a pedir la visa, el flujo se cortó en seco. Por entonces había 455.000 venezolanos viviendo en Chile, aproximadamente un 9% de todos los que han salido de su país desde que comenzó la diáspora, que ya representa la segunda crisis humanitaria más numerosa del mundo después de Siria.10
Los muros son de papel. Solo un documento impide que los venezolanos puedan llegar y cruzar la frontera. Un papel. Bueno, es eso, el desierto y la policía. El nudo del atochamiento está en el requisito del pasaporte, porque Chile solo reconoce ese documento si es que está al día o fue emitido a partir de 2013. Si no lo tienen o si está prorrogado, como ocurre con los de 2012 hacia atrás, no hay forma de que puedan obtener la visa de turista, ni la de responsabilidad democrática.
Conseguir un pasaporte vigente en Venezuela es casi imposible: hay que invertir mucho tiempo y dinero, dos cuestiones que escasean cuando hay que partir con urgencia. Como muchos no lo tienen, se quedan en Tacna esperando por si la presión logra cambiar las reglas.
—Tarda mucho tiempo: primero te registras, luego debes agregar una tarjeta de crédito, pedir la cita, ir a poner la huella, la firma, después te llaman para la foto y recién ahí lo imprimen. A veces, cuando llegabas al final del proceso, te decían que no tenían papel. Todo esto podía tardar hasta dos años, pero si pagabas un extra era menos tiempo.
Alexánder dice que el trámite exprés, conseguido mediante corrupción, costaba 2.500 dólares, una cifra impagable en un país donde a mediados de 2019 el sueldo mínimo es de 2 dólares al mes. Allí está el origen de esa irregularidad estructural que ha perseguido a los migrantes venezolanos en la salida, en el trayecto y en el país de llegada. Es lo que le sucedió a su papá cuando se fue a Ecuador y es lo que le pasará a él, si no logra obtener la visa por reunificación familiar: vivir como un indocumentado.
Muestra una foto de la familia que ha dejado atrás: su madre, su padre, su hermano y Calvin, un pastor alemán al que abrazó con fuerza antes de salir para el terminal de los Valles del Tuy.
—Lo extraño mucho —dice, sin despegar la mirada del plato—. ¿Me puedo llevar la comida?
La madrugada del 7 de julio, durante las diez horas que duró el viaje hasta San Cristóbal, la última ciudad grande del lado venezolano antes de cruzar a Cúcuta, en Colombia, Alexánder le escribió un mensaje de WhatsApp a Fernando contándole lo terrible que había sido esa despedida: “Estoy triste. Siento que hoy fue mi velorio: mis primas, mis tíos, mis tías, mi abuela, todas llorando a moco suelto. Cuando me monté en el carro dije que se me había quedado algo y fui a abrazar a mi perro. O sea, más drama”.
Se tomó una foto para recordar ese momento, un retrato a contraluz donde se distingue su cara apoyada en el hocico del animal. “Tranquilo, desde aquí vas a poder ayudarlos más. Lo importante es que te sientas bien y seguro de lo que estamos haciendo. Lo mejor está por venir. Tenemos que estar claros que hay que guerrear y salir adelante, porque por mensaje todo es bello”, le respondió Fernando.
Siete días más tarde, Alexánder está en Tacna, con una papa frita en el tenedor, pidiéndoles a los garzones del restaurante que por favor le envuelvan lo que dejó. Podría habérselo comido todo, pero prefirió guardar para más tarde. Dosificar la comida y el dinero ha sido esencial en el viaje. No recuerda en qué se gastó los 3.000 bolívares con los que salió de su casa, pero sí que se esfumaron antes de cruzar a Colombia. Ha sido Fernando quien le ha enviado dinero para pagar los pasajes y comer. Ahora mismo le quedan 10 dólares en el bolsillo, que le sobraron de lo que le mandó cuando arribó a Lima.
En los Valles del Tuy toda su familia piensa que ya llegó a Santiago. Creen que se vino en avión, pero no, aquí está, sin pasaporte, en medio de este colador en el que se ha transformado Tacna. Desde mañana intentará tramitar una visa apelando a la reunificación familiar. Si no le resulta, probará suerte por el desierto.
Esta noche, dormirá en el terminal de buses de la ciudad.
15 de julio, conversación por WhatsApp11
(07:30) Fernando: ¿Cómo pasaste la noche? Alexánder: No he podido dormir. Fernando: ¿Mucho frío? Alexánder: Aquí no se puede dormir. Fernando: ¿Estás pasando hambre? Alexánder: No, guardé comida y me la comí en la cena. Fernando: ¿Qué has visto de los coyotes que pasan gente? Alexánder: No han llegado. Fernando: ¿Tú vas a pasar hoy?
(16:45) Alexánder: Estoy preocupado, creo que voy a pasar solo. Fernando: Yo también estoy preocupado, ¿por qué crees que ando así? ¡Ni duermo! Dime, ¿qué vas a hacer? Alexánder: Seguir, ya estoy aquí. Fernando: ¿Seguir para dónde? ¿Te vienes así? Alexánder: Sí, claro. Fernando: Coño Alexánder, qué nervios. Y si te devuelven, ¿qué vamos a hacer? Alexánder: No creo. Tengo los papeles que tú me distes. Ya estando en Chile, si me paran con eso, se los enseño y me pongo a llorar. Fernando: Me siento súper presionado, ya no sé qué hacer. Alexánder: Quédate tranquilo que yo me las arreglo. Fernando: Estoy viendo si cuadro algo, pero me dan respuesta como a las 20:00, imagínate. Tú crees que yo ando jugando, pero no, marico. Yo cargo un dolor de cabeza, chamo. Toda esta mierda está al revés. Alexánder: Tranquilo, vamos a relajarnos. Fernando: Ajá, dime, ¿qué harás entonces? Alexánder: No sé, porque hay que tener la plata primero. Fernando: Ah, bueno, pero no me estabas diciendo que ibas a pasar solo, por tu cuenta. Cuadra bien y me avisas.
(21:01) Fernando: Ya, te pasé 30 soles, no es nada, pero qué voy a hacer. Tuve que agarrar la copería [labores de aseo] en el cierre, por 5 lucas. Alexánder: Está bien, gracias, pero no debiste haber hecho eso. ¡Qué chimbo! Fernando: Sí, pero qué más: ahí para que paguen una noche. Alexánder: En el refugio nos dieron sábanas, quédate tranquilo. Fernando: No creo que alcance a ver hoy lo de los 100 dólares, pero igual me sigo moviendo por ti.
(23:06) Fernando: Me pasaron este número. Es de un coyote. Me están diciendo que también puedes solicitar un salvoconducto. Alexánder: ¿Dónde es eso? Fernando: Olvídalo, me acaban de decir que ya no puedes. Alexánder: ¿Por qué? Fernando: Por no sellar en Perú. Alexánder: Yo estoy jodido en todos lados. Fernando: ¿Qué vamos a hacer? Alexánder: Por la trocha [paso fronterizo no habilitado] entonces. Fernando: Vente como sea. Si migración no te agarra en el camino, aquí buscamos apoyo por todos lados para que no te saquen. Y si te dicen que no te puedes quedar, bueno, nos tendremos que ir.
16 de julio
Hoy me desperté con un mensaje de WhatsApp de Fernando: “Qué pena tener que escribirle para esto. Yo sé que no debo. A Alexánder le están ofreciendo cruzar por Bolivia, que es más seguro. El viaje sale 180 dólares, pero de verdad no tengo cómo enviárselos ahora y la persona que me los iba a prestar no va a poder. Yo me comprometo a pagárselos el mes que viene con seguridad. Le seré sincero, para finales de este mes no podré, ya que he pedido adelantos en el trabajo y tengo hartos gastos, pero para el próximo mes le doy seguridad”.
Alexánder lleva puesta la misma ropa que hace dos días, cuando nos conocimos. Es primera vez que se acerca al consulado. Las calles que rodean esta vieja casona de 1865, y que fue ocupada por el gobierno chileno desde 1904, se han convertido en un laberinto de carpas. Un censo que los propios venezolanos realizaron hace un par de días arrojó que hay 161, todas al frente de una villa de militares peruanos.
Se ha formado una pequeña comunidad. Hay gente vendiendo café, sándwiches, pasteles, almuerzos, ropa, y hasta hay un servicio de informática para imprimir los documentos que piden en el consulado. Es difícil saber si hay una causalidad directa, y si es que la hay, cuánto influyó, pero muchos venezolanos refieren haber pensado en Chile como destino después de que el presidente Sebastián Piñera fuera a Cúcuta a dejar ocho toneladas de ayuda humanitaria, en una puesta en escena inédita en la política exterior chilena. Durante un concierto llamado “Venezuela Aid Live”,12organizado por el multimillonario británico Richard Branson, Piñera le dio su apoyo al líder opositor Juan Guaidó, “presidente encargado” de Venezuela desde el 23 de enero de 2019, con quien llegó a la primera fila del concierto, acompañado de los presidentes de Colombia, Iván Duque, y de Paraguay, Mario Abdo, mientras en el escenario Alejandro Sanz interpretaba “Back in the city”. En una de las fotos que hay de esa tarde, los cuatro hombres aparecen haciendo un montoncito con las manos, saludándose con fraternidad: “Vinimos a manifestar nuestro total compromiso y apoyo a la causa de la libertad, la democracia y el respeto a los derechos humanos en Venezuela”, había dicho Piñera esa mañana, en un punto de prensa en el Aeropuerto Internacional Camilo Daza, de Cúcuta. En una entrevista previa, de marzo de 2018, fue más explícito en su ofrecimiento: “Vamos a seguir recibiendo venezolanos en Chile, porque tenemos un deber de solidaridad”.13 Ahora, en Tacna, hay una sensación de estafa.
—Se suponía que Piñera era un aliado y ahora nos pone una visa —reclama una venezolana en la puerta del consulado.
En todo el mundo los migrantes son ocupados como carne de cañón de batallas políticas locales, que casi nunca terminan bien para ellos. Hace cinco días anduvo por aquí el senador Felipe Kast,14junto con un equipo que pasó haciendo un censo por las carpas, agrupando a las personas según sus propias urgencias. Los niños y las embarazadas primero, dicen que prometió. Se llevó una lista para hacer gestiones y levantó falsas expectativas: “Son familias que realmente lo único que quieren es surgir, que han tenido el dolor de una dictadura como la de Venezuela, que además es una crisis humanitaria muy grande. Si hay algo que vale la pena es poder tenderles la mano a aquellos que no vienen a Chile porque sus países estén bien, vienen a Chile porque no tienen a dónde ir”, dijo en un video que publicó en su cuenta de Facebook.
Más concreta y asistencial ha sido la ayuda de Orlando Soto, enviado del senador Alejandro Navarro, quien ha declarado públicamente ser seguidor del chavismo. Ahora mismo anda dando vueltas por las carpas, dejando encargos. La gente lo reconoce y acude a él por distintos problemas. Se ha preocupado, por ejemplo, de visibilizar el conflicto en los medios de comunicación, dando entrevistas a la prensa de Tacna,15 y le está pagando la habitación a una venezolana que hace pocos días sufrió un aborto de un embarazo de tres meses, afuera del consulado, producto de las largas esperas, como ha dicho ella, pero ni así ha conseguido que la dejen cruzar a Chile.16 Eso ha sido lo más grave que ha ocurrido hasta ahora.
La situación en el campamento es crítica. Además de las carpas, la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) ha montado albergues y ha establecido un sistema de vales de comida para los más necesitados, una ayuda que pareciera ser imposible de focalizar porque todos allí arrastran precariedades que bordean la miseria. Muchos están sin dinero hace semanas, casi en estado de vagancia, y si bien algunos como Alexánder llegaron a Tacna en bus, otros lo han hecho caminando desde Venezuela. Convertidos en trashumantes. Así de literal.
Alexánder observa el paisaje sin decir nada. Le presento a Jessica Vivas, una venezolana que lleva dos semanas organizando una fila para que se respeten los turnos de llegada. “La guardiana del consulado”, le dicen. Ella le explica que los únicos que están ingresando son los que tienen pasaporte vigente, la solicitud de visa hecha por internet y el certificado de antecedentes limpio. Le cuenta, además, que hay una lista de al menos 600 personas anotadas, cada una con una pulsera que ellos mismos mandaron a hacer, para darle un orden a lo que hasta fines de junio era una masa de humanos abrazados día y noche, como un ferrocarril, para que ningún recién llegado se colara en la fila.
Desde entonces, se elige a alrededor de 50 personas al día para ingresar al consulado a exponer su situación, priorizando a las embarazadas y a los adultos mayores. Jessica le dice a Alexánder que hay una joven censando a los que tienen cédula vigente, que sería su caso, y que está disponible un tercer registro para aquellos que salieron de Venezuela con los documentos vencidos. Nadie allí les ha dado esperanzas a estos dos grupos, pero de forma autónoma se han comenzado a organizar. Al menos, creen, la trazabilidad servirá para graficar la magnitud de la crisis humanitaria que está en ciernes.
Alexánder no está anotado en ningún registro. Dice que esta mañana entró al consulado enredado en un lote de una familia que conoció, como si fuese un pariente más, y que un funcionario chileno le confirmó lo que temía: que no podía tramitar la visa sin su pasaporte. Jessica lo mira con las cejas fruncidas. No cree que Alexánder haya entrado. La verdad es que yo tampoco. Hay venezolanos allí que llevan casi dos meses esperando hacer lo que él supuestamente concretó en un día. No digo que en todo este tiempo nadie se haya pasado de listo, pero sí que, al estar rodeado de personas cansadas de esperar, es una misión suicida. Puedo asegurar, más bien, que al ver el panorama Alexánder se ha ido convenciendo de que no vale la pena postular a la visa y se ha decidido a cruzar por un paso no habilitado.
En las dos horas que lleva parado frente a la reja ha visto cómo algunos venezolanos, con pulseras y pasaporte vigente, han salido llorando porque les faltan papeles, entre ellos, por ejemplo, el certificado de antecedentes peruano, necesario para acreditar que mientras han estando en tránsito no han cometido ningún delito. Esa es otra piedra en el camino para él. Tal vez, la lápida para su ingreso regular. Hace tres días cruzó a Perú por un paso no habilitado, de manera que ni siquiera existe un registro oficial de que él, en este momento, está en Tacna.
Le cuento que esta mañana Fernando me ha mandado un mensaje y me responde que ya sabe que me ha pedido 180 dólares (122.000 pesos). Me explica que él está financiando el viaje y que ya se ha gastado 100.000 pesos que tenía ahorrados por su trabajo en Chile y 50.000 pesos más que le pidió a un amigo. Con eso pagaron el pasaje en bus desde Cúcuta a Lima, incluidas las comidas, en una agencia llamada Trayectos Andinos.
La compañía tiene un perfil en Facebook. Las últimas fotos que publicaron son de hace un mes y medio. Allí publicitaban sus viajes a Colombia, Ecuador, Perú, Chile y Argentina. El servicio incluye un kit de aseo, un refrigerio, un almuerzo en el trayecto y una ducha en una de las paradas. En una de las imágenes se ven dos bandejas con comida, en un bus que tiene hasta pantallas individuales en cada asiento para ver películas o escuchar música. Lo más parecido a un avión, pero en la tierra. También hay un listado de precios: Colombia, 30 dólares; Ecuador, 120; Perú, 250; Chile, 370, y Argentina, 540. La tarifa contempla todos los gastos que se realizan para trasladar a un venezolano a otro país, algo así como el “valor CIF” de la migración, aunque acá no necesariamente hay seguridad de que se cumplirá con lo pactado. Para algunos, como Trayectos Andinos, el éxodo de venezolanos se ha convertido en una oportunidad económica. En Cúcuta, agencias como estas son negocios millonarios, a veces al borde de la legalidad y la estafa.
Alexánder describe cada uno de los tramos de su viaje hasta Tacna. Partió por el puente Simón Bolívar, sobre el río Táchira,17 uno de los pasos fronterizos más transitados entre Colombia y Venezuela, y símbolo de la emergencia humanitaria. El 7 de julio, allí, comenzó su viaje al sur de Latinoamérica, caminando en medio de un caudal humano. Se le vienen varias imágenes a la cabeza: el policía revisando su carnet migratorio, hombres con carretillas llevando mercadería, vendedores sin polera gritando sus productos, viajeros que van de salida cargando maletas enormes, barberos que ofrecen sus servicios por el equivalente a 5.000 pesos chilenos, mujeres que venden su pelo al mercado de las extensiones para financiar el bus y las agencias repletas de captadores ofreciendo programas de viaje que están lejos de cumplir con las comodidades que promocionan. Y también la humedad sofocante, el sudor en la frente, en el pecho y en la espalda, el bolso pegado a la piel, el polvo de Cúcuta entrando por los poros, el olor a tierra. Allí, entre cientos de venezolanos que van y vienen, aparece Generoso —sí, así se llama—, el “asesor” que finalmente lo terminará embarcando hacia Perú.
Generoso es venezolano y es la misma persona que ayudó a Fernando a llegar a Chile en marzo. El trato es así: en Cúcuta hay más de veinte agencias de transporte como Trayectos Andinos, pero no todas pueden llenar un bus en un solo viaje, por lo que reúnen a todos los pasajeros que van en una misma ruta y los montan en una máquina. Cuando llegan a una frontera se cambian de bus y cada agencia tiene “asesores” que se encargan de pasar a los pasajeros de un país a otro. Generoso es el primer eslabón de Alexánder en esta larga red.
—Caminé con él, me compré unas cosas y luego me llevó a un cuarto de la agencia, donde me senté a esperar. Fernando le mandó 260 dólares para que me comprara el pasaje y unos panes con jamón.
Alexánder aprovechó de bañarse en ese lugar. Estuvo cinco horas hasta que salió el bus. Desde ahí le tomaría un día y medio para llegar a Rumichaca, en Ecuador. Según le había adelantado Fernando, ese era uno de los peores tramos, por lo sinuoso del camino. Unos días antes de salir, le contó una anécdota de su viaje, para prepararlo. Le habló de un señor que iba sentado a su lado, que había pasado a Colombia por el río y que se había ido todo el trayecto con los zapatos y los pantalones mojados hasta la rodilla. En la noche el señor se vomitó encima por el mareo y ocupó el baño para hacer caca. Como eso no estaba permitido, tomó el mojón con un calcetín y lo arrojó a la ruta.
—Pobre hombre —dice Alexánder, haciendo una mueca de asco—. Estos viajes están llenos de publicidad engañosa. Generoso me pintó todo bonito: el transporte, el baño, las comidas, el aire acondicionado y el wifi. Al lado mío se sentó una muchacha que venía con una niña. Yo estaba un poco estresado cuando la vi, porque todavía no nos montábamos en el bus y la niña ya estaba llorando y gritando.
Durante la madrugada de ese 8 de julio, Alexánder y Fernando discutieron por primera la posibilidad de cruzar a Chile por un paso no habilitado:
Fernando: Acabo de hablar con la gente y cobran 200 (dólares) para que pases. Toca trochita, rey. Eso lo hace un chileno, el mismo que te va a recibir en Lima. El chamo me dijo que desde allí el pasaje a Tacna cuesta 45 dólares y que de Arica a Santiago son 70 dólares más. Todavía nos faltan como 320 dólares.
Alexánder: Verga, sí, ¿no habrá alguien que cobre más barato?
Fernando: No, ¿estás loco? Estoy asustado con esto del cruce. Lo barato cuesta caro.
Alexánder: ¿Por esos 200 dólares igual tengo que ir al desierto?
Fernando: Claro, es la trocha: taxi y caminas como una hora. El riesgo es que te paren y te regresen.
Alexánder: Pero si me regresan, ¿ellos me pasarían otra vez? Pregúntale a cuántas personas han pasado.
Fernando: Me dice que es seguro, que confíe. Ahorita estaba hablando con un amigo y me dijo que iba a hablar con una tía, a ver si nos cuadraba 60 mil pesos. Faltarían 140 mil. Le dije que hablara con un prestamista amigo suyo, para ver si nos puede pasar.
Alexánder: ¿A quién más le debes? Tengo que vender el teléfono para ayudarte. Tú ya has hecho mucho.
Fernando: Deja de inventar, que no puedes quedar sin teléfono. Gracias por pensar en eso, pero no puedes. ¿Cómo vas? ¿Ya te dieron almuerzo?
Alexánder: Sí, ahora comí pan.
Fernando: Trata que eso te dure, porque la comida está asegurada hasta Lima.
Al amanecer, recuerda Alexánder, comenzó a hacer mucho calor y el chofer dijo que el aire acondicionado no funcionaba. Abrieron la escotilla y el sol le pegó en la cara. Viajó como cinco horas así. Se tomó una foto y se la envió a Generoso, quien se excusó: “Coño, mi pana, esto se me escapa de las manos”. A las dos de la tarde del día siguiente llegó a Rumichaca, en la frontera con Ecuador.18 Allí lo esperaban unos “asesores” de la agencia, otros como Generoso, que lo ayudaron con su trámite migratorio y, cuando estuvo del otro lado, lo subieron a un bus con destino a Lima.
El viaje por Ecuador fue el más tranquilo y el más rápido: un día y medio. El bus paró una sola vez para que todos los pasajeros se ducharan. El paisaje era verde, rodeado de matas de plátano, con montañas frondosas y tropicales. Al día siguiente, 10 de julio, al llegar a Huaquillas, el último pueblo ecuatoriano antes de pasar a Perú, Alexánder tuvo su primer problema. Desde el 15 de junio habían comenzado a exigir visa y pasaporte a todos los venezolanos que ingresaban al país como turistas y él no tenía ninguno de los dos documentos. Los “asesores” de la agencia dividieron el grupo en dos: los que tenían papeles y los que no. Los primeros pasaron sin problemas y a los otros les explicaron que si no querían perder el bus debían pagar 50 dólares para cruzar. Alexánder les dijo que el pasaje estaba pagado hasta Perú y fue entonces que escuchó esa palabra por primera vez:
“No, papi, esto no está pago, porque usted está ilegal”.
Llamó a Fernando para contarle lo que pasaba y este escaló el reclamo a Generoso, quien no hizo mucho por solucionar el problema: “Ellos quieren que les dejes tu teléfono”, le dijo.
—Me negué, les dije que me iban a enviar dinero y me ofrecieron que me quedara en su casa hasta el día siguiente. Eran dos venezolanos y uno era barbero. Vivían en una pensión que era como un galpón de un piso, con quince habitaciones, una cocina y un baño feísimo, donde vivían muchos venezolanos. Yo me quedé en la pieza de los asesores, tenían una sola cama y las cosas tiradas en el piso.
Esa noche Alexánder cenó con ellos y se bañó. Sería la última ducha hasta Tacna. Luego les arregló un notebook y, como sabía algo de redes, hackeó las claves del wifi de la pensión para que no tuvieran que gastar dinero por el internet. Fue su forma de pagar por el hospedaje. Más tarde, Fernando le habló con urgencia: “En las noticias están pasando un informe sobre los venezolanos ilegales, está rudo”, le dijo.
No hacía falta que se lo advirtiera, lo estaba viviendo. Al día siguiente, el 11 de julio, Fernando le envió 45 dólares. Con ese dinero Alexánder pagó el viaje hasta Lima y a un coyote para que lo cruzara a Perú. Le explicaron que se subiría a un bus, que pasado unos minutos, antes del control fronterizo, debía bajar y ponerse a correr por un campo, y que más adelante lo esperaría el chofer. A las 22:15 bajaron treinta personas del bus. Desde ahí comenzó su travesía como indocumentado. Un estatus sobre el cual nunca tuvo muchas posibilidades de decidir. Estando allí, en la mitad del camino a Chile, no le quedó otra que seguir bajando hacia el sur del continente. Alexánder describe las escenas de esa noche como si estuviera relatando la trama de un película de acción:
—No se veía nada. Era subida y bajada. El asesor dijo que corriéramos, y corrimos, y pasaron quince minutos y nos ordenó agacharnos. Las mujeres gritaban. El muchacho les decía que no hicieran bulla, porque estábamos en una hacienda. Ladraban los perros. Llegamos a una parte donde vimos la camioneta [bus], como a cuatrocientos metros, con las luces parpadeando, y comenzamos a correr más rápido, sin saber por dónde pisábamos, pero al llegar a la calle ya no estaba. Entonces nos sentamos debajo de un puente. El asesor llamó al chofer y le dijo que iba a mandar otra camioneta. Esperamos, pero pasaron tres horas y nos comenzamos a estresar. En eso se paró una alcabala [control policial] arriba nuestro. Se bajó un policía. Estaba todo negro. Las luces [balizas] alumbraban el entorno y nosotros pegados al suelo. Tiesos, en silencio, apenas respirando. Luego de treinta segundos se fueron, y cuando se perdieron en la noche salimos corriendo a las montañas, alejándonos del camino. Llegamos a un criadero de caballos, estábamos asustados. El guía dijo que iba a llamar un carro para irse, porque la camioneta no iba a volver. Muchas mujeres empezaron a llorar, otros chamos se pusieron a discutir y había una joven que se había desmayado como cuatro veces. Así pasamos las siguientes dos horas. Algunos se quedaron dormidos y el guía dijo que fuéramos hacia un pueblo. Entonces, el chofer del bus nos contactó para decirnos que nos estaba esperando más adelante. Corrimos como cuarenta minutos más y en un momento el guía paró al grupo para contarnos: había diez personas menos. Él se devolvió a buscarlas y regresó media hora más tarde. En un momento apareció la camioneta, como a doscientos metros, y nuevamente todos nos echamos a correr, como si estuviésemos en los últimos metros de una maratón. Hasta que logramos subirnos. Eran como las cuatro de la mañana del 12 de julio.
Le mandó a Fernando una foto de ese momento: él arriba del bus, sudado y con la ropa sucia. A la mañana siguiente le relató con detalle todo lo que había pasado y Fernando le hizo un comentario que, lejos de tranquilizarlo, lo inquietó aún más: “Imagínate cómo será el cruce para acá”.
Durante ese día planearon el viaje desde Lima a Tacna y conversaron de aquellos sueños triviales que esperaban cumplir en Chile. Tal vez para sentir que aún había futuro, luego de que todo había estado al borde de fracasar.
Alexánder: ¿Sabes que Manuelerod19 va a estar en Chile en septiembre? Te voy a regalar la entrada para ir a verlo. Fernando: ¿Sabes quién estuvo por aquí el otro día y la gente estaba como loca? Alexánder: ¿Quién? Fernando: Rihanna20 Alexánder: ¡Que eres mentiroso! Fernando: En serio. Alexánder: Yo veo a Rihanna, María, y ¡ahhhhhhh! Fernando: Sí, yo imaginé eso cuando escuché a la gente hablando de ella. Alexánder: ¿Cuándo fue? Fernando: Hace como 10 días. Alexánder: ¡Verga! De pana, ahí yo me muero… “Ooh nana, what’s my name? Ooh nana, what’s my name?”. Escucho eso y quedo muertico en el acto. Fernando: Aquí vas a ver muchas cosas, tonto. Ya vas a ver que echarás para adelante. Alexánder: Los dos.
Alexánder llegó a Lima a las once de la noche del 12 de julio. Durmió en el terminal y al día siguiente Fernando le envió 70 dólares, que se había conseguido como adelanto en su trabajo, para el pasaje a Tacna: “Debo el hígado”, le puso en un mensaje. Alexánder gastó 45 dólares en el boleto y el resto en comida. Partió al mediodía del 13 de julio. Ese fue el último bus que tomó. Muy distinto, recuerda, de todos los otros. Tanto así que le sacó una foto al baño y se la mandó a Fernando: “Nunca voy a superar este bus. Me acaban de traer un refresco y un agua. Hace rato fui a orinar y era tan bonito que hasta hice del dos”, le escribió.
Esa fue la primera noche, desde el 7 de julio, en que Alexánder durmió de corrido hasta las ocho de la mañana. Habría seguido de largo si es que la policía peruana no hubiese bajado a todos los pasajeros en Moquegua, a dos horas de Tacna, para revisar los bolsos.
—Estaba asustado, me pidieron los papeles y no los tenía. Les dije que iba a Chile y me dejaron pasar. Me advirtieron que si me veían en Tacna me iban a tomar detenido, pero acá estoy —dice, parado frente al consulado, que está rodeado de policías que intentan poner orden en las filas. Vuelvo al tema de los 180 dólares.
—Solo te puedo pasar 100 —le digo.
Esa noche, Alexánder se pondrá de acuerdo con el coyote para cruzar al día siguiente.
17 de julio, conversación por WhatsApp
(18:04) Alexánder: Niño, ya voy saliendo. Tenemos que llegar y esperar a que se haga de noche para irnos. Voy con varias personas, así nos apoyamos. No escribas nada de esto a nadie. Tampoco a mi mamá. Tú eres muy nervioso. Espera a que yo te escriba. Fernando: Cuídate, por favor. Me avisas apenas puedas.
(22:24) Fernando: Apenas puedas me escribes. Si estoy dormido, me mandas varios mensajes para despertarme. No le pares a la hora. Me escribes, me repicas, lo que sea. Todo va a estar bien.
(23:27) Fernando: ¿Ya estás cruzando? ¿Estás cerca de Arica? Alexánder: … Fernando: Niño, responde, por fa. Alexánder: Te llamo cuando llegue, reza por mí. Fernando: ¿Dónde están ahoritas? ¿No han comenzado a cruzar? Alexánder: No empieces a preguntar. De pana que me voy a estresar. Fernando: Me dicen que es por las vías del tren por donde caminan, ¿verdad? Pero que por los lados también pueden, porque no hay bombas ahí. Alexánder: Sí, pero hoy los locos están rudos. Nos paró la policía peruana y una señora lloró y nos dejaron tranquilos, pero vamos a esperar. Te escribo cuando pueda. Fernando: Cuídate mucho. Voy a estar pendiente. Todo va a salir bien.
(02:58, 18 de julio) Alexánder: Fernando, ¿estás por ahí? Nos devolvieron a Tacna. Fernando: Ay, niño, ¿en serio? ¿Quién los agarró? Alexánder: Los de la PDI. No nos hicieron nada, nos regresaron y ya. Mañana el señor resuelve. Fernando: ¿Qué señor? Alexánder: Al que le pagamos. Yo le di 40 dólares. Fernando: Otro día perdido ahí, Alexánder. Alexánder: Tranquilo, niño, tranquilo.
20 de julio
A cincuenta metros de la estación del tren que une Tacna con Arica está la primera hilera de carpas, en paralelo a las vías del ferrocarril. A una cuadra, y doblando, está el consulado de Chile. Todas las mañanas, a las seis, el autovagón 261 suelta un pitido estruendoso, que se escucha a varias cuadras. El sonido no solo espanta el sueño de los campistas, también las ilusiones. Ver pasar el tren rumbo a Chile, oír el zumbido de la máquina desplazándose sobre los rieles, se ha convertido en una tortura para quienes llevan allí casi dos meses.
—Tanta gente que hay allá —dice un funcionario de la estación, apuntando al campamento.
Son las 5:30 de la madrugada. El lugar es una vieja instalación de madera forrada con latas de zinc. El ferrocarril fue construido en 1856 y hoy está bajo la administración del gobierno regional de Tacna. En sus 62 kilómetros de extensión tiene seis estaciones, las dos terminales y otras cuatro que están abandonadas. Aunque hay gente que lo ocupa como medio de transporte, para ir y volver entre ambas ciudades, el servicio más bien parece estar enfocado al turismo. Hay trenes antiguos exhibidos como piezas de museo, entre ellos una locomotora a vapor, y una gráfica invita a conocer lugares emblemáticos de la ciudad y a probar los platos típicos de la gastronomía peruana. A un costado de la boletería hay un pendón que promociona el viaje y los requisitos: “Extranjeros: cédula de identidad y/o pasaporte vigente”.
—¿Viajan muchos venezolanos en el tren? —le pregunto al funcionario.
—No, porque no tienen los papeles.
El vagón tiene capacidad para 48 personas. Visto desde afuera parece un bus, que se mueve a tirones. Comienza a amanecer en Tacna. El cielo está pintado de un color gris elefante. La máquina atraviesa la ciudad. Atrás deja el consulado, el centro y más adelante irrumpe en la periferia, donde predomina el color café de la autoconstrucción. La vía férrea es una barrera que separa los sectores industriales y agrícolas de esas casas a medio edificar y urbanizaciones que han crecido sin planificación, hasta que los rieles comienzan a alejarse de los caseríos y se enfrenta al descampado. Ahora todo es plano.
Aunque a ratos el vagón transita por vastos peladeros, da la sensación de que todo ese territorio está parcelado. A veces, incluso, se notan las líneas de los márgenes en la tierra y los cercos de malla que delimitan con más evidencia los bordes de la propiedad privada. El paisaje suele ser monocromático. Dependiendo de la luz y la hora del día, es posible apreciar tonos beige, arcilla y marrón, pero también hay verdes, principalmente de las plantaciones de olivos y maíz que aparentan ser pequeños oasis: vergeles alimentados por el riego tecnificado.
El tren avanza a 60 kilómetros por hora, siguiendo los mismos pasos de aquellos caminantes que durante la noche intentaron cruzar a Chile de manera clandestina. Cuando todo está oscuro, la vía se transforma en una ruta no habilitada. Una más de las decenas que hay en la región de Arica, que comparte 169 kilómetros de frontera terrestre con Perú. Ha pasado poco más de media hora desde que salí de Tacna. El Hito 9 se asoma en el horizonte. Es un obelisco de siete metros de altura que fue instalado ahí en 1930, para que quienes viajaban en tren tuviesen una referencia de los límites. El monumento está ubicado a 10 kilómetros de la costa y se le conoce como “Hito Concordia”, que no es lo mismo que el “Punto Concordia” o Hito 1, que en los mapas aparece ubicado a menos de un kilómetro del mar, donde nace la línea fronteriza.
Pienso en Alexánder. ¿Habrá sido acá donde fue sorprendido la madrugada del 18 de julio? La vía del tren es de las formas más seguras de cruzar a Chile: ni te pierdes en la inmensidad del desierto ni te arriesgas a activar una de las cientos de minas antipersonales y antitanques que hay sembradas alrededor. En 1978, el Ejército enterró allí más de 180.000 de estos artefactos en la frontera con Argentina, Bolivia y Perú, anticipándose a una invasión de fuerzas vecinas que nunca ocurrió. La zona quedó bloqueada durante décadas para el tránsito, como una cicatriz, hasta que en el año 2002 Chile comenzó un programa de desminado tras suscribir el tratado de la Convención de Ottawa, que obliga a desactivar todos los campos minados. Entonces se creó la Comisión Nacional de Desminado, que tenía diez años para concretar la tarea, un plazo que se prorrogó al 2020. En 2019 quedaban 14.585 minas aún sin retirar.21
El problema no son los campos, delimitados y mapeados, que aún no han sido intervenidos, sino las minas perdidas, esas que han sido arrastradas colina abajo por los aluviones y que incluso han llegado al mar. Hay un informe que da cuenta de eso: “La configuración del emplazamiento de minas terrestres ubicadas en el lecho de la Quebrada de Escritos (ubicada al norte del Aeropuerto Internacional Chacalluta) sufrió una alteración significativa de su posición original, producto de las precipitaciones registradas en el altiplano en el mes de febrero de 2012, que provocaron deslizamientos de material que arrastró las minas sembradas en ese lugar”.22
En el documento no se establece la cantidad de artefactos que se movieron, pero sí que se están desactivando las minas que están esparcidas entre el Hito 1 de la línea divisoria, que comienza en la playa, y el Hito 4, que colinda a pocos kilómetros con el costado norte del aeropuerto, donde “es posible visualizar algunas minas anti-personales y/o anti-vehículos en la superficie”.
Habitualmente transitan migrantes por esa zona. ¿A qué se exponen? El informe dice: “Respecto de las consecuencias usuales o esperadas para la salud de las personas que pisen o activen una mina antipersonal, es posible señalar que las minas terrestres son trampas explosivas que son accionadas por las propias víctimas y pueden provocar heridas a causa de la explosión, que por lo general son la mutilación o desmembramiento de la extremidad que tomó contacto con el artefacto, pudiendo causar la muerte del afectado por desangramiento, en caso de no recibir atención médica oportuna”.
Hace algunos años escribí sobre este lugar sin conocerlo.23 Recuerdo que hablé con una persona que había perdido una pierna mientras sacaba machas en una playa de Arica, bailando twist sobre la arena, taladreando con los talones, hasta que en vez de moluscos salieron esquirlas. Incluso hay una estadística de accidentados: 157 personas entre mutilados y muertos. En una libreta digital, que tengo en el celular, he archivado algunos nombres de los fallecidos. Son historias que alguna vez reporteé y que nunca llegué a escribir. Las busco mientras miro la pampa. Me los imagino transitando, arrastrando bolsos, la Vía Láctea desplegada sobre sus cabezas, la espesura de la penumbra, el fuego de la detonación ebullendo desde la tierra como un pequeño volcán, tal vez un último grito de dolor, y nuevamente el silencio, la noche y las estrellas.
Las minas antipersonales son la mayor amenaza para los indocumentados, los contrabandistas y los traficantes. En uno de los apuntes está el nombre del peruano Francis Mamani Aquino, de 27 años, quien en febrero de 2016, en el Hito 14, voló por el aire. La explosión le mutiló la pierna derecha y le hizo heridas en el estómago. Moribundo fue trasladado al lado peruano por las personas que lo acompañaban, quienes llamaron de forma anónima a sus familiares para que lo fueran a rescatar. Cuando estos llegaron, Francis Mamani ya había fallecido. Tiempo después hablé con uno de sus hermanos: “Mejor dejar a los muertos tranquilos”, me dijo.
Justo debajo del nombre Mamani tengo otro apunte, de junio de ese mismo año, cuando una dentadura con coronas de plata y una estrella de oro incrustada en los incisivos apareció en medio de un campo minado, en el sector de la Quebrada de Escritos, donde están las minas desplazadas. El hallazgo ocurrió a 350 metros de la carretera y junto al cráneo había otros huesos esparcidos en un radio de cinco metros. Se pensó que sería fácil identificar los restos, por las marcas tan características en los dientes, pero aunque se publicaron avisos en los diarios con la foto del hueso, nadie los reclamó. Lo único que se supo es que la persona había muerto al menos diez años antes. Hasta ahora, aquella mandíbula sigue en el Servicio Médico Legal de Arica como NN.
Pienso nuevamente en Alexánder. Pienso que en cualquier momento, mientras el tren avanza, puede aparecer un cuerpo tirado en medio de la tierra, y se me vienen a la cabeza decenas de imágenes de fallecidos que he visto en mi vida: restos frescos, quemados, descompuestos, disecados y ahuesados. Pienso que en esta frontera morir reventado por una bomba es una realidad azarosa, y el riesgo mayor es perderlo todo, hasta la propia identidad, como le pasó a la persona de las coronas de plata.
El tren pasa frente al obelisco en el Hito 9. A un costado, escoltándolo, hay dos camionetas marca Dodge de Carabineros, con las balizas encendidas. Todas las noches, dos unidades de la policía se instalan ahí a realizar patrullajes. Llevan cámaras térmicas, visores nocturnos, pistolas calibre .40 y fusiles Colt M4, que son considerados armas de guerra, con un alcance superior a los 700 metros. Los coyotes que cruzan con grupos de indocumentados son lo menos preocupante; lo peligroso son las caravanas de contrabandistas y los traficantes de drogas.
Hay trece destacamentos de frontera en la Región de Arica, entre retenes y tenencias, que dependen de la IV Comisaría de Chacalluta, para vigilar 169 kilómetros. No hay claridad sobre la cifra exacta de carabineros que patrullan este territorio. La información ha sido declarada de “seguridad nacional”.24 Lo que sí se sabe es que ayer, 19 de julio, el Ministerio de Defensa promulgó el Decreto Supremo 265 que autoriza a las Fuerzas Armadas a prestar apoyo logístico en actividades que se vinculen con el control del narcotráfico y el crimen organizado. Parece ser cosa de tiempo para que esta facultad también incluya el tráfico ilícito de personas25 y el ingreso clandestino voluntario.
Por ahora, sin embargo, todos los procedimientos donde hay migrantes involucrados los realiza Carabineros. Cuando un indocumentado es sorprendido cruzando por un paso no habilitado, son ellos los que lo detienen, argumentando faltas al artículo 69 del decreto ley 1.094, conocido como ley de migraciones: “Los extranjeros que ingresen al país o intenten egresar de él clandestinamente serán sancionados con la pena de presidio menor en su grado máximo”.26 Tras la detención es la Fiscalía la que determina si imputa el delito o les otorga protección, en el caso de que sean víctimas de tráfico de personas.
Solo la experiencia y la observación permiten a la policía vigilar un territorio tan extenso. Para eso tienen un catastro de pasos no habilitados que de forma permanente están chequeando y actualizando. Analizan las huellas humanas, los rastros de vehículos o la basura arrojada al lugar para saber si los caminos están activos, tal como ocurre todas las noches en la línea del tren. Tal vez, el más activo de todos los pasos.
El autovagón continúa su viaje a Arica, ya en territorio chileno. Miro en todas las direcciones explorando cada cuadro dentro del marco de la ventana. Busco objetos ajenos al paisaje: huellas de zapatos o maletas. Las rutas ilegales también están sembradas de equipajes abandonados, algunos de ellos a medio enterrar, como esos contenedores que caen de los barcos durante las tormentas y que se pasan años flotando en el mar. El frío, cuando las temperaturas pueden llegar a -15 grados, y el “chuscal”, como llaman los aimaras a ese arenal que te come las piernas hasta las rodillas como si caminaras sobre la nieve recién caída, hacen que muchos migrantes decidan dejar sus pertenencias antes de desfallecer de cansancio. Pienso que algo de valentía hay que tener para desprenderse de lo único material que se carga. O simplemente es la desesperación de quitarse un peso de encima, para llegar al menos con el cuerpo a salvo al otro lado.
¿Será Alexánder un sobreviviente?
21 de julio, conversación por WhatsApp
(01:54)
Alexánder: Nos regresaron.
Fernando: No jodas, Alexánder. Mentiroso.
Alexánder: De pana.
Fernando: ¿Qué pasó?
Alexánder: Iba a llegar un taxi y se tardó. Y bueno, ya tú sabes. Tengo ganas de meterme yo solo.
Fernando: ¿Ahorita mismo?
Alexánder: Dentro de un ratico.
Fernando: No jodas, Alexánder.
Alexánder: …
Fernando: ¿Niño?
(05:38)
Alexánder: Me volvieron a regresar.
Fernando: No jodas, Alexánder. Ya van cuatro veces, chamo. ¿Qué más se puede hacer?
Alexánder: Estoy acá en el terminal, quédate tranquilo. Me siento mal. Todo el mundo pasa, menos yo.
Fernando: ¿Qué pasó? No te vayas a desesperar, quédate ahí y no inventes. Ya estamos metidos en este peo y tenemos que seguir llevándola.
Alexánder: Sí, voy a buscar a un señor para ver dónde dormir.
(09:31)
Alexánder: Le di al señor esta planchita de cabello que tenía y él me pagó una habitación. No es muy buena, pero sirve para descansar un rato e intentarlo otra vez.
Fernando: Dale, descansa. Te voy a hablar claro. Me siento burda de mal porque pienso que hicimos las vainas a lo loco, pero a pesar de todo algo me dice que hoy sí vas a entrar. Trata de no dar el teléfono como pago, porque ahí sí que va a ser un peo para comunicarnos. No te desanimes. Ya sabes cómo es el camino y estás con gente que parece ser seria.
(16:02)
Alexánder: Me acabo de despertar.
Fernando: ¿Lograste descansar?
Alexánder: Me están cobrando el teléfono cuando llegue a Arica.
Fernando: ¿Y qué vas a hacer? Qué chimbo que entregues el teléfono.
Alexánder: Niño, ¿pero cómo lo hago? Me siento cansado. Hoy cumplo una semana aquí.
Fernando: El coyote me escribió esto: “Tu pana está sin plata, lo único de valor que tiene es su celular”.
(23:25)
Fernando: Hoy me he sentido burda de mal.
Alexánder: ¿Por qué?
Fernando: Por toda esta paja.
Alexánder: Yo igual, pero me da risa que tú lo que haces es regañarme, como si yo no tuviese ganas de pasar.
Fernando: Jajaja… no, no es por eso. Yo sé que quieres entrar, es el desespero, marico. Estoy súper presionado. Yo sé que estás haciendo tu sacrificio por allá, pero yo tampoco la he tenido fácil aquí.
Alexánder: ¿Presionado por qué?
Fernando: Por todo. No quiero que estés más ahí. Estoy cansado también de este trabajo, que es súper explotador. Humillan mucho.
Alexánder: Apenas yo consiga trabajo te sales de ahí.
Fernando: Hoy [en Tarragona] me dijeron: “Fernando, lava la chancha”. Esa es una vaina como una caja grandísima que va debajo de los lavaplatos y ahí quedan todos los residuos de comida. Es un agua horrible que huele a mierda y tengo que lavarla hasta que quede brillante. Tenía ganas de irme, de pana.
Alexánder: Verga, verdad que hoy es domingo. Yo sé que no es fácil para ti.
Fernando: Acá donde mi tío se fueron a la nieve todos y andaban con la vaina de que fuera con ellos, que no todo era trabajar. Lo que no saben es que no tengo ni para el pasaje.
Alexánder: ¿Cuánto cobran?
Fernando: Como 15 mil por persona. El 15 de agosto es feriado, podríamos ir.
Alexánder: Me gustaría.
22 de julio
Ya estoy de regreso en Santiago. Fernando me manda un mensaje de audio:
“Alexánder habló con el muchacho, con el señor que lo va a cruzar. Le dijeron que si no quería entregar el teléfono les ayudara a buscar más clientes. Creo que consiguió a unas muchachas que también van a cruzar y por haber hecho eso lo van a pasar gratis”.
Alexánder lleva una semana en Tacna y ya se ha convertido, por necesidad, en captador de una red de coyotes. Es como el adicto que lleva clientes donde el microtraficante a cambio de unas dosis que le permitan financiar su vicio. Un estatus que ha alcanzado sin tener muchas opciones: Fernando no tiene cómo mandarle más dinero y a él ya no le quedan cosas de valor en el bolso para entregar.
“Está desesperado. Me siento responsable. Ya no sé qué decirle para que se calme un poco”.
La desesperación es la comida de la que se alimentan los coyotes: mientras mayor es el tormento, más probabilidades hay de terminar enganchados en la cadena. Y Alexánder, que ya ha intentado cruzar cinco veces sin éxito, ha sido anexado como uno de los últimos eslabones. Lo usual, según me han explicado fiscales que han investigado el tráfico de personas en Arica, es que esa relación utilitaria se rompa cuando el objetivo de cruzar se ha logrado, pero hay algunos casos donde el vínculo se afianza. Y así es como se han dado situaciones en que venezolanos que alguna vez se iniciaron en la captación, tal como Alexánder ahora, terminan cumpliendo la función del coyote, yendo y viniendo por el desierto, para ganarse 20 dólares por noche.
“Él no viene a Chile a hacer daño ni hacer cosas malas, solo estamos buscando una estabilidad, un futuro”.
Fernando sabe cómo funcionan estas redes. Toda su familia vive fuera de Venezuela. El primero en dejar Maracay fue su hermano Miguel,27 beisbolista profesional, que en 2012, con 17 años, comenzó a jugar en las ligas menores de Estados Unidos, para los equipos de la franquicia de Los Angeles Angels, de Anaheim, en California. Todos los años, Miguel se iba tres meses a República Dominicana, donde hacía la pretemporada, y luego se integraba al equipo en Estados Unidos. Mientras duraba el torneo le daban un contrato por siete meses, le pagaban dos mil dólares mensuales, el hospedaje, la comida y los pasajes de ida y regreso a Venezuela.
En la familia todos eran fan de él, especialmente Fernando, que tenía una pequeña colección de estampitas con su cara, de las seis temporadas que jugó. En 2018, al finalizar el campeonato, lo despidieron. Antes de que le rescindieran el contrato pidió una extensión de la visa para su esposa, que ya vivía con él en California, y le encargó a Fernando que iniciara los trámites en Venezuela para que su hija, que estaba en Maracay, pudiese viajar a Estados Unidos.
Fernando necesitaba conseguir el acta de matrimonio y la partida de nacimiento de la niña antes que a Miguel le quitaran la visa laboral, que expiraría tras el despido, pero en ese tiempo el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería de Venezuela (SAIME) estaba intervenido por denuncias de corrupción. Específicamente, el director de entonces y su predecesor habían sido denunciados por sobornos y venta de pasaportes.28 La intervención provocó un atochamiento en las solicitudes que generó aun más corrupción.
“Tuvimos que pagar mucho para conseguir los papeles de la niña. Me acuerdo de que me puse en contacto con unos ‘asesores’ que me ayudaron a conseguir los documentos. Fuimos donde una de las personas que había sido despedida, que se había llevado los timbres para la casa. Ella nos hizo los certificados. Esa mujer era millonaria”.
Dos semanas después, la esposa de Miguel viajó a Venezuela a buscar a la niña y los tres se quedaron a vivir en California. Un año más tarde venció la visa de Miguel. Hoy están tramitando su regularización y trabaja repartiendo pedidos en su auto.
Fernando vio en las “asesorías” del SAIME la posibilidad de juntar dinero para salir de Venezuela y publicó un aviso en redes sociales ofreciendo sus servicios como intermediario. Hacía solicitudes para venezolanos que estaban en el extranjero o para quienes no tenían el tiempo de ponerse en la fila. Como el SAIME se había convertido en un servicio estresado, por no decir colapsado, Fernando descubrió que la página web en la que se ingresaban los datos estaba mucho más expedita en la madrugada y eso le daba ventaja para atraer clientes. Ganaba cerca de 10 dólares por trámite y lo que más juntó en un mes fueron 300 dólares. Nada de lo que hacía, sin embargo, era corrupción.
“Asesorar”, como le dice él a este oficio, era entonces una oportunidad laboral que parecía haber crecido junto con la diáspora. Es decir, un servicio honesto que fue masificándose a la par de la demanda de los migrantes: a mayor número de venezolanos en el extranjero o queriendo huir, mayor número de trámites por encargo. Pero lo cierto era que detrás de la prosperidad de este negocio no estaban los ingeniosos como Fernando, que había descubierto el horario con menos usuarios, sino los mismos funcionarios del SAIME, que adrede demoraban los trámites oficiales para así crear un mercado exprés, o VIP, en el cual ganaban miles de dólares en coimas por apurar los procesos. Dicho de otro modo: para saltarse la fila de espera. Fernando dice que nunca llegó a pagar por esos trámites.
Los segundos en dejar Venezuela fueron su papá, su mamá, su hermana y sus otros dos hermanos, uno mayor que él y otro menor, que cruzaron a Colombia y se instalaron a vivir en el Valle del Cauca. Dos meses después, Fernando salió rumbo a Chile. Él vivió su propia experiencia clandestina junto a Generoso, el mismo que hace algunos días ayudó a cruzar a Alexánder: el 9 de abril de 2019, Fernando atravesó a Colombia por el río Táchira. No por el puente Simón Bolívar, como lo hizo Alexánder hace unas semanas, sino por el mismo caudal.
“Era así como un desafío, porque todo el mundo trataba de no caerse. Generoso iba cargado de maletas de personas que no podían llevarlas. El camino no es tan largo. Son como veinte minutos. En la primera parte hay que subir piedras y esquivar el barro. Donde había charcos más profundos, ponían tablas y sacos de arena, para que uno brincara sin mojarse. Recuerdo que llevaba puestos unos zapatos blancos que me quedaron marrones”.
Fernando tenía una visa de responsabilidad democrática entregada por el gobierno de Chile, y aunque eso acreditaba que su paso por Colombia sería solo transitorio, la frontera estaba cerrada para todos los venezolanos menos para las embarazadas y los ancianos.
“Después atravesamos el río. Había varios cruces. Lo imaginaba más complicado, porque la corriente a veces crece y se lleva a las personas, pero estaba suavecita. Había muchos colombianos que viven de la trocha, que pedían colaboración. La gente dice que hay que darles plata, porque si no te secuestran. Todos tenían aspecto de malandros, así, sin franela [polera]. Tomé una foto y cuando llegamos a Cúcuta se la mostré a Generoso. Me dijo que menos mal que no me habían visto, porque hasta me podrían haber cortado la mano”.
Fernando cargaba solo una mochila. Adentro, además de su ropa, el pasaporte y los documentos del viaje, traía un recuerdo por cada persona que no quería olvidar: un corazón de conchitas que Alexánder le había enmarcado, la colección de estampitas de su hermano, una foto de su sobrina y una de su mamá. También traía una lonchera térmica con colaciones para el viaje: arepas, albóndigas y pollo frito.
“En Cúcuta es una locura: gente por aquí y por allá, corriendo. Me estresé tanto que me quería devolver a Venezuela. Mi hermano me había mandado de Estados Unidos el dinero para pagar el pasaje y en todos los Western Union había filas. Yo preguntaba desde cuándo estaban ahí y algunos me decían que llevaban dos noches esperando que los atendieran. De pronto vi que unos colombianos gritaban: ‘¡Western VIP! ¡Western VIP!’. Me acerqué a preguntar y ellos cobraban por pasarte primero, pero te quitaban una parte. Al final, tuve que hacerlo, porque mi autobús salía en la noche”.
En Cúcuta, Fernando se juntó con Norma,29 de 75 años, la mamá de la esposa de su tío. Ella, como es adulta mayor, pudo pasar por el puente del río Táchira, mientras Fernando lo cruzaba por abajo. Fernando pensaba venirse solo a Chile, pero su tío, que lo iba a recibir acá, le pidió que acompañara a su suegra. Esa noche ambos abordaron el bus y el 15 de abril llegaron a Santiago. Se instalaron en el piso 16 de un edificio en Independencia. Fernando se demoró dos días en encontrar empleo.
“Estudié gastronomía. Tengo rut temporario, una cuenta en el BancoEstado y residencia por un año. Quiero solicitar mi visa definitiva. Para eso necesito acumular ocho meses de imposiciones y recién llevo tres”.
Fernando vive los beneficios del inmigrante “legal”, la vida opuesta a la de Alexánder, la aspiración por la que todas las mañanas este se rearma en Tacna, luego de chocar una y otra vez contra la frontera, que ya no es solo un muro de papel, el desierto y la policía. También hay mafias.
“Ya necesito que esté aquí. Ha bajado de peso y tuvo que dar la ropa que tenía como parte de pago en el hospedaje. Hoy, con el favor de Dios, todo saldrá bien”.
23 de julio, conversación por WhatsApp
(04:20)
Alexánder: Misión fallida.
Fernando: ¿En serio?
Alexánder: Sí, un policía me dijo que ya me conocía, que tuviera cuidado si me pillaba otra vez. Estuvimos a un minuto de que llegara el taxi y nos agarraron.
Fernando: No jodas, qué ladilla, marico.
Alexánder: Mañana vamos a intentarlo por la puerta grande.
Fernando: ¿Cuál es la puerta grande?
Alexánder: Por el frente, pero en taxi.
Fernando: Alexánder, pero ya es demasiado.
Alexánder: Todos los días voy a intentarlo, porque quiero estar contigo.
Fernando: Ya vas por la octava vez.30 Lo que tienes que ver es qué están haciendo mal. Alexánder: Tú ves todo fácil, todo es cuestión de suerte, más nada. Pero bueno, allá tú, que yo soy el que estoy pasando roncha aquí. Fernando: Y tu suerte, ¿dónde la dejaste? ¿En Cúcuta? Alexánder: ¿Y tú? En vez de ponerte relajado te pones gafo [tonto]. Fernando: Es jodiendo, Alexánder. Alexánder: Sí, claro, ahora es jodiendo. Estamos hablando. La próxima vez que te escriba será cuando llegue a Arica. Fernando: Dale, pues, si eres gallo, muchacho. Si no me interesara no me quedaría hasta esta hora despierto esperando que escribas. Y sí, no me digas nada más. Ya vas a ver que lo lograrás, porque según tú, yo soy el que te tiene frenao.
(11:40)
Fernando: Buenos días, disculpa lo de anoche. Es que también estoy preocupado con esta vaina.
Alexánder: Tranquilo, tonto, está bien. Tú ni te imaginas cómo me siento, pero igual tengo muchas fuerzas para seguir adelante.
Fernando: Disculpa.
(21:09)
Fernando: Pasen hoy, chamo.
Alexánder: Vamos a esperar a ver. Hay que cuadrar bien todo.
Fernando: Bueno, mejor no digo nada más porque ahora yo soy el que está frenando la broma.
Alexánder: No eres tú, pero tomas una actitud que no es la correcta.
Fernando: No es eso, tonto. Yo sé que tú estás haciendo tu sacrificio por allá, pero yo también estoy haciendo un sacrificio aquí. Yo tampoco la he tenido fácil. Yo no te cuento nada para que tú no te sientas mal, pero hasta de peso he bajado por la pela [falta de dinero] que me estoy metiendo aquí. A veces como una vez al día, ni en Venezuela, pues. Me estoy matando y no joda, ando con los zapatos rotos, con la misma ropa, los mismos dos bóxer que me traje de Venezuela. Ya no tengo ni teléfono. Lo único que me hace sentir bien es que, coño, tú vas a estar bien aquí.
Alexánder: Yo sé que tú estás así porque yo estoy aquí, pero tranquilo que todo va a estar mejor.
24 de julio, conversación por WhatsApp
(11:08)
Fernando: Te mandé 50 soles. ¿Con eso pagas la habitación?
Alexánder: Sí, son 50 soles, porque somos siete y ninguno tiene.
Fernando: No jodas, ¿entonces no te alcanza para comida?
Alexánder: No, pero no importa, aquí yo veo.
(21:17)
Alexánder: Tuve que vender los zapatos para pagar la carrera de ahorita. La pobreza extrema.
Fernando: Alexánder, te dije que me avisaras si necesitabas algo.
Alexánder: Tampoco quería estar pidiéndote, porque sé que no tienes.
Fernando: Yo no tengo mucho, pero si necesitas yo resuelvo.
Alexánder: Lo importante es pasar.
Fernando: Cuando llegues cuadramos para comprar unos. Disculpa, yo te iba a mandar más pero tuve que pagar unas cosas y también hay que tener para cuando llegues a Arica.
(22:23)
Alexánder: [Manda una foto] Mira el gentío que se va.
Fernando: Así es mejor, verdad.
Alexánder: No sé, pero vamos con el chamo que se sabe la vía.
Fernando: Ay, pero esa gente hace mucho bulto.
Alexánder: Sí, eso es verdad.
Fernando: ¿De verdad son 7 horas caminando?
(06:36, del 25 de julio)
Alexánder: [Tres caritas llorando]
Fernando: ¿Qué pasó, niño?
Alexánder: Me están regresando para Tacna. Tantas veces que me agarraron, piensan que soy traficante de personas.
Fernando: No, niño, ¿en serio? ¿Y qué te dicen? ¿Muéstrales los papeles?
Alexánder: Tranquilo, ¡estoy en Arica!
Fernando: No te creo.
Alexánder: De pana, desde las 20:00 de ayer caminando. Y de paso con este niño. [Manda una foto del chico adentro de un auto, cuando iban rumbo al desierto, antes de cruzar a Arica].
Fernando: ¡Felicitaciones!
Alexánder: Fue la locura más grande de este mundo.
Fernando: Lo importante es que ya estás aquí.
Alexánder: ¿Cuánto me vas a mandar? ¿Me puedes pasar 80 mil? Para comprarle el pasaje a un pana.
Fernando: Mierda, niño, es que no los tengo. Voy a mandarte 55 mil.
Alexánder: Está bien, con eso alcanza.
(18:42)
Alexánder: Voy en la vía.
Fernando: ¿A qué hora llegas?
Alexánder: Mañana a las 22:00. ¿Tienes donde me pueda quedar?
Fernando: Yo te acompaño para donde mi amigo. Ya cuadramos un colchón y eso.
Alexánder: Está bien, tranquilo. La gente con la que estaba tiene seis meses aquí en Chile y se la pasan pidiendo y vendiendo caramelos y les va bien. Yo esta mañana salí sin zapatos del terminal de Arica y un taxista me dio unos azules, talla 43, y en la plaza una señora me dio un pan y un café.
Fernando: Qué locura. Aquí no quieren mucho a las personas que hacen eso, porque rayan a todos los demás. Más bien, la gente dice “gracias a Dios cerraron las fronteras, para que no entre el perraje de Perú y Ecuador”. Yo peleaba con todo el que decía eso, pero ya pasaste, que digan lo que quieran, jaja. Esta mañana casi lloré cuando me dijiste que te habían devuelto. Sentía que si te devolvían, ya no lo ibas a intentar más.
Alexánder: Fue una locura. Venía un gentío de venezolanos. Salimos a las ocho de la noche y no paramos de caminar. Los coyotes allá dicen que cuando ves la luz verde del faro, en el horizonte, ese es el lugar donde tienes que llegar. Se ve cerca, pero caminas y caminas y no llegas nunca. Antes de eso pasas los campos minados y de ahí para allá empiezan las montañas. Al cruzar el faro, tomamos a mano derecha, subimos y bajamos cerros, hasta que caímos en la playa. Ahí ya estábamos en Chile. Caminamos por la orilla, por la arena y por el mar, pasamos el aeropuerto y una academia militar. Para adelante no había alcabalas. Yo iba con un niño en brazos, de una venezolana que no podía más. Las olas eran fuertes, me llegaban a la rodilla. Cuando pasé a Arica se me quitó todo el cansancio y el sueño, de la emoción que tenía.
Fernando: Una cosa te fue llevando a otra y a otra, hasta llegar a la gente con la que sí ibas a cruzar.
Alexánder: Sí, fue una vaina de locos: hoy caminé como nunca en mi vida.
(21:32)
Fernando: Qué locura, casi un mes viajando.
Alexánder: Por donde vives tú, ¿hay un letrero que diga Santiago? Bien grande. Cuando llegue tengo que ponerme la pinta espectacular y tomarme la foto ahí.
Fernando: Por acá hay una plaza que dice Santiago.
Alexánder: ¿No has averiguado nada de si puedo trabajar?
Fernando: Cuando llegues hablamos de eso.
Alexánder: Ahorita acaban de traer la comida: espagueti con salsa de jamón. El señor me vio la cara y me dio dos bandejas.
Fernando: Mañana cuando llegues vamos a comer.
Alexánder: Ay, Dios, me da miedo vivir donde tu amigo. Prefiero dormir en un refugio, para que no hablen mal de ti.
Fernando: No, chico, él no va a hablar nada. Te cuento lo que me dijo: si, por ejemplo, la luz le sale 30 mil y ahora tiene que pagar 35 mil, nosotros le damos los 5 mil. Y así con el agua y el gas. La comida la podemos comprar aparte.
Alexánder: ¿Y cuánto le voy a dar mensual? Bueno, cuando tenga, porque por ahora no tengo nada, ni ropa.
Fernando: Ahí cuadramos para que compres algo.
Alexánder: Te vas a volver cuadro con tanta cuadradera.
Fernando: En Tarragona me van a pagar como 170 mil; en el restaurante 200 mil, porque ya me dieron 100 mil; más 50 mil que me va a dar otro amigo, son 420 mil. De ahí tengo que sacar 45 mil para el pasaje del mes; menos 140 mil que pago aquí donde mi tío; menos 30 mil que gasto en comida, nos quedan 200 mil.
Alexánder: ¿Podemos comprar ropa usada, barata?
Fernando: Aquí vemos qué te compras, tiene que ser un suéter.
Alexánder: Me gustaría conseguir trabajo rápido.
Fernando: Descansa después de tantas cosas. Mañana ya vas a estar aquí.
26 de julio, conversación por WhatsApp
(09:07)
Alexánder: Un señor me regaló 20 mil pesos. Aquí estoy con ellos. Les conté que era venezolano y que tenía un mes viajando.
Fernando: Verga, aquí quieren mucho a los venezolanos.
Alexánder: Primero me compraron un café y ahora me están pidiendo un desayuno.
Fernando: Jajaja… un churrasco. Eso es lo de ellos: churrasco italiano, ave palta, ave pimentón, barros luco, barros jarpa… Le ponen unos nombres a las vainas.
Alexánder: ¿Le puedes enviar 20 mil pesos a mi mamá, a Venezuela, y yo te los pago con esto que me dieron? Mi papá quedó sin trabajo y ahora tengo que responder por la familia.
(18:10)
Fernando: Mi amigo no me pudo dar la llave hoy y va a ser muy tarde cuando llegues para ir hacia allá. Nos vamos a quedar aquí.
Alexánder: ¿Aquí dónde?
Fernando: En el restaurante. Aquí hay un sofá y mañana nos vamos temprano para acompañarte allá y de ahí sigo para el otro trabajo. Yo igual te traje una cobija y eso.
Alexánder: Bueno, tú eres el que sabe. Me da pena quedarme donde ese amigo tuyo. ¿No hay por ahí un refugio para venezolanos?
Fernando: No seas tonto, ya vas a ver que se van a llevar bien.
Alexánder: Me da pena llegar a casa ajena y estar incomodando.
Fernando: Tranquilo, no va a pasar nada.
(20:40)
Fernando: Ya estoy en el terminal.
Alexánder: ¿En el que te dije?
Fernando: Sí, ¿sabes cuál es la compañía?
Alexánder: San Andrés.
Fernando: ¿Ya estás llegando? ¡Qué nervios!
Alexánder: No vayas a estar llorando y menos delante de la gente. Ya prendieron las luces. Creo que vamos llegando.
Fernando: Me sudan las manos.
Alexánder: Estoy emocionado.