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Prólogo

El 25 de diciembre de 1991, en un corto discurso televisado a todo el país, Mijaíl Gorbachov renunció al cargo de presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En el último día de ese año quedó oficialmente sancionada la disolución de esa gigantesca estructura institucional, compuesta por quince naciones, que a partir de ese momento comenzaron a recorrer caminos independientes, incluyendo Rusia, la protagonista fundamental de la historia desde 1917.

Culminaba así un proceso impensable para casi todo el mundo muy pocos años antes: uno de los contendientes de la Guerra Fría, la segunda potencia del mundo, portadora además de un mensaje –muy gastado pero en alguna medida todavía vigente– de superación del régimen capitalista y de instauración de un modelo económico-social más justo, desaparecía abruptamente de la escena internacional. Rusia, o más precisamente sus gobernantes, encabezados por Boris Yeltsin, contribuyeron a “liberar” al país del corsé que le imponía la existencia de la Unión Soviética, cortando las amarras que hasta ese momento los vinculaba con el resto de los países que hasta el momento la conformaban.

Las explicaciones de lo ocurrido con la “patria del socialismo” suman miles de páginas y abordan la temática desde diferentes perspectivas,[1] pero no es el derrumbe la cuestión principal que aborda este texto. La significación de Rusia en el contexto mundial, la importancia de los acontecimientos que se desarrollaron allí en los años finales de la década de 1980 y el accidentado recorrido político, económico, social e institucional que protagonizó el país, creemos que justifican una revisión de los veinte años transcurridos desde ese 31 de diciembre. La Rusia de 2011 es muy diferente de la de 1991, aunque la impronta soviética no ha sido, ni mucho menos, erradicada por completo. De la potencia que durante años amenazó la hegemonía militar de Estados Unidos no queda demasiado –y menos todavía como modelo ideológico– pero, sin embargo, de la decadencia aparentemente irreversible de la década de 1990, en la que Rusia aparecía como el nuevo “enfermo” de Europa y cuyos contrastes sociales se manifestaban de manera escandalosa, se ha pasado a una situación en la que la enorme disponibilidad de recursos energéticos y materias primas –controlados en gran medida por empresas con predominio estatal–, una conducción económica con una orientación definida y una activa política exterior la han ubicado en un papel fundamental en un mundo cambiante. Esa importancia se ha manifestado también bajo la forma de una recuperación del nivel de vida del conjunto de la población –se demoró alrededor de década y media en recuperar los valores del pbi por habitante de la última época soviética–, pero a la vez la concentración de la riqueza no ha cesado. Por su parte, el funcionamiento del sistema democrático en la primera década del nuevo siglo refleja el desencanto de la sociedad respecto de los avatares de la década anterior, optando por un liderazgo fuerte que ha dado lugar a la consolidación de un régimen que tolera mal la disidencia política y no parece ser del todo inocente en algunas actividades violentas realizadas en contra de críticos que pueden resultar peligrosos. A su vez, las dificultades para articular una realidad nacional coherente en un país en el que coexisten decenas de etnias y religiones, y en el que las relaciones con sus vecinos –las repúblicas ex integrantes de la Unión Soviética– tienen algunas aristas conflictivas, han conducido a situaciones de alta tensión, de las cuales el conflicto de Chechenia, que culminó en dos violentos enfrentamientos en los cuales fueron olvidadas por ambos bandos muchas de las normas que regulan los conflictos armados, son sólo la manifestación más conocida de los problemas que se registran en varias de las regiones. Además, los cierres de oleoductos como forma de presión, y sobre todo la intervención armada en Georgia efectivizada en agosto de 2008, dan cuenta de esa activa presencia de Rusia en el escenario internacional a que se ha hecho referencia.

El objetivo del autor ha sido estructurar un relato sintético pero debidamente fundamentado de un recorrido que, por lo sorprendente, ha generado controversias y debates de todo orden. La posibilidad de utilizar los testimonios de algunos de los protagonistas y de una amplia bibliografía contribuye a alcanzar el objetivo propuesto, al tiempo que se aspira a dar cuenta de los diferentes discursos argumentativos que se han elaborado para explicar lo ocurrido en los últimos veinte años. En buena medida, este libro es continuación de una publicación anterior (Saborido, 2009), por lo que la Introducción retoma la narración relatando el proceso de derrumbe de la Unión Soviética y discutiendo las interpretaciones más relevantes que se han elaborado para explicarlo.

Asimismo, el texto argumenta en defensa de una explicación fuerte, que puede ser formulada así: a pesar de los innumerables defectos del régimen, el hundimiento de la Unión Soviética y el fin del “socialismo real” en manera alguna eran acontecimientos inevitables sino que, por el contrario, fueron el resultado de una “revolución desde arriba”,[2] impulsada por una figura carismática como Boris Yeltsin, acompañado de un sector de la dirigencia soviética, que durante los cambiantes acontecimientos de la segunda mitad de 1991 triunfó a favor de varios factores: 1) los serios errores de la gestión de Mijaíl Gorbachov, con independencia de la evaluación de sus intenciones; 2) un movimiento democrático urbano numéricamente escaso pero que desarrolló una actividad muy importante socavando las bases del régimen, aunque sus objetivos estaban muy distantes de lo que finalmente ocurrió, y en el curso de los acontecimientos perdió toda capacidad de incidencia en el proceso; 3) la decisión del Occidente capitalista –fundamentalmente de Estados Unidos– de instaurar en Rusia un sistema capitalista y un régimen democrático que, sin duda no casualmente, se caracterizara por una situación de debilidad y dependencia, facilitando la posibilidad de aprovechar en condiciones favorables la enorme cantidad de recursos de todo orden existentes en la Federación Rusa, y 4) el comportamiento de una sociedad acostumbrada a la pasividad política y además ajena a las reglas de comportamiento de una democracia moderna.

El resultado fue así una “década perdida”, la de los años 90, que trajo como consecuencia la conformación de un sistema económico situado a gran distancia de un capitalismo “normal”, y la emergencia de una sociedad escandalosamente desigual, en la que una serie de penurias se abatieron sobre la mayor parte de los ciudadanos.[3]

En este escenario, la irrupción de Vladimir Putin y la consolidación de un régimen que impulsó una acelerada recuperación económica –en buena medida gracias a una situación exterior muy favorable– y mejoró siquiera parcialmente la situación de la población desplegando, con una fachada democrática, una impronta autoritaria, muestran que era posible una alternativa que ahorrara al pueblo ruso los sufrimientos por los que había atravesado en el pasado inmediato. Finalmente, el derrotero seguido por la mayor parte de las ex repúblicas soviéticas nos lleva a conjeturar que, casi con seguridad con la excepción de los países bálticos, no era imposible mantener una estructura –seguro que con algunos cambios– entre naciones cuyos vínculos eran por demás estrechos a pesar de la existencia de conflictos puntuales.

Dado que se trata de un estudio de historia reciente, se enfrenta con el desafío de analizar procesos en curso, por lo que es inevitable un final abierto; de cualquier manera, en las Conclusiones se avanza en algunas hipótesis respecto del futuro de un país que ha vivido dos décadas de extrema turbulencia.

Rusia: veinte años sin comunismo

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