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El escritor Josep Pla cuenta que un día del año 1881 Santiago Rusiñol le propuso al escultor Enric Clarasó alquilar entre los dos un taller que se encontraba en uno de los bajos del número 38 de calle Muntaner, cerca de la Gran Vía. Era uno de esos pisos amplios del nuevo barrio del Ensanche que había diseñado el ingeniero y urbanista Ildefons Cerdá. El patio interior estaba cubierto por claraboyas y a través de ellas entraba la luz que los artistas necesitaban para trabajar, aunque Rusiñol siempre prefirió pintar al aire libre. Allí Clarasó puso las esculturas y Rusiñol los hierros. A Rusiñol le gustaban los hierros. Le evocaban las callejuelas del barrio medieval en el que había vivido hasta entonces. Un barrio lóbrego, viejo y pintoresco.

Santiago Rusiñol vivió los primeros veinticinco años de su vida en calle Princesa con su abuelo Jaume Rusiñol. Los padres murieron jóvenes y los tres hijos del matrimonio fueron acogidos por ambas familias. Santiago se quedó con el abuelo paterno y sus dos hermanos con la familia de la madre. La familia Rusiñol era dueña de una fábrica de tejidos: “Jaime Rusiñol Hilados”. Mi padre era sastre, otra coincidencia que me relacionaba con Rusiñol. A mi padre le hicieron un encargo de trescientas batas azules y otros tantos monos de trabajo para los empleados de una empresa de grifería. Los días festivos, mis hermanas y yo, embarcábamos en la mesa de trabajo de mi padre y zarpábamos hacia países remotos igual que hacían las maquinistas cuando apretaban el pedal de la Singer, como si condujeran un coche hacia un lugar muy lejano que estaba dentro de sus cabezas. Los remos eran largas reglas de madera que se hundían sobre el mar de retales azules.

El domicilio de Jaume Rusiñol se encontraba a cuatro pasos de la catedral y del núcleo monumental de Barcelona que la Via Laietana destruyó para siempre. Lo que hoy queda del barrio gótico es una belleza decapitada. En aquel laberinto de callejuelas subsistía un mundo de reminiscencias y cosas hermosas. Los que allí vivían eran catalanes viejos, hijos de un suelo antiguo. Un día Josep Pla le preguntó a Rusiñol que por qué le gustaba tanto Gerona. Rusiñol se puso serio de repente y, después de una breve pausa, le contestó: “Gerona me gusta mucho, muchísimo, y me gusta tanto porque tiene alguna cosa de la Barcelona de mi tiempo, de la Barcelona que me han destruido”.

Rusiñol fue un hombre que pensaba en otra cosa. A mí también me llamaban constantemente la atención para que bajara de las nubes. La fantasía guiaba la vida de Rusiñol y yo pasaba el día en la inopia. Creo que no he cambiado desde entonces y que por eso inicié la novela Pacífico con esta cita de António Lobo Antunes: “Cuando el 25 de diciembre de 1863 Victor Hugo escribió en uno de sus cuadernos: Soy un hombre que piensa en otra cosa, se refería, claro está, a mí”. Rusiñol descubría detalles invisibles en los que apenas nadie se fijaba. Durante la época en la que la mayoría de la gente estaba más predispuesta a percibir las insinuaciones del mundo externo, Rusiñol fue sensible a la poesía de la vieja Barcelona. Aquella densa concentración humana, encajonada, casi asfixiada, en el barrio medieval.

El contraste era verdaderamente curioso. Barcelona ya se había convertido en una ciudad comercial e industrial importante, pero los barceloneses todavía se pisaban entre sí en las callejuelas del barrio viejo. Era un torrente de vida comprimida en espacios de otro tiempo. Josep Pla afirma que a Rusiñol le resultaba indiferente el confort y la higiene de la vida moderna. Le gustaban mucho más las cosas lóbregas, oxidadas, marcadas por la usura del tiempo. El hombre que pasaría a la historia del arte como la figura más representativa del modernismo adoraba las telarañas, el polvo, el moho y las maderas apolilladas. Por eso mientras en aquella Barcelona del año 1880 se incubaba una de las ampliaciones urbanísticas más intensas del continente europeo, Rusiñol dedicaba las horas libres de su juventud a dibujar el viejo hierro de forja que buscaba por la ciudad. Le gustaba rastrear las calles intrincadas. Subía las estrechas y oscuras escaleras. Se colaba en los patios húmedos. Examinaba los rincones hasta capturar la pieza. Como un cazador. A pesar de sus viajes y de sus largas estancias en el extranjero, Rusiñol jamás olvidó aquel mundo misterioso y repleto de sugerencias. Fue siempre sensible a la ciudad medieval donde transcurrieron su infancia y su adolescencia. La ciudad en la que vivió hasta su viaje a París en 1887, cuando ya tenía veintiséis años. La esencia de Barcelona es la Barcelona de Santiago Rusiñol.

A pesar de su animadversión a los anticuarios, Rusiñol se llevaba a casa todos los objetos que encontraba abandonados en la calle. Igual que los traperos. Más tarde escribiría: “Los coleccionistas de antigüedades son los traperos de los recuerdos”. Sin darle la más mínima importancia, se dedicó a dibujar bellísimos objetos de hierro forjado. Esta colección fue el núcleo inicial del museo del Cau Ferrat que, como señala Pla, es un auténtico título de gloria para quien la ha formado y un elevado honor para el país que la posee.

Muchos años después, yo también buscaba oro viejo en los contenedores de basura. Al llegar la noche, subía con un par de amigos por calle Muntaner hasta llegar a los barrios altos. Una de esas noches encontré un cuadro con el marco apolillado y manchas de hongos en el papel. El dibujo representaba a una muchacha moribunda y estaba firmado por Santiago Rusiñol.

El aumento progresivo de la colección de hierros le planteó a Rusiñol serios problemas de espacio. El escultor Enric Clarasó tenía en 1881 un taller en los bajos de un edificio propiedad de la familia Rusiñol. Los dos hermanos de Santiago vivían en un piso de esa casa de la Gran Vía. Él seguía viviendo con su abuelo en calle Princesa, aunque iba a menudo a ver a sus hermanos. En el transcurso de una de esas visitas descubrió el taller del escultor y sintió una gran curiosidad por conocerlo. Enseguida entablaron amistad.

Tras morir su abuelo, Santiago Rusiñol se trasladó al piso de sus hermanos en la Gran Vía y eso hizo aumentar la amistad con Clarasó. A pesar de llevar tiempo trabajando, el escultor era un hombre pobre y por las noches subía a cenar al piso de los hermanos Rusiñol, que siempre contaron con el respaldo económico de la familia. Fue entonces cuando Santiago Rusiñol le propuso a Enric Clarasó alquilar el piso bajo primera de calle Muntaner.

Alrededor del taller pronto se reunieron un grupo de amigos. Aparte de Rusiñol y Clarasó también acudieron Ramon Casas, Ramon Canudas, Soler y Rovirosa, Joan Cerdá, Frederic Rahola, Albert Llanas, Josep Yxart, Raimon Casellas, Sánchez Ortiz y varios más. Casi todos eran desconocidos, aunque algunos ya empezaban a despuntar en el mundo del arte. Al final, la mayoría de ellos alcanzó la fama. El grupo se reunía los sábados a tomar café, beber absenta y conversar sobre lo divino y lo humano. Josep Pla dice que eran jóvenes entusiastas y repletos de vitalidad. Cualquier éxito o fracaso era motivo de celebración. Lo festejaban todo. Hacían fiestas en el taller, comían y bebían copiosamente y el ingenio brotaba de manera espontánea. Después se ponían a cantar. Entonces se cantaba mucho más que ahora. Aquellos eran tiempos agradables en los que aún no se había perdido la dulzura de la vida.

El taller no tenía nombre. Hasta que un día decidieron bautizarlo. Fue puesto a votación y por mayoría ganó la palabra Cau, que en catalán suele utilizarse con un sentido peyorativo. Podría traducirse como agujero, sótano, algo oculto y siniestro. Al haber tantos hierros acabó llamándose Cau Ferrat: Agujero de Hierro. Para celebrar el bautizo encendieron velas que distribuyeron por todos los cuartos de la casa y también pusieron algunas en el balcón. Los vecinos bajaron alarmados creyendo que había sucedido una desgracia. Los transeúntes que pasaban por delante del bajo primera de calle Muntaner 38 se asomaban al balcón y los artistas del Cau Ferrat los saludaban, como si estuvieran en el interior de un acuario con los cristales abiertos. Como si el arte se refugiara en un mundo aparte. Un acuario que los distanciaba y a la vez les protegía del resto del mundo. Aquellos jóvenes fueron los pioneros de la bohemia.

Al cabo de los años, ese acuario fue el comedor de la novela Muntaner, 38. Entonces, yo aún no conocía la vida de Rusiñol ni el libro de Josep Pla ni la existencia del Cau Ferrat. Sin embargo, una noche también iluminé el piso con velas, como las velas que ellos encendían en sus fiestas, y me desnudé, allí, en el mismo comedor de Rusiñol, y la sombra gigante de mi cuerpo temblaba en el techo y las paredes como temblaba la mano del artista cuando ya era viejo, tenía reuma y pintaba los jardines tristes de Aranjuez. Luego me tendí junto a la silueta de tiza de Cristina Moslares como un perro guardián. Cristina Moslares era la protagonista de mi novela. Mi heroína. La muchacha que se fue a Nueva York y posó para el fotógrafo Cecil Beaton. Mis dedos eran un pincel que iba acariciando la línea de sus piernas, la curva del pecho, el perfil de la cara. Cada mañana tenía que remarcar de nuevo su silueta. Un día con el mismo jaboncillo azul que mi padre utilizaba para señalar las telas, otro con el rosa, y el blanco. Luego coloreaba el interior con los tonos pastel que de niño utilizaba para pintar los mapas. Ella permanecía quieta, igual que al maquillarla antes de posar para una sesión fotográfica. Yo mantenía el resplandor de su imagen con el cuidado y la delicadeza de un restaurador.

Mi padre dibujaba sobre la tela. La cortaba con unas grandes tijeras de hierro y después se dedicaba a hilvanar las distintas partes de la prenda con la paciencia y la pulcritud de un cirujano. Quizás por esa razón deseaba que yo estudiase medicina. Mi padre relacionaba la sastrería con la cirugía, la pintura, la escritura, decía que eran los oficios lentos de una época demasiado apresurada. Rusiñol opinaba lo mismo que mi padre. Me habría gustado saber qué pensaba mi padre cuando perfilaba las medidas del cliente sobre el tejido. Yo, al remarcar la silueta de Cristina sobre el suelo del comedor, pensaba en los momentos que jamás habíamos compartido. La tiza era una prótesis de mi dedo índice que acariciaba el contorno de su cuerpo en un comedor iluminado con velas, como si celebrara una fiesta. Una fiesta a la que, ahora que los conozco, me sentiría orgulloso de invitar a los artistas que estuvieron hace ya más de un siglo sobre el mismo suelo que años después habría de pisar Cristina Moslares.

Según Josep Pla, lo más digno de ser recordado del Cau Ferrat de Muntaner fueron las reuniones semanales de los sábados. Algunos cambios importantes, que con el tiempo se produjeron en la ciudad, tuvieron su germen en ese taller. No se hablaba con el lenguaje convencional que se suele emplear en los cenáculos intelectuales. El sentido del ridículo de los asistentes era demasiado agudo para que la pose, la afectación o cualquier otro dogmatismo se manifestaran. Quizás por ello las reuniones resultaban agradables y persistieron a lo largo del tiempo. El Cau Ferrat nunca fue el agujero oscuro que su nombre sugiere sino un lugar de reunión al que acudieron además del grupo permanente otros grandes artistas de la época, como la divina Eleonora Duse, Isaac Albéniz, Amadeu Vives, Ramon Pitxot y Joan Maragall. La vida del Cau barcelonés duró diez años. Hasta que Clarasó, Casas y Rusiñol viajaron a París y a partir de entonces siguieron celebrando allí las tertulias. Tras el regreso de París, Rusiñol trasladó el Cau Ferrat de calle Muntaner a calle Fonollar, en Sitges, junto al Rincón de la Calma.

El mismo año en el que Santiago Rusiñol y Enric Clarasó fundaron el Cau Ferrat en el número 38 de calle Muntaner, a mil cien kilómetros de distancia nació Pablo Ruiz Picasso en el número 36 de la Plaza de Riego, en Málaga. Pero lo más curioso no fue que al cabo del tiempo coincidiera Picasso con el grupo fundado por Rusiñol y Clarasó, lo más sorprendente, al menos para mí, consiste en la misteriosa conexión que se produjo entre el Cau Ferrat y Picasso con mi familia.

El anorak de Picasso

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