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El año 1899 Picasso conoció a Rusiñol en la cafetería Els Quatre Gats regentada por Pere Romeu en la calle Montsió de Barcelona, muy cerca de Las Ramblas. Los mil cien kilómetros que los distanciaban en 1881 habían desaparecido y el destino unió a ambos artistas. Allí Rusiñol organizaba tertulias con sus amigos del Cau Ferrat. Era un superviviente. Su adición a la morfina lo había tenido contra las cuerdas. De tanto que la deseaba la temía. Cuando casi al final de su vida le preguntaron si la vida bohemia le había privado de trabajar, él respondió: “Yo he sido muy bohemio, pero he trabajado siempre como un negro y medio”.

En 1931 murió Santiago Rusiñol en la Gran Fonda del Comercio de Aranjuez. Unos días antes, Josep Pla fue a visitarlo y lo encontró pintando en los jardines. Rusiñol llevaba el pelo largo y despeinado. Los hombros de la americana estaban cubiertos de caspa y caminaba lentamente con el cordón de los zapatos sin anudar. Pero lo que más le impresionó a Josep Pla fue el temblor de sus manos. Le resultaba angustioso verlo sostener el pincel. Poco antes de morir Rusiñol confesó que no le importaba la vida, que lo único que no soportaba era la idea de tener que dejar de pintar para siempre. Durante los últimos años pintaba jardines tristes. Decía que lo más trágico de la existencia era la constatación de la propia ruina. Cuando Rusiñol descubrió la angustia y preocupación de Josep Pla por su reuma, sonrió expulsando el humo de la pipa y lo tranquilizó con estas palabras: “No se crea que me preocupa esta agitación de la mano. Aquí donde lo ve, este temblor es magnífico para pintar hojas mecidas por el viento. Fíjese –dijo mientras daba unas pinceladas-, este temblor, sobre todo en primavera, no lo cambiaría por nada del mundo”. Ignoro si esta respuesta influyó en la frase que escribió Josep Pla algunos años después de la muerte de Rusiñol: “Según la edad y las aficiones, cada hombre puede ir extrayendo el consuelo necesario”.

Josep Pla afirmó que Santiago Rusiñol había sido un satírico de la burguesía absolutamente burgués. Fue un bohemio para singularizarse, porque el hecho de ser especial formaba parte de su temperamento, para que no le tomasen por un hombre como los demás y no lo confundiesen con la mediocridad establecida. Dice Pla que éste fue el deseo constante de su vida y que también es la característica diabólica y pueril del artista romántico. Creer que el arte es una cosa excepcional situada al margen de la actividad social en general, algo casi sagrado. Ante una concepción excepcional del arte tenía que corresponder una inflación del artista, una tendencia a considerar al artista como alguien al que han de conceder ciertos privilegios para que pueda hacer lo que quiera. La época mostraba esta inclinación. Lo más cómodo era seguirla y aprovechar lo que tenía de beneficioso. Sin embargo, Rusiñol no compartió ese egoísmo y acabó abandonando la bohemia. Atrás quedaba el tiempo en París con Enric Clarasó, Ramon Casas, Ignacio Zuloaga... Allí conoció también a Ramon Canudas, que fue el primer artista catalán interesado por el mundo artístico parisino y por la vida bohemia. En París, Canudas contrajo la tuberculosis. Rusiñol estuvo muy pendiente de la enfermedad de su amigo y apenas salía de la casa del Moulin de la Galette para pintar. Le hizo dos retratos que nunca quiso vender y habló de él en las crónicas que seguía escribiendo para el periódico La Vanguardia, donde contaba la vida artística de la capital francesa en diversos artículos que se publicaron con el título Desde mi molino. Gracias a esos artículos se le reconoció en Cataluña la fama que Ramon Canudas fue a buscar a París.

En un artículo publicado también en el periódico La Vanguardia el 2 de noviembre de 2006, el periodista Eugenio Madueño daba la noticia de que el día anterior se había celebrado un homenaje a Santiago Rusiñol en el cementerio de Montjuïch y que en el acto se evocaron los días del artista en París. Se recordó cuando Rusiñol y otros amigos de Canudas bailaban flamenco frente a su cama para paliar el dolor que le producían las quemaduras a hierro candente que le practicaba el médico. También Ramon Casas cayó enfermo de tuberculosis y ambos artistas pasaron la convalecencia juntos en el mismo cuarto. Los dos hacían un brindis tristísimo por su mutua salud con tazas llenas del mismo medicamento. Al fin Canudas consiguió el deseo de volver a Sitges para emborracharse de luz antes de morir y Casas logró recuperarse de la enfermedad. La muerte de Ramon Canudas afectó profundamente a Rusiñol y le hizo descubrir la fragilidad de la vida de una manera íntima y cercana. También conoció en París al escritor Alphonse Daudet y al controvertido músico Eric Satie. La enorme influencia de París se habría de instalar para siempre en su memoria. Después Rusiñol, Clarasó y Casas acabarían esculpiendo y pintando para exponer en la Sala Parés y vender su obra a la burguesía catalana.

Santiago Rusiñol murió en Aranjuez el 13 de junio de 1931. Cuando trasladaban su cadáver en ferrocarril a Barcelona, el tren se detuvo al pasar por Sitges. Los vecinos del pueblo habían cubierto la estación con cuadros, objetos y recuerdos del Cau Ferrat. El museo que Santiago Rusiñol había creado en Sitges y que encerraba entre sus paredes un viaje sentimental a través del tiempo. La madriguera de hierro. Aquella poderosa iniciativa artística que comenzó un día del año 1881 en el bajo primera de calle Muntaner 38. El tren se demoró algunos minutos en la estación y las mujeres, de manera espontánea, cubrieron de flores el vagón en el que viajaba el cuerpo sin vida del Príncipe de Barcelona.

El anorak de Picasso

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