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I. La larga historia de la desigualdad: efectos, causas y políticas para enfrentarla

Martín Puchet Anyul, Alicia Puyana Mutis

El crecimiento económico y la reducción moderada de la desigualdad registrados entre circa 1995 y el primer quinquenio del presente siglo, dieron pie para augurar que América Latina entraba en un periodo de expansión del producto interno bruto con estabilidad macroeconómica y reducción de la concentración en el ingreso. Se iniciaba una era en la cual el desafío era distribuir la prosperidad[1] y no el conocido de controlar la caída del crecimiento y la escalada de precios. Parecía que luego de dos décadas y media desde la crisis de la deuda, y “década perdida” mediante, las reformas estructurales y la liberalización de la economía rendían los frutos anunciados y las economías trasegaban hacia la ruta del crecimiento. Con la alineación de los precios internos con los externos y la estabilidad macroeconómica, gracias a la liberación de los mercados laboral, de capitales y cambiario, los factores productivos se ubicarían en los sectores y en los productos en los cuales la región tiene ventajas comparativas evidentes lo que garantizaría un crecimiento con más y mejor remunerado empleo. En estas condiciones, el manejo macroeconómico se debía concentrar en establecer los estímulos adecuados para inducir a los agentes económicos a limitar el consumo presente para incrementar el ahorro, la inversión y la producción. Con sana fiscalidad, bajos impuestos y presupuesto balanceado, el crecimiento daría los recursos para reducir la pobreza y controlar la desigualdad y América Latina daría luz verde a su hora de la igualdad (CEPAL, 2010) y tendría finalmente la oportunidad de borrar de su imagen el sello de la región más desigual del mundo. Así parecía suceder.

Este capítulo se pregunta sobre asuntos que parecen indicar que América Latina más que un caso de estudio paradigmático de desigualdad en muchos sentidos es parte de la larga historia mundial de la desigualdad. En primer término se presenta la idea de qué tanto cambia la desigualdad cuando la mirada histórica se posa sobre un largo horizonte, luego se muestra que la desigualdad entre países no es solo un fenómeno latinoamericano y, finalmente, se ubica la discusión de causas y efectos de la desigualdad en un contexto internacional que trasciende la ocurrencia latinoamericana.

¿Declina la desigualdad en América Latina?

En efecto, mientras en casi todos los países desarrollados y varios en desarrollo, la desigualdad crecía y empeoraban los ingresos reales de la mayoría de la población, en América Latina la concentración amainaba gracias a la política social de varios países considerados de centro izquierda que anunciaban el retorno del Estado desarrollista (Cornia, 2012). Estudios recientes sobre la desigualdad a escala global hechos por Milanovic (2011, 2012) y Lakner y Milanovic (2013) señalan que la trayectoria latinoamericana de distribución del producto se ajusta al patrón mundial: un aumento de la desigualdad en las décadas de 1980 y 1990, sucedido por su reducción durante 2000-2013. Qué pueda ocurrir en años venideros está en cuestión.

En ese estado de optimismo real, si bien moderado, llegó la crisis financiera de 2008 y con esta el fin de la bonanza de precios de las materias primas. Los programas sociales se redujeron o congelaron, el desempleo creció y varios de los gobiernos de América Latina que lideraron la reducción de la desigualdad fueron reemplazados, ya en elecciones no contestadas, ya por medio de actos políticos de cuestionable limpidez institucional. Que los márgenes de acción para modificar el modelo de economía liberal vigente en la región son estrechos parecería ser una conclusión digna de reflexión.

Aun luego de la reducción de la desigualdad de los últimos años, el grado de concentración en la distribución personal del ingreso es en la América Latina y el Caribe contemporáneos sensiblemente mayor que en otras regiones del mundo, como lo ilustra la relación del ingreso captado por el decil superior y el inferior en diferentes países latinoamericanos y respecto de algunos desarrollados que se ilustran en el cuadro I.1.

Las brechas del ingreso son mayores en los países latinoamericanos, con variaciones considerables entre ellos, lo que relieva la necesidad de análisis específicos por país. Argentina es la nación con la menor desigualdad entre deciles y Colombia duplica la brecha registrada para aquella. Pero es de recalcar que la distancia entre Colombia y Argentina es menor que la encontrada entre los Estados Unidos y Alemania, razón por la cual los países latinoamericanos aparecen menos distantes de los Estados Unidos que de Alemania, según los valores que se muestran en las dos últimas columnas del cuadro I.1, los que sugieren que, en términos de igualdad, el mundo desarrollado tampoco es un bloque homogéneo.


Actualidad y larga historia

Para analizar la trayectoria de la concentración del ingreso en América Latina, comparadamente con otras regiones del mundo y suministrar claves para su comprensión, Flacso México estableció el proyecto de investigación sobre sus efectos en el crecimiento económico y en el trabajo. Una de sus actividades fue invitar a historiadores económicos renombrados como Luis Bértola, José Antonio Ocampo, Leandro Prados de la Escosura y Diego Sánchez-Ancochea a disertar sobre la desigualdad actual de la región desde una perspectiva histórica y explorar por qué es esta endemia fatalmente inmune a todo intento de superarla y si, por las relaciones depredadoras creadas en las colonias por las metrópolis ibéricas, se explicaría el fallo de las naciones latinoamericanas como lo dictaminan autores neoinstitucionalistas (Acemoglu et al., 2001; Acemoglu y Robinson, 2012). Este análisis histórico de la desigualdad echa las bases para el segundo propósito de la convocatoria: aportar explicaciones sobre la trayectoria más contemporánea de la concentración del ingreso, las causas de su intensificación, la vigencia u obsolescencia de paradigmas analíticos como la curva de Kuznets y la emergencia de nuevos conceptos como desigualdad horizontal, o la discriminación de grupos sociales por razones de género, etnia y cultura.

Dificulta el estudio de la desigualdad la disociación entre, por un lado, las encuestas de ingresos y gastos, la fuente de datos del ingreso individual o familiar y, por el otro, las cuentas nacionales que son el soporte del análisis macroeconómico (Piketty et al., 2016). Entre las primeras y las segundas hay una diferencia de hasta un 40% de cobertura, discrepancia que se ha expandido en los últimos años, añade este autor y corrobora para México el capítulo de Fernando Cortés en este libro. De ahí que no sea simple conocer cabalmente la distribución del ingreso ni responder a una pregunta de importancia política innegable: “¿Qué parte del aumento de la desigualdad se debe a cambios en la proporción del ingreso nacional percibida por los trabajadores (ingresos laborales) y la que va a los propietarios (ingresos de capital) y cómo se distribuyen estas modificaciones entre los individuos?” (Piketty et al., 2016: 3. Traducción propia). Si estos problemas complican el análisis de la desigualdad actual de la distribución del ingreso, no obstante la profusión de largas series de datos para un número muy considerable de países, los obstáculos a que se enfrentan los historiadores crean dificultades analíticas que son inconmensurables. Gracias al esfuerzo de los autores de este libro y de muchos otros investigadores, las barreras son menos intrincadas.

Desde el trabajo de Humboldt, claro representante de la Ilustración, la segregación social imperante en la Nueva España era mucho mayor a la de todos los territorios y posesiones inglesas e imposibilitaba que existiera el respeto, el diálogo razonado entre las clases sociales, la confianza y la sociabilidad indispensables para el funcionamiento de la sociedad y la economía (Humboldt, 1812: 276). La conquista española introdujo en la desigualdad existente la moderna del capitalismo temprano. En Humboldt, un factor determinante implícito de la abismal separación de castas (sic, Humboldt, 1812: 276) es la propiedad de la tierra, mismo que se ha identificado como elemento de la exclusión contemporánea (Bértola y Ocampo, 2013).[2] Y Milanovic (2010) coincide con Deininger et al. (2000) al señalar que la concentración de la tierra y de capital, más que la del ingreso, retarda el crecimiento y desestimula las inversiones en capital, inclusive pueden anular el efecto de las inversiones en educación sobre el ingreso. Para estos autores la concentración de la tierra en América Latina, con coeficiente de Gini de 81.5 en 1990, es la mayor del mundo y supera con creces el respectivo índice del ingreso, de 51.6 en 1990.[3] Ocho de los diez países del mundo con la mayor concentración de la propiedad de la tierra son latinoamericanos, con un valor promedio del índice de 87, superior en 6 puntos al promedio latinoamericano y en 17 al mundial, como se ilustra en el cuadro I.2.

Es notable que desde ese entonces y hasta los más recientes estudios de Bértola y Willianson (2016), Milanovic et al. (2007), Prados de la Escosura (2008, 2015), Altimir (1994a, 1994b) o Lustig (2010) y Cortés, en este libro, se han dado grandes pasos en la reconstrucción de la concentración del ingreso y la riqueza en el mundo y en América Latina o al menos en algunos países que, con iguales preocupaciones que las de Humboldt, aportan nuevos conocimientos. Milanovic et al. (2010) presentan un panorama sintético y revelador de la concentración del ingreso en México a fines del siglo XVIII que desarrolla supuestos de Humboldt y se reproduce en el cuadro I.3.



El mismo autor ubica los índices de Gini de Brasil (43.3, en 1873), Chile (63.7, en 1861), Nueva España (63.7, en 1784-1799) y Perú (42.2, en 1876) en rangos no muy alejados de los registrados recientemente en las estadísticas del Banco Mundial (2017). Milanovic et al. (2008), en un trabajo sobre América Latina, sugieren que tanto la estructura de la propiedad de la tierra como aquella de la producción y su especialización internacional son elementos que explican, en buena parte, la resistencia al cambio de las grandes divisiones que el autor encontró a fines del siglo XX. Conclusiones no muy alejadas de las de Cardoso (1977) en su ilustrativo ensayo La originalidad de la copia: la CEPAL y la idea de desarrollo o de los aportes de Prebisch (1949) y Furtado (1976).

En esta línea, Prados de la Escosura (2008, 2015) y en su conferencia en la Flacso México, avanzó en la exploración de largo plazo de la desigualdad en América Latina, y de los factores detrás de los cambios en su trayectoria, desde fines del siglo XIX al presente. Desarrolló el índice de desigualdad de Williamson, un método práctico para estimar la concentración del ingreso a partir de la diferencia entre los ingresos de distintos grupos de trabajadores y las percepciones de los propietarios que usa una distinción básica de la economía clásica. Si bien esta medición es aplicable solo cuando existe una clara dicotomía entre, por un lado, los trabajadores, individuos con precaria o ninguna educación y escasa calificación y, por la otra, los dueños de capital y conocimiento. Con el avance económico desaparece esa dualidad en la medida que surge una mayor varianza de los salarios de los trabajadores. Simplificando, el índice de desigualdad de Williamson resulta de dividir el PIB por trabajador y = (Y/L) entre el ingreso de los trabajadores no calificados: y/wus. La argumentación es que el PIB por trabajador (o productividad laboral) captura el rendimiento de todos los factores de producción, mientras que el ingreso de los no calificados muestra solo el rendimiento de la mano de obra primaria. Un crecimiento del ingreso de los trabajadores no calificados superior al del total de los trabajadores implica una reducción del índice y, por tanto, ganancias en equidad. Sobre la base del trabajo de Milanovic (2009) se elabora la “razón de desigualdad por extracción” (inequality extraction ratio),[4] la cual mide la desigualdad máxima entre el ingreso mínimo de subsistencia y el ingreso promedio de la población que, a un nivel dado de desarrollo, una sociedad y una economía pueden soportar. Se trata de una “frontera de posibilidades de desigualdad”, es decir, un concepto teórico difícilmente realizable que mide esta desigualdad imaginaria.

Para Bértola et al. (2016), Bértola y Ocampo (2013), López-Calva et al. (2010), la elevada desigualdad no es un rasgo permanente de la historia de la región sino una característica distintiva principalmente de las últimas décadas; la elevación del PIB per cápita, sobre todo en los años cincuenta, sesenta y setenta, resulta menos relevante al compararla con otros países. En efecto, en su disertación, Prados de la Escosura (2015) propuso que, en virtud de que el ingreso de subsistencia básico es el 60% del máximo teórico posible y el PIB per cápita es mediano, el efecto sobre el bienestar es más grave que en los países de la OECD con PIB per cápita superior.

Solamente África Subsahariana enfrenta un peor impacto de la concentración del ingreso en el bienestar que América Latina. La meseta de desigualdad que persiste en la región explicaría por consiguiente la persistencia de la pobreza absoluta, si bien el crecimiento económico ha reducido la población que se encuentra por debajo de este umbral. Dada la concentración del ingreso, la mediocre expansión económica registrada desde los años ochenta ha resultado insuficiente para erradicar la pobreza extrema y, añade Prados de la Escosura, para eliminar el rezago relativo en varios factores que integran el desarrollo humano, como son la salud y la educación, por las restricciones del acceso a estos servicios. En estas condiciones, no es de extrañar que no haya convergencia entre los países latinoamericanos y los desarrollados.

Estas conclusiones ratifican, al menos para América Latina, las de Milanovic (2016), quien enfatiza la reducción de la “desigualdad existencial” pese a que las diferencias de riqueza al interior de las sociedades no han disminuido, al menos con la misma velocidad y en proporción.

Emergen así algunos consensos respecto de América Latina. En primer lugar, la existencia de “un patrón común a estos países: creciente desigualdad durante la primera globalización, una tendencia igualitaria desde los años 20 que es profundizada durante la ISI, y una nueva tendencia a la desigualdad en la segunda globalización” (Bértola, 2005: 1). La intensificación de la desigualdad desde el final del periodo de la sustitución de importaciones puede fecharse, según países y subregiones, entre los primeros años de la década de 1970 y la crisis de la deuda de 1982 hasta el abandono o el viraje de las políticas del Consenso de Washington acaecidos en los primeros años de este siglo.

En este panorama general, se puede sugerir que desde la época colonial hasta nuestros días, en la historia socioeconómica y política de América Latina, ha sido constante la profunda estratificación social con regímenes poco democráticos, incluso dictatoriales, y modelos económicos excluyentes (Furtado, 2006; Cardoso, 1977; Bértola y Williamson, 2016). Los avances logrados en las últimas décadas deben ser contemplados en este contexto. Los progresos, en muchos casos, solo han compensado parcialmente el fuerte incremento de la desigualdad ocurrida en las décadas anteriores (Gasparini et al., 2008). En efecto, en el último lustro se ha fortalecido la opinión de que, en los últimos diez o quince años, en la mayoría de las economías de la región, la desigualdad se ha reducido. El cuadro I.4 indica la trayectoria de la desigualdad en algunos países de América Latina entre 1960 y 2014. La trayectoria es mixta pero confirma la tendencia a la reducción de las brechas de ingreso, más pronunciada en unos países que en otros.


López-Calva y Lustig (2010) adjudican la reducción de la concentración del ingreso, en primer lugar, al aumento del número de miembros del hogar vinculados al mercado laboral y de la jornada laboral de cada uno de estos y, en segundo término, a la contracción del diferencial salarial entre trabajadores calificados y no calificados. La mayor abundancia de mano de obra calificada frente a su demanda habría deteriorado sus salarios relativos y el bono a la educación, fenómeno encontrado para México. Lustig (2009) destaca el rol de las políticas sociales redistributivas y observa una fuerte correlación entre la orientación política de los gobiernos (hacia la izquierda) y un mayor progreso en materia distributiva. Esta relación también ha sido estudiada por Cornia (2010) con más especificidad y en un mayor número de países, concluyendo que en la región se fortaleció un modelo económico socialdemócrata de redistribución prudente con crecimiento, con lo que coincide Puyana (2017). En este sentido, el crecimiento económico y las políticas focalizadas han sido señalados como responsables de la reducción de la pobreza en las últimas décadas e incluso de un ensanchamiento de la clase media por retroceso de la concentración del ingreso. Para Birsdall (2005), la extrema desigualdad latinoamericana tiene un efecto destructivo, dado que elimina todo aliciente a la emulación y a realizar inversiones indivisibles, por ejemplo, en educación. Acepta la relación inversa entre desigualdad y crecimiento, pues la primera alimenta pujas distributivas conducentes a populismos con gobiernos no plenamente legítimos. La pequeña clase media no puede incidir en un buen gobierno. Para Birdsdall (2010) serían mejores las políticas encaminadas a ampliar la clase media[5] que aquellas dirigidas a la población en extrema pobreza. Tanto la más alta capacidad de consumo y ahorro de la clase media como su mayor disposición a presionar por políticas en favor de mejores servicios y por mayor respeto a los derechos humanos justifican, según Birdsall, esta orientación de las políticas. Para economías liberales no inscritas en el Consenso de Washington, Birdsdall propone elevar el gasto en servicios públicos sociales, controlar la inflación y mantener la estabilidad macroeconómica.

Generalmente, los estudios de la desigualdad omitían el análisis de la concentración de la propiedad, tema que se ha emprendido a raíz del trabajo de Piketty (2014). Valga mencionar que abundan las referencias a este tema, en especial a la concentración de la propiedad de la tierra y a la necesidad de su distribución en diversas modalidades de reforma agraria y como una forma de activar el crecimiento económico y resolver problemas sociales (Berry, 2002). Nuevas aproximaciones enfatizan la necesidad de la distribución de la tierra como medio para hacer la “revolución agraria” de Kaldor: elevar la productividad sectorial y con ella el ingreso sectorial, su demanda de bienes industriales y su suministro de alimentos e insumos a bajos precios. Para Stiglitz y el Banco Mundial, la economía campesina es el más eficiente sistema de producción agraria capitalista.

¿Está presente la curva de Kuznets?

La evidencia internacional no es contundente para todos los países en cuanto a que a mayor crecimiento menor desigualdad, o viceversa. La existencia de una importante cantidad de trabajos que han intentado medir la existencia y robustez de la curva de Kuznets sigue orientando gran parte de la investigación económica sobre la relación entre crecimiento y desigualdad en la distribución personal del ingreso. La idea que subyace en esa búsqueda es que cuando aumenta el ingreso per cápita crece la desigualdad hasta un punto en que la correlación se invierte y comienza a disminuir la desigualdad ante el aumento en el ingreso.

El cuestionamiento de la existencia de la curva de Kuznets ha resurgido con vigor luego de la crisis de la deuda de 1982 y de la financiera de 2008.[6] Hoy Milanovic (2016) propone, para la desigualdad global y para varios países, la metamorfosis de la U invertida en un elefante, cuya trompa asciende luego de caer casi al suelo. Al constatar la creciente desigualdad entre países desarrollados, el tramo “igualitario” es cuestionado y las dudas se fortalecen aún más al comparar la trayectoria de la distribución entre varios países y controlando la relación desigualdad-crecimiento por el nivel de ingreso. Bértola (2005) propuso considerar otras variables que, además del crecimiento, generan la curva de Kuznets y, para Argentina, Chile y Uruguay, encuentra que la desigualdad ha crecido en la segunda globalización que siguió al fin de la industrialización sustitutiva.

Dos aspectos sobresalen en las interpretaciones de la curva de Kuznets. El primero es concebir la curva como una relación de causalidad en la que el crecimiento determina la desigualdad. El segundo es identificar a los países de menor ingreso per cápita con los de menor desarrollo de manera tal que la curva muestra el tránsito desde un bajo grado de desarrollo hacia uno alto. En particular, Palma (2011) sostiene que la evidencia de una curva de Kuznets se basa en el hecho de que cuando se incluyen en la muestra algunos países atípicos (o fuera de la relación robusta entre ambas variables) surge una curva con forma de U invertida. Esos países son algunos de América Latina y si se quitan del ejercicio la curva no es empíricamente evidente.

Desigualdad como problema: de los países en desarrollo a los desarrollados

Las tendencias de la desigualdad, las causas de su disminución y la relación que guarda con el crecimiento en los países de América Latina son algunos de los aspectos polémicos tratados. No es necesario, en nuestra opinión, remarcar la importancia de ahondar en el análisis de la desigualdad debido a su relevancia en términos de crecimiento económico, cohesión social, estabilidad de la paz mundial e inclusive protección del medio ambiente. Si bien el concepto ha estado presente en la teoría económica desde los albores de la economía clásica, la desigualdad y la pobreza de amplios sectores de la población, así como su diferente presencia entre los países según el nivel de desarrollo, es un tema relativamente nuevo que ocupó a investigadores y políticos a partir de la Segunda Guerra Mundial y la independencia de amplios territorios de África, Asia y el Caribe, proceso que tuvo lugar en medio de la Guerra Fría. En este marco surgieron tanto el Plan Marshall y programas como el de Necesidades Básicas y la Alianza para el Progreso como las propuestas de desarrollo de economistas de diversa orientación política y variadas vertientes teóricas como Baran (1957), Hirschman (1958), Rostow (1957), Myrdal (1968) y los trabajos, sobre América Latina, de los estructuralistas y los exponentes de la escuela de la dependencia.

En el contexto de la Guerra Fría, como señalaba Galbraith (1974), la necesidad de combatir la pobreza de masas y la brecha entre ricos y pobres resultaba eminente si se procuraba la estabilidad mundial, evitar nuevas guerras y enfrentar el socialismo (Valcárcel, 2007). Atemperar la desigualdad entre naciones, y al interior de estas, era un objetivo explícito unas veces, implícito la mayoría. A la par del fortalecimiento del Estado de bienestar en los países desarrollados, se extendieron los derechos ciudadanos y las nociones de equidad económica y social a los países en desarrollo. En estos, como en los latinoamericanos, embarcados en la sustitución de importaciones, esta expansión de derechos era esencial para la modernización que demandan la urbanización y la industrialización. A los países periféricos correspondió una versión del Estado de bienestar limitada, poco integrada a las políticas sociales (Mkandawire, 2011).

El aumento de la desigualdad en el último cuarto del siglo XX, constatada en todos los trabajos de este libro, reinstaló la pobreza y la desigualdad en el debate público en el que se señalaron como detonadores: la disparidad regional en la sociedad globalizada, el compromiso con los derechos humanos, la posibilidad de que la desigualdad impulse el terrorismo y los disturbios en general y, finalmente, y más relevante aún, la intensificación de las brechas de ingreso en los países desarrollados,[7] en los cuales el desmonte del Estado de bienestar creó preocupaciones cercanas a las del mundo en desarrollo (Palma, 2011).

El reconocimiento de la naturaleza polidimensional de la pobreza y la desigualdad, y su medición a partir de esquemas más complejos, da cuenta de esta realidad y promovió iniciativas de orden mundial, como los Objetivos del Milenio, impulsados por el Banco Mundial desde el año 2000 y el programa que los sucedió. Una contradicción implícita de estos proyectos es que abatir la pobreza por medio del goteo y sin reducir la desigualdad demanda tasas de crecimiento insostenibles desde el punto de vista ambiental (NEF, 2006). Prácticamente todos los capítulos de este libro también hacen el mencionado reconocimiento y muestran las dificultades de concretar las orientaciones internacionales para combatir este fenómeno de naturaleza polidimensional.[8]

En el contexto económico y político actual, la preocupación por la desigualdad emana de la creciente concentración en los ingresos y la riqueza acaecida en los países desarrollados en los últimos cuarenta años, agudizada por la crisis que estalló en 2008, y de los efectos sobre el empleo, las pensiones y la seguridad social. La lógica de la Gran Moderación, periodo de plena vigencia del modelo de oferta y de expansión del capital financiero, priorizó bajar la inflación mediante la desregulación de la economía que, supuestamente, induciría altas tasas de crecimiento del PIB y del empleo ya que, por “goteo”, se reduciría la pobreza.

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América Latina en la larga historia de la desigualdad

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