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Prólogo

La historia del Consulado de Lima está asociada al pulso económico del virreinato del Perú y de los albores de la etapa republicana. Desde su fundación, el Tribunal del Consulado fue esencial en la articulación de las políticas del gremio mercantil y en su búsqueda por mantener una posición con respecto a las expectativas de la administración virreinal o aquellas del Estado republicano. De igual manera, contar con un fuero propio permitió que los comerciantes lograran una mejor resolución de sus contenciosos, ya que los jueces de otros tribunales no tenían la capacidad de entender y resolver con premura los litigios comerciales. De allí que la aparición de este libro de José Antonio Pejovés, que busca comprender desde una perspectiva legal los orígenes del arbitraje comercial, sea un valioso aporte para el entendimiento de cómo la solución rápida de los conflictos comerciales por el Consulado fue una práctica precursora de los modernos preceptos jurídicos del Derecho civil.

El primer intento de creación del Consulado se remonta a 1593, cuando Felipe II autorizó la fundación de un Consulado del Mar a semejanza de los que existían en los reinos peninsulares. Sin embargo, los grandes cargadores dilatarían su creación hasta 1613, pues no querían ser objeto de imposiciones fiscales o, tal vez, porque todavía no había un grupo suficientemente arraigado que quisiera reconocerse como tal. Sea como fuere, la monarquía estaba decidida a establecerlo, pues sabía que la envergadura del comercio de larga distancia con las Indias había aumentado y era necesario que existiese una cabeza visible del comercio con la cual negociar. Con prontitud, el comercio sería consciente de la importancia de contar con un gremio y un fuero propios.

En efecto, el espectacular crecimiento de la minería de plata desde 1570 estuvo acompañado del aumento de los intercambios mercantiles. Para ponerlo en cifras, en la década toledana la producción de plata aumentó un 50 % y en el decenio siguiente se triplicó. En términos comparativos el Perú aportó en la década de 1581 el 65 % de la producción americana y en la siguiente década de 1591 produciría el 43 % de la producción mundial. Esta proporción, con altibajos, se mantuvo entre 1580 y 1670, y en el siglo XVIII sería revertida por el boom de la producción de plata mexicana. El virreinato peruano también lideró las exportaciones de plata en el comercio atlántico. Según las cifras de Morineau (1985), en 1580 el 80 % de las exportaciones americanas de plata a Castilla era peruano y su importancia como centro exportador, si bien disminuyó en el siglo XVIII por el cambio de eje, se mantuvo vigente durante el periodo virreinal.

Durante el gobierno de los Austrias, el movimiento comercial peruano tenía como centro indiscutible a la Ciudad de los Reyes y a su puerto, el Callao. Si bien existían nodos de comercio regional que interactuaban de manera más o menos independiente, una fracción importante del comercio terrestre desembocaba en las rutas de cabotaje manejadas por el comercio limeño. Asimismo, la flota mercante y gran parte del comercio marítimo en el Pacífico estaban controlados por Lima. Por último, la capital del virreinato era también la ciudad de enlace desde la cual se realizaban las operaciones vinculadas al comercio de larga distancia en el Atlántico y en el Pacífico. De esta manera, en Lima podía haber grandes comerciantes que estuvieran envueltos, al mismo tiempo, en negocios tan distintos como la propiedad de navíos o recuas de mulas y el comercio de géneros de Castilla, productos asiáticos, brea de Nicaragua, cacao de Guayaquil, paños de Quito, vinos y aguardientes de Ica, o sebos y cordobanes de Chile. Como bien explica Pejovés en este libro, el Consulado de Lima estaba conformado por este grupo extenso de comerciantes de todas partes del virreinato del Perú —o con negocios en él—, de diversas jerarquías y dedicados a diferentes rubros, quienes votaban en las Juntas que anualmente convocaban los dirigentes del gremio en enero; la asamblea de matriculados elegía a treinta comerciantes, entre los cuales se elegían quince que serían los que finalmente votarían entre sí para repartir los cargos de gobierno.

Aunque de manera intermitente se encargó de la recolección de las alcabalas de Lima, en la primera mitad del siglo XVII el Consulado no fue un gran interlocutor de la administración, pues esa función la desempeñaron los bancos públicos de Lima, que se encargaron de los préstamos y cambios de la caja real de Lima y de las mayores contribuciones al monarca. Pero desde 1660, cuando se modificó el sistema de registro en los galeones y se firmaron los “asientos” o contratos —de avería de Mar del Norte, Mar del Sur, almojarifazgos, Unión de armas y alcabalas—, el Consulado tendría una labor importantísima pues se convirtió en el mayor contribuyente del mantenimiento de los galeones en el Atlántico, el único de la Armada del Pacífico y, además, tendría en sus manos la recolección de los impuestos más sustanciosos de la caja real de Lima. Exceptuando la recolección de las alcabalas, que dejó de administrar en 1724, estos impuestos estuvieron en manos del Consulado hasta 1739, cuando finalizó el régimen de galeones. Adicionalmente, el Consulado tenía a su cargo los donativos y préstamos más importantes a la monarquía, al punto que debía mantener un procurador en la corte de Madrid para negociar sus intereses y el reconocimiento de sus méritos ante el rey. Muchas veces estos aportes se hacían mediante el financiamiento de obras, como la construcción de la nueva ciudad de Panamá luego del ataque de Morgan, el acondicionamiento de los navíos para enfrentar a los piratas o la construcción del camino de Lima al Callao, etcétera. Esta función la cumpliría hasta la guerra de Independencia pues la administración recibió sustanciosos aportes para el mantenimiento de la causa realista. Luego, durante el gobierno republicano, el Consulado —convertido en Cámara de Comercio— también hubo de financiar al Estado; incluso durante la Guerra del Pacífico el Consulado participó en la defensa de Lima. Estas competencias fiscales, aduaneras y financieras exigieron que la institución contara con una compleja infraestructura administrativa compuesta de priores, cónsules, jueces de alzada, consejeros, asesores, diputados, escribanos y procuradores ante el rey, que el autor revisa de manera prolija en dos capítulos del libro.

Otra de las funciones del Consulado era la jurisdiccional y es aquí donde se encuentra el aporte más significativo de la obra que prologamos. La competencia territorial del Consulado era extensa pues abarcaba todo el virreinato. Así, el Tribunal tenía facultad sobre los litigios que se producían en Panamá, Guayaquil, Paita, Chile, Lima y en el interior del reino. Hasta mediados del siglo XVIII los pleitos eran vistos en Lima y los diputados del Tribunal que eran enviados fuera de esta ciudad —como al Callao, Paita y, sobre todo, Panamá— solo tenían funciones fiscales y aduaneras. Esto cambiaría a fines del siglo XVIII, cuando los tentáculos del Consulado se extenderían, mediante el envío de “jueces diputados”, a otros puntos fuera de la capital.

Como en su momento señaló Basadre (1996), en las disputas comerciales se aplicaba fundamentalmente el derecho consuetudinario, aunque también las leyes de las Siete Partidas, las Ordenanzas de Bilbao, las Recopilaciones castellanas y, por supuesto, las Leyes de Indias. El Tribunal no iniciaba un contencioso sin que antes se propiciara una conciliación entre las partes. Si esta no sucedía, se procedía al juicio que debía realizarse sin dilaciones; si alguna de las partes recusaba, pasaba al juzgado de Alzadas y, si aún no estaban satisfechos, podía elevarse hasta el Consejo de Indias. Como afirma Pejovés, en términos modernos “el Tribunal ejerció su jurisdicción como un mecanismo de solución de controversias, no alternativo sino exclusivo, y a través de instituciones (figuras) vigentes en la actualidad como el arbitraje y la conciliación” (p. 85). En los registros notariales se pueden encontrar cartas de “compromiso” extrajudiciales por medio de las cuales los mercaderes nombraban a un tercero para que dirimiera y resolviera con celeridad sus diferencias, con la obligación de que acataran su dictamen sin discusión alguna. Si bien no mencionan al Consulado, estos arbitrajes seguramente contaban con la anuencia del Tribunal. Pero, por lo general, los comerciantes se sometían a los priores y cónsules o a sus delegados para la solución de sus conflictos. Ya que los priores y cónsules no eran jueces con formación universitaria en Derecho, sino comerciantes, el que pudieran llevar a cabo esta función jurisdiccional los coloca muy cerca de lo que se podría denominar un arbitraje privado. Pero ya que también podían intervenir el virrey y el consejo si es que se apelaba, Pejovés propone que el fuero consular sería una suerte de “arbitraje mixto”, que combinaba la participación privada y la pública de acuerdo a las diferentes instancias.

La práctica procesal del Consulado tardó doscientos años en ser incorporada al Derecho civil cuando, por fin, en la Constitución de Cádiz de 1812 se estipuló la obligatoriedad de conciliar antes de iniciar un litigio no mercantil. La inserción de las prácticas jurisdiccionales del Consulado en la esfera civil sería un enorme avance pues, como decía el escribano del Consulado Diego Pérez Gallego en 1640, “Antiguamente los hombres vivían doscientos y trescientos años y los pleitos duraban un instante… y en las Yndias es al revés, que los hombres viven el instante y los pleitos duran el siglo”. De 1812 en adelante, todas las constituciones del Perú incluirán normativas referentes a la conciliación y el arbitraje que, gracias al libro que tenemos en nuestras manos, ahora sabemos que tienen su origen en las Ordenanzas del Consulado de Lima.

Margarita Suárez Historiadora Pontificia Universidad Católica del Perú

El Tribunal del Consulado de Lima

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