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I. POSGUERRA Y CULTURA FRANQUISTA DEL HOGAR FAMILIAR

Renovando la Tradición Católica, de justicia social y alto sentido humano que informó la legislación del Imperio, el Estado Nacional [...] es instrumento totalitario al servicio de la integridad patria, y Sindicalista en cuanto representa una reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista («Preámbulo del Fuero del Trabajo» de 1938).

La promesa de una vivienda en propiedad para todos los españoles fue un elemento crítico del arco ideológico falangista, tanto en su componente político-institucional: familia, sindicato y municipio, como por sus instituciones culturales: familia patriarcal; mujer madre y esposa, y valores católicos, o del discurso social: superación de la lucha de clases; igualdad dentro de la jerarquía; interclasismo urbano, justicia y paz social. Aunque utilizara símbolos del patriarcado católico, el discurso social de la vivienda en propiedad fue falangista y previo a la reivindicación popular. Era fruto del imaginario franquista e iba dirigido a los anhelos domésticos de las clases medias y populares.

Vertida sobre una sociedad vencida y desmoralizada por la miseria de posguerra, la propaganda falangista de la vivienda en propiedad buscaba crear una imagen poderosa, un símbolo que definiera los nuevos tiempos y fuera capaz de fijar hábitos y recursos, en y para las gentes; pautas sobre la forma en que los españoles concebirían la vivienda urbana,1 y seguridades que orientaran las conductas y dieran estabilidad al sistema social que se quería perpetuar. Quería consolidar una cultura de la propiedad que no fuera percibida como el derecho económico liberal, sino que se configurara en las mentes populares de acuerdo a unas convicciones de estabilidad familiar.2

En aquella España de antes de finales de los años cincuenta, e incluso antes de mediados de los sesenta, no existía nada parecido a un movimiento popular por la vivienda, como sí habían surgido, poco a poco, reivindicaciones obreras de contenido laboral. Lo que sí trascendía era una tremenda angustia de la mayoría de los españoles ante la escasez y carestía de la vivienda en un país en proceso de rápido cambio demográfico, agobiado. Las amplias migraciones interiores cambiaron un país semirrural por una nueva sociedad urbana. Estas masas desplazadas pondrían al descubierto la falta de previsión y la ineptitud de un gobierno incapaz de proporcionar cobijo a sus ciudadanos, en fragrante contradicción con su discurso legitimador, y provocando conflictos internos entre sus soportes sociales y políticos, en torno a los cambios necesarios en las instituciones que sostenían el urbanismo capitalista en España. Porque en la posguerra el régimen estuvo sumido en la impotencia económica para ordenar la vivienda en una jerarquía conflictiva de necesidades sociales,3 dentro de la cual se desplegaba el juego específico de contradicciones de esa misma política: entre la urgencia de legitimación de Falange y la presión inmobiliaria de los grupos de poder económico adictos al régimen, y entre las aspiraciones totalitarias de los falangistas y la autonomía de la jerarquía católica.

En la lucha interna por la proyección generacional, y por la definición de «lo racional», Franco tuvo la última palabra para precisar lo que era razonable en cada situación concreta. El juego de alianzas y disensiones transcurría en, y en torno a, las instituciones, y el caudillo fue la institución central del régimen; una afirmación cualquiera solo se consideraba correcta si estaba sustentada por él.

Pero las instituciones no se pueden apoyar en una sola persona, su propio desarrollo tiende a impulsar elites, seleccionadas por su habilidad para prescribir los comportamientos útiles (Douglas, 1996). El primer franquismo también se define, igualmente, por la consolidación de una elite social, política y económica procedente del proceso de fascistización de las derechas españolas durante la guerra, impulsado por la intervención ítalo-alemana en la contienda, que facilitó la integración de una derecha antiliberal que buscó su acomodo en FET y JONS (Sanz Hoya, 2010). Falange sufrió varias depuraciones entre mayo de 1941 y agosto de 1942 y, acosada por los militares y la Iglesia, se convirtió en la Falange de Franco (Saz, 2003: 368). Luego, empujada por la deriva de la Segunda Guerra Mundial, fue obligada a enmascarar el fascismo con el catolicismo. El aluvión previo al partido de militantes jóvenes e intelectuales católicos facilitó los cambios en el partido único.4

Hemos de compaginar el principio representativo con la autenticidad y con la realidad social económica, y esta compleja construcción [...] ha de insertarse en la profunda religiosidad y catolicidad del pueblo español. Así el juego y la dinámica política española se asentará sobre la Familia, sobre el Municipio y sobre el Sindicato en una estructuración legal, ya a punto de ultimarse (Arriba, 6-7-1945).

Por su parte, la Iglesia mantuvo una sintonía excelente con Franco desde el principio. Pío XI legitimó el Alzamiento con su discurso del 24 de septiembre de 1936 y con la Carta Colectiva del Episcopado español de 1 de julio de 1937, que reconocía al Gobierno de Burgos. La Iglesia bautizó la rebelión con el nombre de Cruzada, término que convertiría al catolicismo en «elemento constituyente del Régimen», y apoyó el «Alzamiento», la represión y a Franco. Pero los obispos reiteraban su independencia del Movimiento, ofreciendo en sus homilías y pastorales, su adhesión directa al caudillo, «que mantenía la unidad católica de España» (Sánchez Jiménez, 1999: 174-179). El régimen se identificó con el caudillo y, como diría el fiscal y ministro Blas Pérez en 1945, Franco sería «Señor de España por derecho de fundación» (Aróstegui, 2012: 434), consagrado además por la Iglesia «Caudillo de España por la gracia de Dios», divisa que aparecería en las monedas y sellos del reino hasta bien entrados los setenta.

1. LA POSGUERRA. VENCEDORES Y VENCIDOS

La acción insurreccional ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Serán pasados por las armas, en trámite de juicio sumarísimo, cuantos se opongan al triunfo del expresado Movimiento salvador de España, fueren los que fueren los medios empleados a tan perverso fin (instrucciones del general Mola a las fuerzas sublevadas).5

En palabras de Franco, el régimen significaba la «fundación del mito de la unidad» con el «orden» como símbolo. Un orden destinado a estructurar la sociedad como un cuerpo compacto y armónico, organizado piramidalmente en torno a la figura del Caudillo6 y fundado en la Victoria sobre la anti-España, legitimadora de una represión masiva y expeditiva.7 Sin embargo, más allá de las ideologías, el cemento de las fuerzas que apoyaron la rebelión en 1936 fue el temor al cambio de orden social. Y, con el triunfo militar, el reparto del botín del vencedor (Rodrigo, 2010).

La coalición se adaptó desde abajo, construyendo mediante la explotación (Hacienda, estraperlo, etc.) una sociedad de la victoria, que proporcionaba movilidad social vertical para sus adeptos (Aróstegui, 2012: 425). La guerra había aportado al régimen miles de jóvenes oficiales y suboficiales, una gran parte de los cuales acabarían siendo cuadros políticos o militares del nuevo Estado al final de la contienda.8 Los combatientes con galones se vieron licenciados con el carné de Falange en el bolsillo; carné que abría amplias oportunidades de carrera, sancionadas por el Fuero de los Españoles: «XVI-1.- El Estado se compromete a incorporar la juventud combatiente a los puestos de trabajo, honor o de mando, a los que tienen derecho como españoles y que han conquistado como héroes».

La burocracia del nuevo Estado «que se consolidó en la década de los cuarenta, estaba formada por los profesionales, técnicos y burócratas, procedentes de las elites cortejadas por Acción Española, que apoyaron a la España sublevada» y se convirtieron en uno de los pilares decisivos del régimen (Saz, 2003b: 66). Este ingreso de jóvenes funcionarios al nuevo Estado no estuvo exento de tensiones. La Victoria había sido «un verdadero ajuste de cuentas de clase», y los poderes tradicionales locales interpretaban que les otorgaba una posición de privilegio; pensaban que «no se había hecho la guerra para que unos falangistas advenedizos vinieran a mandar» (Canales, 2006: 116). Ante los obstáculos a la incorporación de los nuevos cuadros a sus destinos, el Gobierno puso orden aumentando el poder de los gobernadores civiles, quienes ampararon a los jóvenes excombatientes y falangistas (Sanz Hoya, 2011: 121), y con ellos renovaron las administraciones locales, provinciales y delegaciones ministeriales. Se preparaba el camino para el asalto posterior al poder local, durante los años del desarrollismo, de una nueva clase media enriquecida por el estraperlo y la influencia política (íd., 2010: 21).

1.1 Represión, miseria y control social

En cambio, para los vencidos, lo primero que definió al régimen fue la represión. El terror fue usado con eficacia para sofocar cualquier núcleo de resistencia, pero también para anular la memoria de la coyuntura democrática. Más allá de los objetivos de información, la represión pretendía crear un estado generalizado de miedo, sustentado en la percepción de que la arbitrariedad podía decidir el futuro de familias enteras, señaladas como desafectas.

En «una sociedad vigilada, silenciada y convertida casi en espía de sí misma, se produjo una paulatina eliminación de la memoria sociopolítica y se interiorizó una percepción negativa de la política, un mal que desencadenaba la tragedia familiar»; «el rechazo a la política» se convirtió «en una forma de protección».9

En las pequeñas comunidades cerradas en sí mismas fue donde la represión alcanzó las cotas más altas de destrucción física y moral de los vencidos, lo que en la posguerra supuso una fuerte ola de migraciones interiores a las grandes ciudades (Moreno Gómez, 2001). En cuanto a las mujeres republicanas, la represión fue doble: política y de género. Aunque hubo mujeres fusiladas y encarceladas, la mayor parte fueron perseguidas por ser esposas, madres o hijas de quienes habían combatido o habían destacado en el bando republicano (Ortiz, 2006). Lo que han dejado claro los investigadores es que, entre las personas perseguidas, las que más sufrieron fueron las que pertenecían a un estrato sociocultural bajo. Las que venían de un nivel social o cultural medio tuvieron más facilidad para conseguir avales de conocidos con influencias (Alted, 2001: 65). Este contexto relacional creó cadenas locales de lealtades familiares y vecinales (republicanos que debían la vida a familiares y amigos del régimen) que aseguraron un consenso en torno a las fuerzas vivas locales (Hernández y Fuertes, 2015).

Cuando el régimen tuvo la certeza de la derrota del eje, alardeó de magnanimidad y se promovieron conmutaciones masivas de penas, que creaban una idea magnificada del perdón, alentando en muchas familias de represaliados una visión de «la cara indulgente del Caudillo, que era percibido como un líder invicto y magnánimo» (Somoza et al., 2012: 67). En los años cincuenta el cansancio de la población, los apoyos de la «guerra fría» al anticomunismo franquista, el saneamiento de la economía y la exclusión de los disidentes, asentó la pervivencia del régimen (Mir Cucó, 2001: 29).

La posguerra fueron años de hambruna y asistencia social. Las zonas productoras de alimentos básicos estuvieron desde el comienzo de la guerra en manos del ejército franquista. Por lo tanto, la población republicana estaba exhausta en 1939, antes incluso que vencida, y con un gran deseo de recuperar la normalidad, lo que favoreció la implantación del régimen tras la victoria militar; aunque poco duró el espejismo de tranquilidad. A finales de los años cuarenta, las encuestas internas del régimen mostraban un gran descontento social entre los trabajadores por el aumento del paro, la carestía de la vida y la escasez de viviendas, pero también una fuerte y masiva despolitización (Sevillano, 1999: 163). En ese contexto el asistencialismo franquista, canalizado por la Organización Sindical, constituyó un vehículo óptimo de propaganda. Las duras condiciones de vida provocaban que amplias capas de la población valorasen positivamente cualquier pequeña mejora. Además, la mayoría de la población no conocía lo que pasaba fuera del país. Se estaba gestando una nueva clase obrera, formada por cientos de miles de jornaleros y campesinos que, huyendo del hambre, se desplazaban a la ciudad, donde encontraban por primera vez asistencia social (Molinero, 2006: 105). El ambiente de despolitización ayudaba a construir la idea de un estado preocupado por los trabajadores y que proporcionaba protección social; unido a que, como en la mayoría del resto de Europa, la Seguridad Social española es posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Las obras sociales crearon una red asistencial en los barrios, que facilitaba la penetración en los hogares obreros del Frente de Juventudes y la Sección Femenina y de la Acción Católica (Molinero, 2003: 325). Estas instituciones llevaron a los barrios los servicios de puericultura y asistencia sanitaria maternal ambulatoria. Los criterios de actuación indican que las asistentes no eran muy bien recibidas; las voluntarias de la Sección Femenina eran instruidas para acercarse a las familias «evitando despertar recelos y desconfianza entre ellas», utilizando un discurso en torno al mejoramiento de las condiciones de vida (Mateo, 2012: 213). Si atendemos el criterio de la literatura, las voluntarias católicas y falangistas eran vistas como parte de la beneficencia. A veces se las recibía con hostilidad. «Aquí querer no se les quiere». Y a otras como proveedoras: «Lo que pasa es que se les dan coba. Se trata de chupar lo que se pueda, ¿comprende usté? [...]» (Martín Vigil, 1960).

Los servicios de asistencia se utilizaban también para el control social; con el fin de conocer la moralidad de las familias, se rellenaban fichas detalladas donde se anotaban las condiciones higiénicas, empleo y hábitos morales y religiosos de los padres: si viven en pareja, están casados, alcoholismo, enfermedades infecciosas, tipo de lactancia del bebé. Informaban «sobre los niños que hubiera sin bautizar o sin hacer la primera comunión» e indagaban para verificar los matrimonios (Ruiz y Jiménez, 2001: 72).

Junto con el control se ejercía el adoctrinamiento. Se obligaba a las madres a asistir a cursos obligatorios para poder acceder a los cuidados ambulatorios. En esos cursos se daba formación en higiene materno-infantil, cuya importancia se puede alcanzar en el descenso drástico de la mortalidad infantil durante los años cuarenta, a pesar del hambre y la falta de antibióticos; aunque la falta de antibióticos impidió atajar la extensión de la tuberculosis entre la infancia callejera. Jesús Fernández Santos cuenta, en su relato corto Cabeza rapada, las últimas horas en la calle y el ambulatorio social de un niño pobre y tísico; el dolor, la compasión de la gente y la inevitabilidad de la muerte en la miseria, la asistencia de beneficencia y... el corolario de la falta de medicinas sin dinero.

[El chico] sudaba por la fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo pensaba: está muy mal. No tiene dinero. No se puede poner bien porque no tiene dinero. Está del pecho. Está tísico. Si pidiera a la gente que pasa, no reuniría ni diez pesetas. Se tiene que morir. No conoce a nadie... Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo se moriría (Fernández Santos, 1958).

A pesar de la propaganda que fomentaba la natalidad, el franquismo hizo poco por ayudar con servicios a las madres trabajadoras; cuando la madre tenía que emplearse fuera del hogar, los niños quedaban a cargo de sus hermanos, la solidaridad vecinal, o abandonados a su suerte. Un informe de la Dirección General de Seguridad (DGS) de 16 enero de 1941 comunicaba a la superioridad que era «deprimente» constatar «los niños de las clases humildes que se ven por las calles vagando sin ningún control» (Novelle, 2012: 297). Tanto la Sección Femenina como la Iglesia limitaron la atención a las tareas de cuidado y vigilancia materno-infantil. En la Semana del Suburbio10 el reverendo D. Pedro Tura, de los Misioneros Hijos del Corazón de María, daba instrucciones a los activistas católicos sobre los tipos de asistencia que debían proporcionar a los chabolistas:

Legalizar matrimonios, procurar que todos estén bautizados [...] Velar por la moralidad de las familias y ayudarles en asuntos de orden social y laboral [...] Fundación de Patronatos Escolares Parroquiales, con suficientes escuelas [...] Organización de dispensarios; procurarles servicios médicos (íd., 1957: 40).

Es decir, que los cuidados ambulatorios servidos por la Iglesia también eran utilizados para el control moral de la población de los suburbios y barrios pobres. En la novela La Resaca (1959) de Juan Goytisolo, se cuenta cómo las ayudas de la Iglesia a los habitantes de las barracas del Somorrostro en Barcelona estaban ligadas a la administración de la «comunión» a los niños de las familias chabolistas durante la «Pascua Florida».11

1.2 Autarquía, pobreza y mercado negro

Los años de hambre también lo fueron de autarquía, mercado negro y estraperlo. La primera fue un invento del régimen, una criatura fascista que casaba bien con el proteccionismo oligárquico. La autarquía nació con ánimo de convertirse en una alternativa definitiva al modelo de economía liberal-capitalista (Barciela, 1998: 88). Con criterios castrenses, se pretendía decidir qué debía producirse o cultivarse; cuánto debía entregarse a las autoridades para su distribución, y a qué precio (Del Arco, 2010). Una serie de organismos e instituciones se encargaban de centralizar el aprovisionamiento de alimentos y materias primas; otros del comercio exterior para cubrir faltas y recabar divisas; nacieron oficinas para asignar a los sectores las materias primas y suministros necesarios, y otras más que organizaban el transporte y distribución, tanto de las materias como de los alimentos. Cada organismo creó una burocracia agradecida y dispuesta a enriquecerse con las oportunidades del momento. Como dice Sanz Hoya (2010: 22), los entramados del estraperlo ayudan a «conocer mejor las causas que explican la prolongada duración de la dictadura, la configuración de su poder y de sus relaciones con la sociedad». En esos primeros lustros del poder municipal franquista «surgieron las redes de corrupción, aún perceptibles en la turbia realidad local actual»;12 al calor de esa acumulación de riqueza local se crearon los capitales y la cultura de negocio que alimentó la especulación del desarrollismo.

La autarquía trajo el racionamiento y este alentó el mercado negro... ¡Y llegó el hambre! En los comedores de Auxilio Social de los primeros cuarenta se atendió una media diaria de más de un millón de personas (Barranquero y Prieto, 2003: 208). En ese contexto de estancamiento, paro y escasez surgió «el estraperlo» y toda la sociedad participó en el mercado ilegal de artículos de primera necesidad; los de abajo para redondear unos ingresos de hambre, los de arriba para amasar fortunas (Del Arco, 2010: 66). El primer efecto de la escasez fue la creación de una amplia brecha entre el crecimiento de los precios y el estancamiento de los salarios. Un informe del Consejo Económico Nacional decía que los salarios perdieron en los años cuarenta casi un tercio de su poder.13

Los despachos de los diplomáticos acreditados en España narraban una hambruna insoportable (Del Arco, 2006); la coyuntura era tan aguda que los propios servicios provinciales de FET y las JONS hablaban del hambre. La penuria se volvió dramática en 1946, agravada por la ineficacia de Abastos.14 La situación empeoraba por los movimientos migratorios, con su secuela de clandestinidad de domicilio y viviendas ilegales. Los inmigrantes y sus familias, residentes no declarados, no podían acceder a las cartillas de racionamiento, viéndose obligados a acudir al mercado negro de alimentos y productos de primera necesidad. Como consecuencia, las ciudades fueron desbordadas por mendigos, sobre todo niños. La carencia de antibióticos y la avitaminosis extendieron la polio y la tuberculosis por la infancia, y la falta de higiene en los asentamientos ilegales convirtió el tifus en la epidemia mortal de los suburbios.15

Pero la carestía no solo afectaba a los pobres y perdedores de la posguerra. Atacó también los ahorros de las clases medias. Destruyó las rentas fijas y con ellas uno de los sostenes del conservadurismo español. La Iglesia se alarmaba, la inflación estaba convirtiendo en menesterosa una clase media rentista, conservadora y firme sostén del catolicismo, que vio en pocos años esfumarse el valor de sus ahorros.

La depreciación de la moneda y la elevación del coste de la vida (junto a la congelación de los alquileres) arrastraron hacia la ciudad a los pensionistas, y a pequeños rentistas, para ver si podían salvar con algún trabajo (empleo público, cajas de ahorro, etc.) la situación que les había colocado poco menos que en la legión inmensa de los pobres vergonzantes. Las depreciaciones monetarias son siempre una gran calamidad para los pueblos (Joaquinet, 1957: 30).

En un contexto inflacionario, la congelación de los alquileres, decretada en los años cuarenta, condenó a los caseros; una clase cuya preocupación más aguda era «salvar los ahorros contra la inflación y crear rentas duraderas para la vejez; que huía como la peste de los gastos de urbanización y los impuestos; que aprovechaba al máximo el suelo y configuró el Madrid provinciano del siglo XIX » (Juliá, 1994: 268). La ruina de estos «caseros-rentistas» convocaría las voces que desde ABC y otros medios se levantaron contra la Ley de arrendamientos.

A fuerza de predicar constantemente contra la lucha de clases no hemos caído en la cuenta de que hemos organizado otra lucha despiadada, feroz e inicua contra una clase conservadora e insustituible para el equilibrio social, que es la de propietarios de fincas urbanas... (Cort: RNA, 196, 1958: 35).

Pero, como en toda carestía, también hubo ganadores. En la posguerra lo fueron algunos miembros de la burocracia falangista, especialmente de Abastecimientos y Transportes. El control de la distribución nutrió la creación de nuevos ricos con la comercialización fraudulenta del trigo, patatas, aceite y otros alimentos; y con los derivados del petróleo, materiales de construcción y otros bienes escasos y necesarios. Por otro lado, la crisis fiscal municipal, producto de la carestía y el mercado negro, aumentó la importancia de los recaudadores-arrendatarios de tributos, puesto que recayó en los nuevos ricos del partido. El cónsul inglés en Málaga escribía a su embajada sobre el contraste entre la ostentación de los altos funcionarios y la miseria de la población (Del Arco, 2006).

El estraperlo se extendió por el campo con tal virulencia que incluso Franco se vio obligado a reconocerlo y condenar los efectos económicos y morales sobre la población en general (Barciela, 1998: 84), pero también sobre sus bases de apoyo rural, entretenidas en esos años en una actividad ilegal tremendamente lucrativa, y a las cuales lanzó en 1947 la siguiente regañina moralizante al tiempo que paternal:

Con la carestía, (aumenta) el índice de la tuberculosis y el de la mortalidad infantil, pues lo que para unos es exceso de beneficio, para los otros es pauperismo, tuberculosis y miseria (¡Muy bien! ¡Muy bien! Grandes aplausos) [...] Por eso pido al campo español que en todas las medidas [...] colabore para cortar este régimen de carestía; para que ese espíritu de codicia, no entre en el campo español, llevado por la ciudad o por los especuladores; que extirpemos ese afán de codicia, de riqueza rápida, que va contra la fraternidad cristiana, contra el sentido católico de nuestro pueblo, y que, al fin y a la postre, todos han de pagar a la hora de la muerte (Muchos aplausos) (Arriba, 14-12-1947).

La autarquía y el apoyo a los propietarios agrarios eran políticas esenciales del proyecto del Movimiento, pero el estraperlo las había malbaratado claramente a finales de los cuarenta. Esta circunstancia creaba fuertes tensiones internas en Falange y con los sectores católicos vinculados a la beneficencia y la asistencia social. Vicente Tarancón, obispo de Solsona (Lérida), publicó una homilía en la que afirmaba:

Durante estos diez años son muchos los que se han aprovechado de la escasez para hacer grandes negocios. Los que ocupan algún cargo en estos momentos no solamente deben ser dignos y honrados; deben parecerlo también y evitar con cuidado todo aquello que pueda servir de razón o de pretexto para que los demás duden de ellos (Del Arco, 2010: 74).

1.3 Inflación y crisis, el fin de la autarquía

Cuando en 1949 el Gobierno de España esperaba ser incluido en el Plan Marshall americano, salir a los mercados de deuda internacional y superar el aislamiento por la vía del «anticomunismo», el ministro de Hacienda era consciente de las limitaciones para todas esas metas que implicaba la autarquía, durante la cual «el índice del coste de la vida había alcanzado el 468% respecto a 1938» (Arriba, 2-7-1949).16 Poner en orden la inflación era la primera cautela para obtener de EE. UU. un crédito de 50 millones de dólares (Sardá, 1970). Se ordenó a los bancos la restricción del crédito con el consiguiente incremento del paro (Arriba, 6-7-1949).

El descontento acabó manifestándose de forma pública, con la primera acción de masas reivindicativa bajo el franquismo: la huelga de tranvías de Barcelona de marzo de 1951, seguida de acciones y huelgas contra la carestía de la vida. Un informe de Carrero Blanco, entonces subsecretario de Presidencia, advertía del deterioro de las condiciones de vida, incluso en la clase media, y de las posibles consecuencias sobre el clima social en un contexto de escasez y racionamiento (Molinero e Ysas, 2003: 280).

En abril, Arriba (8-4-51) dio a luz un informe que mostraba la «preocupación de los académicos de la Universidad Complutense sobre el crédito público, al cual auguraban serios problemas si no se atajaba la inflación»; aparecía junto a un editorial, «Batalla Económica», contra el encarecimiento de la vida, que acompañaba al decreto del Gobierno para la intervención de «los precios del arroz, legumbres, pescado, frutas, verduras y leche», y a un informe alarmante sobre la ínfima calidad de la leche en Madrid (Arriba, 7-4-51). Dos días más tarde, acusaba de la situación directamente al «Estraperlo»: «En la Zona Nacional durante la cruzada no hubo estraperlo, ni especuladores [...]. La situación actual se puede calificar de “pereza” [...]. Pereza es cuando no atajamos allí donde se presenten los actos contrarios al interés público» (Arriba, 10-4-51).

El 19 de julio, Franco nombraba un nuevo Gobierno, y el cambio trajo consigo la vuelta del Movimiento al Gobierno, pero también la elevación a rango ministerial de la secretaría de la Presidencia de Carrero Blanco (Opus). Con el retorno a la política, Falange encontró las posiciones consolidadas de los católicos, que acotaban su margen de actuación; así que construyó un espacio para su futuro con la política social.

En 1952 se terminó oficialmente el racionamiento, pero la salida a la autarquía, aunque necesaria, no iba a ser fácil, a pesar de la firma del «Convenio de Ayuda Económica» de 1953 entre España y Estados Unidos, que abría un nuevo periodo en la evolución financiera del país. En primer lugar, porque los acuerdos no podían conseguir que la balanza exterior española dejara de ser deficitaria. En segundo lugar, el presupuesto público, que no llegaba al 13% del PIB, dedicaba más de la cuarta parte a gastos de defensa, y un 3,5% a los programas de vivienda, y aun así era insuficiente. Los falangistas reclamaban en su periódico un impuesto sobre la renta que ayudara al aumento de los recursos públicos, pero no lo consiguieron, y la financiación de la economía, por tanto, siguió asentada sobre una oferta monetaria que aumentaba un 19% de media anual. La combinación de un presupuesto raquítico y un exceso de dinero en circulación «produjo una elevación del coste de la vida del 50% entre 1953 y final de 1957», y los mercados negros de divisas y mercancías proliferaron por todas partes (Sardá, 1970).

Los problemas estallaron en febrero de 1957. Mientras el profesor Velarde alertaba contra las presiones inflacionistas de la burbuja de deuda pública, impulsada por el recurso a la expansión fiduciaria y por el déficit de la balanza exterior (Arriba, 3-2-57), el New York Times advertía de los peligros de recalentamiento inflacionario inherentes al fuerte crecimiento de la economía española, el segundo índice de crecimiento de Europa17 (Arriba, 1, 2-2-1957). Los préstamos conseguidos en 1953 se habían gastado con rapidez y la deuda por la ayuda americana aumentaba en una progresión alarmante:

TABLA 1

Cooperación hispano-norteamericana (saldos deuda)


Fuente: Boletín Estadístico del Banco de España (Sardá, 1970).

En esa coyuntura, el Opus se presentó con el viejo programa de «Enriqueceos», siempre eficaz tras una guerra civil, al cual bautizaron como «modernización económica». Franco nombró un nuevo gobierno, dando al Opus la misión de normalizar el capitalismo español y conectarlo de nuevo con el mundo, reservando para Falange las carteras sociales. El final de la España autárquica tuvo su punto de no retorno en julio de 1959, con los acuerdos del Gobierno con el FMI y el pool de prestamistas internacionales, que financiaron con 418 millones de dólares18 el Plan de Estabilización (Arriba, 7-7-59).

1.4 La nueva clase obrera

Durante los años cincuenta, se coló en la escena social, y política, un nuevo actor. Al calor de las oportunidades abiertas por el Reglamento de Representación Sindical de 1953 y, sobre todo, por la Ley de Convenios salariales de 1958, nacerían CC. OO. y las organizaciones obreras surgidas desde la Iglesia; HOAC y JOC sufrirían un proceso de radicalización al contacto con las nuevas formas del sindicalismo opositor (Soto, 1998: 52). Estaba apareciendo una nueva clase obrera industrial, con la llegada a las ciudades de una fuerza de trabajo joven, numerosa y barata. Por primera vez en Madrid y otras capitales los obreros industriales suponían una mayoría, y en la capital se trataba además de obreros de grandes industrias. Llegados del campo en busca de una vida con más seguridades y de un futuro para sus hijos, los nuevos trabajadores emergen al mismo tiempo que los nuevos oficinistas, los activos del comercio, el transporte y las comunicaciones. Un cambio tan profundo en las clases trabajadoras tenía que reflejarse en la cultura reivindicativa popular:

Todos ellos aspiraban a acceder al empleo desde una vivienda propia, la cual estarían pagando toda su vida laboral y más allá. Las aspiraciones de esa clase obrera irían en el camino de la consecución de mejoras relacionadas con el Estado del Bienestar, los salarios y condiciones de trabajo, y las condiciones de vida asociadas a la vivienda y su entorno (Juliá, 1994).

A finales de los años cincuenta, el cine, la literatura y el arte, en general, parecían anunciar «un sentimiento privado de que todo no puede seguir igual en la década siguiente». Pero ese futuro se desarrollará política e institucionalmente con una parsimonia a veces exasperante. Max Aub, a su regreso a España en 1969, decía: «España ha cambiado del todo en todo; mediocre intelectualmente y mísera en lo moral. Con unos jóvenes que viven ciegos y no quieren saber del pasado». Habitada por «españoles sumisos y desinformados; desideologizados y despolitizados» (Gracia y Ruiz, 2001). Opinión compartida por la embajada británica (Hernández y Fuertes, 2015: 60).

Aunque Max Aub no lo percibiera, esa década, entre el Plan de Estabilización y su regreso, vio emerger las corrientes democráticas en España. A pesar de la represión, se dio el rechazo estudiantil al SEU falangista, y los triunfos sindicales de CC. OO. acompañaron las luchas obreras por mejorar las condiciones de vida y trabajo en la industria, la minería y la construcción, al tiempo que los movimientos juveniles anglosajones y europeos influyeron en los cambios profundos de la mentalidad juvenil hispana (Gracia y Ruiz, 2001). Coetáneo a esos cambios, en los arrabales y barrios de las grandes capitales se configuraba un movimiento vecinal democrático, que tendría efectos decisivos para la consolidación, en el imaginario de las clases medias y trabajadoras, de la cultura de tenencia en propiedad de la vivienda, emblema paradójico de la Arcadia falangista.

2. LA VIVIENDA EN LA POLÍTICA SOCIAL FRANQUISTA

Hasta que una oleada de justicia no limpie de amarguras las vidas y de rencor las almas, que nadie espere paz ni prosperidad, que nadie pida luz ni alegría, porque no habrá más que miseria, lobreguez e incomprensión en una Patria triste, pequeña y dividida (Girón, 1952, t. II: 145).

La política social fue un componente principal del afán falangista por construir en la conciencia de los españoles el mito de la comunidad nacional.19 Tras la derrota nazi-fascista, cuando en 1945 y 1946 los gobiernos europeos marcaban sus distancias con el franquismo, el régimen proclamaba su anclaje en lo social. Ante los delegados al III Consejo Sindical, Franco emitió el siguiente discurso: «Lo social que nosotros practicamos, ahora lo practican otros, y es que por encima de todo se va abriendo camino la era de lo social que nosotros anunciamos» (Arriba, 25-1-1945). Sin embargo, el franquismo, que «proclamó desde el primer momento su voluntad de establecer un nuevo orden nacional-sindicalista, que implicaba justicia social, trabajo y bienestar para todos los miembros de la comunidad nacional»,20 no contemplaba someter «lo social» al refrendo de esos miembros o ciudadanos. Muy al contrario, la política social era utilizada por el régimen como justificación de su política de persecución y destrucción de las organizaciones sindicales, democráticas y culturales obreras: «Solo se puede, legítimamente, recortar los medios de lucha de los obreros, cuando existe una política social por parte del estado que da solución a sus problemas» (Franco: Arriba, 19-7-1948).

La pretensión totalitaria era «imponer», como primera misión en lo social, una disciplina «a todos por igual», «técnicos, empresarios y operarios», sin distinción entre trabajadores ni «resabios clasistas», pues la jerarquía emanaba del Estado: «Cuando en las relaciones de trabajo hay injusticia por una u otra parte, ninguna de las dos tiene la culpa. Toda la responsabilidad es exclusivamente para el Estado que la tolera» (Girón, 1952, t. III: 119).

Las instituciones clave de esa política fueron el Ministerio de Trabajo y la Organización Sindical. El primero «canalizaba la actividad del gobierno en el ámbito de las relaciones sociales y la previsión social. La segunda puso en pié las obras asistenciales, entre ellas la Obra Sindical del Hogar» (Molinero, 2006). Durante sus dieciséis años de ministro, José Antonio Girón de Velasco defendió siempre que el Ministerio de Trabajo y la Organización Sindical eran dos instituciones complementarias al servicio de una política falangista, que marcaba él mismo como ministro. En 1943 decía:

Entendemos las Delegaciones Provinciales de Trabajo como Organismos del Estado nacional-Sindicalista [...] toda desavenencia o disparidad de opinión entre las Delegaciones de Trabajo y Sindicales constituye axiomáticamente una imperfecta recepción, por una u otra parte, del sentido único falangista (Girón, 1952, t. I).

La Vivienda, junto a la paz social y la Seguridad Social, conformaron los tres iconos propagandísticos, el relato principal, de la política social franquista. La vivienda fue, junto con la sanidad, el acceso más directo de Falange a la vida cotidiana de los ciudadanos de los barrios pobres y del suburbio. Esta afirmación se ilustra con la entrevista concedida en 1955 por Valero Bermejo a la revista Teresa de la Sección Femenina.21 A la pregunta «¿Cuál es el sistema de información que sigue el Instituto Nacional de la Vivienda para la adjudicación de viviendas y ajuares?» respondía:

La información la hace totalmente la Sección Femenina. [...] Las camaradas de la Sección Femenina de Madrid, vienen visitando estos sectores (chabolistas) y han preparado una información de cada familia: la composición familiar, lo que ganan, los lugares de trabajo; han visto también «lo» que tienen. Ahora sobre esas fichas, se están haciendo las clasificaciones e inmediatamente empiezan los traslados...

Los beneficiarios de viviendas sociales quedaban registrados y obligados por largos años de hipoteca, y los sindicatos (CNS) y el INV mantenían amplias facultades sobre los grupos de viviendas. Como señalaba el Reglamento de Renta Limitada:

Art. 107. Los propietarios e inquilinos de viviendas de renta limitada, vendrá obligados a mantenerlas en buen estado de conservación y a cuidar de su policía e higiene, quedando sometidas a la vigilancia del INV.22

Art. 110. Los inmuebles acogidos al régimen legal de vivienda de renta limitada ostentarán en lugar visible de su fachada o vestíbulo una placa metálica, grabada en vise y letra española, que llevará el emblema del Instituto Nacional de la Vivienda (yugo y flechas) y la inscripción siguiente:

MINISTERIO DE TRABAJO (posteriormente MINISTERIO DE LA VIVIENDA) – Instituto Nacional de la Vivienda. Esta casa está acogida a los beneficios de la Ley 15 de julio de 1954.

La política social de Falange también aspiraba a atraer los reductos históricos del sindicalismo. En 1946, Franco hizo un viaje triunfal a Asturias, en olor de multitudes (Arriba, 8-5-1946), donde se dirigió a los mineros del carbón en La Felguera:

Hay una libertad principal..., que es la libertad contra la miseria [...] Los trabajadores españoles tienen que ser el guardián más firme de la revolución, porque no es indiferente para ellos el que la Patria sea más grande o más pequeña. Cuando vienen las crisis y las calamidades, solo resisten los que tienen reservas; pero no los que viven al día, que tienen que ganarse el pan con el cotidiano esfuerzo.

No parecían percibir los franquistas la discordancia de su mensaje con la militarización de las minas, que estuvo vigente hasta 1953. Ese año, viendo que era incompatible con el nuevo estatus occidental del régimen, se escenificó el fin de la militarización con una petición del Consejo Sindical de Oviedo al Gobierno (Arriba, 14-11-1953).

En Vivienda, como en toda la política del régimen, se disponía bajo el amparo del caudillo, el hombre que todo lo pensaba y que para todo encontraba solución. Este culto fascista al líder se repetirá durante toda la larga vida del dictador y su régimen. Girón fue uno de los redactores principales de las letanías del culto franquista: «Franco afrontó decididamente, desde el primer momento, el problema nacional del mejoramiento de la vivienda y protección del hogar familiar» (Málaga, 1949; Girón, 1952, t. III: 131).

En 1953, cuando el Gobierno se prepara para desarrollar toda una serie de iniciativas que cambiarían el paisaje urbano español, condicionando el empleo de varias generaciones, el ministro de Gobernación, ante los arquitectos reunidos en su VI Asamblea proclamaba: «(En 1938) El Caudillo, que tiene esta preocupación constante por todo lo urbanístico, ya robaba horas en el frente para ocuparse de sus problemas...» (Blas Pérez: Reconstrucción, 115, 1953).

Y cuando en 1958 se aprobaba el Plan de Urgencia Social, que debía construir 60.000 viviendas en Madrid para los chabolistas, Arrese nos recuerda que no hubieran sido realidad sin el aliento social de Franco.

Entre todas las necesidades ninguna está más grabada en el ánimo de Franco como ésta de la justicia social, entre todas las formas que la justicia social nos presenta, ninguna más íntimamente ligada con el futuro del hombre como ésta del hogar.

¡Arriba España! ¡Viva Franco! (Arrese, 1966: 1381).

Los protagonistas del discurso social de la vivienda fueron José Antonio Girón, ministro de Trabajo, y José Luis de Arrese, secretario general del Movimiento. El discurso social lo puso Girón, un «camisa vieja» que representó la cara populista del primer franquismo y fue también el encargado de aplicarlo. Su estilo, imitación del cliché sindicalista del cine, estereotipo del «tipo duro» portuario, o de falangista recién llegado de la pelea, le creó una reputación que le fue muy útil durante su largo desempeño como ministro. Su ideario era José-Antoniano, resumido en la guerra contra el «liberalismo» y el «marxismo», siempre a la espera de la «revolución pendiente».

Girón, que fue industrialista desde sus primeros discursos en la prensa falangista, tenía una cierta admiración por los anarquistas y los obreros revolucionarios. Sus arengas sobre los hombres rudos y rebeldes evocan las imágenes del cine mudo soviético.

Trabajadores, camaradas: [...] Asturias, constituye para nosotros una esperanza nacionalsindicalista. [...] Bastantes de vosotros nos conocéis únicamente a través de nuestros enemigos, pero nosotros os conocemos un valor positivo que es vuestra larga experiencia en la lucha social [...]. Estamos decididos a abrir los brazos a todos los españoles honrados que quieran combatir con nosotros, [...] por la Patria y por la justicia [...] Estamos hablando a hombres y preferimos la claridad de las palabras duras [...]. Aquí en Asturias, región que tiene tradición y capacidad revolucionaria como la que más, [...], todos esos brazos que se levantan encogidos y tímidos, sin convicción y sin fe, saludarán un día con más coraje que nadie a la [...] bandera roja y negra de la justicia o no se levantará en España ningún brazo falangista porque habremos perdido la Patria, la Revolución y la vida (La Felguera, enero de 1949; Girón, 1952, t. III).

Además de a los mineros, Girón cortejó a los pescadores y los trabajadores portuarios, incluidos los de la construcción naval. En unas reuniones de antiguos obreros jubilados de los astilleros (Unión Naval de Levante) de Valencia, con un equipo de investigadores dirigido por Ismael Saz (2004: 232), la práctica totalidad de los entrevistados, antiguos militantes sindicales, coincidía en su percepción de la ayuda de Girón a los obreros, porque hizo fijos a los trabajadores portuarios, apoyó los economatos y, sobre todo, «fue decisivo para que los trabajadores accedieran a las viviendas construidas por la empresa para ellos en las mejores condiciones». Los juicios eran prácticamente unánimes: «aquí nadie le hablará mal de Girón, ¿eh?», o más matizado, «es decir, no podemos hablar mal de Girón, nosotros, en Astilleros no podemos hablar mal».

En los años cuarenta y cincuenta la gran empresa era un contexto socialmente protegido. Los dirigentes obreros habían sido eliminados por la cárcel y las ejecuciones, y el hueco humano dejado fue sustituido por un contingente de excombatientes y confidentes de la CNS. Los trabajadores de Unión Naval de Levante entrevistados recuerdan el ambiente de sospecha y amenaza: «estábamos asustados». Además, al cabo de dos lustros, muchos de ellos no habían vivido otra circunstancia laboral distinta a la dictadura, o habían hecho lo posible por olvidar el pasado. Se explica, por tanto, que escucharan el discurso de Girón, independientemente del caso que le hicieran. Especialmente su retórica demagógica contra los «señoritos» en mítines obligados:

Esa caterva de privilegiados a quienes la injusticia mantiene francos de servicio, en eternas vacaciones, disfrutando un irritante permiso indefinido en el ejército español del trabajo [...] Ninguno de ellos podrá tolerar la unión de empresarios y obreros en apretado haz de solidaridad española, porque (ese día...) la riqueza creada por el esfuerzo colectivo será patrimonio de los hogares laboriosos y no podrá ser sustraída con habilidad de carteristas por vagos aprovechados (Girón, 1952, t. II: 146).

El otro actor principal, José Luis de Arrese, fue un personaje clave de los años de posguerra, que conformó la ideología de Falange para que armonizara, como FET y de las JONS, en la coalición reaccionaria donde la Iglesia tenía un papel destacado. Las tensiones entre Falange y la Iglesia fueron mitigadas por Arrese, asumiendo «El Testamento católico» como base del discurso nacionalsindicalista.

PROPIEDAD.- Del derecho a la vida nace también el derecho a la propiedad. En efecto: el primer hombre, al necesitar comer, buscó lo que podía servir para su alimento y lo tomó, es decir se apropió de ello. Después guardó lo que le sobró para otro día, para el invierno, para otros años y, por último para sus hijos; es decir fue creando las diversas etapas de la propiedad [...] Tras el primer hombre vinieron los demás... (Arrese, 1940: 48).

Trufado de citas católicas y referencias al pensamiento tradicionalista, el sincretismo elaborado por Arrese entre el sindicalismo falangista y el nacionalcatolicismo fue extraordinariamente útil en los años transformistas del fascismo español.

No gobernamos para hoy, sino para siempre; bebemos en la tradición y miramos al horizonte; no nacen nuestros principios fundamentales del capricho de la voluntad, sino de las verdades eternas, [...]. Por eso San Agustín dice: «ama a tu prójimo, y más que a tus prójimo a tus padres, y más que a tus padres a tu patria, y más que a tu patria a tu Dios», nosotros, quince siglos después, seguimos repitiendo la misma escala de amores: Dios, España, familia y sindicato (Arrese, 1941b: 21).

Arrese mantuvo siempre una distancia aristocrática y paternal,23 incluso cuando su discurso pretendía un lenguaje duro contra las injusticias del capitalismo.

El liberalismo hizo del obrero un perro y del dinero un amo. El marxismo hizo que el perro se volviera contra el amo que le pisaba. La solución del problema no está ni en morder al capitalista, como quiere el marxismo, ni en poner un bozal, como quiere el capitalismo liberal [...]. La solución está en hacer que el perro vuelva a ser hombre, y que nadie vuelva a maltratar al obrero. Es decir hacer que vuelva el espiritualismo y la justicia social (Arrese, 1941b: 13).

Durante 18 años, ambos fueron figuras de la primera línea del régimen, incluso modularon su discurso en Linares, cuando en 1944, conforme la guerra anticipaba el triunfo de los aliados, a muchos les entró un cierto pánico:

Y en este hoy tangible de la Patria; [...] las cosas están así: hay un pensamiento social revolucionario cuya realización se intenta, y que por encima de todas las dudas, [...], se logrará. Porque en la política, como en las demás manifestaciones de la vida, hay horas decisivas, horas de criba de los hombres, en las que unos pelean y otros huyen [...] Y todos los que no huimos, estamos sencillamente resueltos a no obedecer otra orden que la de nuestro Jefe de siempre (Girón, 1952, t. II: 36).

Sobre la política social de la vivienda, sus discursos fueron complementarios. Arrese la concebía como una mezcla de política social y triunfo del paternalismo católico arcaico: «No basta con buscar una guarida donde se lleva a cabo la mera habitación de unas personas; es preciso llegar a ese núcleo animoso, íntimo y confortable que en el idioma de Cristo se califica con el nombre de hogar» (Arrese, 1959: 92).

Girón, por su parte, consideraba que la política social de la vivienda servía al objetivo de superar la lucha de clases, exacerbada por el Estado liberal «deshumanizado».

Constituía un imperativo de justicia sustituir por viviendas acogedoras e higiénicas las miserables covachas donde el bravo nervio español de tantas familias humildes se pudre en un ambiente lóbrego, confinado y hostil. Era necesario defender la salud y el vigor de la raza, pero también servir una consigna más alta: la defensa del hogar español. Redimir a esas familias sin alegría de hogar, [...] a las que el antiguo Estado deshumanizado jamás supo tender una mano amiga de justicia y comprensión (Girón, 1952, t. III: 132).

Para Falange la vivienda en propiedad era un símbolo de la paz social. Proclamaba que la penetración del socialismo republicano se debía, «en gran parte a una desviación moral del obrero español», achacable a las «innumerables horas de ocio mal empleadas fuera de su hogar», un hogar del que se sentía desarraigado por «la falta de comodidades mínimas» (Arriba, 8-7-53). La vivienda acogedora sería un factor de reclusión familiar del obrero, que lo alejaría de las reuniones peligrosas. A la vuelta de un viaje a la República Federal Alemana, Arrese dijo a la prensa que su homólogo alemán sabía: «que la vivienda es el mejor modo de evitar el comunismo». Porque «no piensa igual el hombre que tiene un hogar caliente y familiar que el hombre que duerme en la terrible inmundicia de una chabola» (Arrese, 1966: 1353).

Ambos dirigentes falangistas compartían el gusto por la retórica y los largos discursos; se enamoraban de frases que reaparecían a lo largo de veinte años, a veces en el mismo periódico, y ambos eran profundamente antiliberales. En 1941, con motivo de la presentación del II Consejo Sindical, Arrese decía:

Vosotros sabéis que... Patria es hogar y el hogar no se siente en una choza, donde se meten hasta los huesos las inclemencias del tiempo, donde la santidad de la familia está pisoteada, donde no hay alegría ni luz ni calor [...] Que el hogar de muchos ha sido, hasta ahora, la taberna, la cárcel o el hospital, y que, por ello, estuvimos a punto de tener una Patria mandada por borrachos, por delincuentes y por enfermos (ABC, 3-6-1941).

Ya titular de Vivienda, repitió esas mismas palabras ante Franco en mayo de 1957, cuando presentó su equipo ministerial. Al tiempo que lanzaba la consigna, profusamente coreada, de «ni un español sin hogar», redundaba en su diatriba antiliberal de 1941, que tachaba a los políticos republicanos de delincuentes o enfermos (ABC, 9-5-1957).

Por último, la carencia de trabajadores industriales con experiencia, debida en muchos casos a las depuraciones antisindicales de posguerra, confería a la política de vivienda la virtud de fijar los «productores» en el lugar de trabajo. El Decreto de 16 de octubre de 1946 que regulaba la cesión de terrenos municipales a la OSH decía en su introducción:

La Obra Sindical del Hogar promueve la construcción de grupos de viviendas para ser adjudicadas directamente a los productores, y también concierta con las empresas privadas la edificación de viviendas para su personal [...] [los beneficios de este decreto] son concedidos precisamente para favorecer el enraizamiento de las clases productoras a los lugares de trabajo (Mayo y Artajo, 1946: 97).

3. LA DOCTRINA FAMILIAR DEL MOVIMIENTO

L‛Angélus: «Maîtres, enfants, domestiques, tous s‛agenouillèrent, têtes nues, en se mettant à leurs places habituelles [...] Ce fut la plus émouvante prière que j‛aie entendue [...] Cette assemblée recueillie était enveloppée par la lumière adoucie du couchant dont les teintes rouges coloraient la salle, en laissant croire ainsi aux âmes, [...] que les feux du ciel visitaient ces fidèles serviteurs de Dieu agenouillés là sans distinctions de rang. En me reportant aux jours de la vie patriarcale, mes pensées agrandissaient encore cette scène déjà si grande par sa simplicité. Les enfants dirent bonsoir à leur père, les gens nous saluèrent, la comtesse s‛en alla, donnant une main à chaque enfant, et je rentrai dans le salon avec le comte (Balzac: «Le Lys dans la Vallée», 1832).

Esta escena, al igual que la «Oración» de Millet, ambas llenas de nostalgia, refleja el sentimiento de quien asiste al final de una forma de vivir. Balzac mira al pasado para mejor resaltar lo que no le gusta del presente. Sabe que la potencia del mundo nuevo, el París capitalista y especulador, barrerá en pocos años todo lo que él amaba, aunque también limpiará la servidumbre que lo acompañaba. Su nostalgia no resulta patética porque, mientras se diluye, aún es reconocible. El nacionalcatolicismo no añora el patriarcado, quiere restaurarlo con violencia, y los falangistas deseaban conservar sus valores en una sociedad moderna, cuya base es la propiedad privada capitalista. La política familiar del franquismo resumía en sí misma lo arcaico del catolicismo español, y el secretario general del Movimiento era explícito al formularlo: «Nosotros consideramos (la familia) como el núcleo de la sociedad con todo su poder educativo y regenerador, y creemos que no se puede fundar ésta si no es sobre los principios básicos del patriarcado y de la moralidad cristiana» (Arrese, 1940: 85).

En 1945 el Fuero de los españoles declaraba indisoluble el matrimonio. Se consagraba el carácter cristiano de la familia española y se restauraba la autoridad sin paliativos del varón, poniendo en vigor el Código Civil de 1889. «El franquismo concedió a la familia un lugar privilegiado en la construcción del mito de la Nueva España. El núcleo familiar era la unidad primaria de la sociedad, una célula básica del cuerpo del estado y de la comunidad» (Nash, 2012: 178): «Para España jamás ha existido duda alguna de que la familia es la entidad natural fundamento de la sociedad» (Girón, 1952, t. IV).

Sobre la importancia central de la familia para el régimen no hubo matices. La Iglesia, los textos de Arrese y la filosofía de previsión social, coincidieron en que la política social se proponía la protección a la familia (Soto, 2007; González, 1997). Para la política laboral española la unidad no era el trabajador, sino el trabajador y su familia. «El salario “justo” (Pío XI) es el salario familiar» (M. Olaechea, obispo, 1953: 7).

El Fuero del Trabajo de 1938, que era la emanación de una ideología totalitaria, subordinaba las formas de la propiedad «al interés supremo de la Nación, cuyo intérprete es el Estado» (Fuero del Trabajo, XII-1), aunque relacionaba la familia con el derecho natural a la propiedad privada. Arrese, que era más explicito en su interpretación doctrinal, afirmaba que la sociedad se asentaba sobre unos valores que se correspondían con una trinidad cohesionada por la tradición: familia, propiedad y herencia; la familia patriarcal, para él, era la base que justificaba la institución de «la propiedad», el derecho individual trasmisible por herencia sobre el que se constituía el nuevo estado.

Cuando un padre trabaja, ama el trabajo porque ve en él la manera de mejorar el porvenir de sus hijos. Si le quitamos el derecho de testar, una de dos: o le quitamos también el amor al trabajo o le quitamos el amor a sus hijos (Arrese, 1941: 11).

La herencia familiar es el ahorro del trabajo transmitido por el cariño. Esas (la familia y la herencia) son las que, como una expresión de la propiedad privada, declaramos sagradas (Arrese, 1940: 222).

Entre el franquismo y los otros fascismos había rasgos comunes en lo que respecta a la concepción de la mujer en la familia. Para todos ellos, la familia es la institución clave para la reproducción de la especie y de las condiciones sociales, donde la mujer desempeña la función de trasmisora de normas y control social. Lo específico del fascismo franquista es su simbiosis con el catolicismo. En el imaginario falangista, como en la parroquia nacionalcatólica, «la Madre» era la trasmisora de los valores tradicionales de religión y patria. Por esa razón, debía protegérsela, recluida en el hogar, contra la contaminación de la sociedad laica y liberal.

En nuestras horas de ruina social y libertinaje humano, como la mitad de nuestro siglo XIX [...]. La madre española ha sido la que más ahincadamente defendió desde el íntimo e infranqueable reducto del hogar las viejas virtudes de nuestra raza. Ella ha sabido inculcar en las almas juveniles con humildad, sencillez y amor, como se inculcan las grandes cosas, la fe, las ambiciones nobles y las virtudes y los hábitos humanamente dignos (Elola: Arriba, 1-6-1955).

Pero en los años finales del primer franquismo, la mujer humilde va a sufrir cambios dramáticos con el paso del núcleo amplio patriarcal rural a la familia urbana. La mujer y el hombre de la familia se verán separados por largas jornadas de trabajo y transporte, y los hijos quedarán abandonados por la escasez de guarderías y colegios, y por la ausencia de las madres, obligadas a hacer trabajos domésticos en casas de clase media, para poder sobrevivir (Folguera, 1995: 12). Además, con la lejanía del control rural, aparecieron los malos tratos en algunas familias, y el abandono de las obligaciones masculinas de manutención y cuidado de la prole (Siguán, 1959).

3.1 Familia y propiedad

Podemos ver en las Leyes de Vivienda de los primeros años cuarenta un discurso sobre la propiedad privada, íntimamente ligado a la institución tradicional de la familia patriarcal, en la cual las necesidades son definidas por el padre de familia, protector del hogar, el cual es cuidado por la mujer, administradora y educadora del ámbito familiar. En ese contexto de ideas y aspiraciones, la vivienda, y aún más la vivienda en propiedad, es crítica para la consecución del deseado consenso josé-antoniano.

Pero si el Movimiento vino esencialmente a levantar esa bandera de justicia social, [...] cuando se refiere al hogar, no piensa únicamente en el «estar» de la familia, sino en el «modo de estar». (La vivienda es) el lugar donde la vida se va haciendo completa; el laboratorio donde una misión de moral creadora y trascendente se realiza y donde surge la atmósfera precisa para que la familia deje de considerarse grupo, para convertirse en destino (Arrese, 1959: 92).

En pocos países del mundo, en estas épocas en que la vida hogareña desaparece, existe el profundo respeto al hogar que en España. Para nadie es un secreto la ligazón íntima que existe en nuestro país entre el individuo y la casa [...]. Nuestra vida es esencialmente hogareña, y por eso nuestras virtudes familiares permanecen inalterables a través del tiempo (Arriba, 20-7-1949).

El régimen utilizó desde sus comienzos la frase de José Antonio Primo de Rivera: «ningún hogar sin lumbre», transformándola en una frase atribuida a Francisco Franco, potente eslogan publicitario de su política social de vivienda: «Ningún español sin hogar, ningún hogar sin lumbre».

O la expresión utilizada por Mortes Alfonso, que cambiaría «lumbre» por «pan». En un discurso al Congreso de Arquitectura el director de la Vivienda enunciaba así el tema:

Ya lo dijo Franco hace veinte años y lo ha repetido Arrese en Barcelona últimamente: «Ni un español sin pan ni una familia sin hogar» [...]. Es fundamental, pues, que nos pongamos de acuerdo sobre esto: que la vivienda está destinada a la familia (Mortes Alfonso: RNA, 198, 1958: 19).

El discurso que precisa que la vivienda es para la familia, comenzaba en la escuela. Los libros de texto de los años cuarenta, como la Historia de España de Bachillerato de la Editorial Bruño, explicaban el concepto de frontera, comenzando por los límites de la «casita familiar», donde se hallan «los tesoros que más amamos en esta vida: los padres que nos dieron el ser». «Desde la puerta de nuestra casa la Patria se va agrandando en ondas circulares» (López Silva, 2001: 294). Pero un régimen que venía con el mensaje de la modernización no podía quedarse en la metáfora pastoril del hogar como refugio, porque la vivienda era un potente factor de su ideología nacionalizadora.

Porque entre las grandes necesidades que el hombre pone delante de sí cuando quiere crear una familia, entre las grandes ilusiones que abriga en la dura y agitada lucha por la existencia, ninguna es ni más urgente ni más social como esta gran necesidad y esta poderosa ilusión de tener una casa, de poseer un hogar seguro, propio y amable.

Urgente porque nosotros, pueblo espiritual y metafísico, no podemos poner dilaciones al cumplimiento del sagrado deber de constituir una familia que Dios ha encomendado al hombre.

Social, porque la familia es precisamente el núcleo inicial de la sociedad y en ella cobra sentido unitario y pleno la primera sociedad que el hombre forma (Arrese, 1958: 91).

Arrese, que fue el primer ministro de la vivienda, reunió en 1958 a los delegados provinciales de su ministerio, en uno de los muchos actos propagandísticos que protagonizó durante ese corto y crítico periodo. El discurso seguía un guion, repetido durante muchos años, para crear titulares de prensa: el régimen de Franco ha colocado la «vivienda» en la base de sus políticas sociales, porque «la vivienda es un deber de la sociedad para con la familia [...] Tal vez una afirmación tan rotunda pueda asustar [...]; pero ¿hay quien ponga en duda el derecho del hombre a crear una familia?, y ¿hay quien afirme que no es el hogar sustancial para el ejercicio de ese derecho?» (Arrese, 1966: 1249).

3.2 La reacción legal patriarcal

El franquismo barrió la modernización legal de la condición de la mujer conseguida en la República. Lo primero que hará es abolir los derechos recientemente conquistados, como la igualdad ante la ley y la equiparación de derechos en el matrimonio. El único matrimonio será el canónico y la mujer casada tiene el deber de obedecer al marido y seguirle en la fijación de residencia; la patria potestad recae sobre el marido e incapacita a la mujer para establecer relaciones comerciales sin el permiso del marido, ni trabajar sin su consentimiento. El Fuero del Trabajo se comprometía «a liberar a la mujer casada del taller y de la fábrica» y consideraba el trabajo de la mujer una amenaza para la feminidad, la maternidad y la dedicación al hogar. En correspondencia con esa visión de lo femenino, la calidad humana de las mujeres se valoraba por la maternidad en el matrimonio y, como tal, era parte de los símbolos de la época. Como muestra, esta intervención en la Semana del Suburbio de Barcelona de 1957:

Nacieron en el año que se toma como base (1955) 295 hijos ilegítimos de madre catalana y 791 de madre no catalana, porcentaje muy pequeño en relación con los 23.423 hijos de legítimo matrimonio. Justo es confesar que la mujer española conserva todavía un sentimiento altísimo de la dignidad y el pudor (Joaniquet).

El periodo de difusión de ideas de emancipación femenina, la Segunda República, había sido muy corto para cambiar los valores tradicionales católicos sobre los roles en la familia (Molinero, 1998: 117), y además estuvo la represión. La ofensiva conservadora encontró por lo tanto poca resistencia y vino de la mano de la Sección Femenina y Acción Católica, ambas de acuerdo en que la formación de la mujer tenía que crear un patrón de conducta basado en el patriotismo, la religión como moral y la puericultura como deber, y en dirigir sus aspiraciones a la realización de esos tres principios con la posesión y cobijo en un hogar (Gallego, 1983: 89). Con sus políticas hacia la mujer, el franquismo logró a veces consenso y otras, pasividad de las mujeres, vistas ellas como instrumento para conseguir sumisión y conformidad en la familia. Juan Goytisolo lo refleja en La Resaca, una de sus primeras novelas. En ella Ginés, labrador extremeño y republicano, recién salido de la cárcel por sindicalista, e inmigrante en Barcelona, es imprecado por su mujer por el hambre que pasan sus hijos y por vivir en una chabola: «Te lo había repetido [...] la política no puede dar más que disgustos» (2005: 739).

El «mito» del hogar se unía al de la mujer, madre y esposa, en la casa falangista, que combinó la represión con la manipulación de «valores muy interiorizados como abnegación, sacrificio, maternidad y hogar como ámbito familiar» (Gallego, 1983: 14). En la Semana del Suburbio hubo una propuesta de crear cooperativas para la comercialización de los productos fabricados por las mujeres de un barrio, el presidente de la Unión Territorial de Cooperativas contestó lo siguiente:

Creo que estas cooperativas de producción para la mujer no son un estímulo, hemos de llegar a un momento en que la mujer casada no tenga que trabajar. Que sea el hombre el que, con sus ocho horas de trabajo pueda mantener dignamente su hogar, su mujer y sus hijos (Semana del Suburbio...: 95).

Por lo tanto, el franquismo ofrecía a las mujeres el matrimonio como la única opción de vida y empleo; posibilidad siempre frustrada por la falta de medios de las familias trabajadoras, obligadas por una legislación y cultura social en contra de completar los ingresos familiares con empleos precarios fuera del hogar. En esas condiciones, las mujeres católicas de clase media fueron las principales promotoras de la permanencia femenina en el hogar. Como propagandistas de Acción Católica llevaron a cabo campañas de vacunación infantil, economatos y bolsas de trabajo en los barrios pobres (Arce, 2005: 261), que acompañaban con su discurso nacionalcatólico. Las miserables condiciones del trabajo de la mujer, la cultura patriarcal que aportaba del medio rural y la influencia de la Iglesia facilitaron la penetración del mensaje de que la mujer tenía un puesto definido por sus obligaciones como «ama de casa», espacio que había que resaltar y defender. Marichu de la Mora, periodista de Arriba, escribía en 1944 un artículo en la Revista Nacional de Arquitectura titulado «Por las Sufridas Amas de Casa»:

Todo lo que es tono menor en una casa (cocinas, lavaderos, armarios, etc., etc.) aparenta estar hecho con la sola preocupación de demostrar al público que su cuidado o estudio hubiera sido denigrante para el arquitecto [...] [las amas de casa] estamos –y cuanto más en estos tiempos de escasez de vivienda– a merced de los arquitectos, y si ellos no se apiadan de nosotras y no nos conceden el poseer, al menos, un poquito de razón, estamos perdidas (RNA, 1944: 30).

La representación del cuerpo de la mujer devino en lo que aún sigue siendo para el pensamiento nacionalcatólico: una propiedad pública en usufructo del varón para la maternidad, a beneficio de la grandeza de la nación (Nash, 2012; Molinero, 2003). Como escribía Arrese (1940: 83):

Los grandes desastres de los pueblos van siempre precedidos por un descenso de población [...]. Si los gobiernos, en vez de tolerar la propaganda anticoncepcionista, se hubieran preocupado por proteger a las familias numerosas, hubieran cumplido con su obligación de conducir a la patria por los caminos de la prosperidad ¿Quiénes, si no los nacidos de hoy, son los hombres que mañana han de defender a España?

Sin embargo, a pesar de la presión, las mujeres en España no aumentaron la natalidad (Molinero, 1998), que solo arrancó cuando las condiciones de vida se suavizaron en las décadas de los años cincuenta y sesenta, y se estabilizaron las condiciones que facilitaban los matrimonios jóvenes (Brandis, 1983). El aumento de la nupcialidad y la oferta de vivienda social fueron de la mano, sin que sea posible saber quién tiró del otro.

3.3 Familia, cultura y propaganda

La familia fue un argumento muy importante del adoctrinamiento franquista al país, y los periódicos y revistas fueron un vehículo de esa propaganda. El régimen controló la prensa escrita e incluso tuvo una prensa cinematográfica (el NO-DO), pero respetó los medios de la Iglesia. Esta defendió sus publicaciones y, sabiéndose muy pronto por encima del bien y del mal, se dedicó a prescribir qué problemas debían considerarse prioritarios y cuáles no, mientras utilizaba sus medios para organizar su congregación (Diéguez, 2001).

La literatura y el cine estuvieron sometidos a la censura, como toda la creación cultural, pero los escritores y directores inventaron múltiples procedimientos para eludirla. A pesar de la persecución y la ausencia de legalidad para la libertad, el régimen no llegó a impedir que los autores burlaran el filtro del censor y se tomaran la libertad de crear (Díaz, 2001: 16). Buena parte de la cultura de esos años, en sus mejores manifestaciones, incluso la literatura de los adeptos, fue una cultura de amplia orientación crítica, aunque sujeta a una comprensible autolimitación (ibíd.: 17). También la literatura pensada como guiones radiofónicos, y luego editada por fascículos, estaba fuertemente sometida a la censura. Unas y otros no eludieron los graves problemas sociales de posguerra, como el hambre y la miseria económica, física y moral del suburbio, que describen Martín Santos y Candel en sus novelas, o Luisa Alberca y Sautier en seriales como Arrabal y Ama Rosa. Por no hablar de la angustia frente a la escasez de viviendas que reflejaron en el cine Bardem, Berlanga, Fernán Gómez, Ferreri, Nieves Conde y otros...

Sin embargo, la literatura solo llegaba a un público minoritario, y el cine crítico, incluso el cine falangista crítico, debe gran parte de su reconocimiento al carácter de acontecimiento excepcional que tuvo en aquellos años. Con todo, las manifestaciones de rebeldía siempre tuvieron respuesta, a veces incomprensible para los destinatarios. Por ejemplo, en 1948 apareció La Guerra secreta de los sexos, ensayo de la condesa de Campo Alange, María Laffitte, donde planteaba la pregunta: ¿Pudo ser la mujer en algún momento ella misma? La condesa, bien acogida en los círculos oficiales, conectaba en su libro con la preocupación de otras escritoras de los años cuarenta, como Carmen Laforet (Nada), Carmen Martín Gaite (Entre visillos) y Ana M.a Matute (Los Abel), que desde la literatura habían expuesto la condición femenina en el paisaje moral de posguerra. El libro movilizó en su contra el recurso cultural más poderoso del momento, la radio. Luisa Alberca respondía en 1953 al «feminismo» con una obra de teatro, La última dicha, que luego convirtió, junto con Sautier, en novela corta y serial radiofónico.

La radio fue el principal canal del adoctrinamiento. Un medio que «ofrecía una gran evasión, una realidad inventada, [...] que creaba un mundo de alegorías mentales, cuya potencia residía en que la imagen plástica que inducía era completada por el propio sujeto receptor, que de esa manera la hacía suya». Con la radio, el padre Venancio penetraba en los hogares todos los domingos a las nueve de la noche, e impartía doctrina conyugal y familiar; y todos los días, a las cuatro de la tarde, hora de máxima audiencia femenina, el programa La hora de la mujer, hablando de nuestras cosas proporcionaba clases de cocina, en las que intercalaba consejos matrimoniales. Pero la hora mágica llegaba con El serial, la novela radiada.24

En 1947, la SER importó de Argentina un conjunto de guiones que iniciaron el género radiofónico por excelencia, «rey de las ondas» en aquellos años. Un joven y desconocido escritor, Guillermo Sautier Casaseca, fue encargado de trascribir aquellos guiones al lenguaje coloquial español, comenzando el aprendizaje de lo que sería su rentable carrera literaria, en la cual le acompañaron Luisa Alberca y Rafael Barón. A las cinco de la tarde, antes de la salida escolar de los niños, se emitía El serial. Los seriales, despojados de las libertades de costumbres del culebrón latinoamericano, ofrecían en sus tramas un mundo ideal y proclive al régimen, en el que los señoritos se casaban con las criadas (como lo príncipes se casan con las aldeanas en los cuentos de hadas), haciendo olvidar la soledad del ama de casa, que podía evadirse durante cuarenta y cinco minutos de la realidad cruel y mísera que vivía la mayor parte de la audiencia (Vázquez Montalbán, 1971). Los seriales servían enlatados, en relatos muy bien entrelazados con la intriga, los principios morales del Movimiento y el nacionalcatolicismo, vehiculizados por personajes planos, puros estereotipos (Arias, 2007). En Lo que nunca muere, el mayor éxito de la pareja Sautier-Alberca, el propio Sautier reconoció que habían programado el guion, como vehículo de «los valores de la religión, la tradición, la familia, el hogar y la fe» (Guinzo, 2004). Todos los guiones pasaban por la censura previa, lo que convierte la radio en un documento muy valioso para analizar los mensajes y valores de la ideología franquista, y muy especialmente los que se relacionan con su concepción de la familia y el hogar.

La radio era un medio de propaganda cultural, pero sus guionistas eran reconocidos por el mundo editorial, especialmente Luisa Alberca, quien editaba en CID, junto con Wenceslao Fernández Flórez, Delibes o Rafael Aznar. De hecho, en las obras conjuntas era la autora de los diálogos, que son los elementos dramáticos que dan verosimilitud a los seriales (Barea, 1994). Su alegato «antifeminista» contra la condesa María Laffitte será su folletín más corto y dramático. La protagonista del relato, Carmen Murillo, es una mezzosoprano profesional, que se ve obligada por el marido a la elección entre sus deberes de madre y esposa y su carrera lírica; se decanta por esta última y las consecuencias son dramáticas. Carmen acaba sus días enferma y desgraciada, arrepentida y penitente; sin embargo, Fernando, el marido, que califica la profesión de la mujer de «capricho estúpido de la música», confiesa que su móvil fueron los «celos» («No podía soportar que te admiraran [...] ni aceptar las giras», o que «contribuyeras a ingresar más en la casa que yo»). El relato termina con un sermón de Fernando a su hija de 18 años: «Recordamos el mal que nos hacen, pero no el que nosotros hicimos [...]; no supe amarla como era ella». En respuesta a las dudas del padre, la joven contesta: «tú siempre fuiste bueno» y se va de paseo con el novio. En el serial, Carmen no se redime por el «perdón» del marido, sino porque «muere en la familia», y la hija la besa antes de morir. El núcleo es el hogar.

Esos valores trasmitidos en las obras editadas de Sautier y Alberca se pueden extraer de todas sus novelas «por entregas». Sin embargo, la más tardía de ellas, El derecho de los hijos, tal vez por estar ya muy presente el cambio social de los sesenta, es paradigmática. Sautier expuso en esta obra la versión nacionalcatólica sobre las «separaciones matrimoniales», versión, además, de clase media acomodada, máxima aspiración social:

• Para un hombre, para un muchacho, sus padres son una unidad, se pertenecen mutuamente. Esa unidad, esa unión, puede ser más o menos perfecta, pero por imperfecta que sea, mientras existe, el hijo se siente respaldado. Pero [...] si el hogar se rompe por completo, ya no es hogar. [...] La unión que dio vida al hijo se ha deshecho, como se deshace un error. Y el hijo se pregunta si él mismo, su propia persona [...], no será un error también...

• ¡Qué cosas tan extrañas dice usted! –exclamó Laura–. No creo que mis niños pensaran nada de eso.

• No, no lo pensarían. Lo sentirían, nada más. Pero usted ¿no ha pensado nunca que para un niño sus padres, los dos unidos, son la representación de Dios, del bien, del carácter sagrado de la vida? (p. 11).

4. EL DERECHO A LA VIVIENDA FAMILIAR EN PROPIEDAD

La Reconstrucción no aspira a dejar los pueblos de España en el estado que ayer tuvieron [...], en ocasiones incompatibles con la dignidad humana. Aspiramos a que aquellas casas cumplan las exigencias de los hogares higiénicos y alegres, para que los hijos de los que se sacrificaron aprecien el fruto de tanto esfuerzo (Suñer: Reconstrucción, 1940: 3).

La cultura patriarcal que impregnaba los mensajes del régimen, con su corolario de vuelta al hogar de las mujeres, creaba un sustrato favorable al mensaje de la vivienda en propiedad. El discurso en torno a la familia asumió el icono de la vivienda en propiedad como la forma correcta del derecho al hogar. La Ley Fundamental del Fuero del Trabajo prometía una vivienda en propiedad para cada familia española:

XII-2.- El Estado asume la tarea de multiplicar y hacer asequibles a todos los españoles las formas de propiedad ligadas vitalmente a la persona humana: el hogar familiar, la heredad de tierra y los instrumentos o bienes de trabajo para uso cotidiano.

XII-3.- Reconoce a la familia como célula primaria natural y fundamento de la Sociedad, y al mismo tiempo como institución moral dotada de derecho inalienable y superior a toda ley positiva. Para mayor garantía de su conservación y continuidad, se reconocerá el patrimonio familiar inembargable (Fuero del Trabajo, 1938).

Esa propiedad no sería la propiedad liberal de regímenes anteriores, ya caducos; tenía una finalidad, y era obligación del Estado velar por su protección. Se trataba de una vivienda familiar, facilitada a bajo coste, que se destinaba únicamente a habitación de sus propietarios, no pudiendo ser objeto de arrendamiento total o parcial, ni transformada en local de negocio. «El impago de cuotas de amortización, el uso abusivo, el mal estado de conservación, o la negativa a pagar las obras de conservación darían lugar a la resolución de la venta», aunque tendría derecho el beneficiario «al reintegro de los desembolsos realizados, con la deducción de los gastos de reparación necesarios».25

La simbología de la vivienda en propiedad para los falangistas fue expuesta desde el primer momento por los dos dirigentes que pilotaron la política social. Para Arrese la propiedad contribuía a «la redención del proletariado, un cambio de dueño capitalista en dueño trabajador, cambio conseguido [...] por medio del camino honrado del trabajo», «[porque] el hombre tiene derecho a una religión, a una patria, a una familia, a una propiedad, que son patrimonio común y principios inconmovibles de la vida» (Arrese, 1940: 12).

Para Girón, la vivienda en propiedad poseía la virtud de asentar al obrero y evitar la movilidad, facilitando la creación de familias, y moderando con ello, e incluso haciéndola desaparecer, la combatividad. Por eso sus discursos sobre la vivienda se mezclaban con actos políticos en unas comarcas y ante unos grupos profesionales con un historial importante de lucha social. A veces, los actos estaban asociados con la inauguración de centros de formación profesional o, en el caso de pescadores, con la entrega de embarcaciones para la pesca de bajura. Este es el caso en Málaga, en febrero de 1951:

Mientras la tierra solo os ofrezca un tugurio en una playa [...], tenéis que maldecir el trozo de planeta sólido donde vuestra familia devora las horas angustiosas [...] Esta es la razón, camaradas, de nuestra preocupación por dotaros no solamente de instrumentos de trabajo propios, sino de casa y de tierra propias. Unas paredes blancas, una casa soleada y limpia, donde penetre el aire embalsamado de vuestra Málaga inigualable, [...] Camaradas, levantad vuestros corazones [...], cuando de regreso a puerto las cumbres más altas de España, las rosadas cumbres del Mulhacen os señalen la enfilación de la última recalada, enorgulleceos de ser los hijos de la tierra más bella del mundo, donde por definición, todos los hombres son valientes, todas las flores fragantes y todas las mujeres hermosas (Girón, 1952, t. IV: 80-81).

El simbolismo estuvo reforzado por la imitación de las clases medias, sobre todo los militares y los funcionarios del Estado y de los sindicatos, que en plena época del hambre recibían viviendas en propiedad, generosamente financiadas; pero también de los trabajadores de grandes empresas y de empresarios mimados por el régimen; de los hombres del mar26 y los agricultores cerealistas, receptores, asimismo, de casitas en propiedad. La emulación hacia esos sectores sociales alimentó en el resto de las clases subalternas los valores que asociaban estabilidad y familia con propiedad del hogar. «El ideal es que cada familia sea propietaria de su hogar», diría Arrese (ABC, 8-2-1958).

Ese mensaje explica que los sucesivos directores del INV se reiteraran en la prioridad de la tenencia en propiedad para las viviendas de promoción oficial, y que todas las instituciones relacionadas con ellas contribuyeran a su andamiaje cultural. En fecha tan tardía como 1959, el inspector jefe de la Vivienda recordaba a los olvidadizos que las viviendas sociales se cedían en propiedad.

P. [...] sería útil para los lectores saber cuáles son las rentas máximas y mínimas de las viviendas aludidas.

R. Las rentas que percibe la Obra Sindical del Hogar por sus viviendas no son por alquiler sino en régimen de amortización y oscilan entre las 80 y las 750 pesetas mensuales... (García Lomas: Hogar y Arquitectura, 20, 1959).

La enorme oscilación en la cifra de las amortizaciones que estaban pagando los beneficiarios (80 a 750) reflejaba las elevadas tasas de inflación registradas en los primeros veinte años de la Obra del Hogar, que habían posibilitado la reducción, en pesetas constantes, de las amortizaciones de préstamo a una pequeña renta, inferior a cualquier alquiler. Los largos plazos de amortización fueron, indudablemente, uno de los factores que contribuyeron a consolidar la cultura de vivienda en propiedad (Esteban, 1999b).

La consagración en el Fuero del Trabajo de la doctrina de la vivienda en propiedad desde 1938 y el apoyo de la Iglesia no fueron óbice para que se levantaran voces que defendían los intereses del propietario rentista de inmuebles. ABC no veía razones para que todo el mundo fuera propietario (ABC, 13-01-1949), y desde ese diario César Cort, catedrático de urbanismo y concejal de Madrid, decía que el hogar propio pertenecía al acervo cultural de la clase media, afín al valor del ahorro, y no era extrapolable: «La vivienda social es Beneficencia, no un derecho», y «ningún estado del mundo» es capaz de «dotar de vivienda a todos sus habitantes».27

Los «hogares higiénicos y suficientes en propiedad» fueron un símbolo que inspiró las Leyes de la vivienda, los Institutos y Obras del Estado, y también de la Iglesia, y toda una escenografía, que cobraba sentido en el imaginario falangista de que la propiedad de la vivienda era un medio para la paz social. Esta retórica chocó con su peor enemigo, la contabilidad y los negocios. Pero Falange salvó la «vivienda en propiedad» cuando en 1957 llegó la oportunidad del Ministerio de la Vivienda. Entonces buscó un nuevo impulso simbólico, que reflejara con potencia propagandística los contenidos sociales, tantos años defendidos con promesas incumplidas y aplazadas. Después de unos pocos titubeos, Arrese lanzó su famoso eslogan «No queremos una España de proletarios, sino una España de propietarios», y en su último acto oficial en Alemania como ministro de la Vivienda dejó este documento titulado Comunidad Internacional de la Vivienda:

V. HOGAR, PROPIEDAD PRIVADA: La propiedad privada del hogar es el mejor procedimiento para la realización de las virtudes que en él se condensan: es, además, uno de los medios mejores para levantar, sobre el grito melancólico de las masas proletarias que nada poseen, el himno de gloria que entonan las masas cuando se hacen propietarias de las cosas que constituyen su entorno.

VI. EL HOGAR, INVIOLABLE E INEMBARGABLE: El hogar, considerado como parte esencial de ese conjunto de cosas que componen el patrimonio espiritual de la familia, debe ser declarado inviolable e inembargable (Arrese, 1966: 1476).

Del pisito a la burbuja inmobiliaria

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