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II. IDENTIDADES COMPARTIDAS

1. RASGOS DE UNA COMUNIDAD DE MEMORIA

Es casi un lugar común en los estudios sobre la Guerra Civil destacar el notable incremento cuantitativo de afiliados que presentó el PCE, particularmente entre julio de 1936 y marzo de 1937. Esta cuestión permite esbozar un asunto relevante y problemático: los perfiles y ritmos que pautaron el devenir del partido como comunidad de valores y permitieron la articulación de su identidad colectiva. En este sentido se ha apreciado en la primera mitad de 1936 el arranque de una mutación que trastocaría una pequeña organización en un partido de masas.1 De hecho, el PCE de inicios de los años treinta quizá no superó unos pocos centenares de inscritos que podrían haber llegado a alrededor de 13.000 en 1933.2 Esas cuantías contrastarían con el despegue cifrado en 1936. La publicística del partido destacó que se trató de un cambio estructural traducido en el paso de 25.000 afiliados a inicios de año a cerca de 100.000 en julio, si bien otros autores han rebajado tales datos.3 Las cifras oficiales hablaron de un imparable crecimiento tras el estallido de la guerra (alrededor de 200.000 miembros en enero de 1937, 245.000 en marzo y 300.000 en noviembre).4 Una tendencia similar presentó la sección madrileña, la más importante del partido, que evolucionó de poco más de 3.000 afiliados en marzo de 1936 a 10.000 en julio. Después del inicio del conflicto la pauta fue la misma que la descrita en la tendencia nacional: 21.000 en diciembre, 40.000 en marzo de 1937 y 85.000 en noviembre.

Más allá de la perfecta exactitud de las cifras cabe destacar varios aspectos. El grueso de militantes estuvo evidentemente integrado por una avalancha de nuevos efectivos que se superpuso a las promociones anteriores de afiliados: las trabajosamente gestadas en los años veinte e inicios de los treinta, y la que se fue conformando de 1931 a 1934.5 Esta expansión coincidió con otros procesos autónomos que sustanciaron la estrategia de apertura y colaboración propugnada desde la IC: la fusión del débil tejido sindical comunista (CGTU) en UGT, la unión juvenil en las JSU y la integración en Cataluña en torno al PSUC. A finales de 1937 se calculó que el volumen de afiliados con más de dos años sumaría 11.000 personas y los de una antigüedad menor a seis meses casi 100.000. La base militante incluía, según los datos hechos públicos en el Pleno del CC de marzo, un grueso de campesinos y obreros agrícolas (en torno a 140.000), seguidos de un contingente heterogéneo de obreros industriales (más de 87.000), un ambiguo grupo de intelectuales y clases medias (más de 22.000) y el colectivo de mujeres (casi 20.000).

La lectura realizada en agosto de 1937 por el partido en Madrid sobre el incremento en un centenar largo de localidades de la provincia afirmó que era consecuencia de la capacidad para atraer a «lo mejor del pueblo».6 El ingreso de afiliados, en su mayoría clasificados como obreros agrícolas procedentes de la UGT gracias al control comunista de la dirección provincial de la Federación de Trabajadores de la Tierra, se evaluó de forma triunfalista como fruto de «la justa línea del partido en el asunto campesino».7 Y en otro análisis más sobre el incremento de militantes en el ejército –calculados en más de 200.000 efectivos en noviembre de 1937– se consideró que era logro del buen trabajo de organización.8 Una dinámica de expansión similar se cifró en otras formaciones autónomas, pero encuadradas en el universo simbólico y referencial comunista. Así ocurrió con la AUS durante la primera mitad de 1937 (cf. epígrafes 5.3 y 5.4). O con el SRI, que sumó algo menos de 71.000 efectivos en junio de 1936 hasta llegar, según la estadística oficial de afiliados, a más de 353.000 en febrero de 1937 y a casi 566.000 en junio.9

La expansión cuantitativa del PCE durante la Guerra Civil ha sido valorada como expresión del refugio de ciertos colectivos sociales dentro de una estrategia mayor tildada de gran camuflaje. Campesinos temerosos de los experimentos colectivistas y una pequeña burguesía urbana atemorizada habrían acabado convergiendo en un partido que hacía gala de un tacticismo contrarrevolucionario para copar así las maquinarias estatal y militar, o para ocultar ante las opiniones públicas occidentales la situación existente en la zona republicana tras el 18 de julio. Ese es el eje interpretativo propuesto por el estudio de Burnett Bolloten. Su primera edición vio la luz en 1961 y tuvo rápida traducción en la España de Franco, en el marco de las iniciativas anticomunistas gubernamentales según se comentará en el epígrafe 7.6.10

No obstante, dicha visión no era nueva. Con anterioridad el relato de memoria franquista había destacado ya la tesis del camuflaje como instrumentalización comunista del régimen republicano y su presentación, a ojos de la opinión pública internacional, como sistema democrático. Esa idea constituyó la trama argumental del cortometraje de propaganda Vivan los hombres libres, realizado en 1939 por Edgar Neville. Aunque durante la guerra tampoco faltaron alusiones en algún informe comunista acerca de que el hipotético camuflaje no se estaba dando en el partido sino en secciones de la CNT que estarían incorporando a pequeños propietarios votantes de derecha o a «elementos reaccionarios» con «con ganas de poseer algún carnet».11

Tanto esa lectura como la visión sobre el gran camuflaje asimilada por el franquismo dejan de lado, empero, otro factor destacable: la capacidad del PCE para copar un espacio sociopolítico hasta la primera mitad de 1936 cubierto por el republicanismo de izquierdas. Como apuntó Rafael Cruz, el Partido Radical prácticamente había desaparecido de la escena política a comienzos de ese año.12 Y desde el verano fuerzas como Izquierda Republicana o Unión Republicana se vieron desbordadas por la situación de guerra y la movilización. Ese espacio sociopolítico fue, al menos en parte, cubierto por el PCE desde una estrategia donde se aunaron eficazmente, como se estudiará en el epígrafe 4.1, la invocación populista, la apelación a un frentepopulismo de amplio espectro, la defensa de la legalidad y su lógica parlamentaria, el nacionalismo, el rechazo frontal de cualquier exceso revolucionario o los llamamientos al esfuerzo de guerra. A lo indicado se añadió una operatoria flexible con una transferencia bidireccional: el PCE se apropió de algunas señas características del legado republicano, renovándolas y readecuándolas, mientras que el republicanismo de izquierdas también parecía hacer suyos valores como la defensa y exaltación de la URSS.

Sin esta mecánica simultánea a dos bandas no pueden entenderse ni los contenidos ni el alcance logrado por las prácticas de memoria comunista durante la Guerra Civil. Pero copar ese espacio sociológico no conllevó, sin embargo, la atracción automática de afiliados de otras formaciones. Muchos de los recién llegados venían sin experiencias militantes previas. Esa fue la matriz de origen de alrededor del 90% de los afiliados existentes en Madrid en agosto de 1937, frente al exiguo 6,1 que procedía de las JSU, el 1,7 del PSOE o el 1,3 de los partidos republicanos.13

La expansión cuantitativa vino también a problematizar la vertebración de la comunidad militante. Entre 1931 y 1935 fueron solidificándose diversos instrumentos de difusión y adoctrinamiento (reuniones periódicas en células y radios; expansión y perfeccionamiento del aparato editorial y de prensa). En estas actividades no faltaron las pretensiones proselitistas junto a la intención de mejorar la uniformidad ideológica, dar cohesión a la organización y optimizar la socialización del afiliado. Sin embargo, los resultados fueron modestos al menos hasta 1935.14 La dinámica de crecimiento ulterior coincidió con el reforzamiento de esos instrumentos proselitistas (cf. epígrafe 4.5). Pero la bolchevización –entendida como extensión de un ideal de disciplina, un modelo de cuadro o como la consolidación de una cultura internacional tendente a la homogeneidad– debe matizarse en virtud del crecimiento humano de aluvión, así como por los efectos derivados del discurso comunista con vistas a lograr una mejor penetración social. Como afirmó Fernando Claudín en 1970, el incremento humano fue fruto de una casuística múltiple donde pudo participar el temor, pero también el prestigio del partido, la percepción de sus virtudes militantes y el éxito de su discurso frentepopulista entreverado de patriotismo.15

La expansión del PCE generó otras dudas. Para empezar, se discutió la exactitud de las cifras oficiales. Palmiro Togliatti afirmó que hasta finales de 1937 las secciones de base no controlaban con «seriedad y espíritu crítico sus organizaciones y actividad», y que los datos incluían un volumen de no cotizantes a los que habría que sumar las bajas causadas por la guerra. En resumen, el italiano restaba en alrededor de 100.000 afiliados el monto real de efectivos del partido.16 Ser comunista exigía, antes y después del 18 de julio, la identificación con el partido, la concepción de que este componía el espacio central en la vida del afiliado o la interiorización de unas pautas y valores ligados con el compromiso (fe ideológica, aceptación de la línea política, disciplina, abnegación o sometimiento al principio de autoridad). En junio de 1936, al percibirse el incremento de afiliación, se multiplicaron las alertas por las dificultades que acarreaba la socialización de los recién llegados. Según algunas evaluaciones había que hacer «verdaderos derroches de habilidad para saber tratarlos» y parecía imposible acostumbrarles a «reuniones prolongadas y a horas intempestivas» o «hacerles cambiar de raíz sus antiguas normas de distracción o de vida».17

A ello se añadieron los problemas derivados de la falta de cuadros especializados.18 También se advirtió del peligro de una excesiva camaradería.19 Y aunque se insistió en la capacidad orgánica para lograr la asimilación, se destacó que había muchos afiliados con «resabios de diferentes ideologías», a pesar de ese escaso número de trasvases directos procedentes de otras organizaciones. En paralelo, se urgió a que en las unidades militares cada militante explicase a los «sin partido» el programa y la línea política convirtiéndose así en potenciales proselitistas. Ese objetivo cabía resumirlo en mayo de 1937 en dos consignas entendidas como ejes identitarios básicos: la defensa del Frente Popular y el desenmascaramiento de «la política criminal del fascismo y de sus aliados en nuestra retaguardia, los trotskistas».20 Los problemas asociados a la absorción y socialización fueron resaltados igualmente en las reflexiones de Pedro Checa en los Plenos del CC celebrados en marzo y noviembre de 1937, al subrayar que había comités de radio que no conocían a sus inscritos, que existían tensiones entre viejos y nuevos afiliados o dificultades para eliminar el «bagaje de concepciones, reminiscencias de origen (o) posición social» de algunos recién llegados.21

Marc Ferro habló de plebeyización al definir los efectos del ingreso en aluvión en las filas bolcheviques de una segunda generación de militantes en la Guerra Civil rusa y durante la década de los años veinte. Quizá esa misma etiqueta puede hacerse extensiva al PCE durante la Guerra Civil. Lo que sí resulta evidente es que la expansión cuantitativa coincidió con –y sin duda impulsó– el recurso a relatos asequibles como instrumentos de socialización masiva. Ahí cabe inscribir el peso de las alusiones popularnacionalistas en el discurso del PCE estudiadas por Xosé M. Núñez Seixas. En el marco de tales narrativas resaltaría el recurso a las evocaciones históricas de tono mítico como factor de reconocimiento y cohesión. En un nivel más especializado, como se verá en el epígrafe 5.2, el PCE impulsó igualmente el uso de la pedagogía histórica como mecánica de socialización de cuadros. Una tarea que fue justificada aludiendo a las palabras de Stalin de «cultivar cuidadosa y atentamente a los hombres, como un jardinero cultiva su planta favorita».22

La derrota de 1939 conllevó un complejo y lento trabajo de recomposición orgánica. Cabría hablar, en este sentido, de una cesura en la cultura militante. Tras el conflicto, las cifras oficiales que cuantificaban el peso del aparato comunista en libertad en la península resultaban desoladoras. En Madrid habría como mucho cuatrocientos militantes. En cambio, en otras provincias lo que existía era un absoluto páramo.23 Ya en 1951 Fernando Claudín reconoció en un informe confidencial para la dirección del PCUS que no se disponía de datos exactos, solo de estimaciones. Respecto al interior, y recuperando el censo oficioso calculado en París hacia 1947, cabría pensar en una base de 22.000 miembros, de los cuales en torno a 3.500 estarían en prisión. Los exiliados comunistas –incluyendo la militancia del PSUC– podrían rondar los 18.000.24

Al año siguiente, en otro cálculo transmitido a Stalin por Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo y Francisco Antón se manejaron cifras parecidas. Se calculó que la «fuerza organizada» del partido en España sumaría 20.000 efectivos principalmente localizados en los centros urbanos, aunque eran datos incompletos. A esa cifra se sumarían otros casi 16.000 militantes en el exterior, principalmente en Francia y África del Norte (poco más de 14.000) y la afiliación del PSUC (5.000).25 Otro informe de 1953 estimó en cerca de 4.000 los exiliados en la Unión Soviética, de los cuales casi 3.000 serían niños de la guerra y 900 refugiados políticos llegados a partir de 1939, en su mayoría cuadros del PCE y sus familiares.26 A partir de 1947-48 fueron sedimentándose también las comunidades de comunistas españoles en las democracias populares. Según una estadística parcial confeccionada en 1954, el partido tenía constancia de una comunidad de algo más de quinientas personas integrada por militantes y sus familias. El grueso de afiliados del PCE-PSUC más notable –un centenar– estaba en Checoslovaquia; existía un grupo algo menor en Polonia; otros sesenta en Budapest, y en torno al medio centenar en Dresde.27 En 1958 residiría en Berlín Oriental una pequeña sección de alrededor de veinte o treinta camaradas.28

El colectivo comunista español fue objeto de observación también desde el exterior. La CIA testó la fuerza del partido a finales de los años cuarenta. En un memorándum de diciembre de 1947 sobre el futuro político de España, tildó al PCE de grupo pequeño, pero enérgico y disciplinado, sometido al «poder magnético de la URSS». En caso de que prosperase algún tipo de insurrección interna no dudaría en intentar hacerse con el control de la situación instalando una «dictadura del proletariado bajo guía soviética». Aunque a continuación se aquilataban las opciones de esa hipótesis, pintándola como muy improbable por la extendida cultura anticomunista en España tanto a izquierda como derecha. Sí a ello se sumaba la posibilidad de que decreciese el peso del PCF y el PCI, entonces el riesgo de que España cayese bajo el dominio soviético «podría reducirse a cero».29

En otra evaluación de abril de 1949 la CIA estimó en 5.000 los militantes comunistas en la URSS.30 Tres años después redujo el total de efectivos del partido a entre 10.000 y 15.000 miembros (sin distinguir entre activistas en el interior y comunidad exiliada), considerando que, por sí solo, constituía un grupo «políticamente ineficaz». Sin embargo, representaría una «amenaza potencial» en el caso de que lograse capitalizar la «desmoralización» existente en otros sectores de la izquierda ante la progresiva normalización del régimen franquista en el ámbito diplomático.31 Otro indicador indirecto que ilustraría la dimensión de la comunidad comunista se deduciría de los volúmenes de propaganda enviados a España. El material remitido en abril de 1953 fue de casi 17.000 unidades integradas por cerca de 13.000 ejemplares de Mundo Obrero, 2.275 de Treball, mil folletos y algunos centenares más de otros materiales.32

Pero las estimaciones cuantitativas sobre el peso del partido en el interior soslayaron otras realidades dramáticas. La intensísima presión policial se cebó con la organización, trabajosamente rehecha una y otra vez desde 1939. Los golpes se sucedieron con notable crudeza, especialmente entre 1945 y 1948, muchas veces como consecuencia de la actividad de delación en las filas comunistas, como las de José Tomás Planás (El Peque) y Luis González Sánchez (El Rubio). En ese período se produjo la desarticulación de las JSU en la capital y se multiplicaron las detenciones de militantes –más de dos mil entre el otoño de 1946 e inicios de 1947–, de las que se derivaron al menos cuarenta y seis condenas a muerte. Otro recuento indicó que de 658 camaradas enviados al interior entre 1945 e inicios de 1948, 86 estaban presos, 21 habían sido fusilados y otros once murieron de forma violenta.33 La decapitación del partido en Madrid antecedió a otros golpes vividos en Asturias o contra las unidades guerrilleras que socavaron la comunidad clandestina comunista, sus redes y tramas orgánicas, multiplicando el efecto paralizante del miedo, la inacción y el profundo desánimo. Como ha indicado elocuentemente F. Hernández Sánchez, a finales de los años cuarenta «la organización del PCE se encontraba, en la práctica, reducida a las prisiones, dispersa en el exilio, aislada en los montes o sepultada en los cementerios».34

La identidad antifranquista conformó el factor aglutinante más intenso entre esta doliente comunidad militante y sus promociones ulteriores. Tuvo una presencia ininterrumpida desde 1939 hasta la Transición, enlazando con la identidad antifascista articulada desde mediados de los años treinta. En esos parámetros las evocaciones de memoria no pueden deslindarse de una intencionalidad de largo alcance subrayada por Francisco Erice: servir de fuente de enseñanzas para la lucha presente, así como de acicate para la resistencia, la movilización y las expectativas de triunfo final. La lucha contra Franco actuó de manto integrador donde situar las manifestaciones propias del modo de ser comunista y resaltar valores como la lucha por la libertad y contra las desigualdades, la conciencia social, la capacidad de sacrificio, la fortaleza, la fidelidad, el temple o la ejemplaridad moral, entendidos siempre como criterios normativos que debían moldear al individuo y definir al colectivo.35

La insistencia en este tipo de cualidades debe relacionarse con lo que Nanci Adler ha caracterizado como los fenómenos de «inflación identitaria». Ser comunista suponía asumir un sistema de ideas y creencias relativamente compacto, susceptible de articular y dar sentido a todas las dimensiones de la vida, ya se refiriesen a las esferas pública o privada.36 Pero a lo largo de la dictadura se dejaron sentir también las cesuras, explicables al menos en parte en virtud del proceso de renovación generacional (cf. epígrafe 2.2). En este sentido, Francisco Erice ha llamado la atención acerca de la asimilación relativamente no traumática de los efectos del XX Congreso del PCUS y la desestalinización entre la comunidad de memoria comunista española. Si bien existieron casos de estupor y rechazo ante la denuncia soviética y el desmontaje simbólico de Stalin pudo afectar a la consistencia identitaria de algunos militantes veteranos, el impacto de la denuncia parece que fue, en cambio, bastante débil entre las promociones jóvenes del interior, más distanciadas generacional y afectivamente de las prácticas del culto a la personalidad. Lo que sí parece evidente es que las condiciones dictadas por la represión y la capacidad inclusiva de la cultura antifranquista tendieron a amortiguar las repercusiones de la ruptura consagrada en Moscú en febrero de 1956.37

La clandestinidad y el exilio también pudieron impulsar la diversidad en otras direcciones. En los años sesenta y primeros setenta el PCE integraba ya un conglomerado de militantes del interior y la emigración, trabajadores con diversos niveles de formación, cuadros y bases vinculados fundamentalmente al sindicato CC. OO., así como grupos ligados a los movimientos estudiantiles, vecinales o incluso religiosos. El partido tuvo, además, sobre todo en el ocaso de la dictadura, un fuerte arraigo entre intelectuales y profesionales liberales. En 1967 se calculó que disponía de algo más de 7.500 militantes (5.655 en el interior y 1.874 en Europa), si bien era un conteo muy incompleto que excluía la afiliación en Francia y la existente en Cataluña, en casi toda Andalucía, parte de Castilla La Vieja o Vizcaya.38 En el otoño de 1976, Jaime Ballesteros apuntó como datos oficiosos unas cifras de 150.000 militantes con perspectivas de llegar a 200.000.39

El perfil de este colectivo ha sido contextualizado por Xavier Domènech en relación con las prácticas culturales establecidas desde las experiencias, los espacios, los valores, los símbolos y las percepciones compartidas. Durante la dictadura lo comunista siguió presentándose como un universo codificado fundado en la sensación de que al llegar se entraba en un modo de vida que disponía de un sólido legado que debía ser asumido como memoria y molde para regular las experiencias individuales. En segundo término, las condiciones de represión y clandestinidad amplificaron el rol de la militancia como compromiso de épica personal. El sesgo del PCE como partido por antonomasia del antifranquismo, y su imagen ligada a la debilitación y caída del régimen, apuntalaron ese tono heroico.40 Pero tales marcas pudieron actuar no solo como aglutinantes, sino también como bálsamos que rebajaron el riesgo de fricciones identitarias internas, aminorando otros aspectos que en el pasado habían jugado un papel cohesivo importante. Carme Molinero y Pere Ysàs han caracterizado a la comunidad militante de inicios de los años setenta como una base heterogénea, donde el antifranquismo y las perspectivas de lucha de presente y cambio de futuro actuaron como catalizadores. Pero esa misma heterogeneidad pudo servir de elemento disolvente de otras señas potenciadas entre las generaciones que vivieron la guerra.41

En la cultura colectiva comunista de los primeros años setenta siguieron resaltando valores como la mística del partido, el culto a determinadas figuras –particularmente Pasionaria– o la conciencia del sacrificio. También la percepción compartida de formar parte de una organización de vanguardia, los vínculos solidarios o la disciplina respecto a un esquema articulado desde el prisma del centralismo democrático, un principio de sujeción jerárquica además claramente justificado por criterios prácticos vinculados con la clandestinidad y la transterritorialidad. Pero durante aquel período, asimismo, se erosionaron referentes normativos clásicos como el mito revolucionario, la concepción radicalmente igualitaria, el obrerismo o el cerrado prosovietismo. Muchas disensiones vividas a la izquierda del PCE pivotaron obsesivamente sobre estas cuestiones. Paralelamente, como han destacado Jordi Boja, Carme Molinero y Pere Ysàs, la variable de la identidad democrática jugó un papel esencial en la caracterización de la comunidad militante. No obstante, ese etiquetaje encerraba notables contradicciones, dado que se concebía como llave maestra para propiciar una cascada de cambios finalistas que difícilmente podrían resolverse en los límites de la democracia representativa en un país como España, constreñido a la geoestrategia de la Guerra Fría.42

La historiografía ha propuesto diversas explicaciones ante las renuncias de memoria protagonizadas por el PCE en 1976-78. Estas han abarcado desde la consideración de que el partido traicionó sus esencias a que fue capaz de trascender la memoria partidista en aras de la reconciliación nacional para lograr una democratización que permitiese superar el franquismo. También se ha hablado de tacticismo o de moderantismo dirigido a desactivar la protesta social y la opción de una ruptura desde abajo.43

En todo caso, la estrategia electoral del PCE ante las elecciones del 15 de junio de 1977 se basó en intentar diluir los fantasmas del pasado y desactivar un anticomunismo sobre todo emocional que ligaba el recuerdo del partido con imágenes como la violencia o el trauma de la Guerra Civil. La campaña electoral comunista potenció la perspectiva de la moderación o el diálogo y pivotó en torno al vocablo nuclear de democracia. Esa noción se manejó como término de futuro –superar los rescoldos de la dictadura–, pero también en clave de legitimación de pasado. Sirvió de marco donde situar la tradición antifranquista entendida como intensa y sacrificada lucha por las libertades de todos. Esa actitud matizaría la visión de un PCE desmemoriado en la Transición. En torno a 1977 se relativizaron, sin duda, viejos referentes de memoria –la Guerra Civil o la Segunda República–, pero igualmente se potenció el valor simbólico y moral asociado con la oposición antifranquista como factor que legitimaba el rol del PCE como fuerza fuertemente implicada en la lucha democrática.

El abordaje de las políticas de memoria del PCE debe resaltar otras cuestiones. De una parte, la importancia de la visión comunista sobre la dictadura entendida como rescoldo de la Guerra Civil en cuanto praxis de violencia y anormalidad histórica. Este otro plano permite apuntar, a su vez, la multiplicidad de resonancias que podía concitar en el seno del partido el recuerdo del período 1936-39. La experiencia frentepopulista constituyó el ámbito de germinación, según la lectura oficial comunista mantenida desde los años sesenta, para el proyecto de democracia social avanzada que propugnaba el partido. Pero la naturaleza traumática de 1936-39, o su cariz como paradigma de división, enfrentamiento y excepcionalidad, fueron asignaciones de sentido estrictamente atribuidas a la dictadura. De ese modo, el franquismo no era más que la continuidad natural de la guerra por otros medios.

Existiría un factor más, en ocasiones soslayado, que debe resaltarse: el referido a los lazos reactivos presentes entre la memoria comunista y la franquista. Esta última se caracterizó por un exacerbado anticomunismo, aunque lo adecuó e instrumentalizó a lo largo del tiempo. En torno a 1956, el año en que se oficializó la tesis de la reconciliación nacional, la propaganda franquista comenzó a subrayar la variable de la paz en sus relatos sobre el pasado. Esa visión terminó de consolidarse en 1964 en el marco de la campaña de los XXV Años de Paz, prolongándose durante los diez años posteriores.

Dicha estrategia se correlacionó con otras prácticas de renovación de las marcas anticomunistas desde el Ministerio de Información y Turismo, aunque también debe conectarse con las campañas organizadas desde el PCE como respuesta a las acciones emprendidas desde la dictadura. En paralelo, el análisis de los medios de masas permite tomar el pulso a las inflexiones a que se sometió el relato generalista sobre la guerra durante el tardofranquismo. Muy en particular, al progresivo vaciamiento e invisibilidad relativa del conflicto en coincidencia con las políticas de socialización basadas en criterios de legitimación funcional propios de la cultura desarrollista. Como se verá en los epígrafes 7.6 y 8.3, esa modulación del recuerdo de la guerra tomó forma antes de 1975, lo cual permite sugerir la existencia de un peculiar pacto de olvido en traducción franquista.

2. GENERACIONES DE MEMORIA

La comunidad de memoria comunista que arribó a finales de los años setenta estuvo integrada por cohortes generacionales diferenciadas.44 En el PCE coexistían en ese momento tres grupos de edad con perfiles distintos. Uno estaba compuesto por la afiliación más joven, nacida en la posguerra. Otro, por los militantes y dirigentes de más edad. Y un segmento central conformado por la aportación procedente de las JSU, la matriz que, como resaltó Fernando Claudín, nutrió las promociones comunistas durante las dos o tres décadas posteriores a la guerra, reconstruyó el partido en la clandestinidad y aportó buena parte de los cuadros y la elite dirigente desde los años cuarenta.45 No debe obviarse, en este sentido, el peso abrumador compuesto por los colectivos más jóvenes en la avalancha de afiliaciones vividas tras el 18 de julio: según datos del CP de Madrid de 1938, del total de ingresados hasta entonces un 40% tenía entre 18 y 23 años, y un 41% entre 24 y 30.46 El colectivo comunista durante el franquismo estuvo, a su vez, cruzado por la variable geográfica. Desde esa óptica cabría mencionar la primera promoción de exiliados frente a la militancia en la emigración económica de los años sesenta, muy relevante en Francia o Bélgica. O a los nuevos militantes del interior que ingresaron entre mediados del decenio de los sesenta y la primera mitad de los setenta, un conglomerado donde el componente juvenil resultó notable.

Como se ha apuntado antes, algunos referentes actuaron de símbolos transversales que paliaron la posible heterogeneidad generacional. El más destacado estuvo encarnado por la figura de Dolores Ibárruri. Pasionaria se ratificó en los años cincuenta como emblema de historia viva del partido y símbolo de memoria compartida, pero también como nexo que fusionaba y aglutinaba a las viejas y a las nuevas generaciones llegadas al partido.47 En este sentido no fue extraño que encabezase las prácticas de codificación de la memoria oficial desplegadas entre finales de esa década y los años sesenta (cf. epígrafes 7.3 y 7.4).

En ese período tuvo lugar la publicación de una amplia secuencia de materiales de corte oficial como la Historia del Partido Comunista de España (1960) o los primeros volúmenes de Guerra y Revolución en España, 1936-39 (1966-67), obra de una Comisión de Historia presidida por Pasionaria. Los límites del arco de edad del equipo que colaboró en esos trabajos se situaron entre los cincuenta y setenta años. En la Comisión de Historia figuraron Antonio Cordón (nacido en 1895, el mismo año que Ibárruri), Irene Falcón (1908), Luis Balaguer (1911), José Sandoval (1913) y Manuel Azcárate (1916). En la Historia del partido colaboraron Fernando Claudín y Santiago Carrillo (ambos nacidos en 1915), y en los trabajos preliminares de Guerra y Revolución… lo hizo Enrique Líster (1907). Como consultantes de esa última obra se consignaron los nombres de Modesto (Juan Guilloto, 1906) o Manuel Márquez (1902), aunque la relación de participantes indirectos en Guerra y Revolución… fue más amplia. A esos nombres cabría sumar otros escritores o publicistas ubicados en la misma franja generacional, como Federico Melchor (1915), Eusebio Cimorra (1908) o Jesús Izcaray (1908), así como algunos de los trabajadores con mayor recorrido en REI, como Ramón Mendezona (1913) o Luis Galán (1916). Todos fueron figuras decisivas en la articulación discursiva de los referentes que sustentaron la memoria colectiva comunista. Compusieron un grupo compacto y ejercieron la función de productores del relato patrimonial del PCE.

Este rol de autoridad puede relacionarse con otros fenómenos de rearticulación vividos en entornos políticos próximos, como el PCP. Si bien el volumen numérico de ambas organizaciones y su evolución son diferentes, sí existieron lógicas compartidas. Tras la fuga del Forte de Peniche en enero de 1960, Álvaro Cunhal y otros responsables del partido portugués iniciaron un exilio de catorce años en la Unión Soviética, Checoslovaquia, Rumanía y Francia. No obstante, esa dispersión acabó relativizándose gracias a los mecanismos implicados en lo que Adelino Cunha ha denominado como la estrategia del exilio político funcional.48 Su fundamentación se apoyó en dos pilares: la consideración de la emigración como situación transitoria que debía respetar y reforzar la idea de que la lucha en el interior conformaba el epicentro de la acción del partido, y en la creencia de que Portugal constituía el lugar de memoria que legitimaba cualquier iniciativa presente y futura. Cunhal acabó alimentando y mitificando después esa perspectiva mediante su relato autobiográfico (Até Amanhã, Camaradas, publicado bajo el seudónimo de Manuel Tiago). El exilio no constituía, pues, un fin en sí mismo y su virtualidad no podía ser otra que actuar de apoyo auxiliar a esa centralidad del interior ante el objetivo del derrocamiento popular de la dictadura. El discurso del PCE operó con significaciones similares. Si bien sus instancias dirigentes estaban fuera de España, también se estableció una sólida imagen de la nación como lugar de memoria. La evocación de la República, la guerra o la dictadura compusieron los ejes de ese relato. Desde este punto de vista también cabe hablar de un exilio funcional.

Pero la ejecución efectiva de la toma de decisiones, la producción del discurso comunitario y la ubicación del liderazgo carismático –Álvaro Cunhal ascendió finalmente a la secretaría general del PCP en 1961 tras un período previo de dirección de facto– se localizaron en ese otro espacio externo establecido por los escenarios del exilio, al igual que había ocurrido desde 1939 con el PCE. Cunhal, como Carrillo, realizó sus diagnósticos sobre la realidad nacional desde la mirada del exterior y ambos dirigentes se esforzaron por evitar la peligrosa percepción de que existían dos partidos, el intramuros y el extramuros a las fronteras nacionales.49 Y del mismo modo que en el caso del exilio comunista español, en el ejemplo portugués también podría hablarse de la cristalización de una comunidad transterritorial fruto de la intersección entre las condiciones en que se movió su emigración, la necesidad de gestionar desde la distancia informaciones e iniciativas, la peculiar ligazón del partido con el canon soviético, y en virtud de los contactos entablados por los cuadros y colectivos familiares con las realidades emplazadas a un lado y otro del Telón de Acero.

La coyuntura esencial en la dinámica de renovación generacional en la dirección del PCE suele situarse en el período fijado entre la política de reconciliación nacional (primavera-verano de 1956) y el VI Congreso celebrado en Praga a finales de diciembre de 1959, donde Santiago Carrillo accedió a la secretaria general e Ibárruri fue designada presidenta. Coincidiendo con la reunión del CC celebrada en agosto de 1956 se produjo una visible renovación del BP saldada con la incorporación de una nueva hornada de dirigentes entre los que estaban Federico Sánchez (Jorge Semprún) y Juan Gómez (Tomás García), junto a los viejos nombres del partido (Sebastián Zapirain) o procedentes de la generación que combatió en la Guerra Civil (Santiago Álvarez, Francisco Romero Marín o Vicente Saiz / Simón Sánchez Montero). Casi todos pertenecían a una promoción vital posterior a Pasionaria, Uribe o Mije. Zapirain había nacido en 1903, un año después que Uribe y dos antes que Mije. En cambio, Álvarez, Romero Marín y Sánchez Montero eran diez años más jóvenes, igual que Carrillo y Claudín. Jorge Semprún (1923) encarnó la frontera vital con la promoción inmediatamente posterior.

A pesar de sus diferencias, este bloque coincidía generacionalmente con el grueso de cuadros y responsables que nutrieron el PCF en los que han sido considerados sus años dorados, la etapa 1944-70. Dicho colectivo ha sido analizado desde la perspectiva de la homogeneidad vital y las experiencias compartidas (la Segunda Guerra Mundial, la Liberación y la Guerra Fría), junto a la convivencia en un molde de organización que subsistió hasta los años sesenta: el partido thoreziano.50 Parte esencial de su cultura política estuvo compuesta por la identificación con la tradición soviética y con la memoria épica del antifascismo. Estos tres valores, tamizados por la particularidad española (la derrota de 1939 y la lucha antifranquista), formaron parte del acervo de la generación del PCE que fue dirigente en lo político y rectora en lo mnemónico entre los años cincuenta y setenta.

El giro de 1956 debe explicarse, por su parte, como cesura generacional con varios niveles de expresión (cf. epígrafe 7.1). La declaración de junio titulada Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español se hacía eco de las movilizaciones estudiantiles protagonizadas por las cohortes de posguerra donde podían convivir los hijos de los vencedores y los derrotados, unidos por una percepción relativamente compartida de escepticismo frente a los valores tópicos del franquismo.51 Por extensión, se dirigía a una realidad muy diferente a la de 1936. Sus alusiones a los colectivos intelectuales podían identificarse, igualmente, como llamada a una promoción vital renovada, aunque la declaración de junio citase a nombres señeros del pasado como Ridruejo, Laín o Marañón.

En los meses centrales de 1956 confluyeron diversos vectores: la sedimentación del giro impuesto desde 1948 (fin de la guerrilla, «entrismo» en las estructuras sindicales franquistas), el impacto del XX Congreso del PCUS y la denuncia del culto a la personalidad. Este hecho tuvo, además, inmediata traducción dentro del juego de tensiones y equilibrios internos en la dirección del PCE, en forma de agravamiento del enfrentamiento en París entre las figuras señeras de la generación procedente de las JSU (Carrillo y Claudín) y un viejo nombre del pasado (Uribe). Además, el giro táctico de aquel año también fue fruto de la percepción por parte de esa misma dirección de lo que, sin exageración, cabría tildar de «nacimiento de una generación antifranquista» en el entorno estudiantil e intelectual del interior. Ese grupo fue muñido, en gran parte, por Semprún desde 1953:52 se nutrió por nuevos activistas militantes o próximos al PCE (Javier Pradera, Julio Diamante, Ramón Tamames, Emilio Lledó, Domingo González Lucas / Dominguín, Agustín Larrea, Alberto Saoner, Javier Muguerza, Clemente Auger, José Luis Abellán, Eduardo Punset, Enrique Múgica, Julián Marcos y otros más), vertebrándose gracias a una serie de experiencias aglutinantes compartidas (proyecto de un congreso de escritores universitarios entre mayo y octubre de 1955, homenaje a Ortega y Gasset en ese último mes y protestas estudiantiles en febrero).

El principal referente de memoria sacrificado en la política de reconciliación nacional no fue la Guerra Civil sino el recuerdo de la lucha guerrillera, un aspecto que quedó paulatinamente neutralizado en el discurso público comunista del decenio de los cincuenta hasta invisibilizarse en los sesenta y setenta. De hecho, esa renuncia fue subrayada en los relatos alternativos derivados de las fracturas vividas a la izquierda del PCE. Negar la política de reconciliación nacional suponía reivindicar la vigencia de la lucha armada. Así lo destacó en 1974 en una intervención filmada el veterano dirigente socialista Julio Álvarez del Vayo, ya escorado hacia posiciones ultraizquierdistas, al llamar a la huelga general revolucionaria para hundir el régimen franquista. Una dictadura cuyo origen, afirmaba, había sido olvidado por muchos «en el correr de los años». «Fue instalada en el poder por Hitler y Mussolini» y su razón de ser era «seguir matando». «De ahí que resulte ir contra la realidad política el obstinarse en proponer, de una manera u otra, la reconciliación nacional». Del Vayo establecía una cadena de equivalencias simbólicas y legitimación entre la huella de la guerrilla y los planteamientos que cristalizaron en el FRAP, el brazo armado del PCE (m-l) organizado entre 1971 y 1973 (cf. epígrafe 8.2). Una cadena que incorporaba como nexo generacional al propio del Vayo como presidente y rostro visible, aunque su militancia estuvo nutrida principalmente por jóvenes nacidos en torno a 1950.

A finales de los años sesenta el PCE lanzó una campaña –la Promoción Lenin– dirigida a captar nuevos militantes. La iniciativa evidenció los rasgos y contradicciones de la compleja gestión de memoria en aquella coyuntura. Invocaba al símbolo más reconocible de la tradición comunista y reproducía la pervivencia alegórica del fundador del Estado soviético, pero coincidiendo con la tensión entre el PCE y el PCUS a propósito de los sucesos de Praga. La campaña tuvo lugar además en un marco donde se disipaba la memoria de la Guerra Civil en la publicística oficial. 1969 y el trigésimo aniversario de la derrota fue la última ocasión en que tuvo lugar una conmemoración relevante que hizo retrospección pública sobre el conflicto.

La narrativa orgánica también diluía las citas de recuerdo de la vieja dirigencia, como José Díaz, un nombre que sí fue reivindicado como referente legitimador desde la disidencia izquierdista encabezada por Líster o Eduardo García. En ese contexto la invocación a Lenin no pretendía ser un mero homenaje. «Para nosotros no se trata ni de fechas ni de mitos», se afirmó en un informe interno de 1970, sino «de extraer todo el significado» de tal invocación para el reforzamiento orgánico y la proyección pública del partido. En esta lógica, la campaña de afiliación sumó otras iniciativas: reuniones, jornadas de movilización, incrementar la difusión de Mundo Obrero o que los militantes aportasen un día de salario en la entendida como «jornada roja de contribución a la campaña».53 Aunque este tipo de prácticas no eran nuevas. Como se comentará en los epígrafes 6.2, 6.4 o 7.5, el PCE recurrió entre los años cuarenta y sesenta a las efemérides conmemorativas –al 14 de abril, los aniversarios del partido o al 1 de abril y el 18 de julio– para impulsar el fortalecimiento interno y multiplicar la acción propagandística o movilizadora.

Pero esta vez la campaña de afiliación ligada a la Promoción Lenin quiso evidenciar unas señas de identidad más abiertas y flexibles sobre el ser comunista –entre ellas, forzar la ya definida como «transición hacia la democracia»– ligándolas con el objetivo de hacer un partido de masas.54 Eso suponía para el partido intentar capitalizar, y no tanto controlar, dinámicas de movilización social diversas y formas múltiples de activismo donde se implicaban realidades generacionales diversas y dinámicas de socialización plurales en empresas o talleres, células universitarias o grupos de barriada. Tal heterogeneidad se articuló en función de una seña compartida –la antifranquista–, y en torno a la percepción de que la dictadura, que aunque parecía haber estado siempre ahí, no era impenetrable.55 El presente y el futuro se superponían así a las marcas de pasado. Ello tuvo lugar, además, coincidiendo con la maduración de CC. OO., la herramienta funcional que permitió sustanciar el ideal del PCE como partido hegemónico de la clase obrera, pero en relación con la atracción de unas cohortes generacionales renovadas, conformadas al socaire del desarrollismo.56

Por su parte, la tesis de la reconciliación nacional, entendida como capital simbólico y emblema en la definición del PCE hacia el eurocomunismo, acabó siendo instrumentalizada por Santiago Carrillo desde 1976 y durante la Transición.57 Tras la muerte de Franco los debates sobre el eurocomunismo, la fricción suscitada por el abandono del leninismo en el IX Congreso (1978) y la tensión vivida hasta la fractura de comienzos de los ochenta sirvieron de nuevos entornos. Que la llamada disensión prosoviética abierta desde el flanco de la izquierda estuviese encabezada por figuras de edad avanzada –Pere Ardiaca en el PSUC, Ignacio Gallego en el PCE– podría sugerir la imagen de un conflicto con visos de tensión generacional en el que referentes de memoria aparecían capitalizados por nombres señeros de la organización. Sin embargo, no fue esa la nota ni dominante ni generalizable.

La etiqueta de la renovación eurocomunista estuvo encarnada durante su eclosión pública entre 1976 y 1977 por nombres veteranos, como el propio Santiago Carrillo, junto a figuras del interior generacionalmente coetáneas (Marcelino Camacho o Simón Sánchez Montero) y otros dirigentes nacidos en los años treinta (Ramón Tamames, Jaime Ballesteros), o incluso en los cuarenta (Pilar Brabo, Enrique Curiel). La disensión prosoviética de 1969-70 estuvo, en cambio, encabezada por integrantes de la generación de la guerra (Enrique Líster, Eduardo García o Luis Balaguer). Sin embargo, las fracturas vividas en los años inmediatamente anteriores y que acabaron derivando en los grupos prochinos o «albaneses» estuvieron animadas y nutridas por una militancia mucho más joven, como ya se ha indicado respecto al ejemplo del FRAP. Por otra parte, dirigentes como Santiago Carrillo eran perfectamente conscientes de que el PCE en vísperas de la legalización se caracterizaba por la coexistencia de promociones generacionales distintas. Carrillo aludió a inicios de los años setenta a la presencia de diferentes hábitos, mentalidades u orígenes entre las cohortes del colectivo comunista, si bien en 1976 consideró que existía un acoplamiento armónico en la dirección, entre viejos y nuevos afiliados o entre los sectores del exilio y los del interior.58

Las modulaciones sufridas por el discurso sobre la Guerra Civil, la reconciliación nacional o el antifranquismo deben vincularse, por su parte, con las fluctuaciones desarrolladas por los discursos de memoria en la esfera pública y con otras mutaciones que afectaron a las señas de identidad del colectivo comunista. Ese fenómeno adquiere nitidez si lo trasladamos hasta el período posterior a la victoria electoral socialista de octubre de 1982. Las narrativas de modernidad ligadas a la adhesión de España a la CEE (1985) o a los fastos de 1992 terminaron de consagrar un cambio notable en el relato público donde parecían desfasadas las viejas políticas de memoria en disputa al final del franquismo. En esa coyuntura tomaron forma, además, las primeras muestras del discurso legitimador sobre la Transición concebida como proceso determinado por la acción providencial de las elites políticas, muy en particular por la Monarquía.

Cabe colegir que los modestos resultados electorales logrados por el PCE en los comicios de 1977 y 1979, así como la pluralidad de sensibilidades articuladas en su seno durante el tramo final de la dictadura, acabaron actuando como factores de dispersión según se diluía el elemento aglutinador antifranquista y quedaba claro que el partido no sería ni opción de gobierno ni fuerza mayoritaria en la izquierda. A ello habrían de sumarse el impacto de otras dinámicas estructurales que incidieron sobre los mimbres tradicionales de la identidad comunista. Al respecto se han mencionado los efectos provocados por la crisis económica de 1973 y la cronificación del desempleo masivo, las mutaciones sufridas en los centros de trabajo como ámbitos de socialización o la relevancia adquirida por el sector servicios frente al esquema relacional clásico establecido en el mundo de la fábrica. Estas transformaciones convivieron con la cascada de cambios en las relaciones familiares y en el ámbito de lo doméstico, por la eclosión de nuevas subculturas o la consolidación de hábitos de consumo.59

Las dinámicas indicadas depararon un complejo contexto de circunstancias que afectaron a la articulación identitaria del PCE durante el período de estabilización democrática. Incidieron en su potencialidad organizativa, en la capacidad y eficacia de socialización de su discurso y proyecto, en sus tácticas de movilización o en su presencia e imagen en la esfera pública y ante otras fuerzas políticas. De hecho, las políticas de recuperación de memoria no se interiorizaron oficialmente hasta finales de la década de los noventa, en unos parámetros bien distintos. Las señas de identidad republicanas se fueron recuperando entre el XIV y XV Congreso (1995 y 1998), coincidiendo con el objetivo del sorpasso al PSOE y con la creciente patrimonialización del recuerdo de la Transición por parte del PP.60 Algo más tarde la militancia se implicó en el movimiento memorialista, aspecto que terminó culminando en 2002 con el nacimiento de Foro por la Memoria, una iniciativa impulsada desde la Comisión de Memoria Histórica del partido. Ya en 2008, la Conferencia Política del PCE consideró roto el pacto constitucional, denunciándose que el referéndum de 1978 «fue lo menos parecido a la decisión soberana de un pueblo al que solo se le dieron dos opciones: monarquía parlamentaria o franquismo sin Franco», y abogándose por un proceso constituyente hacia una Tercera República.61

Estas trazas configuraron el escenario donde situar la cristalización de una nueva orientación de memoria generacional que podría ser tildada de tercera generación, de posmemoria o de memoria protésica. La categoría de posmemoria alude a fenómenos de transferencia familiar directa de huellas o posos presentes en la memoria personal que serían proyectados, apropiados y reelaborados por parte de los hijos o los nietos.62 Pero la noción de posmemoria puede entenderse también en relación con las dinámicas de tránsito de la cultura social entre distintas cohortes generacionales.

Desde esa perspectiva el prefijo post no haría alusión a un fenómeno de hegemonía diacrónica, sino que indicaría la existencia de procesos de encuentro, diálogo, apropiación, readaptación o reciclaje entre culturas generacionales diversas, por ejemplo, en forma de simbiosis donde convergerían lecturas respecto al valor moral y al balance de ciertos contextos históricos. La importancia del colectivo comunista en la movilización y proyección de las demandas vinculadas a la memoria histórica a inicios del siglo XXI se explicaría entonces, al menos en parte, como nuevo reflejo generacional. Sus demandas de reparación no pueden deslindarse del marco general definido por el boom de memoria vivido en España y en otros espacios en las dos últimas décadas.63 Aunque asimismo cabe sugerir que esa nueva generación de memoria sería la resultante de la interiorización de lecturas críticas sobre la naturaleza de la Transición o acerca del papel jugado por el PCE, en particular de su moderantismo o su implicación en las políticas de consenso. En paralelo, estos mismos colectivos se habrían erigido en víctimas híbridas al subjetivar el recuerdo del trauma ligado a la Guerra Civil y la represión, produciéndose así una suerte de transferencia emocional y de sutura entre distancia temporal de los hechos de pasado y presencia simbólica del trauma a ellos vinculado.64

3. MEMORIA COSMOPOLITA

La memoria colectiva comunista debe plantearse, pues, atendiendo a una trama densa, compleja y cambiante de factores históricos. En ella intervinieron múltiples dinámicas en las que se entrecruzaron percepciones, situaciones vitales, culturas militantes o imaginarios ligados al partido. Del mismo modo afectaron los influjos externos o las imágenes compartidas propias de una tradición internacional. Todos estos parámetros trazaron el tejido donde se emplazaron las estrategias de rememoración.

Pasionaria esgrimió en La vieja memoria, la película documental comentada en el epígrafe 1.2, un estándar explicativo sobre el papel del PCE durante la Guerra Civil. Su apelación a la defensa de la República democrática encajaba con el discurso patrimonial de mediados de los años setenta que hacía gala no tanto de la reivindicación republicana, pero sí del pedigrí democrático legitimado mediante el ejercicio de lucha antifranquista. Pero el largo período del exilio reprodujo la persistencia de otras contra-memo-rias críticas frente al PCE. La consideración vertida por Federica Montseny, en esa misma película, acerca de que los comunistas iniciaron «la contrarrevolución antes que Franco» enlazaba con la dilatada memoria oficial anarcosindicalista.65 En paralelo, la entrevista de Camino a Pasionaria y, con más claridad aún el film biográfico Dolores (José Luis García Sánchez y Andrés Linares, 1981), pusieron de manifiesto el afecto hacia la URSS y la subsistencia del mito soviético como tamiz en su visión del pasado y el presente. Esta percepción coincidió en el tiempo, no obstante, con la estrategia de reafirmación simbólica encarnada en el eurocomunismo como fórmula basada en marcar las distancias frente a la Unión Soviética.

A pesar del tono aparentemente iconoclasta y novedoso del eurocomunismo, este pronto fue explicado como deriva de momentos históricos anteriores. Fernando Claudín, en un ensayo editado en abril de 1977, destacó que era el último fruto en la tendencia hacia la autonomía del partido frente a la URSS que habría arrancado de la desestalinización oficializada desde 1956. Por su parte, Carrillo resaltó que las verdaderas raíces del eurocomunismo se podían retrotraer hasta la política de Frente Popular o los postulados de unión nacional. Ya a inicios de los años ochenta, otras reflexiones completaron esa genealogía mencionando otros antecedentes previos, si bien con la prudencia de excluir de ellos a viejos revisionistas del SPD. Así hizo Pilar Brabo al evocar a Rosa Luxemburg contraponiéndola al pensamiento de Bernstein y Lenin, o al reivindicar a Gramsci.66 Pero la crisis de inicios de los años ochenta desbarató este tipo de imaginarios, trastocando la apelación eurocomunista en ajuste de cuentas y crítica a los viejos principios. En esos márgenes se situó el ensayo Crisis del Eurocomunismo de Manuel Azcárate, donde rebatía no solo la idea de independencia efectiva del PCE frente a la URSS, sino que tildaba a esta de experiencia no socialista:

Mi opinión es que hace falta decir y demostrar –y uno de nuestros grandes errores, al menos desde 1968, es no haberlo hecho– que el Estado soviético no es el poder de la clase obrera. [Lo que sí existió al concluir] la represión estaliniana, fue una especie de compromiso entre el Estado y la clase obrera que garantiza a esta cierta estabilidad de trabajo y empleo, cierto nivel de seguridad social, medicina, educación; y cierta posibilidad de acceso a la casta gobernante que no se basa en la propiedad y no es en sí hereditaria; acceso importante para alimentar la ideología de legitimación del poder, fundada en la continuidad de la Revolución de Octubre.67

Crisis del Eurocomunismo se iniciaba con una dedicatoria a algunos nombres de confianza de Carrillo entre 1974 y 1978 –Jaime Ballesteros, Carlos Alonso Zaldívar, la propia Pilar Brabo– que acabaron por abandonar el partido. Azcárate fue expulsado de la dirección en 1981 y del PCE en 1982 tras una dilatada militancia. Se había incorporado al CE a mediados de los sesenta, y desde 1968 se hizo cargo de la política internacional convirtiéndose en pieza central en el esquema de relaciones con el PCUS. Ocupó importantes responsabilidades en el aparato de propaganda y a partir de 1976 fue director de Nuestra Bandera, la principal plataforma teórica del partido. Representaba, pues, el paradigma de intelectual orgánico. Desde ese rol se implicó en la producción de memoria pública. En 1978 actuó como voz oficial en la polémica sobre las críticas vertidas en la Autobiografía de Federico Sánchez de Jorge Semprún, otro ejercicio de contramemoria con eco notable en el espacio público.68 Una década antes había colaborado como coautor en una síntesis de tono canónico sobre la Guerra Civil, además de trabajar en la Comisión de Historia antes mencionada.69

Azcárate personificaba un modelo de biografía militante pautada por la cesura de la guerra, el exilio y la ilegalidad vivida entre 1936 y 1977. Tales experiencias determinaban las diferencias más notables entre el PCE y sus homólogos occidentales más importantes, el PCF y el PCI, así como frente a las formaciones comunistas convertidas en instancias de poder en Europa Central u Oriental desde 1947-48. Estos rasgos también resultan destacables si atendemos a la trayectoria descrita por otras formaciones mediterráneas como el PCP o el KKE, igualmente sometidas a escenarios parejos de represión y clandestinidad. Ya se han señalado antes algunas concomitancias entre los partidos español y portugués. Situados en el ecuador de los años setenta destacarían, en cambio, las distancias programáticas y de acción política a pesar de ciertas similitudes en lo relativo a las relaciones con los partidos socialistas o sobre el interés por asegurarse una potente influencia sindical.70

Otro tanto cabría indicar ante el KKE, a pesar de los contextos aparentemente paralelos compuestos por las guerras civiles en España y Grecia. El KKE y el PCE encarnaron dos partidos con derivas históricas muy diferentes. En la publicística oficial del partido español de la segunda mitad de los años cuarenta apenas sí figuraron llamadas de solidaridad ante la situación griega. El KKE se situó en unos complejos parámetros, protagonizando un conflicto en parte indeseado por la URSS y peligrosamente cerca de la disidencia yugoslava. Sin embargo, tras 1953 fue reacio a la desestalinización. Entre las reflexiones de mediados de los años setenta no faltaron las alusiones, con frecuencia críticas, al PCP. En cambio, el KKE –y, más en general, la Metapolítefsi griega– fue sencillamente soslayada.

En ese contexto temporal las afinidades internacionales del PCE se situaron en otras coordenadas. La estrategia eurocomunista, particularmente entre el PCI y el PCE, se tradujo en visibles correlaciones en lo relativo a cómo orientar su política internacional, en particular respecto al tono de los contactos con la dirigencia soviética.71 El PCI de los primeros setenta encarnó también para el PCE un paradigma orgánico, en coherencia con lo que Donald Saason denominó como la capacidad de la organización italiana para erigirse en «partido laico».72

Dicho proceso tuvo sus raíces desde el Giro de Salerno al Memorial de Yalta, y de ahí al eurocomunismo, si bien se trató de una dinámica que ofreció profundas discontinuidades. En términos básicos, fue fruto de la participación en la construcción institucional de la república, de las consecuencias de la desestalinización o de la experiencia de gestión del PCI en esferas de poder provincial o regional. También de la aspiración por convertirse en opción de gobierno en un contexto capitalista desarrollado y ante una percepción social cada vez más escéptica (cuando no crítica) frente a la URSS. De ahí la relevancia adquirida por el paulatino rechazo a las categorías dogmáticas o por la asimilación de las tesis gramscianas sobre generación de consensos o lucha en el campo de la hegemonía. Su potente base electoral y social convirtió al PCI en modelo de partido de masas. Los resultados del PCE del 15 de junio de 1977 quedaron muy lejos de los obtenidos por los comunistas italianos en junio de 1976. No obstante, resulta difícil no establecer paralelismos entre la estrategia de colaboración del PCE en las tareas constitucionales o los Pactos de la Moncloa, con las del PCI durante el período en que abogó por el compromiso histórico y el entendimiento con la Democracia Cristiana.

Toda esta trama de singularidades y similitudes debe emplazarse en un marco mayor: el de la memoria cosmopolita comunista entendida como resultante de los procesos de reterritorialización y adaptación local de referentes internacionalizados, incluyendo la articulación en el centro soviético de influjos procedentes de focos nacionales.73

La categoría de memoria cosmopolita ha sido planteada específicamente como una herramienta interpretativa ante el fenómeno de las memorias sobre el Holocausto, refiriendo la producción y circulación transnacional de prácticas de recuerdo. Desde ese supuesto se han analizado aspectos como las formas de confluencia, encuentro, comprensión y asimilación de referentes foráneos. O fenómenos de hibridación e intersección glocal, donde valores de corte general se adecuarían a parámetros de lo específico singular. Frente al sentido tópico y restrictivo habitualmente otorgado a la categoría de memoria nacional, la noción de memoria cosmopolita flexibilizaría así las escalas del recuerdo colectivo. Como destacaron David Levy y Natan Sznaider, el Holocausto puede expresarse mediante tópicos simplificadores ligados a imágenes nacionales (Alemania como perpetrador, Israel como víctima o Estados Unidos como liberador). Sin embargo, la evocación del genocidio judío también puede situarse en un marco de negociación cultural donde intervendrían la fragmentación y la globalidad, la reflexividad o cuestiones relacionadas con formas de representación y pedagogía histórica.74

La memoria cosmopolita comunista contó con un centro de articulación nítido (la URSS). Sin embargo, cabe considerar que la asimilación de pautas de memoria importadas convivió con otras variantes de memoria nacional o local. Karl Schlögel ha remarcado la paradoja existente entre la cultura del comunismo global centralizada en las estructuras moscovitas de la IC y los constreñidos espacios de vida cotidiana donde discurría el quehacer de sus funcionarios. En 1937 estos se ubicaban en una reducida nómina de viviendas –el Hotel Lux o algunas residencias colectivas–, sus círculos de sociabilidad rutinarios se limitaban a algunos clubes de debate (la Cooperativa de Trabajadores Extranjeros o las Casas de los Escritores, la de los Científicos o la de los Republicanos Austríacos) y a determinados centros de producción de mensajes políticos, como redacciones de prensa y sedes editoriales, la radio del Komintern, los institutos científicos y la Escuela Internacional Leninista.75

En los recuerdos del dirigente español Sebastián Zapirain, alumno de este último centro entre 1931 y 1932, se aludió también a los espacios de sociabilidad para extranjeros en Moscú. Según su testimonio, había en la escuela una treintena de españoles. Además de la asistencia a clases y conferencias o a alguna velada cultural, los alumnos estaban adscritos a fábricas donde trabajaban en los denominados sábados comunistas en jornadas de trabajo gratuito. Fuera de tales contactos «nuestra relación con los soviéticos no se miraba bien», aunque según Zapirain «teníamos nuestros amigos, novias, etc.».76

La memoria cosmopolita comunista se fundamentó, a su vez, en la tradición internacionalista del movimiento obrero. La IC compuso el jalón organizativo en una concepción transnacional con dilatada historia. Sin embargo, esta memoria transnacional concilió abundantes ejercicios de exaltación del pasado o de historias nacionales que rearticularon los discursos comunistas desde la segunda mitad de los años treinta. En dichas coordenadas se situó el PCE, en un proceso que se vio reforzado y amplificado desde julio de 1936 por el protagonismo del discurso nacional-patriótico.

Otro tanto puede decirse respecto al PCF de los años treinta, tras superar una fase inicial de tensión entre los mitos obreristas y republicanos procedentes de la tradición socialista y el impacto de la bolchevización como cultura que neutralizaba las marcas nacionales. Esta dualidad finalmente se resolvió a través de la conciliación en el marco de las significaciones frentepopulistas, donde se armonizó una explícita reclamación de la historia nacional con la asimilación de los mitos estalinianos. Desde 1935 la dirección comunista hizo hincapié en la necesidad de la enseñanza de la historia francesa para la formación de cuadros, en particular en cuestiones como la historia del movimiento obrero o del ciclo revolucionario circunscrito entre 1789-93 y la Comuna. También en torno a 1935 tomó forma una generación de historiadores que encarnaron un modelo renovado de intelectual de partido. El caso más notable fue el del estudiante Albert Soboul, que desde 1932 se encontraba próximo al PCF. La celebración del aniversario de la Revolución en 1939 supuso la culminación de este proceso. De hecho, fueron los comunistas franceses los que protagonizaron de modo más visible la conmemoración de la efeméride ese año, en una síntesis entre glorificación de los hitos revolucionarios nacionales y su instrumentalización en forma de historia militante.77

La culminación de esta tendencia hacia el visible peso de la nación se produjo en Francia tras la Segunda Guerra Mundial. Un ejemplo perfecto de memoria patriótica generalista capitalizada por el PCF figura en el mediometraje Nous continuons la France, un documental realizado en 1946 por Louis Daquin. El film recorría la historia francesa desde la Edad Media, arrancando del ensalzamiento de la tierra y del trabajo como materias primas constitutivas de la nación popular. E incluía llamativos paralelismos entre el presente y pasado, entendidos como citas de historia reconocible por el gran público a través de los mitos colectivos. En ese juego de espejos se situó, por ejemplo, Juana de Arco. Su muerte en la hoguera era asimilada a la traición de 1940 y sus ejecutores a las figuras de Laval o Petáin.

En esos mismos parámetros debe emplazarse la sustanciación de las narrativas del nacional-bolchevismo en la Unión Soviética que comenzaron a tomar forma en torno a 1933 o 1934, cristalizaron alrededor de 1936-37 y volvieron a retomarse, con mayor virulencia aún, a partir de la invasión nazi en 1941.78 Fue este, por tanto, un trazado con discontinuidades. Los repertorios a los que se acudió bebían del recurso al folklore y la cultura popular.79 En paralelo, la deriva de algunos mitos históricos en su traducción estalinista ilustró esa modulación con diferentes intensidades. Uno de los más notables estuvo encarnado en la memoria de Iván el Terrible, objeto de intensa producción cultural desde 1934.80 O por Aleksandr Nievsky, el protagonista del film homónimo de Sergei N. Eisenstein (1938), un film resuelto como drama histórico que sustanciaba el mito antifascista ensalzando los principios de unidad nacional y comunismo de masas. Tras el acuerdo de agosto de 1939 entre Berlín y Moscú, la película fue retirada de circulación, y se reestrenó tras 1941.81

Estas inflexiones de memoria coincidieron con la ofensiva propagandística contra conspiradores extranjeros presente en la retórica de las purgas políticas. Como se apuntará en el epígrafe 3.5, su impacto fue notable en la dirección ejecutiva de la IC y en las comunidades de emigrados residentes en la URSS, sobre todo entre 1937 e inicios de 1938. Un nuevo episodio de tensión acompañado de invocaciones nacionalistas tuvo lugar a finales de los años cuarenta cuando la etiqueta de cosmopolitismo se trastocó en acusación antisionista, tanto en la URSS como en democracias populares como Checoslovaquia o Rumanía.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el gobierno soviético vetó la publicación de The Black Book, un estudio pionero que documentaba las atrocidades nazis contra la población judía soviética. Y a finales de noviembre de 1948 disolvió el Comité Antifascista Judío, la asociación integrada por intelectuales y profesionales creada seis años antes con respaldo oficial para obtener fondos y apoyo internacional para el esfuerzo de guerra, sobre todo en Estados Unidos. Numerosos miembros del Comité fueron detenidos en 1949 y trece ejecutados en 1952 bajo la acusación de cosmopolitismo, nacionalismo burgués y conspiración para crear un Estado judío independiente en Crimea. Tras aquella decisión se entrelazaron factores como el cambio de percepción soviética hacia Israel en el contexto de la Guerra Fría, el temor a que el Comité se acabara trastocando en un grupo de presión interno, o el miedo de Stalin a que sus conexiones indirectas con miembros del Comité, a través de su hija Svetlana, hubiesen abierto las puertas de su vida privada al espionaje.

En paralelo a estos hechos, las memorias locales o nacionales se correlacionaron con las coordenadas de las estrategias de transnacionalización manejadas por los diferentes partidos comunistas europeos. Los relatos nacionales siguieron conviviendo tras 1945 con las manifestaciones propagandísticas que conjugaban el culto a Stalin y a los dirigentes locales con la mitificación del sueño colectivo de la construcción socialista entendido como empeño universal cuya plasmación se hacía realidad en la URSS.

Pero tales prácticas no deben advertirse como mero calco de la propaganda soviética, aunque con mucha frecuencia fuesen impulsadas y coordinadas por autoridades de aquel país. Tal mixtura no era nueva. Había ido adoptando distintas formas desde inicios de los años treinta. Así, por ejemplo, la exportación del imaginario soviético en la España de 1936 o 1937 integró la difusión de referentes idealizados soviéticos junto a la indigenización mediante su combinación con marcas locales. La representación de la URSS se construyó a través de un amplio compendio de relatos e imágenes de exaltación de su cariz como patria de los trabajadores, economía desarrollada y paradigma de democracia bajo el liderazgo de Stalin. Mientras, los relatos de viajeros e invitados españoles a aquel país remarcaron con frecuencia rasgos de reconocimiento que establecían afinidades entre la vida cotidiana soviética y la cultura popular española. Como manto integrador entre tales puntos de vista se resaltó la épica de la lucha antifascista y la idea de que el único sostén real que tenía la República española en el ámbito internacional era la Unión Soviética.

Como se verá en los epígrafes 5.6 y 6.1, desde agosto de 1939 el discurso oficial del PCE interiorizó la consideración de la Segunda Guerra Mundial como guerra entre potencias imperialistas en oposición a la perspectiva clásica empleada ante la guerra española (fascismo versus antifascismo). Tras la invasión nazi a la URSS esa visión volvió a trastocarse, al recuperarse de nuevo la semántica de la lucha antifascista. Estas inflexiones llevaron asociadas mutaciones en los relatos históricos. Desde 1947 se españolizaron otros leitmotivs de la narrativa de presente generada en la URSS. Así ocurrió con el rápido enmarque del franquismo bajo la égida norteamericana, o en tildar de titoístas no solo a escisiones que efectivamente acabaron aproximándose a Belgrado (como las de Jesús Hernández y José del Barrio), sino a otras tensiones cuyas raíces se retrotraían hasta la Guerra Civil y que se implicaban con la compleja gestión de las relaciones de jerarquía entre el PCE y el PSUC, como la que culminó con la expulsión de Joan Comorera en 1949.

Todos estos aspectos nos trasladan al escenario de los préstamos e hibridaciones. Cabría estimar que el lenguaje comunista español estuvo dominado en los años treinta o cuarenta por el trasplante y la saturación hegemónica de referentes alegóricos procedentes del vocabulario soviético. Pero ese hecho no debe obviar la existencia de una red con múltiples direcciones y denso tráfico. En ella se situaron dinámicas de exportación que pudieron dejar un poso destacado en las memorias individuales o colectivas, lo cual sugiere la complejidad de las tramas de conexión e intercambio simbólico comunista.82 Entre el alud de imágenes nostálgicas evocadas a Svetlana Aleksiévich en los años noventa figuraron, en un mismo testimonio, el recuerdo sobre las visitas al colegio de los veteranos de la guerra de España, el alborozo familiar por la victoria de la revolución cubana y la imagen de Pasionaria. «Yo tenía una foto de Dolores Ibárruri en mi escritorio…», confesó a la escritora ucraniana una antigua profesional soviética, «y sí, soñamos con Granada, como después soñamos con Cuba. Y décadas más tarde a otros niños les tocó enamorarse perdidamente de Afganistán».83

La solidaridad con la España republicana compuso, de hecho, el núcleo para cinco campañas de apoyo mediante la movilización social llevadas a cabo en la URSS entre 1936 y 1938. La primera se inició tres semanas después de la sublevación militar, cuando Pravda informó de que los trabajadores de varias fábricas moscovitas habían decidido donar espontáneamente parte de sus salarios. Tras ello se inició una amplia oleada de suscripciones que se amplió con otras actividades, como asambleas de fábrica y en granjas colectivas, actos en escuelas, exposiciones o conferencias en centros culturales. Una nueva campaña de donativos arrancó en septiembre, cuando los pioneros comunistas prometieron romper sus huchas para ayudar a la República española. Y otra más se inició en julio de 1937, apelando al primer aniversario de guerra, con manifestaciones en diversas ciudades.84

España se convirtió, por su parte, en nudo de confluencia de una red de transferencias simbólicas y participaciones en un marco tildable de guerra cosmopolita.85 Sus flujos y conexiones fueron multidireccionales, aunque el PCE acabó erigiéndose en nodo para el tráfico de valores e imágenes, en ocasiones utilizando sus siglas o bien a través de plataformas autónomas como la AUS o el SRI (cf. epígrafes 4.2 o 5.3).

Esta última red sirvió también de cauce para canalizar la ayuda económica hacia España desde el verano de 1936, en una trama donde se implicaron colectivos diversos. Por ejemplo, en el caso francés, incluyó comisiones de solidaridad encuadradas en el Frente Popular, comités de auxilio a la infancia, la CGT, sindicatos de ramo u oficio o instituciones departamentales.86 A su vez, en noviembre de 1936 la figura soviética del pionero comunista se había asimilado en el Madrid en guerra readaptándose como niño-combatiente de retaguardia. Esa etiqueta englobaba a muchachos de doce o catorce años encuadrados en radios comunistas que repartían propaganda, realizaban cuestaciones callejeras o mantenían el orden en las colas formadas ante los comercios.87 Las iniciativas, medios e instrumentos del PCE ayudaron asimismo a socializar el imaginario asociado a la solidaridad internacional. La épica moral de la lucha en España sirvió de potente catalizador sentimental en el acto protagonizado por Ibárruri en el parisino Vélodrome d’Hiver el 8 de septiembre de 1936 con el objetivo de impulsar su movilización. Muchos años después Eric J. Hobsbawm recordó sus sensaciones como espectador. No entendió una palabra de lo que allí se dijo, pero sí se dejó arrastrar por las emociones del ambiente y el personaje de Pasionaria, «ella vestida de negro, como una viuda, en medio del silencio cargado de tensa emoción».88

La memoria cosmopolita compartida por el comunismo de posguerra se fundamentó, por su parte, en el mantenimiento y la relativa renovación de símbolos, marcas de identidad, conmemoraciones y liturgias. Desde 1945, y hasta el colapso del Socialismo Real, convivieron varios vectores que sirvieron de aglutinantes para ese tipo de expresiones. El primero estuvo conformado por la prolongada mitificación de la Revolución soviética y, por extensión, de la figura de Lenin. 1917 se mantuvo como acontecimiento fundacional, matriz legitimadora del sistema y del movimiento comunista internacional y permanente apelación retórica.

Pero junto a la glorificación de Octubre se implementó un segundo vector compuesto por la exaltación de la victoria soviética en la Segunda Guerra Mundial. En este plano de recuerdo se complementaron varias lecturas. El conflicto fue tipificado como Gran Guerra Patria, como lucha contra el invasor y episodio heroico en la defensa del socialismo. Estas consignas formaron parte de la propaganda soviética desde 1941. Tras 1945 la victoria se explicó subrayando el genio militar de Stalin. El ensalzamiento de la batalla de Stalingrado permitió conjugar el culto a la personalidad y glorificar aquel hecho como expresión de la superioridad moral y material del modelo socialista. Sobre esa base se exaltó como momento decisivo de la Segunda Guerra Mundial y punto de partida de la gran ofensiva contra el fascismo, en cuyo desarrollo se inscribiría el discurso proyectado en los países del Centro y el Este de Europa: considerar que el avance del Ejército Rojo permitió su liberación.

El proceso de sovietización incluyó numerosas consignas propagandísticas, entre ellas el lema intercambiable de «Stalin es el mejor amigo de…». En esos puntos suspensivos cabían por igual checoslovacos, alemanes, polacos, búlgaros o húngaros. Y también cupieron los comunistas españoles del interior o del exilio. Antonio Mije argumentó en 1950, desde Radio Moscú, los motivos que justificaban esa cualificación en su adaptación española: la solidaridad soviética durante la Guerra Civil o su política en Naciones Unidas contra el régimen franquista, además de la «derrota del padrino de Franco, Hitler», que constituía la «gran ayuda de la Unión Soviética a nuestro pueblo y a todos los pueblos del mundo».89 Se enfatizaba así una imagen de integración transnacional bajo el paternalista liderazgo soviético.

Entre 1954 y 1956 la apelación a Stalin fue desapareciendo de forma paulatina, transformándose en exaltación de la ayuda y solidaridad. Ahí estribó otro vector presente en los relatos oficiales de la memoria cosmopolita: la idea de amistad socialista. Dicha consigna actualizaba y reproducía no solo la visión idealizada de la URSS, sino ante todo la legitimación de su posición dominante en el espacio socialista. Al tiempo, se pretendió que sirviese de retórica para desactivar tensiones internas, como mecanismo apaciguador de antagonismos e incluso como amnesia frente a los extremos más dolorosos del recuerdo bélico. Insistir en la tesis de la amistad permitió un cierto bloqueo de las memorias traumáticas, al menos desde un punto de vista oficial, por ejemplo, en Polonia frente a la RDA.

El último vector presente en las estrategias de memoria del Socialismo Real se situó ante la codificación de la experiencia del nazismo. Esta cuestión ocupó un papel decisivo en el diseño de legitimación histórica de la RDA tras las campañas de desnazificación de 1945-47. Desde finales de aquella década terminó de cristalizar una argumentación que presentó al nazismo como modalidad exacerbada de dominio burgués. Sus víctimas, por tanto, habían sido el proletariado alemán y, por extensión, los trabajadores de los países ocupados.90 Dicha perspectiva dominó la lectura oficial germano-oriental sobre la naturaleza de los campos nazis de concentración y exterminio. Buchenwald se convirtió en memorial antifascista y su significación dominante estribó en que allí había sido asesinado el dirigente del KPD Ernst Thälmann. El recinto sirvió de escenario para concentraciones anuales de desagravio que oponían el cariz fascista de la Alemania de Hitler frente a la naturaleza antifascista de la RDA. Pero este tipo de expresiones no se constriñeron al recuerdo histórico, sino que sirvieron igualmente de instrumento presentista amoldable al clima de tensión con Occidente. La noción de imperialismo norteamericano fue explicada por la propaganda como forma actualizada de fascismo, de la misma forma que el Muro de Berlín (1961) se denominó oficialmente como Antifaschistischer Schutzwall (Muro de Contención Antifascista).

Pero, aunque el antifascismo actuó como fundamentación matriz y existencial para la RDA, la memoria oficial de aquel país también ensalzó otros elementos propios de la cultura comunista alemana que tuvieron visible difusión cosmopolita y que fueron reutilizados en la RDA en aras de crear una prehistoria estatal. Así ocurrió con el recuerdo sobre la revolución de noviembre de 1918 y, sobre todo, con la mitificación de su episodio epigonal representado por la revolución espartaquista y por las figuras de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg.91 A partir de 1947 recabaron ese valor de erigirse en padres fundadores de la Alemania socialista, en un marco de continuidades entre la antigua cultura comunista fermentada durante la República de Weimar y la que eclosionó tras 1945.92 Liebknecht y Luxemburg eran, además, sólidos mitos de memoria y formaban parte del panteón comunista internacional con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial, si bien durante el período previo al VII Congreso de la IC no faltaron las críticas al «revisionismo luxemburguista» en contraposición a la ortodoxia leninista.93 En todo caso, ambas figuras acabaron siendo ensalzadas durante la Guerra Civil española tanto desde la prensa del PCE como desde la del POUM, aunque con significaciones contrapuestas, tal y como se analizará en el epígrafe 5.5.

Desde 1945 acabaron por hacerse fijas en la prensa comunista española del exilio las secciones que reflejaban cualquier iniciativa solidaria, por muy nimia que esta fuese. Las informaciones sobre los multitudinarios encuentros por la paz, una fórmula de interacción característica de la propaganda comunista de la Guerra Fría, tuvieron un intenso eco en las cabeceras del PCE. Ofrecían una impresión vívida del imaginario del comunismo global de finales de los años cuarenta, un espacio cosmopolita donde se reprodujo el recuerdo de la Guerra Civil. En este sentido, incluso llegaron a complementarse en un mismo número de Mundo Obrero referencias conmemorativas –las consignas del PCUS para el Primero de Mayo–, junto a noticias sobre la victoria comunista en China y el despliegue sobre el Congreso Mundial de los Partidarios de la Paz de París. En su reseña figuraron crónicas sobre el acto y su carácter multitudinario, sus resoluciones y un inventario de todas las alusiones a la guerra española y al franquismo allí vertidas.94

Memoria Roja

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