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Formar parte de la comunidad internacional comunista era vital para el PCE en otros planos. Tras la Guerra Civil los cuadros comunistas españoles quedaron potencialmente a merced de la red cosmopolita vertebrada desde la IC. Un proyecto de su secretariado de mayo de 1939 estableció varias prioridades: que se vinculasen, siempre de modo legal, con organizaciones de ayuda a los refugiados, así como con sindicatos y otras formaciones democráticas, e, incluso, que procurasen integrarse en las fuerzas armadas en México, Chile o Colombia. A su vez, según un informe de mayo de 1939, los cuadros españoles quedaron asimismo disponibles para ser empleados como instructores de organización u orientación política de otros partidos comunistas.95

Otro mecanismo con implicaciones cosmopolitas fue el de la financiación. Las condiciones estructurales del partido explican la situación de dependencia de las contribuciones procedentes de partidos hermanos, muy especialmente venidas desde la URSS. Fernando Claudín aludió a este hecho durante los debates de 1956, recordando cómo tras la guerra y la disolución de la IC se siguió necesitando «la ayuda económica, técnica» de otros partidos comunistas, un auxilio del que «no nos hemos olvidado». En alguna ocasión este llegó de forma sorpresiva. Carrillo narró que, tras la entrevista mantenida en agosto de 1948 con Stalin, el partido recibió una maleta con medio millón de dólares.96 La CIA también se interesó a finales de los años cuarenta por las fuentes de financiación del PCE mencionando subsidios directos proporcionados por agentes soviéticos infiltrados en España. A ello se añadieron los donativos –según esa fuente en 1949 el PSUC habría recibido mensualmente 10.000 dólares de organizaciones cubanas y otros 10.000 procedentes de Chile, México y otros países–, o bien mediante cuotas salariales, suscripciones, ventas de material o a través de la explotación de algunas de las empresas instaladas en el sur de Francia que sirvieron de fuente de ingresos y tapadera para operaciones en España.97

Pero lo cierto es que la contabilidad mostraba a mediados de los años cincuenta cifras modestas y una peligrosa tendencia al déficit. Sumando los años 1953 y 1954 el PCE acumuló gastos por valor de 88 millones de francos de los cuales solo se habían logrado cubrir 32 millones. Las reservas existentes en América Latina se estaban agotando (los delegados al V Congreso no contaron con dinero y hubo que buscarlo con urgencia pocos días antes del viaje). Había militantes que no cotizaban regularmente, la edición francesa de Mundo Obrero arrastraba deudas y ciertas publicaciones, como las Obras Completas de Stalin, corrían el riesgo de ser deficitarias.

El resultado era que había cuadros con graves estrecheces económicas. Alguno dependía de ayudas familiares. Otro, según se apuntó en las actas de una reunión de la dirección del partido sobre la situación económica celebrada en abril de 1955, «siempre dice que se arregla, pero se le ve adelgazar».98 Ciertos datos parciales ilustran sobre los mecanismos de compensación de la contabilidad interna. En 1951 el monto de donativos al PCE sumó algo más de 2,6 millones de francos, mientras que en el primer semestre de aquel año recibió ingresos distribuidos en tres partidas –gastos generales, financiación de Mundo Obrero y compra de pesetas– por valor de 33,8 millones de francos. Esta ayuda procedía de la URSS y se canalizó a través del BCEN (Banque Commerciale de l’Europe du Nord), dependiente a su vez del banco nacional soviético (Gosbank). En el BCEN figuraron también las cuentas a nombre del PCF. A partir de los primeros años sesenta se puso en marcha otra red de financiación que canalizó los donativos de solidaridad, con cuotas fijas, recolectados en países de Europa del Este. Las ayudas eran convertidas en mercancías para la exportación. Aprovechando el establecimiento de relaciones comerciales, una empresa española (JGE, controlada por el militante comunista Joaquín González Estarriol) se encargó de su distribución. El fruto de las ventas, particularmente en Latinoamérica, y las comisiones se ingresaban en dólares en el BCEN en cuentas del PCE.99

Durante la dictadura el PCE fue, obviamente, una organización cuya operatividad se repartía dentro y fuera de España. El regreso de Santiago Carrillo a Madrid en enero de 1976 tuvo la carga simbólica de ratificar el traslado territorial de la cabeza ejecutiva del partido al interior, cerrando así un éxodo prolongado durante décadas. Tras 1939 se produjo una extensa diáspora por Francia, el norte de África, México y otros puntos de Latinoamérica o la Unión Soviética. Según la distribución territorial de la dirección en marzo de 1941, la mayor parte de los 65 miembros del CC se encontraban repartidos entre la URSS (21) y América Latina (23), mientras que otros 17 habían sido ejecutados en España, estaban encarcelados o se encontraban detenidos en campos de concentración.100 La base del partido presentó notables diferencias de condiciones de vida según las zonas. En uno de los primeros informes confeccionados tras la derrota se reconoció la carencia de estadísticas fiables sobre cuántos miembros habían logrado salir de España, cuyo grueso se encontraría en los campos franceses o en Argel.101 En otra comunicación de mayo de 1940 se resaltó su pésima situación: en el campo de Vernet d’Ariege se concentraban algo más de 800 españoles, en su mayoría comunistas, en condiciones durísimas (ahí se encontraban dirigentes como Antón o Larrañaga). En cambio, la emigración en Chile podría sumar alrededor de 2.000 personas, «todos colocados, trabajando en sus profesiones y habiendo organizado su vida».102

La disgregación territorial se hizo aún más nítida tras el verano de 1941 al producirse el ataque alemán a la URSS, y, sobre todo tras 1945. Al concluir la Segunda Guerra Mundial y hasta 1951 el partido fue legal en Francia. Ese centro de dirección convivió con el soviético y el mexicano, y estos a su vez con los aparatos trabajosamente configurados en la península. A partir de finales de los cuarenta, y sobre todo en los cincuenta, cuajaron, como se señaló ya, nuevos espacios con presencia en enclaves como Checoslovaquia, Polonia, Hungría o la RDA. También hubo éxodo comunista español en Bélgica, Italia o incluso en la RFA, nutrido por promociones generacionalmente heterogéneas integradas por exiliados de primera hora y, sobre todo, por emigración económica más reciente.

La dirección comunista también se sometió a estos pulsos de dispersión geográfica. Antonio Mije y Vicente Uribe murieron en París (1976) y Praga (1961) tras un largo periplo con escalas en Francia, México, de nuevo en Francia y Checoslovaquia. Un itinerario geográfico aún más complejo acompañó la biografía de Francisco Antón tras 1939: Francia –donde acabó internado en el campo de Vernet d’Ariège y tras diversas gestiones enviado a la URSS–, de ahí pasó a México, de nuevo a Francia al concluir la guerra, tras caer en desgracia recaló en Polonia y, ya rehabilitado, en Checoslovaquia. De hecho, Antón fue un privilegiado informante para la dirección española de los sucesos de Praga de 1968. Finalmente falleció en París a comienzos de 1976.

4. MATAR AL PADRE

El carácter del estalinismo como instancia decisiva de producción de estrategias políticas, ámbito de poder y maquinaria de referentes simbólicos ha sido apuntado en páginas anteriores. En números redondos veinte de los cuarenta años que cubren este libro (1936-56) transcurrieron bajo el directo influjo de Stalin como máxima autoridad soviética y líder del movimiento comunista internacional. Y los veinte restantes (1956-76) pueden valorarse en relación con los procesos de desestalinización y con la cuestión de cómo gestionar su legado y memoria. En este sentido no deben minusvalorarse –frente a otros aspectos de carácter político, territorial o geoestratégico– las polémicas doctrinales presentes, por ejemplo, en la tensión chino-soviética de inicios de los años sesenta que, en parte, pivotaron en torno a la figura de Stalin, su autoridad ideológica o sobre la cuestión de su liderazgo.

Algunas disidencias vividas en el PCE en aquel período, saldadas con la creación de nuevos grupos escindidos a su izquierda, recuperaron la memoria de Stalin o la asimilaron al imaginario contemporáneo sobre el maoísmo. Ese recuerdo se contrapuso a las críticas sobre lo que se valoró como deriva oportunista y revisionista encarnada en el carrillismo. Por su parte, el PCE actuó, al igual que el resto de partidos comunistas a uno y otro lado del Telón de Acero, como caja de resonancia que hizo suya la denuncia pública de Stalin –la muerte del padre– oficializada por la elite soviética en el XX Congreso del PCUS celebrado en febrero de 1956. Sin embargo, el PCE no afrontó un proceso de análisis en profundidad sobre las prácticas del culto a la personalidad asentadas dentro de la organización. Durante los años sesenta, y aún más en los setenta, no tuvo lugar una reflexión de calado sobre el fenómeno del estalinismo ni sobre sus implicaciones, tanto por sus efectos en los países socialistas como en la formación española. Tampoco existió una declaración política equiparable a la resolución del PCF del 12 de enero de 1977, cuando se reconoció oficialmente que la delegación francesa al XX Congreso del PCUS conoció de inmediato los contenidos del Informe Secreto presentado por Jrushchov.

Como se comentará en el epígrafe 7.2, antes de los debates de 1956-57 se produjo ya un progresivo borrado de la memoria de Stalin en el relato público del PCE. Y tras esa fecha su figura únicamente salió a relucir al hilo de la polémica entre las posiciones soviéticas y Pekín de 1961-63. Pero ese segundo brote de desestalinización no tuvo implicaciones prácticas respecto a la revisión histórica del relato oficial del partido. Después, posiciones públicas críticas, como la de Manuel Sacristán en 1978, no dejaron de ser voces en el desierto.103 Otras reflexiones sobre el culto o la violencia –formuladas de acuerdo con la ortodoxia del XX Congreso– se resolvieron de forma privada. Manuel Márquez envió en 1980 el ejemplar mecanografiado de sus memorias a Ibárruri y Carrillo. Afirmó que no era «un material para la publicidad», sino una meditación para «identificarme conmigo mismo y con el Partido, no a título de recuerdos, sino de contribuir a mi manera a la formación de la tradición del Partido». Evocaba su formación recién llegado a la URSS en 1939, donde descollaban materiales como las resoluciones del XVIII Congreso o La Historia del Partido Comunista (b) de la Unión Soviética (cf. epígrafe 3.3). Ambos textos parecían demostrar «el secreto del conocimiento humano». Al leer la historia del partido, Márquez se creyó «en posesión de la verdad absoluta». «No me hacían falta los ojos para ver, me bastaba la palabra para creer. Desde este momento estaba cogido en la red del culto a la personalidad».104

Hay constancia de la recepción en los círculos de la dirección comunista española de reflexiones historiográficas surgidas en el ámbito del PCI. Por ejemplo, llegó a transcribirse al castellano el debate protagonizado en 1973 por Giuseppe Boffa, Alessandro Natta, Agostino Novella, Giuliano Procacci y Giuseppe Vacca en el que se hacía balance con motivo del vigésimo aniversario de la muerte de Stalin y que fue publicado en las páginas de Rinascitá, pero nada parecido tomó forma en la revista teórica del partido español Nuestra Bandera.105 Después, las escasas alusiones públicas sobre Stalin se sustanciaron en forma de distanciada lectura, como la realizada por Pasionaria en sus entrevistas de 1977 para La vieja memoria mencionadas en el epígrafe 1.2. En la misma línea se situó Santiago Carrillo en sus conversaciones de 1974 con Regis Debray y Max Gallo. Al ser preguntado cómo era posible «vivir en Moscú [en 1939], en el centro del aparato comunista, e ignorar las violaciones de la legalidad soviética de la que fueron víctimas […] tantos militantes comunistas», Carrillo contestó que «sabía por haberlo leído que se habían celebrado los procesos de 1937, pero, durante mi estancia en Moscú, nunca oí nada parecido».106

En el ecuador de los años setenta era evidente, no obstante, el sentido adquirido por el estalinismo como añeja arma arrojadiza. Constituía el ingrediente tópico dentro de cualquier acusación de totalitarismo comunista. Esta acusación sirvió, hasta abril de 1977, de pretexto jurídico heredado del franquismo para bloquear la legalización comunista, dado que el Código Penal impedía el reconocimiento de las fuerzas políticas «sometidas a disciplina internacional [que] se propongan implantar un régimen totalitario».

El PCE presentó alegaciones a mediados de marzo de ese año ante el Tribunal Supremo para justificar que el partido no podía ser categorizado bajo esa etiqueta, aunque no esgrimió en su alegato el sesgo dúctil que presentaba la dilatada genealogía semántica del concepto de totalitarismo. De hecho, y en aparente paradoja con sus significaciones dominantes, fue un término que formó parte del lenguaje político tradicional del comunismo italiano. El PCI lo empleó desde los años veinte a los ochenta para aludir no solo al período fascista –la principal raíz de origen de dónde provenía el vocablo–, sino también para etiquetar ocasionalmente desde 1947 a la Democracia Cristiana.107 Esta «anomalía italiana» convivió en el tiempo con otras asociaciones de significación que sufrieron los conceptos de totalitario o totalitarismo y que, en forma de peculiar genealogía del mal, tendieron a proyectarse hacia atrás enraizando con autores que podían ser estimados como heterodoxos frente a la tradición liberal (de Platón a Marx, pasando por Maquiavelo y Rousseau), como con una amplia diversidad de momentos históricos (del Imperio Bizantino al absolutismo de Luis XIV).108

El eje de estas visiones retroactivas estuvo más o menos implicado en el que fue el paradigma dominante sobre el totalitarismo surgido en el contexto de los primeros años de la Guerra Fría. En esas coordenadas se inscribieron diversas obras de politología, como las de Hannah Arendt o Carl J. Friedrich y Zbgniew K. Brzezinski, coherentes, en apariencia, con la valoración política que reducía a estricta categorización dictatorial, violenta y dogmática al modelo soviético.109 No obstante, la obra de Arendt resulta extraordinariamente disonante si se pretende ajustar de forma mecánica en los parámetros del anticomunismo de la Guerra Fría. Como ha señalado Enzo Traverso, el título de su ensayo confundió a la hora de su recepción y ayuda a entender el rechazo por parte de una izquierda que obvió la yuxtaposición que Arendt realizaba entre nazismo y estalinismo, o el fondo de su reflexión histórica –recalcar las ligazones directas entre civilización occidental y deriva totalitaria, una etiqueta dúctil donde situó al antisemitismo y al imperialismo, entendidos como estrictos frutos de los Estados-nación liberales–.110 Tampoco deberían olvidarse las ácidas críticas vertidas por la autora alemana a inicios de los años cincuenta, ya fuese contra los excomunistas convertidos en arietes del discurso propagandístico de la Guerra Fría, contra los riesgos de establecer identificaciones unívocas entre comunismo y religión secular o sobre la simplificación que comportaba confundir religión e ideología desde el enfoque funcionalista.111

En otras variantes europeas la conceptualización totalitaria, no ya del estalinismo sino del conjunto de la experiencia histórica comunista, superó la barrera de 1989-91. Así ocurrió con la pujante escuela anticomunista presente en la historiografía francesa, un ejemplo de articulación genealógica donde se fueron incorporando muchos militantes desengañados que terminaron emigrando hacia la derecha política. Sus pioneros, los historiadores Annie Kriegel y François Furet, lo hicieron tras 1956 a raíz de lo que percibieron como una limitada desestalinización. Furet había sido militante del PCF entre 1949 y 1956, y Kriegel llegó a ocupar cargos de responsabilidad entre 1948 y 1954 dentro del aparato intelectual del partido. Su actitud constituyó otra forma de matar al padre muy distinta a la asumida por la elite soviética en el XX Congreso durante su descarga de responsabilidades al personalizar las dimensiones del culto y la violencia en Stalin.

El período 1947-53, el epicentro de la seducción comunista de Kriegel y Furet, constituyó una fase donde se agudizó el culto a la personalidad. Pero la presencia de ambos historiadores en las filas del PCF y su identidad comunista fue también fruto de un proceso de socialización que problematiza la dimensión unívoca sobre el totalitarismo, dado que interactuaron variables diversas: la huella de la Segunda Guerra Mundial, la memoria inmediata sobre la épica de la Resistencia y el atractivo ligado a los ecos de la victoria soviética.

En paralelo, aquellos años pueden ser analizados en clave de tensión y complejo reacomodo entre las presiones para implantar una línea cultural homogénea en el PCF y las constantes muestras de transgresión, más o menos permitidas desde el propio partido, frente a esa línea.112 En el XI Congreso del PCF, celebrado en el verano de 1947 en Estrasburgo, Thorez fijó los parámetros culturales inspirados en los cánones del realismo socialista instaurados en 1934 y en los más recientes dictámenes sobre literatura y arte de Zhdánov. Se debían impulsar reflexiones optimistas y comprensibles que mirasen al futuro y exaltasen el esfuerzo y la cooperación, había que evitar caer en el falso problema del individualismo intelectual y debía prescindirse de representaciones formalistas y decadentes. Sin embargo, antes y después de 1947 existieron en el PCF muestras de disidencia estética o debates sobre cómo debía ser la producción cultural comunista. Ese fue también el momento en que se produjeron los procesos que enfrentaron a Les Lettres Françaises, dirigida por Louis Aragon, contra el disidente soviético Victor Kravchenko (1949) y el antiguo filotrotskista David Rousset (1950), uno de los primeros polemistas sobre el Gulag en Francia.

Tras su salida del PCF, Kriegel y Furet derivaron hacia posiciones conservadoras. Ya a mediados de los años ochenta una carta abierta de Furet serviría de epílogo para la obra de Ernst Nolte donde el historiador alemán desarrollaba su polémica posición en la Historikerstreit comentada en el epígrafe 1.4. Nolte explicaba la violencia nazi –y, por extensión, el Holocausto– como reacción ante la violencia bolchevique, que se erigía así en fuente primigenia de la barbarie del siglo XX.113 Por su parte Furet dio forma definitiva a su enmienda a la totalidad a la historia del Socialismo Real en 1995 en su ensayo Le passé d’une illusion. Su capítulo «El estalinismo, fase superior del comunismo» era deudor de los enfoques clásicos del anticomunismo estadounidense.114 Su fallecimiento en 1997 impidió que pudiese encargarse del prólogo al texto más radical de la visión historiográfica anticomunista francesa: Le libre noir du communisme. Finalmente fue el coordinador de la obra, Stéphane Courtois, el responsable del prefacio. En él fijó una visión unidimensional de las prácticas comunistas con alcance planetario haciéndolas pivotar exclusivamente en torno a su «naturaleza criminal». Esta lectura no era nueva. Pero, a juicio de Courtois, el hecho esencial era que la violencia no había sido nunca sometida a «una evaluación legítima y normal tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista moral».115

La dureza de aquel texto, donde Courtois reclamó un nuevo Núremberg por crímenes contra la humanidad y relativizó el coste de la represión nazi frente a la estimación global de la violencia comunista, provocó incluso la oposición al prefacio de dos colaboradores del volumen, Nicolas Werth y Jean Louis Margolin. El capítulo dedicado a España, obra de Courtois y Jean-Louis Panne, se centró en la Guerra Civil. Pivotaba casi de modo monográfico sobre la represión del POUM. Entre sus fuentes de autoridad –alrededor de una veintena de títulos de bibliografía secundaria– figuraban sin ningún tipo de crítica los viejos ensayos de Julián Gorkin, Burnett Bolloten, Jesús Hernández y Valentín González, El Campesino.116 Marc Lazar, un autor próximo a Kriegel y Furet y amigo de Courtois, también planteó objeciones al Libro negro por su carácter generalizador, su sobrecarga ideológica, las correlaciones que establecía con el nazismo o las limitadas posibilidades explicativas ante la complejidad de las experiencias históricas comunistas y sus singularidades nacionales.117

Este déficit explicativo se hacía visible al singularizar a los partidos comunistas de la Europa del Sur ante su decisiva implicación en las dinámicas de democratización. Lazar propuso como herramienta interpretativa ante el PCF la ambigua categoría de «síndrome totalitario», un concepto que Lazar desglosó en varios niveles. Por una parte, como pasión –o ideal– que hacía de la cultura comunista una religión secular y totalizadora. En ese ámbito situó algunos de los ejes de largo recorrido en la cultura militante: el afán revolucionario entendido como palanca de cambio radical, la confianza en el colapso del capitalismo, la emancipación como utopía global, la fe en el triunfo del igualitarismo mediante la redención de –y por– la clase obrera, o la creencia en el sujeto popular como factor transformador.

Otro nivel de este síndrome totalitario se emplazaría en el marco de lo orgánico. Según Lazar ese aspecto se tradujo en un modelo jerarquizado a través de las prácticas del centralismo democrático, en ocasiones dogmático y con componentes autoritarios en sus niveles de dirección. Se trataría de unas actitudes y hábitos de control que se habrían proyectado más allá de 1956, manteniéndose por tanto relativamente inmunes al proceso de desestalinización.118 Paul Preston ha definido a Carrillo como el último estalinista –ese fue el título en la edición inglesa de su biografía–, como dirigente que mantuvo, hasta el último momento, notables ribetes autoritarios. Tal lectura referiría, en gran medida, la adecuación en versión española de la tesis de Lazar.119

Estos rasgos habrían convivido, no obstante, con el decisivo papel del PCF, y también del PCI o el PCE, como actores determinantes en los procesos de democratización en la Europa mediterránea.120 Durante la segunda mitad de la década de los treinta los paralelismos entre el PCE y el PCF resultaron muy notorios a pesar de sus distintas escalas de presencia social. Ambas formaciones reprodujeron la mitificación del régimen soviético como paradigma de democracia avanzada. Pero la experiencia frentepopulista y la Guerra Civil sirvieron de campo de pruebas para la teorización paralela de la noción de democracia de nuevo tipo (cf. epígrafe 4.4).

Dicha terminología también se incorporó al vocabulario del PCF desde finales de 1936. Tanto el partido español como en el francés se insertaron en un esquema similar de conciliación (y también de tensión) entre la aceptación del marco imperante –el parlamentarismo consustancial a la democracia liberal– y la aspiración para dotarlo de nuevas dimensiones con vistas a avanzar en su superación. Tras 1939 la etiqueta de democracia de nuevo tipo sufrió inflexiones de contenido oscilando entre una visión de Estado del Bienestar avanzado con fuerte intervencionismo público a una asimilación próxima al modelo de democracia popular. En todo caso siempre pervivió en el PCE una lectura acerca de la debilidad de la revolución democráticoburguesa, la necesidad de que esta fuese culminada y la percepción del franquismo como conglomerado visceralmente antidemocrático integrado por un residuo feudal anacrónico, el reaccionarismo y el componente fascista.

La experiencia del antifascismo y la posición alcanzada por el PCI y el PCF en los escenarios de la inmediata postguerra ratificaron su rol protagonista en la edificación de los sistemas democráticos. Según subrayó Geoff Eley, la cultura democrática resultó indisociable de la percepción de que el conflicto había superado los límites del caduco parlamentarismo de entreguerras. No cabía la vuelta atrás. Las experiencias autoritariofascistas y la guerra forzaron fórmulas de futuro de nuevo cuño. A partir del nutriente antifascista, entendido como vertebración de un consenso de amplio calado, se edificaría un entramado que combinó el constitucionalismo y la democracia representativa junto al intervencionismo estatal en las relaciones de mercado.

Como arguye Eley, sin los partidos comunistas «la democracia no tenía la mínima posibilidad» de cristalizar y afianzarse, ni en Francia ni en Italia tras la Segunda Guerra Mundial. Paradójicamente incluso la disciplina estalinista imperante en el PCF y el PCI favoreció esa dirección hasta finales de 1947. Garantizó en los partidos comunistas el monolitismo y neutralizó las disidencias internas opuestas a la línea de moderación y cooperación con otras fuerzas. Y, por otro lado, ayudó a extender y legitimar la identidad patriótica en el PCI y el PCF. La activa presencia de ambas organizaciones en las filas de la Resistencia facilitó «una identificación sin igual de la izquierda con la nación».121 Ya durante los años de la Guerra Fría el PCI y el PCF retomaron un discurso maximalista y radicalizado, pero respetaron escrupulosamente el juego democrático representativo e institucional.

El período 1944-47 fue de confluencia relativa entre los sectores del exilio español en torno a un proyecto común. Entre 1946 y 1947 Santiago Carrillo se convirtió en ministro sin cartera en el gabinete encabezado por José Giral (cf. epígrafe 6.2). Aquel gobierno no fue capaz de concitar el apoyo de toda la oposición. Sin embargo, su existencia supuso, hasta la creación de la Junta Democrática en julio de 1974, la expresión más acabada de entendimiento con otros grupos en pos de alumbrar una salida democrática a la dictadura.

El programa del PCE reivindicado a inicios de 1948 reclamó, por su parte, la república democrática, la supresión de la propiedad latifundista, nacionalizaciones en el sector financiero, un modelo federal o la implementación de un amplio programa de medidas sociales.122 Según han resaltado Carme Molinero y Pere Ysàs, el ecuador del franquismo constituyó el momento en que terminó de cristalizar la centralidad de la cuestión de la democracia en el discurso y la estrategia del partido.123 Desde 1956, en relación con la desestalinización, con la paulatina concreción del policentrismo y con la sustanciación de la política de reconciliación nacional, el componente democrático pasó a ocupar una posición medular. En palabras de Molinero e Ysàs «el establecimiento de un régimen democrático se convirtió en el objetivo primero y fundamental de su acción política al que se subordinaron todos los demás».124

Dichos objetivos se entrelazaron con otro de los términos característicos de inicios de los años setenta en España: la apelación a la ruptura democrática. En términos genéricos esta expresión aludía a la liquidación de la dictadura, el establecimiento de un gobierno provisional que garantizase derechos y libertades políticas y la apertura de un proceso constituyente. En este marco ruptura reflejó un propósito transversal.125 La disparidad de intereses en la oposición, sus tensiones, reacomodos o ambigüedades, sugieren, no obstante, que, más que de una semántica unívoca haya que hablar de un concepto flexible. De ahí su carácter como significante maleable donde se ubicaron desde opciones moderadas a las familias socialistas o a grupos de izquierda radical. Por ejemplo, el PSOE aprobó en el Congreso de Suresnes en octubre de 1974 un programa que mencionaba el objetivo de la ruptura democrática. Sin embargo, la organización que capitalizó con más claridad ese concepto fue el PCE, inscribiéndolo en una retórica que apeló a la confluencia entre solidaridades y expectativas de un colectivo amplio y heterogéneo: el sujeto popular (trabajadores y masas ciudadanas), definible en oposición a un antipueblo compuesto por el régimen y sus oligarquías.126

El discurso y la estrategia democrática del PCE durante la Transición deben situarse en conexión con el proyecto eurocomunista, un planteamiento nacido de una compleja simbiosis de aspectos que permitió el alineamiento de tres de los cuatro principales partidos comunistas de la Europa del Sur según se ha indicado ya.127 El eurocomunismo remarcó sus distancias frente a los partidos socialistas mediterráneos. Uno de los episodios recurrentes en la memoria del PCE era el relativo a la legitimación de sus orígenes, siempre explicados como superación histórica de la socialdemocracia.

Una de las voces que reivindicó este punto de vista fue Amaro del Rosal, testigo directo e historiador de las raíces comunistas.128 Lo hizo en torno a 1980, en el contexto del sexagésimo aniversario del PCE, cuando además preparaba una historia del partido que quedó inacabada, pero cuyos capítulos más esbozados correspondían a los primeros años de la formación.129 Y lo había subrayado diez años antes, en su colaboración al homenaje por el medio siglo del PCE.130 En ese momento exaltó la fecha de 1917 como el nacimiento simbólico para romper con una socialdemocracia agotada. Por eso no resultaba extraño que fuese entre la juventud donde prendiese la génesis del partido. Ahí, consideraba Del Rosal, estaba la simiente ideológica, al ser el colectivo que mejor apreció la revolución soviética como detonante de futuro. Incluso los defectos del comunismo español de los primeros años, o las luchas personales y fraccionales, los justificó como derivadas directas del infantilismo y de la malsana y atrasada herencia socialista.

Otro aspecto del discurso eurocomunista fue la relativización del aura soviética. Ahí se situó la perspectiva de una transición al socialismo sin violencia, donde se neutralizó el referente de la dictadura del proletariado, sustituyéndose por la tesis del socialismo en libertad. Dicha expresión aludía a la posibilidad de la construcción socialista desde la regla de oro del juego parlamentario: el multipartidismo y la concurrencia electoral. De esa forma se formuló una visión de futuro que combinaba, en aparente armonía, el respeto a la democracia representativa con la expectativa de su superación, si bien la imagen del socialismo como estadio permanente de progreso quedaba implícitamente impugnada al incorporar la posibilidad regresiva de que el partido podía ganar unas elecciones y después perderlas. En todo caso, la semántica democracia no se limitó en el discurso del PCE al mecanismo representativo, sino que invocó el plano participativo y las dimensiones de la transformación social y económica en coherencia con una teorización que se retrotraía a mediados de los años sesenta. Esa visión se tradujo en la categoría de democracia económica y social conceptualizada y desarrollada por Santiago Carrillo, en parte readaptando ideas de sus antiguos correligionarios Fernando Claudín y Jorge Semprún tras su expulsión del partido.131

Un punto de llegada para estas reflexiones se produjo en vísperas de la muerte de Franco cuando se aprobó el Manifiesto Programa. Aquel documento fue consecuencia de un largo proceso de confección que abarcó del VIII Congreso (1972) a septiembre de 1975. El texto ensalzaba la matriz fundacional de 1917, mencionaba las debilidades de la revolución burguesa española, el proceso formativo del capitalismo monopolista tras 1898, el carácter épico de la guerra o las transformaciones sociales promovidas por el Frente Popular. El tardofranquismo era presentado como síntesis entre «integrismo medieval y fascista» e ideología neocapitalista. Como vía de salida propugnó la ruptura democrática concebida como revolución política sin riesgo de guerra civil.

Pero la difusión del Manifiesto Programa evidenció las contradicciones de la nueva etapa donde este se inscribía: la inminente Transición democrática. Algunos de sus puntos se incluyeron en un texto de urgencia, publicado en vísperas de las elecciones de junio de 1977, junto con el programa electoral aprobado tras la legalización. De este modo podían leerse sin solución de continuidad pasajes del Manifiesto Programa sobre «libre unión de todos los pueblos de España en una República Federal» o nacionalización de la banca y las grandes empresas, mientras que el mucho más moderado y ambiguo programa electoral de 1977 evitaba pronunciarse sobre la forma de Estado o solo aludía a un «control democrático […] de los recursos financieros» y al saneamiento del sector público.132

Que se mencionase en el Manifiesto Programa a la democracia de nuevo tipo, «no capitalista», ensayada en las coordenadas frentepopulistas como «materia de experiencia y reflexión valiosa para el futuro» no disipó las dudas acerca de las credenciales democráticas del PCE entre algunos círculos reformistas. Javier Tusell afirmó en diciembre de 1976 que ni un futuro Estado socialista podría ser tildado de democrático ni tampoco la experiencia del Frente Popular entre 1936 y 1939.133 La misma desestimación, aunque desde un análisis opuesto, la esgrimió años después Josep Fontana al hilo de una reflexión entreverada de memoria personal. Criticó duramente la estrategia del PCE durante la Transición, remarcando las contradicciones existentes, a su juicio, entre práctica entreguista y teoría carrillista: fue una aventura imposible en los parámetros de la Guerra Fría, adobada con la «utopía inverosímil» de aquella apelación a la democracia económica y social, cuya invocación al frentepopulismo estuvo dotada de «mucha imaginación y escaso acierto histórico».134

5. A VUELTAS CON EL ESTALINISMO

Nuevos trabajos reactualizaron, desde inicios del siglo XXI, las visiones sobre las dimensiones totalitarias de la experiencia soviética. Entre ellas destacaron dos obras de la historiadora estadounidense Anne Applebaum dedicadas a la infraestructura concentracionaria en la URSS y a la sovietización en Europa del Este.135 Applebaum recalaba en las interpretaciones que consideraron que la presencia del Ejército Rojo determinó el futuro de aquella región desde un primer momento, conduciendo inexorablemente a la implantación de regímenes dictatoriales que calcaban el modelo estalinista. De este modo, el período 1944-47 constituiría una fase de democratización imposible.

Esta perspectiva contrasta, no obstante, con otras visiones que han problematizado la tesis de una inexorable senda hacia la sovietización. Entre sus variables explicativas han resaltado el interés soviético por mantener el consenso con los Aliados, o las políticas de prudencia y colaboración aconsejadas por Stalin tanto a los partidos comunistas de Europa Central u Oriental como a las poderosas organizaciones presentes en Francia e Italia. La percepción asumida en Moscú en 1945 o 1946 acerca del espacio centroeuropeo no fue la de estar ante un todo homogéneo, sino ante un mosaico donde coexistían zonas de interés estratégico (Polonia), áreas sometidas a una notable capacidad de influencia (Bulgaria) o lugares de tradición democrática con sólida implantación de los comunistas locales (Checoslovaquia). Por otra parte, la gestión militar directa desembocó en realidades opuestas. Así ocurrió con las zonas de ocupación soviética en Alemania desde 1949 y la administrada en Austria tras 1955. En todo caso, y más allá de este debate, la obra de Applebaum atendía a cuestiones poco tratadas, como los mecanismos de socialización –desde su óptica serían estrictamente de adoctrinamiento– en Alemania, Hungría o Polonia, analizando estrategias de encuadramiento de la juventud o el uso de medios de comunicación como la radio.

La tesis manejada por Applebaum en El Telón de Acero confluía, además, con un plano de especial actualidad. Su interpretación legitimaba algunas orientaciones presentes en las políticas de memoria oficial en Europa Central u Oriental de inicios del siglo XXI. A la vieja dualidad manejada en los discursos públicos durante la etapa socialista (fascismo frente a antifascismo) desde la década de los noventa le habría sucedido una nueva confrontación de opuestos (democracia liberal frente a totalitarismo).

En esa última etiqueta se incorporaron, como un todo unívoco, el modelo nazi y el Socialismo Real. El resultado ha sido, especialmente en espacios como los Países Bálticos, Polonia o Hungría, la proyección pública de un relato basado en la tesis de la doble ocupación, o el doble totalitarismo, entendido como un continuum en el que 1945 habría supuesto un punto y seguido entre dos formas de dominio dictatorial. Dicho paralelismo quedó reafirmado en las resoluciones aprobadas en el Parlamento y el Consejo de Europa en 2005, 2006 y 2009. En ellas se condenó «la degradación social, política y económica de las naciones cautivas» situadas tras el Telón de Acero, se denunciaron las violaciones de derechos humanos y se fijó el 23 de agosto, la fecha del acuerdo Ribbentrop-Mólotov, como Día Europeo de la Conmemoración de las Víctimas del Estalinismo y el Nazismo.

En Riga, Sofía, Praga, Poznań o Budapest se han abierto museos que tienden a subrayar esa identificación. La denominación de uno de ellos como Terror Háza (‘Casa del Terror’) determina la intencionalidad de su dispositivo narrativo. Se inauguró en Budapest en 2002, durante el mandato del nacionalista conservador Viktor Orbán como presidente del gobierno. Ocupa un céntrico inmueble que primero sirvió de sede para el Partido de la Cruz Flechada, la organización filonazi húngara, y después para la policía política comunista. Terror Háza remarca el carácter represivo del período 1944-56 y muestra una destacada amnesia histórica. La etapa anterior a 1944 queda borrada eludiendo cualquier referencia al régimen colaboracionista de Miklós Horthy o al papel de Hungría como aliada del III Reich. Y al concluir su relato en 1956 deja fuera los últimos años de la etapa socialista, evitando aspectos como los relativos al consenso social y aperturismo logrados durante el mandato de János Kádár.

La adecuación de las tesis de la doble ocupación y doble totalitarismo a la memoria pública europea ha sido evaluada por diversos historiadores de modo crítico. Han sido entendidas como visiones que simplificarían la noción de trauma histórico desde ópticas conservadoras o neoliberales, equiparando Socialismo Real y estalinismo donde la parte devoraría al todo mediante una lectura sobrepolitizada. También se ha resaltado que estas interpretaciones operarían desde una óptica nacionalista presentista fundada en confrontar una visión simplificada de ocupados locales contra ocupantes extranjeros.136

Como ha subrayado Brigitte Studer, frente a la visión unidimensional del estalinismo entendido como un apabullante Leviatán policiaco y represivo, o como paradigma de poder omnímodo en exclusivas manos personales, cabe confrontar una producción historiográfica que ha revisado y problematizado tal perspectiva. Numerosos trabajos han explorado los mecanismos del poder y la represión, pero igualmente de la integración y la adhesión colectivas, bien en la Unión Soviética, en las democracias populares o en otras organizaciones comunistas, bien desde prismas propios de la historia comparada.

Tal punto de vista debe ponerse en relación con aspectos como la inserción de la violencia en las estrategias de generación y reproducción de consensos en la Europa de entreguerras o en el contexto de la Guerra Fría, unos entornos donde las liturgias colectivas y el culto a la personalidad habrían ocupado un papel esencial. Tales consideraciones afectan al análisis y cualificación de la concepción totalitaria estalinista. Frente a las perspectivas macro de los estudios tradicionales, que la percibieron como un sistema monolítico estrictamente emanado desde arriba y con exclusiva naturaleza coercitiva, se han planteado visiones microfísicas más preocupadas por atender a las formas singulares de producción, circulación, recepción, interiorización y apropiación de la cultura política, tanto en el espacio soviético como en las coordenadas globales del comunismo internacional.137 De ahí el rechazo a las visiones estructurales que concibieron la sociedad soviética como un todo homogéneo, como una esponja subalterna y pasiva ante las instancias del poder. Una visión dual que ha sido sustituida por la consideración, más compleja, del estalinismo como civilización, cultura o experiencia antropológica, un plano de interpretación que permitiría la aproximación a un mundo de valores, marcas y expectativas donde coparticiparon los partidos comunistas.138

Paralelamente, muchas reflexiones han desestimado la idea del terror por el terror como explicación satisfactoria del fenómeno estalinista, puesto que más que resolver problemas de comprensión histórica los estaría creando.139 La represión por la represión, como única variable explicativa, habría terminado por colapsar el régimen soviético así como los proyectos puestos en marcha a finales de los años cuarenta en las democracias populares. David Priestland ha indicado al respecto que en Europa del Este existieron mayores dosis de radicalismo que en la URSS y que el estalinismo fue aprehendido allí como receta ante el reto de configurar un modelo estatal radical de desarrollo. En esa estimación confluyó la elite de los partidos comunistas locales –sometida a intensos procesos de purga y renovación desde 1948–, junto a sectores del ámbito intelectual y funcionarial, cuadros técnicos o gestores en parte procedentes del viejo tejido de clases medias.140 Este asunto da luz sobre otras mecánicas que pudieron actuar de manera paralela a la violencia y la coacción política como refuerzo, complementación o herramientas orientadas a la generación de incentivos.

Las oleadas de represión coexistieron con las posibilidades de promoción a múltiples niveles, con la socialización de visiones sobre la modernización o con prácticas de participación proactiva, de interacción y performatividad asociadas con las liturgias del poder.141 Una muestra sería el empleo de recursos de proximidad en las narrativas estalinistas con la intención de generar lógicas inclusivas activas y eficaces, objeto de fácil comprensión a gran escala.142 Aunque el hecho de que existiese una propaganda con pretensiones totalizadoras en la URSS no conllevó tampoco a que esta se articulase y circulase siempre con una única voz y, menos aún, con un grado de eficacia absoluta. Se han detectado improvisaciones, errores o bloqueos burocráticos en las políticas de socialización y control. Las estrategias del discurso político se emplazaron, a su vez, en canales y códigos diversos, orientándose a lograr una orquestación de fines y medios.

Pero en tales operaciones tuvieron cabida las apelaciones a valores que redefinían el universo comunista como espacio ideológico abstracto y lo vulgarizaban, deparando así dinámicas de asimilación diferenciadas sobre públicos diversos y a través de mecánicas diversificadas de proyección social. Estas dinámicas discutirían la visión de un imaginario estalinista como un todo compacto y como constructo unívoco sobre todo el agregado social.143

Todas estas cuestiones se implican con los recientes estudios internacionales sobre comunismo, un ámbito que, como indicó Francisco Cobo, ha asumido una notable orientación de corte social y postsocial.144 En términos generales se han revisado los paradigmas heredados de la sovietología de la Guerra Fría. Algunas aportaciones esenciales han venido de la mano de Sheila Fitzpatrick.145 Sus interpretaciones se han ubicado en diversos terrenos, como el examen del acoplamiento, tensión y oposición social en la URSS de los años treinta, reconsiderando la variable del cambio cultural en el contexto del giro de la NEP a la planificación imperativa, evaluándola como honda fractura.146 El epicentro se situó en 1928-31, cuando se multiplicaron las críticas a sectores considerados elitistas o contrarrevolucionarios, un conglomerado que incluía kulaks, antiguos defensores de la NEP, burócratas, técnicos o intelectuales. Esta tensión facilitó dinámicas ascendentes para cuadros políticos, administrativos o de gestión en las esferas de la producción económica o la organización del partido. Las colisiones internas volvieron a repetirse durante las purgas de 1936-38. Más recientemente Fitzpatrick ha redefinido el rol de la elite dirigente desde el concepto de equipo, sus rutinas de trabajo, sus relaciones personales o su sometimiento a la fórmula de liderazgo de Stalin. Esta perspectiva no supone relativizar el poder decisivo del dirigente soviético, pero sí revisa la etiqueta típica que reduce el estalinismo a Stalin, destacando la importancia de las decisiones colegiadas e, incluso, de situaciones en las que este dream team fue capaz de imponerse.147

Frente a las tesis de que el estalinismo traicionó la revolución, fue una herencia natural del leninismo o constituyó una desviación del proyecto nacido en 1917, parte de la historiografía ha tendido a subrayar el período circunscrito entre los últimos años veinte y mediados de los treinta como coyuntura de fracturas y suturas. La conceptualización del estalinismo como revolución ha sido manejada por historiadores tan distintos como Robert Tucker o Robert Gellately, aludiendo a un proyecto de corte integral.148 La propia dialéctica entre lo viejo y lo nuevo ha sido suscitada de modo provocativo por Boris Groys en un ensayo sobre el realismo socialista.149 El establecimiento entre 1932 y 1934 de rígidos cánones oficiales en la literatura y el arte ha sido enjuiciado con frecuencia como una contrarrevolución o reacción estética de tono conservador e hiperformalista, como una marcha atrás frente a la experimentación más rupturista y avanzada propia de la vanguardia experimental de los tiempos de la Guerra Civil y la NEP.

De este modo se habrían acompasado los ritmos del poder político y los de la política cultural oficial, en clave de retroceso, incluso de traición. Groys ha estimado, en cambio, que el realismo socialista debe ser observado como una manifestación de exactamente todo lo contrario: como la culminación radical –total– de las propuestas manejadas por las vanguardias estéticas soviéticas. Ese radicalismo no se expresó como un fin en sí mismo. Lo hizo, ante todo, en los planos de la metodología y la conceptualización que justificaron la necesidad del empleo de nuevos esquemas. La imagen estética se concibió no como mera representación comprensible, sino en virtud de la funcionalidad social: que la imagen actuase como espejo diáfano de la realidad entendida como experiencia cotidiana popular. Esta tesis se basaba, a su vez, en reflexiones del propio Lenin vertidas en Materialismo y Empirocriticismo (1907) que discutían tanto el naturalismo como el símbolo arbitrario con carga alegórica. La teorización sobre el realismo socialista tendió a reforzar la idea de neutralización de la subjetividad entendida como creación o lectura individualista o romántica que eludiese la incorporación de la imagen y el texto en un proyecto mayor: el de las leyes científicas que dictaban el desarrollo social a través del determinismo histórico.150

Lo que distinguiría al realismo socialista, según Groys, estribó en «los métodos radicales» con que se llevó a cabo, hasta convertirse en fórmula del «arte estalinista de vivir». El realismo socialista generó la «integralidad de un estilo que abarcó todos los ámbitos de la vida social». El resultado fue materializar el viejo sueño de las vanguardias de «organizar toda la vida de la sociedad en formas artísticas únicas». En estas coordenadas, el recurso a las formas naturalistas no evidenció un reaccionarismo estético o una apuesta por restaurar el arte tradicional, sino que fue fruto de la aplicación de criterios derivados de la reflexión marxista-leninista en parte conexas con el espíritu (no con las formas) de la vanguardia. Como si de un gran contenedor de formas del pasado se tratase, el realismo socialista echó mano de lo que pudiese inscribirse como tradición en la genealogía del arte progresista que la nueva estética soviética venía a continuar y coronar. Sobre tal supuesto fundó su cariz como estilo históricamente superior.151

Este atributo de modernidad radical marcaba distancias frente a otras muestras de arte totalitario, como la estética nazi de espíritu más marcadamente reaccionario. Y este sesgo de superioridad se proyectó sobre la industria cultural soviética, muy particularmente en el cine de consumo. La activa producción de los años treinta y cuarenta rehuyó las fórmulas complejas o la experimentación intelectualista. Tales recursos estuvieron presentes en realizaciones como Oktyabr’, de Sergei N. Eisenstein (1927), o en obras autorreflexivas de rechazo a la narrativa clásica considerada burguesa que retrataban la sociedad urbana como dinámico sujeto colectivo, como Chelovek s kinoapparátom de Dziga Vértov (1929).

Se ha definido el estalinismo como una fábrica de sueños codificada desde el estilo heroico exaltado mediante del realismo socialista y como estética característica con traducción en películas, carteles o pinturas (cf. epígrafe 6.4).152 Su iconografía representaría no las dificultades de presente sino la capacidad para lograr metas futuras con un idealismo que glorificaba al nuevo hombre socialista y legitimaba el liderazgo del partido. El cine presentó la realidad soviética como empresa colectiva contraponiéndola a los atributos negativos asociables al capitalismo (individualismo egoísta, explotación, consumismo). Hollywood difundió un imaginario fundamentado en el modo de vida americano. La propaganda de Estado soviética basó su sueño en otro mensaje alternativo sobre la felicidad radical.

Un ejemplo en esa dirección fue Volga-Volga, un film de Grigori Aleksandrov estrenado en la primavera de 1938. Al parecer esta fue una de las películas favoritas de Stalin. Volga-Volga rehuía los alegatos declaradamente políticos. Era un producto comercial orientado al gran consumo resuelto a través del género musical y la comedia romántica. Su trama pivotaba en torno al viaje de un grupo de actores en un pequeño barco a lo largo del Volga para participar en un concurso en Moscú. El film ensalzaba, desde un código asequible, la cooperación y la felicidad de las personas sencillas, idealizando el paisaje ruso y su cultura popular. Supuso la respuesta de la industria cinematográfica soviética al modelo norteamericano de comedia de cooperación y sensibilidad social afín a la filosofía del New Deal, representado sobre todo en la producción de Frank Capra.

6. TAUMATURGIA

Otros estudios han explorado las manifestaciones asociables al estalinismo como un proyecto de modernidad radical, un aspecto que se contagió en la imagen hagiográfica exportada desde la URSS hacia la cultura cosmopolita comunista. Sheila Fitzpatrick ha hablado, al respecto, de una modernidad anómala. Esta incorporó un conjunto de metas alternativas a las del liberalismo de mercado, en profunda crisis de legitimidad entre importantes sectores –no solo trabajadores– a raíz de la Gran Depresión. Pero dichas metas podrían vincularse con algunas resonancias de la visión utópica del liberalismo radical de raíces ilustradas ante cuestiones como con la fe en fabricar y planificar el progreso como obra científica de ingeniería gracias al liderazgo de una elite de especialistas sociales. En este sentido, el discurso estalinista sobre modernización habría mantenido una compleja conexión con la tradición universalista de origen europeo.153 Tales estrategias de ingeniería social conformaron un vasto programa encaminado a la socialización de valores propios del nuevo hombre socialista.

El estalinismo adoptó una política que retomaba y amplificaba los principios de idealización de la pedagogía cívica presente en los afanes regeneradores de la intelectualidad rusa de finales del siglo XIX. Incluso cabría afirmar que asimiló la huella de los programas reformistas de tono paternalista nacidos en Europa Occidental en aquel período o a inicios del siglo XX. Los programas higienistas, las obras públicas, la insistencia en el orden y la disciplina, el culto a la eficiencia estajanovista o el impulso a la creación de nuevos hábitats entendidos como unidades especializadas de producción (granjas o ciudades industriales) fueron reflejos de tales empeños. Tanto en su forma y estética, como en su difusión, expresaron vívidamente los valores del ideal modernizador.154

Lo mismo ocurrió con otras iniciativas caracterizadas por su naturaleza proactiva y performativa. La sublimación de la cultura física o de las políticas reproductivas y natalistas se fundamentaron en una intensa propaganda que, sobre todo en los ámbitos urbanos, amplificó la imagen de un régimen volcado en el bienestar, la protección a la maternidad y la salud infantil o en fomentar el igualitarismo de género.155 Tales ítems, entendidos como marcas de identidad del régimen soviético, tuvieron notable presencia en la España de los años treinta de la mano de colectivos como la AUS, según se comentará en los epígrafes 4.2, 5.3 y 5.4.

Estas prácticas constataron la versión soviética de unas políticas de intervención implicadas en una idea de desarrollo como objetivo integral y finalista. Conformaron un tótum que incorporó, en aparente acoplamiento armónico, el paroxismo de la propaganda que justificó la violencia oficial. Ambos extremos compusieron las caras de una misma moneda que confluyeron en el año 1937, la coyuntura decisiva en la consolidación del régimen estalinista. En aquellos meses se concitaron algunos de los proyectos y realizaciones monumentales más relevantes del período. El sentido otorgado al socialismo como estadio palpable de modernización se materializó en grandes obras de ingeniería (metro de Moscú, canal del Volga y el Moscova), la publicidad internacional (pabellón soviético en la Exposición Universal de París), o en los programas de redefinición del espacio urbano (Plan General de Moscú). Pero también en la capacidad simbiótica de la capital soviética para incorporar lo más avanzado de la cultura de masas (salas de cine y jazz, o lugares para el ocio a gran escala como el Parque Cultural y Recreativo Gorki).156 Estas marcas trascendieron las fronteras soviéticas hasta constituirse, en publicaciones en castellano, en espacios donde fijar pautas de reconocimiento sobre el desarrollo socioeconómico (cf. epígrafe 5.4).157

Todo ello coincidió con la violencia a gran escala entendida como expresión derivada de la marcha colectiva hacia el progreso. La represión se acopló como una pieza más dentro de la retórica y la práctica modernizadora. Y lo hizo a través de justificaciones que incidían en la tesis de la modernidad total. Ahí se situaron los argumentos que justificaban la agudización de la lucha de clases, que hablaron de la urgencia de una eliminación de los enemigos del pueblo o que cargaron las tintas en la tesis de una conspiración internacional contra la URSS.

La Orden 00447 de la NKVD supuso, en este contexto, la expresión más contundente de traslación de racionalidad y eficiencia de la planificación económica a una aplicación represiva. Aquella directiva secreta, firmada por Nikolái Yezhov el 30 de julio de 1937, hacía inventario de las categorías sociales susceptibles de objetivar la represión (kulaks, residuos de partidos antisoviéticos, espías, emigrados, contrarrevolucionarios, guardias blancos, fascistas, terroristas, criminales peligrosos, especuladores, rateros), fijando las cuotas de los detenidos (en total cerca de 300.000 personas) y de los ejecutados (en torno a 80.000). No obstante, sus resultados superaron con creces las cifras orientativas. Hasta noviembre de 1938 se condenó a alrededor de 767.000 individuos, más de la mitad a muerte. A esa cuantía se sumaron los derivados de órdenes paralelas contra minorías nacionales o fruto de otras operaciones especiales. Aunque los datos globales siguen siendo objeto de controversia, cabría estimar en más de un millón y medio el total de arrestos, en 1,3 millones las condenas y en casi 700.000 las ejecuciones producidas entre 1937 y 1938.158

Entendido como articulación de sentido, el culto a la personalidad aparece como un fenómeno poliédrico. Fue paralelo al proceso de consolidación política del liderazgo de Stalin, pero además sirvió de instrumento que lo apuntaló, amplificó y retroalimentó a lo largo del tiempo. Su origen se situó entre 1929 y 1934, cuando se evidenciaron en la esfera pública las progresivas muestras de ensalzamiento e idealización de su figura. Complementariamente, tuvo capacidad para adecuarse a la multiplicidad de entornos donde se ubicó la cultura comunista transnacional.159 En esos espacios, el poliedro se trasladaba a una vasta sala de espejos donde los líderes comunistas locales podían reflejarse, asimilando modalidades específicas de exaltación, al tiempo que estas ayudaban a reproducir –mediante un ejercicio de reflejos condicionados– la imagen hagiográfica de Stalin. En tales operaciones la figura del dirigente soviético se ajustaba a determinadas necesidades o perfiles nacionales, mientras que la de los responsables nacionales o locales comunistas se estalinizaban. Esta interacción superó, por tanto, los márgenes de una comunicación simbólica definida por la estricta exportación unidireccional de consignas del centro a las periferias.

El culto trascendió los límites de la idealización de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili hasta trastocarse en fórmula de apelación y consumo del personaje de Stalin como transustanciación que sintetizaba el poder. Dos anécdotas mencionadas por Jan Pampler ilustran al respecto. Una, narrada por el viejo bolchevique Sergei Kavtaradze, relató cómo en 1940 llegó a su apartamento acompañado de Stalin y Beria. Ahí convivía con otra mujer anciana que quedó paralizada de terror. Preguntada por su temor, la mujer afirmó que había creído ver al retrato de Stalin avanzando hacia ella. La segunda anécdota proviene de Artyom Sergeev, hijo adoptivo de Stalin. Según su testimonio en el curso de una riña doméstica entre Stalin y su hijo biológico Vasili, este replicó que podría hacer lo que le viniese en gana. «Yo también soy Stalin», llegó a gritar entonces. A lo que contestó tajante su padre: «no, tú no lo eres. Tú no eres Stalin. Ni yo tampoco soy Stalin. Stalin es el poder soviético. Stalin es lo que aparece en los periódicos y en los retratos, tú no. Ni siquiera lo soy yo».160

El fenómeno del culto a la personalidad ha sido objeto de un extenso interés bibliográfico. También sigue siendo hoy motivo de controversia sobre sus raíces culturales, sus conexiones con la tradición figurativa ortodoxa o con la fundamentación teológica de la iconolatría bizantina.161 Asimismo se han rastreado otras raíces, por ejemplo derivadas desde el imaginario político oficial de la autocracia zarista, o se han buscado antecedentes de contagio religioso en el marco del arte revolucionario o en la estética oficial comisionada por el poder bolchevique.162

Todas estas observaciones se han centrado en rastrear sus huellas genealógicas y, sobre todo, la producción cultural en serie a él asociada, concibiéndolo como una especificidad idiosincrásica primero de Rusia y después en la URSS. El problema que acarrea esta explicación estribaría en considerar que el culto a la personalidad reflejó un cierto carácter anómalo del bolchevismo frente a los parámetros europeos. Su hipotético cariz de objeto exótico enraizado con una tradición premoderna, contrastaría con otras expresiones propias de las culturas europeas de tradición ilustrada, democrática y laica. El riesgo de tal lectura se complica al emplazar el fenómeno del culto en unos ejes espaciales y culturales más amplios que trasciendan el espacio soviético. Desde esta escala de observación, la tesis sobre la singularidad rusa deviene en déficit interpretativo ante la exportación, asimilación e indigenización del culto en las democracias populares, o ante su introducción en los repertorios de los partidos comunistas desde inicios de los años treinta.

Otras explicaciones han resaltado consideraciones de corto plazo ligadas con la vertebración de los repertorios simbólicos de las llamadas religiones políticas del período de entreguerras. La irracionalidad ligada al impacto de la Primera Guerra Mundial, o la necesidad de cargar el énfasis discursivo en el ensalzamiento de la virtud del liderazgo, apuntarían a esos procesos con notable presencia en las culturas políticas occidentales. A tales orígenes cabría añadir la readecuación de técnicas nacidas en entornos democráticos pero que acabaron trasladándose al lenguaje radical del fascismo o del nazismo. Sería el caso de las técnicas de publicidad basadas en la personalización y el énfasis emotivo empleadas, por ejemplo, en la cartelería norteamericana o británica de la Gran Guerra. O el influjo procedente del cine, incluida la traslación de las lógicas del atractivo del star-system, el carisma actoral y su consumo de masas al ámbito de la semántica dictatorial.

Tal cuestión –la legitimidad mediante el carisma y su rutinización–nos traslada a Max Weber y a su categorización sobre las modalidades y expresiones del poder.163 No obstante, como ha señalado Balász Apor, la perspectiva weberiana arrastra igualmente problemas ante aspectos como la multiplicidad de formas que adquirieron los cultos políticos desde la década de los años veinte, la capacidad de traslación del carisma del líder a la justificación del régimen, o los fenómenos de legitimación basados en la desacralización como se produjo en la URSS en 1956. A ello cabría sumar las estrategias actitudinales que pudieron concitarse en torno a la sacralización del liderazgo en relación con actitudes reflejas derivadas de múltiples factores (miedo, coacción, cálculo de intereses individuales, rutinas o sincera admiración).164

La idealización en liturgias colectivas añade un problema más en ese plano de la recepción. Desde el punto de vista de la teoría de las respuestas se ha subrayado la relevancia de los factores psicológicos para explicar reacciones ante determinados repertorios icónicos principalmente religiosos. La iconoclastia sería así no la acción de destruir una representación sino un ejercicio encaminado a matar la imagen.165 La actitud inversa –la iconolatría extrema– nos trasladaría a la interiorización de la representación considerando que esta posee atributos mágicos, sobrenaturales o esotéricos.

Las prácticas del culto a la personalidad se situaron en un ecosistema amplio donde se incluyeron otros ingredientes contraicónicos como amplio y flexible inventario sobre la alteridad del enemigo. Su importancia se refuerza al tener en cuenta la trama de rituales, símbolos y alegorías destinados a robustecer la unión entre la base social y el régimen político que promovía tales prácticas y que se encarnaba en sus elites de poder. O, ya en el marco de los partidos comunistas europeos, entre la comunidad de militantes o simpatizantes y el grupo dirigente.

En relación con ello deben indicarse otros aspectos. Por ejemplo, las estructuras donde se situó la construcción y difusión del culto a la personalidad. Como destacaron Carol Strong y Matt Killingsworth, en el caso del estalinismo estaríamos ante una técnica de comunicación sofisticada, fluida y dinámica, con un lenguaje concreto y reconocible, pero abierto a la diversidad y los cambios. Graeme Gill ha resaltado incluso que la aparente estandarización y reiteración de mensajes resultan engañosos.166 Ampliando esta idea podría considerarse que los motivos manejados por las políticas del culto soviético compusieron un fenómeno con muchas aristas: entró en colisión teórica con valores de la cosmovisión comunista, por ejemplo, con la crítica a la deificación, pero tuvo evidente capacidad para desplegar una larga sacralización de la figura de Lenin. La mitificación de Stalin permitió conciliar el irracionalismo providencialista con las normativas de racionalidad científica que mostraban a la URSS como vanguardia histórica, presentando su figura como guía y faro de la historia nacional e internacional. La naturaleza alegórica de las expresiones del culto a la personalidad se localizó, a su vez, en correspondencia con el universo gráfico propio del realismo socialista, estableciendo una simbiosis entre la idealización hagiográfica y los códigos figurativos propios del naturalismo.

Tampoco debe obviarse que el culto se acompasó con una política de movilización y movilidad social. Su cristalización se produjo al socaire del segundo Plan Quinquenal, coincidiendo con la fase final de la deskulakización y sirvió de herramienta de agitación previa a los Procesos de Moscú de 1936-38. Como ha indicado David Priestland, su público objetivo se situaba entre los estratos populares. Ahí estaban los consumidores naturales de un imaginario sencillo dotado de referencias reconocibles. En este sentido, el culto a la personalidad se acopló con las dimensiones ya mencionadas del imaginario nacional-bolchevique y con las abundantes iniciativas en pos de la revitalización (o fabricación) de marcas folklóricas.

La glorificación de Stalin tuvo, además, capacidad para contagiarse verticalmente, reproduciéndose en las escalas de las jerarquías de mando, desde el gobierno al aparato del partido o las estructuras productivas.167 Una muestra pionera de ello la encontraríamos en el fotomontaje de Dologorukov para la revista Krasnaia Zvezda el 30 de julio de 1933, conmemorativo del trigésimo aniversario del Partido Bolchevique. Ubicados en una estructura triangular y a diferentes tamaños aparecían el rostro de Lenin en el vértice superior, Stalin en el centro de la imagen y bajo él diversos responsables del gobierno y del CC. Este estándar de representación fue exportado y reutilizado intensamente en la iconografía comunista internacional. El 7 de noviembre de 1936 Mundo Obrero reprodujo, por ejemplo, un fotomontaje con una estructura similar en cuyo centro geométrico se encontraba el rostro de perfil de Stalin, gemelo y solapado al de Lenin. Ambos servían de arranque de una espiral donde se situaron otros miembros de la elite soviética progresivamente más pequeños hasta convertirse en una muchedumbre de ciudadanos.

El culto a Stalin se agudizó en torno a 1937 coincidiendo con la purga política y la represión a gran escala. Volvió a hacerlo a partir de 1947-48, en paralelo a la sovietización de las democracias populares en un nuevo entorno de radicalización de la violencia política. Esta correspondencia pone de manifiesto otra de las utilidades prioritarias asignadas al culto a la personalidad: servir de herramienta cohesiva en las coyunturas de potencial agudización de las tensiones dentro de las estructuras del partido o, por extensión, en las organizaciones comunistas de Europa Central y del Este, las más claramente satelizadas. La correlación entre culto y violencia asimismo provocó consecuencias paradójicas. El impacto de la represión política se sintió con dureza en el entramado burocrático de la propaganda o entre importantes intelectuales orgánicos. Como resultado, a finales de los años treinta proliferaron los problemas de organización y coordinación propagandística en un marco de incesante acción censora dirigida a borrar figuras caídas en desgracia o reescribir pasajes históricos.168

Una singularidad notable del culto fue la conversión de Stalin en personaje de ficción en un amplio corpus de realizaciones cinematográficas. Tal traslación no fue un ejercicio novedoso. Lenin había figurado como personaje en el film Oktyabr’ de Eisenstein, si bien su fuerte tono documental permitía presentar la película como fidedigna reconstrucción histórica. Como intersección entre las miradas documentales propias de los años veinte y la cinematografía volcada en el culto a la personalidad se situó el film conmemorativo Tri pesni o Lenine (Dziga Vertov, 1934). Con posterioridad Stalin figuró junto a Lenin en otras ficciones que evocaron la fecha matriz de 1917, como Lenin v oktyabre (Mikhail Romm y Dmitriy Vasilev, 1937), donde Stalin intervino de modo activo en la elaboración del guion. En otras apariciones se tendió a exagerar la idealización hasta alcanzar extremos de fantasía taumatúrgica e intensa contaminación religiosa, como ocurrió en una de las escenas fabuladas en Kljatva (Mikheil Chiaureli, 1946). En ella Stalin aparecía meditabundo y en soledad mientras dibujaba en una hoja de papel rostros en perfil de Lenin. En un momento dado, el fundador del Estado soviético aparecía como un ser sobrenatural ante la conciencia de Stalin, a través de un sencillo montaje que combinaba al Stalin ficcional –encarnado por el actor georgiano Mikheil Gelovani– junto a un par de tomas documentales de Lenin.

Estos relatos de glorificación se emplazaron en las coordenadas de géneros de ficción de gran consumo (melodramas sociales, películas con pinceladas románticas, grandes producciones bélicas). Fueron notas de reconocimiento presentes en Kljatva o en el film posterior de Chiaureli Padeniye Berlina, una película de épica bélica ambientada en la Segunda Guerra Mundial producida a propósito de las celebraciones del septuagésimo aniversario de Stalin (cf. epígrafe 6.4). Dicha deriva ratificó una lógica de ubicuidad del personaje público de Stalin, que era capaz de encabezar cotidianamente la portada de Pravda, ser figura en una amplitud de obras pictóricas, carteles o eslóganes callejeros, o de poblar noticiarios o filmes de gran consumo.169 Esa aplastante visibilidad debe ser interpretada a la vista de su recreación a través de un lenguaje que enfatizaba la proximidad como herramienta en la articulación de la subjetividad comunista. A esa cuestión se dedicará el próximo capítulo.

1 Véase F. Hernández Sánchez: Guerra o revolución…, pp. 237-254 y 277-296.

2 R. Cruz: El Partido Comunista…, pp. 58-59.

3 Historia del Partido Comunista de España, Varsovia, Ediciones Polonia, 1960, p. 111. Cruz apuntó algo más de 11.000 militantes en septiembre de 1935, 14.000 en febrero y cerca de 80.000 en julio. Con anterioridad Jackson había rebajado esta última cifra a alrededor de 20.000. R. Cruz: El Partido Comunista…, pp. 58-62 y 305; G. Jackson: La República española y la Guerra Civil, Barcelona, Crítica, 1976, p. 316.

4 Los datos figuran en «Militantes del Partido en marzo, julio y diciembre de 1936», AHPCE/D, F. XVI (199), y en «Informe de organización. El Partido», AHPCE/D, F. XVI (197). Para las cifras de marzo de 1936, véase F. Hernández Sánchez: Guerra o Revolución…, p. 72.

5 R. Cruz: El Partido Comunista…, p. 78.

6 «Informe de organización. El Partido», AHPCE/D, F. XVI (197).

7 «Informe de organización de la provincia de Madrid», AHPCE/D, F. XVI (205).

8 «Informe sobre las actividades políticas en el sector centro durante el mes de mayo de 1937», AHPCE/D, F. XVI (199).

9 AHPCE/TMM, 28, 3.

10 B. Bolloten: The Grand Camouflage: The Communist conspiracy in the Spanish Civil War, Londres, Hollis & Carter, 1961.

11 «Informe de organización de la provincia de Madrid», AHPCE/D, F. XVI (205).

12 R. Cruz: En nombre del pueblo. República, rebelión y guerra en la España de 1936, Madrid, Siglo XXI, 2006, pp. 286-287.

13 F. Hernández Sánchez: Guerra o revolución…, pp. 284-285.

14 R. Cruz: El Partido Comunista…, pp. 65-83.

15 F. Claudín: La crisis del movimiento comunista, I. De la Komintern a la Kominform, París, Ruedo Ibérico, 1970, p. 186.

16 P. Togliatti: «Informe del 28 de enero de 1938», en Escritos…, p. 174.

17 Material de discusión para el Congreso Provincial del Partido Comunista que se celebrará en Madrid durante los días 20, 21 y 22 de junio de 1936, s. l., s. f. (pero 1936), p. 14.

18 «Estadísticas provinciales hasta diciembre de 1937», s. f., AHPCE/D, F. XVI (196).

19 G. Abad: Tareas de organización del Partido en Madrid, Madrid, Comisión de Agit-Prop del Comité Provincial, 1938, p. 18.

20 José Díaz, en el Pleno de marzo de 1937, recogido en Tres años de lucha, Barcelona, Laia, 1978, II, p. 205. Véase también el «Informe sobre las actividades políticas sector centro durante el mes de mayo de 1937», en AHPCE/D, F. XVI (199).

21 P. Checa: A un gran Partido, una gran organización, Madrid, Ediciones del Partido Comunista de España, 1937, p. 16; y Tareas de organización y trabajo práctico del Partido, Valencia, Ediciones del Partido Comunista de España, s. e., 1937, pp. 28-30.

22 X. M. Núñez Seixas: ¡Fuera el invasor! Nacionalismos y movilización bélica durante la guerra civil española (1936-1939), Madrid, Marcial Pons, 2006; J. Díaz: Tres años, II, p. 192.

23 F. Hernández Sánchez: Los años de plomo…, p. 29.

24 AHPCE/D, 32.

25 AHPCE/D, 29.

26 AHPCE/EP, 98, 3.

27 AHPCE/DG, 23, 3, 3.

28 Sobre esta cuestión es esencial el reciente estudio de M. Eiroa: Españoles tras el Telón de Acero. El exilio republicano y comunista en la Europa socialista, Madrid, Marcial Pons, 2018.

29 CIA/FOIA, RDP78-01617A003000180002-7.

30 CIA/FOIA, RDP82-0045R002600490002-2.

31 CIA/FOIA, RDP79R01012A001000010004-4.

32 AHPCE/D, jacq. 248.

33 AHPCE/DG, 34, 22.

34 F. Hernández Sánchez: Los años de plomo…, pp. 215 y ss. (el entrecomillado, en p. 262).

35 F. Erice: «El orgullo de ser comunistas…», pp. 163-165. Como análisis detallado de la cultura y las prácticas militantes entre finales de los años cincuenta e inicios de los sesenta véase también, del mismo autor, Militancia clandestina y represión. La dictadura franquista contra la subversión comunista (1956-1963), Oviedo, Trea, 2017.

36 Véase N. Adler: Keeping Faith with the Party. Communists Believers Return from the Gulag, Bloomington e Indianápolis, Indiana University Press, 2012, pp. 45-125.

37 F. Erice: «El Partido Comunista de España, el giro de 1956 y la lectura selectiva del XX Congreso», Nuestra Historia. Revista de Historia de la FIM, 2, 2016, p. 74.

38 AHPCE/D, 48.

39 AHPCE/DG, 2, 1, 2, 2.

40 X. Domènech: «Cenizas que ardían…», en Nosotros los comunistas…, pp. 93-138, y «Comunismo y antifranquismo. Una aproximación», en M.ª E. Nicolás y C. González (coords.): Ayeres en discusión. Temas claves de Historia Contemporánea hoy, Murcia, AHC, 2008, pp. 126-145. Respecto al sentido balsámico e inclusivo, véase C. Molinero y P. Ysàs: «La izquierda en los años setenta», Historia y política, 20, 2008 (esp. pp. 37-41).

41 C. Molinero y P. Ysàs: De la hegemonía…, pp. 95-100.

42 J. Borja: «Los comunistas y la democracia, o los costes de no asumir las contradicciones», El Viejo Topo, 276, 2011, cit. en C. Molinero y P. Ysàs: «El PCE y la democracia», en C. Molinero y P. Ysàs (eds.): Las izquierdas en tiempos de transición, Valencia, PUV, 2016, p. 116.

43 J. C. Rueda: «El PCE y el uso público de la historia», Ayer, 101, 2016, pp. 242-243.

44 Ph. Buton: «Les générations communistes», Vingtième siècle, 22, 1989, pp. 81-91.

45 F. Claudín: Santiago Carrillo. Crónica de un secretario general, Barcelona, Planeta, 1983, p. 64.

46 RGASPI, 495, 12, 161.

47 Con motivo del 60 aniversario de la camarada Dolores Ibárruri, s. l., s. e., s. f. (pero 1955), pp. 5-6.

48 A. Cunha: Os filhos da clandestinidade. A história da disgregação das famílias comunistas no exílio, Lisboa, A Esfera dos Livros, 2016.

49 Ibíd., pp. 42-45.

50 Véase P. Boulland: Des vies en rouge. Militants, cadres et dirigeants du PCF (1944-1981), París, Les Éditions de l’Atelier, 2016.

Memoria Roja

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