Читать книгу El «encanto» de la vida consagrada - José Cristo Rey García Paredes - Страница 6

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1 Alianza con Dios en un nuevo contexto

Esta será la señal de la alianza que establezco para futuras generaciones entre yo y vosotros y todo ser vivo que os acompaña. Pongo mi arco en las nubes, que servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra. Cuando yo anuble con nubes la tierra, entonces se verá el arco en las nubes y me acordaré de la alianza que media entre yo y vosotros y todo ser vivo (Gén 9,12-15).

El arco iris es el «anillo de Dios» que evoca su alianza sin vuelta atrás con la humanidad y con nuestro planeta Tierra. Es la señal que le recuerda a Dios su alianza[4]. Otra cosa distinta es que la humanidad se acuerde de ella. En nuestro tiempo se habla del «eclipse de Dios»[5], de una época «pos-religiosa» o de «crisis de Dios»[6], de la difuminación u oscurecimiento del rostro de Dios tanto en la esfera personal como en la pública, de una larva de «ateísmo interior»[7]. Si Dios no se ha olvidado de su alianza, parece ser que gran parte de la humanidad se ha olvidado de ella o le presta muy poca atención. No obstante, encontramos en la época contemporánea religiones, grupos humanos, comunidades y personas que en formas diversas tratan de vivir «en alianza» con Dios y de hacer al resto de la humanidad consciente de ella. Esta es la razón fundamental de esa forma de vida que denominamos «vida religiosa» o «re-ligada», o «consagrada».

I. El Dios de la «alianza»

1. El Dios de los pactos

En la Biblia la palabra «alianza» tiene una importancia suma; es la clave, la contraseña que todo lo explica, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento[8]. «Alianza» es el término que explica el tipo de relación que Dios mantiene con su pueblo (Israel primero, la Iglesia después), con la humanidad, con nuestra tierra. «Alianza» es también el término que nos indica la actitud, la configuración de nuestra existencia, la que Dios espera de nosotros.

La alianza nos habla de una doble incansable búsqueda:

La Biblia habla no solo de una búsqueda de Dios por parte del hombre, sino también de la búsqueda del hombre por parte de Dios. «Me has cazado como a un león», exclamó Job… La fe brota del temor, de la consciencia de estar expuestos a su presencia [la divina], del anhelo de responder a la llamada de Dios, de saber que hemos sido interpelados. La religión consiste en la pregunta de Dios y en la respuesta del hombre. El camino hacia la fe es el camino de la fe. El camino hacia Dios es el camino de Dios. Si Dios no formula la pregunta, todas nuestras búsquedas son vanas.[9]

El primer relato bíblico –en el libro del Génesis– contempla la creación desde la perspectiva de la alianza de Dios con su pueblo Israel. Dios crea a través de su palabra; su creación es, por lo tanto, inicio de un gran diálogo, que culmina en la creación del ser humano «a su imagen y semejanza», como principal interlocutor, como principal aliado. La misma creación de la tierra forma parte de este diálogo, de esta alianza[10]. También el libro del Génesis nos habla de la ratificación de esa alianza de la creación con Noé en el símbolo del arco iris tras el diluvio.

Con el patriarca Abrahán establece Dios una alianza que redundará en bendición para todos los pueblos de la tierra. Dios lo saca de su tierra y le promete otra tierra y una descendencia innúmera. La promesa estará presente en la trama histórica de los «hijos e hijas de Abrahán». Cuando los descendientes de Abrahán quedaron reducidos a un grupo de esclavos en Egipto, Dios –por mediación de Moisés– los liberó y con ellos restableció su alianza en el Sinaí: «Yo os haré mi pueblo y seré vuestro Dios» (Éx 6,7); la «sangre de la alianza» derramada sobre el pueblo ratificó el pacto (Éx 24,7-8)[11]; el mandamiento principal condensó su contenido:

Escucha Israel, el Señor es nuestro único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6,4-5).

El Decálogo (¡diez palabras!) mostró pedagógicamente el modo de ser fieles a la alianza (Éx 34,28)[12]: 1. rompiendo con el sistema de los dioses falsos y servir al único Dios (primer mandamiento)[13]; 2. no utilizando el nombre del verdadero y único Dios de forma hipócrita para solapar el mal (segundo mandamiento)[14]; 3. imitando a Dios en el descanso del sábado y cantando sus maravillas (tercer mandamiento)[15]; 4. reconociendo como autoridad suprema al padre y a la madre (cuarto mandamiento)[16]; 5. respetando el derecho de todos a la vida, no matar, superando la venganza con el perdón y la misericordia (quinto mandamiento)[17]; 6. no rompiendo la alianza esponsal, que representa la alianza con el único Dios (sexto mandamiento)[18]; 7. no estableciendo sistemas de robo o acumulación de bienes (séptimo mandamiento)[19], o sistemas corruptos que dejan indefensas a las personas y no garantizan los derechos humanos, ni la verdad (octavo mandamiento)[20]; 8. no codiciando aquello que pertenece al prójimo, sean sus bienes (noveno mandamiento), sea su mujer o su esposo (décimo mandamiento)[21]. Se trataba, ante todo, de acabar con el sistema de la esclavitud e iniciar un sistema de libertad que llevaba al pueblo a exclamar: «Haremos todo cuanto ha dicho Yavé» (Éx 19,8).

La alianza de Dios con Noé, Abrahán, Moisés, con su pueblo fue como una semilla plantada, que echó raíces profundas, produjo tronco y ramas, hojas y frutos. Nuevas generaciones se fueron integrando en ella. Frecuentemente el pueblo se olvidaba de su Dios y violaba la alianza. Por medio de los profetas Isaías[22], Jeremías[23], Ezequiel[24] y Oseas[25] se fue vislumbrando una alianza nueva y definitiva, en la cual Dios se proponía darle al ser humano un corazón nuevo, un espíritu nuevo y purificarlo de todas sus idolatrías.

2. La nueva y definitiva alianza

Con sus palabras y obras Jesús anunció la llegada de la nueva y definitiva alianza e invitó a todos a entrar en ella[26]. Lo hizo hablando del reino de Dios: «buscad, ante todo, el reino de Dios y su justicia, que todo lo demás se os dará por añadidura» (Lc 12,31); pidió la conversión del corazón –el cambio de mentalidad, que el Espíritu haría posible[27]–; se puso como ejemplo del cumplimiento del mandamiento principal en su versión humana: «Amáos los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 13,34); ofreció la copa de la nueva y definitiva alianza en su sangre, derramada por todos (Lc 22,20). La Carta a los hebreos nos ofrece una magnífica meditación sobre el alcance de esta alianza[28].

Jesús no vino a abolir el Decálogo, sino a darle cumplimiento. Por eso, cuando el joven rico se le acercó y le preguntó qué hacer «para entrar en la vida» (Mt 19,16), Jesús le recordó el mandamiento principal y sus claúsulas: «no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 19,18), es decir, lo invitó a dejar la tierra de la esclavitud y a entregarse al único Bueno (Mt 19,17; Mt 22,36-40); pero, también le ofreció la posibilidad de estrechar aún más su alianza con «el único Bueno»: entrar en su seguimiento y darlo todo a favor de los pobres[29].

Es interesante reconocer que la vida monástica releyó esta escena evangélica como su gran inspiración; lo inadecuado fue que con el paso del tiempo se apropió del texto como si solo se refiriera a la vida religiosa. No hay un camino de los mandamientos –ofrecido a los cristianos de a pie– y otro de los consejos evangélicos –ofrecido a quienes desean una mayor perfección–. No es así. Jesús nos ofrece a todos el inimaginable don de abandonar los ídolos para amar al único Dios bueno y bello en una estrecha alianza de amor. Y Jesús nos hace ver que el camino para llegar al culmen de esa experiencia es seguirlo («como yo os he amado») y amar apasionadamente a los más necesitados. Este es el dinamismo de la nueva alianza.

3. Así es la tri-unidad de Dios: Relación con el ser humano y con el cosmos

La alianza nos muestra que nuestro Dios no es un dios anacoreta, oculto, encerrado en sí mismo, hermético, inaccesible. Es un Dios que ya desde el principio ha salido de sí para crear nuevos espacios, nuevos seres, con los cuales relacionarse y establecer alianza[30]. Lo contrario a un dios anacoreta es un Dios (¡permítaseme el barbarismo!) pericoreta; esta palabra responde a un término griego, utilizado por la teología cristiana para definir las relaciones intratrinitarias. ¡Perichṓresis es lo contrario a anachṓresis!

El Dios pericoreta, en su tri-unidad, lo es también hacia la realidad que ha creado. La tri-unidad divina ha extendido sus relaciones con la humanidad y la creación. Las alianzas más particulares entre Dios y las personas individuales (por ejemplo Abrahán, David) o entre Dios y las comunidades humanas (el pueblo de Israel, la Iglesia) se inscriben en esta gran alianza divino-humano-cósmica.

Dios sigue ofreciendo su alianza a toda la humanidad. La Iglesia de los seguidores y seguidoras de Jesús la acoge explícitamente, públicamente. Dentro de la Iglesia hay grupos, comunidades, que sienten como suya la misión de ser signos vivientes –para todos– de la alianza.

II. El misterio de la alianza en la vida consagrada

Dice la exhortación apostólica Vita Consecrata que la tradición eclesial:

[…] ha puesto también de relieve en la vida consagrada la dimensión de una peculiar alianza con Dios, más aún, de una alianza esponsal con Cristo, de la que san Pablo fue maestro con su ejemplo (cf 1Cor 7,7) y con su doctrina proclamada bajo la guía del Espíritu (cf 1Cor 7,40) (VC 93).[31]

1. La alianza y sus cláusulas en la vida consagrada

«Alianza» es también una categoría central para la vida religiosa o consagrada[32]. Los elementos constitutivos de la vida consagrada –misión, consejos evangélicos, vida comunitaria– son modos en los cuales la alianza toma cuerpo y se significa públicamente.

La alianza de Dios con Israel excluía la adoración de cualquier otro dios –¡la prostitución con cualquier otro esposo! (Oseas, Jeremías, Ezequiel)–, «porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso» (Dt 5,7-8). Así también, la profesión religiosa es, ante todo, alianza –mandamiento principal y búsqueda del reino de Dios y su justicia–. Como reverso es anti-idolatría y renuncia a la esclavitud.

En el ADN de la vida religiosa, en su código genético, desde sus orígenes hasta hoy, hay una motivación innegociable y única: «buscar a Dios» (quaerere Deum). No basta para ingresar en ella un deseo filantrópico, un ansia de entregarse a los demás. La vida consagrada no es una ONG. Lo que siempre la ha caracterizado ha sido la búsqueda incesante de Dios y el deseo de identificarse con su voluntad. Quien busca tan apasionadamente a Dios, ha sido previamente «tocado» por su presencia. La búsqueda del candidato a la vida religiosa es ya respuesta a otra búsqueda invisible y misteriosa. En la búsqueda mutua está la invitación y el inicio de una alianza divino-humana, en la que Dios tiene la iniciativa.

En su fórmula clásica la profesión religiosa es una y triple: una entrega sin limitaciones, a través de una tríada de ámbitos (obediencia, castidad, pobreza). Es una promesa de fidelidad y de rechazo absoluto de cualquier ídolo que la tradición reduce a tres: los ídolos del poder, del sexo y del dinero y que se caracteriza, además, porque no tiene fecha de caducidad: el voto abarca todo el futuro.

Si la vida religiosa, consagrada, es –como toda forma de vida cristiana– una forma de vida «según la nueva alianza» y si el mandamiento principal –tal como ha sido interpretado por Jesús– es la norma suprema de vida; entonces, la vida religiosa o consagrada es una «vida según el mandamiento del amor». Este es el voto fundamental que la caracteriza: el «voto de amor» a Dios y al prójimo, con todo el corazón, toda el alma y todas las fuerzas[33].

Los llamados «tres votos» no son tres votos distintos, sino uno solo en tres perspectivas, en perichṓresis; consecuencia de ello es que pueden ser explicados conjuntamente, paralelamente, con el mismo esquema y en complementariedad. Por eso, pretendo hacer ver que son variaciones de una vida según la nueva alianza en el amor y que cada uno de ellos enfatiza en una dimensión del mandamiento principal: sea el amor a Dios o al prójimo, sea el amor con todo el corazón (castidad), con toda el alma (obediencia), con todas las fuerzas (pobreza), sin que sean perfectamente distinguibles, sino en perichṓresis también[34].

El orden tradicional de los votos fue pobreza-castidad-obediencia. El concilio Vaticano II propuso otro orden: castidad-pobreza-obediencia (LG 43; PC 12-14)[35]. Dada la interacción entre los tres votos, juzgo que el orden es una cuestión menor. Por eso, me permitiré proponer otro orden: obediencia-celibato o virginidad[36]-pobreza. El mandamiento principal de la alianza se inicia con esta interpelación de Dios a su pueblo: «Escucha, Israel»; y la primera respuesta a tal interpelación: «Habla, Señor, que tu siervo escucha», es decir, la obediencia.

2. Hacia la culminación de la alianza: Iniciación mistagógica

La vida consagrada o religiosa más que un «estado de vida» es un «proceso», un camino, un seguimiento de Jesús que nos adentra siempre más en el misterio de la alianza con Dios. Su meta es la mutua identificación, el «desposorio mistico», la unificación de voluntades. La vida consagrada no tiene una misión, es misión. Ella se va identificando cada vez más con la missio Dei, con la voluntad misionera de Dios y colabora con ella en la medida del don que le ha sido concedido[37].

Contemplando la historia de la vida consagrada, desde las vírgenes consagradas y el primer monacato hasta hoy, descubrimos que su razón de ser en la Iglesia y en la sociedad no es la de constituir una «casta superior», sino ser un signo atrayente, paradigmático, de aquello a lo que está llamada toda la Iglesia, toda la humanidad y hasta la madre naturaleza: entrar en alianza con Dios. Esto es lo que hoy puede ofrecer la vida consagrada en contextos de secularidad, ateísmo o idolatría.

Pero necesitamos una especie de «hoja de ruta» para vivir en alianza y llevar la alianza a su culminación. La vida en alianza con Dios no es un camino de rosas: surgen tentaciones, ocultamientos, incertidumbres y dudas… Como ocurrió en la historia de Israel, también nuestra vida pasa por momentos dramáticos y turbulentos. La vida en alianza es una aventura iniciada, conducida, orientada, protegida y culminada por el Espíritu Santo. Conduce hacia la meta más insospechada a la que un ser humano puede aspirar aquí en la tierra: la culminación de la alianza en la unión. Merece la pena entrar en este camino, que para cada uno tendrá mucho de inédito y aventurado. Esta es la razón de ser, la pauta radical, que explica nuestra forma de vida y que puede servir –a su manera– de pauta explicativa y orientadora de la vida cristiana.

En los procesos formativos presentamos el camino, los compromisos, las obligaciones, pero nunca o casi nunca la meta. En otros tiempos se afirmaba la meta de una manera muy genérica, cuando se decía que era llegar «a la cumbre de la perfección», o conseguir la propia santificación, o «ser santos»; hoy también se emplean frases semejantes cuando nos pedimos «recuperar la mística». Todas estas expresiones necesitan ser retraducidas dentro de una visión teológica en la cual el protagonismo sea concedido al Espíritu de Dios y en la cual se resalte que en alianza ninguno de los aliados queda disminuido por el otro. Necesitamos una nueva formación en la fidelidad, en el amor fiel o hesed a la alianza, como camino de vida y camino orientado hacia una meta. Lo más penoso sería una vida consagrada en la cual a pocos les preocupara la alianza y sí mucho el trabajo que realizan.

III. La alianza «hoy»: En el contexto

Quienes creemos y seguimos a Jesús –en cualquier clase o condición de vida– lo hacemos como respuesta a las mociones misteriosas del Espíritu Santo. Creemos que el Espíritu Santo nos es enviado. Como decía Orígenes: «siempre son los días de Pentecostés»[38]. ¡Advirtamos el plural! Los Padres orientales tenían la convicción de que el objetivo de la encarnación del Hijo de Dios era hacer posible la efusión del Espíritu Santo sobre la humanidad[39]. También es Pentecostés en este tiempo y en todos y cada uno de los contextos. El Espíritu Santo hace posible la permanente renovación de la alianza, nos hace entrar en la comunión trinitaria de mil formas, en insospechadas circunstancias[40]. El Espíritu –en nosotros y con nosotros– lleva a cumplimiento el reino de Dios –proclamado e inaugurado por Jesús–, la nueva y definitiva alianza –establecida en su sangre–.

1. La encantadora enfermedad de la «teopatía»

La experiencia religiosa es una de las más plenas de la vida humana. Ella nos descubre el misterio que nos conmociona y abisma, nos vuelve nómadas sin descanso hacia un ir siempre más allá y sedientos insaciables de Absoluto. La experiencia religiosa nos hace personas «teopáticas», como cajas de resonancia del absolutamente «otro». La experiencia religiosa nos busca y se anticipa en tantas experiencias humanas que también nos hacen entrar en el pasmo, la conmoción, el nomadismo espiritual.

Hay experiencia religiosa donde no se reprime, olvida o reduce esa gran pregunta que es el hombre para sí mismo y donde, a la par, se renuncia –abismado por el vislumbre del infinito que ahí refulge– a querer responderla aquí, ahora, ya.[41]

Friedrich Heiler definió la experiencia religiosa como «adoración del misterio y entrega confiada de la propia vida a él»[42].

La experiencia religiosa cristiana en nosotros está mediada por la «encarnación» del Hijo de Dios, por su misterio pascual y por la acción misteriosa del Espíritu que nos ha sido enviado y actúa en lo más profundo de nuestro ser y que, al mismo tiempo, llena la tierra. Para los cristianos la experiencia religiosa acontece en el seguimiento de Jesús, en la fe, la esperanza y la caridad.

Propio de la vida consagrada es articular toda la existencia del creyente en torno al eje de la relación religiosa. Es vida en alianza, que poco a poco se va convirtiendo en estado místico, en el que todo habla y apunta hacia el misterio insondable de Dios que es Cristo. En ese estado, como bellamente decía el gran filósofo español Ortega y Gasset, la persona «es una esponja saturada de Dios. Basta que le opriman un poco contra las cosas para que entonces Dios, líquido, rezume y las barnice»[43].

En un tiempo de crisis de Dios, de su eclipse cultural y personal –sobre todo allí donde se presagia «la muerte de las catedrales»[44]–, o donde se habla de «las ruinas del cristianismo»[45], la vida consagrada es más necesaria. Y no solo en cuanto institución, sino sobre todo, en su ADN religioso: es decir, como testimonio viviente de que es posible en este tiempo, y en los diversos contextos e incluso allí donde la experiencia religiosa parece imposible, vivir el gran regalo de la alianza que nuestro Dios nos sigue ofreciendo.

En un tiempo en que no solamente hay crisis de Dios, sino desviaciones idolátricas –unas hacia la política, otras hacia la economía, otras hacia todo lo que aporta diversión y placer, otras hacia el propio ego– se hace más necesario que nunca el testimonio del único Dios, que no defrauda, que satisface los deseos más profundos, que promete lo que el ser humano no puede ni siquiera sospechar. Pero ¿estará la vida consagrada actual en condiciones de ofrecer ese testimonio?

2. Una vida configurada anti-idolátricamente por el Espíritu

a) El que habló por los profetas… habla hoy…

El Espíritu Santo –a través de nuestros fundadores y fundadoras y de los momentos más lúcidos de renovación– ha ido configurando la vida consagrada como un grupo anti-idolátrico: que no se postra ante otros dioses, que confiesa al tres veces Santo (cf Is 6,1-7), que profesa públicamente la alianza y la muestra en acciones de amor y compasión hacia los más desfavorecidos y en nuevas formas de comunión[46].

El Espíritu «que habló por los profetas» y actuó anti-idolátricamente a través de ellos, lo sigue haciendo ostensiblemente por medio de los grupos proféticos de la nueva alianza. El mandamiento principal del amor a Dios «con todo el corazón, toda el alma y todas las fuerzas», se traduce así mismo en un amor a los hermanos y hermanas que tienen «un solo corazón, una sola alma y todo en común» (He 4,32). La vida consagrada resalta un aspecto u otro de la alianza según los diversos carismas que la configuran: la relación amorosa y adorante con Dios –en la vida monástica y contemplativa–, el servicio evangelizador y caritativo hacia los seres humanos –en los institutos apostólicos–. El Espíritu Santo se sirve del carisma de la vida consagrada –con toda su biodiversidad carismática interna– para significar claramente ante los demás el proyecto de la gran alianza. ¡Qué bien lo expresó el concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium!:

La profesión de los consejos evangélicos aparece como un signo (tamquam signum apparet) que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a realizar con decisión las tareas de su vocación cristiana. […] Muestra a todos los hombres la grandeza extraordinaria del poder de Cristo Rey y la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza maravillas en su Iglesia (LG 44).

La vida consagrada –¡siempre desde la plataforma básica del bautismo!– hace profesión pública de la alianza, la maximaliza, la exagera ante la misma Iglesia y ante la sociedad. Pero lo hace en contextos idolátricos contemporáneos, en los cuales no es fácil ser fieles a la alianza.

b) …en nuevos contextos idolátricos

Dos filósofos judíos, Moshe Halbertal y Avishai Margalit –buenos conocedores de la Sagrada Escritura–, han escrito que «el principio fundamental de la Biblia es el rechazo de la idolatría»[47].

Cuando hablamos de idolatría no nos estamos refiriendo solo al culto dado a una imagen sino a cualquier persona o cosa, que no sea el verdadero Dios[48]: «cualquier cosa puede ser revestida por el hombre con el brillo de lo divino y adorada después como su dios»[49].

Cuando abandonamos a Dios verdadero, somos proclives a divinizar cualquier realidad. El ser humano tiene necesidad de absoluto y, si no lo alcanza, absolutiza realidades parciales. Pervierte su capacidad de adoración hacia realidades que no la merecen. Expresa su devoción y entrega ante lo que carece de consistencia; lo considera dios verdadero[50]. La apostasía del verdadero Dios ocurre cuando se vuelve irresistible la atracción de otros ídolos, los dioses falsos o innominados[51]. Ya decía Nietzsche que «hay más ídolos en el mundo que realidades»[52].

Los dioses son una creación humana y por eso, la idolatría cambia a lo largo de la historia. Conforme la idolatría se acerca a los tiempos modernos se vuelve más secular y los «dioses del cielo» dejan paso a los «dioses de la tierra»[53]. Cada época va aportando sus nuevos ídolos a la serie Yavé Baal, Yavé Asiria, Yavé Mammón, Cristo Ley, Cristo César… hoy puede ser dios-Mercado, dios-Globalización, y otras realidades menores como un equipo de fútbol o un ídolo político, espiritual o artístico. Han sido deificados y puestos como centro de la vida con funestas consecuencias éticas[54].

En el fondo se trata –como nos dice la Biblia– de la idolatría del corazón. El corazón humano es una factoría de ídolos. Hay ídolos internos, que se erigen en el propio corazón. Así se lo dijo Dios a su profeta Ezequiel: «Hijo de hombre, estos hombres han erigido pestilentes ídolos en su corazón» (Ez 14,3)[55]. Tres verbos activan la idolatría en nosotros: amar, confiar y obedecer[56]. El amor al ídolo lleva al adulterio espiritual[57]; la confianza en el ídolo lleva a la desconfianza en el verdadero Dios[58]; la obediencia al ídolo lleva a traicionar al verdadero rey y único señor[59]. Un ídolo es aquello sin lo cual no se puede vivir. Los ídolos son adicciones espirituales. Que conducen hacia un mal terrible.

c) Hay quienes no ceden

Ante las desviaciones idolátricas hay siempre personas que no ceden: hombres y mujeres firmes en la fe incluso con riesgo de la propia vida, como la madre de los macabeos y sus hijos (2Mac 7).

La vida religiosa se ha sentido especialmente inspirada por el profeta anti-idolátrico, Elías (1Re 17-19). Este profeta, apasionado por la alianza y la fidelidad a la ley del Señor, fue considerado referente de la vida monástica y lo sigue siendo de la vida consagrada[60].

Otro modelo de fidelidad a la alianza en medio de un pueblo que se entrega a los cultos idolátricos de la fecundidad (cf Os 1-3; 4,6-14) fue el autor del salmo 16 –israelita anónimo en tiempos del profeta Oseas, comienzos del siglo VIII a. C.–. Este hombre confiesa que él también se dejó llevar por la idolatría, pero que después se encontró con el Bueno –el Bien sobre todo bien– y descansó en Él[61]; Él es el Dios que le aconseja –lo instruye– como un padre a su hijo, que lo guía y nunca lo abandonará, que le mostrará «el camino de la vida». Entre Dios y el salmista se han estrechado vínculos irrompibles de alianza. Ya no hay cabida para ningún otro dios. ¿No se ve en este israelita anónimo una anticipación de quien se siente seducido por Dios y vive en fidelidad a la alianza, según sus consejos?

La situación actual de la humanidad necesita la presencia de testigos y servidores de la nueva alianza. La alianza de Dios con la humanidad y aun de Jesús con su Iglesia están amenazadas por nuevas desviaciones o versiones idolátricas: el dinero, el poder, el sexo y sus terribles consecuencias, como la pobreza, la violencia, la marginación. Aunque el dinero, el sexo y el poder son en sí mismas realidades positivas y benéficas, fácilmente se convierten en ídolos seductores, que absorben la capacidad de entrega y adoración del ser humano y lo apartan progresivamente de la alianza con el Dios verdadero. Los sistemas económicos perversos, la pornocracia, el poder violento y sofisticadamente invasor y el poder religioso favorecen tales idolatrías y dejan al ser humano en un estado deplorable, de vaciedad y sin sentido.

Hemos de reconocer, no obstante, que vivimos la alianza en tensión: que no es posible vivir solo en el Espíritu, sin vivir en la carne, ni vivir en la carne sin vivir en el Espíritu. Se da en nosotros una coexistencia entre la carne y el Espíritu y entre el Espíritu y la carne. Somos el escenario vivo de una lucha entre la fidelidad o la infidelidad a la alianza. Ninguna de ellas logra derrotar totalmente a la otra, porque se implican dialécticamente entre sí. Lo diabólico convive en tensión con lo simbólico y ambas cosas porfían por prevalecer. En la condición presente no nos es dado ser totalmente espirituales ni gozar plenamente de nuestra carnalidad; nos sentimos divididos y por eso nuestro cuerpo anhela ser liberado[62].

La vida consagrada sueña organizarse «desde el Espíritu» para poder vivir la alianza en su plenitud y ser en la sociedad y en la Iglesia un memorial permanente de ella. Proclama que quien elige vivir según el Espíritu, aunque muera vivirá, y dará vida a la carne, y descubrirá cómo poco a poco la fragilidad, la enfermedad, la muerte y el propio pecado son asumidos en la alianza: ¡Hay resurrección de la carne! ¡No vivimos para morir, sino que morimos para resucitar!, ese pretende ser su testimonio. El Espíritu Santo la induce a creer y proclamar que Jesús es Señor y a vivir en alianza «en Él, con Él y por Él».

La vida consagrada se convierte en signo, en señal de aquello a lo que todos, tanto en la Iglesia como fuera de ella, estamos llamados a ser y vivir:

Por la profesión de los consejos evangélicos aparece como un signo (tamquam signum apparet) que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a realizar con decisión las tareas de su vocación cristiana […] El estado religioso manifiesta los bienes del cielo […] da testimonio de la vida nueva y eterna adquirida por la redención de Cristo y anuncia ya la resurrección futura y la gloria del reino de los cielos […] Muestra a todos los hombres la grandeza extraordinaria del poder de Cristo Rey y la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza maravillas en su Iglesia (LG 44, 3)[63].

Y esto acontece cuando la vida consagrada se caracteriza por una entrega incondicional a la alianza: a vivirla y a servirla. Cada instituto presenta un aspecto del rostro de Dios y su experiencia de Él, un peculiar modo carismático de seguir a Jesús[64]; participa en la misiso Dei según el propio carisma; descubre la encarnación de Dios en la miseria, en los clamores del pueblo, en las esclavitudes de diverso tipo, en las esperanzas y añoranzas de la humanidad y se ponen a su servicio.

Las personas consagradas hacen compromiso público de alianza a través de votos u otros vínculos, que las re-ligan u obligan; los votos son una relectura carismática de las cláusulas de la alianza (es decir, del mandamiento principal y de los diez mandamientos).

Los carismas de cada instituto de vida consagrada son dones del Espíritu a la Iglesia. Por eso, los consagrados entienden hoy que han de insertarse en las iglesias locales y atender a las necesidades espirituales y materiales de la Iglesia universal. De ahí nace la necesaria vida de fraternidad y sororidad tanto interna –hacia dentro de los institutos–, como externa –hacia la comunidad eclesial y la comunidad humana.

El «encanto» de la vida consagrada

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