Читать книгу El «encanto» de la vida consagrada - José Cristo Rey García Paredes - Страница 7

Оглавление

2 Consejos evangélicos y votos

Los consejos evangélicos están basados en las palabras y ejemplos del Señor. Son un don divino que la Iglesia recibe de su Señor y que siempre guarda con ayuda de la divina gracia (LG 43).

Por medio de los votos o de otros compromisos sagrados parecidos, con los que el cristiano se obliga a los tres consejos evangélicos, este se entrega totalmente al servicio de Dios, amándole por encima de todo […] La consagración será tanto más perfecta cuanto mejor represente, por medio de compromisos más sólidos y estables, el vínculo indisoluble que une a Cristo con su esposa, la Iglesia (LG 44).

No solemos reparar en el significado de la palabra «boda». Deriva del término latino plural «vota», es decir ‘votos’. De esta manera, el lenguaje popular nos habla de los «votos esponsales». Allí donde se celebra una alianza –sea en el matrimonio, sea en la vida consagrada– allí se pronuncian los votos.

Aunque la palabra «voto» evoca, ante todo, la obligación de cumplir u observar algo a lo que uno se compromete, no deja de ser extraño que –en la vida consagrada– se haga voto de algo que es «aconsejado», es decir, «consejos». La tensión entre consejos y votos es la contraseña que nos abre al misterio de la vida en alianza propia de la vida religiosa o consagrada. Hablemos, pues, de los votos religiosos y de su contenido sorprendente que la tradición eclesial ha denominado «consejos evangélicos».

I. Consejos evangélicos cuando la alianza está amenazada

Jesús no es un maestro que pida imposibles. A quienes llama para que le sigan, él les dice: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30). No obstante, reconoce que «yugo» y «carga» requieren «negarse a sí mismo y tomar cada día la propia cruz» (Lc 9,23). Sus discípulos y discípulas sabían que Satanás pretendía «cribarlos como trigo» (Lc 22,31); pero tenían a su lado al Maestro que los «aconsejaba» y les mostraba el camino, que era ante todo Él mismo, su forma de ser y actuar (Jn 14,6). Sus consejos eran «evangélicos».

1. El equilibrio amenazado por la exageración o la deficiencia

No hemos de demonizar ni el poder, ni el dinero, ni el sexo. Son realidades valiosas. A través de ellas crecemos como personas, como sociedad, como humanidad. También es cierto, sin embargo, que nuestra naturaleza humana está herida, es débil y fácilmente se deja llevar por los peores instintos. Esa condición la explicamos con la doctrina del pecado original. Por eso, en la medida en que vamos creciendo, nos cuesta ser virtuosos; fácilmente nos desequilibramos pecando por exceso o por defecto. Para Dante –en la Divina Comedia– los pecados capitales son amor, pero excesivo o deficiente: en todo caso, amor desequilibrado. Por eso, los valores del poder, del dinero, del sexo pueden ser exagerados hasta el punto de convertirse en realidades adictivas, idolátricas y en última instancia destructivas; o pueden quedar sofocadas por la falta de creatividad, de energía vital y convertir la vida en una existencia miserable –como el talento de la parábola escondido en la tierra (Mt 25,18)–.

Poder, dinero y sexo pueden deformarse por exageración idolátrica, o por desactivación. En el primer caso, hay que tener en cuenta el mandamiento principal de la alianza:

No tendrás otros dioses fuera de mí. No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos o abajo en la tierra o en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso (Éx 20,3-5).

En el segundo caso, nos merecemos el reproche del Señor que nos dice:

Siervo malo y perezoso […] que te quiten el talento […] al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. A ese siervo inútil ¡echadlo a las tinieblas de fuera! (Mt 25,26-30).

Los consejos evangélicos son aquellas palabras del Maestro que nos indican el método, el camino a seguir para evitar toda exageración y toda deficiencia, todo exceso y todo defecto[65] en las tres áreas del poder, del dinero y del sexo y cómo conseguir que se conviertan en virtudes[66].

Sin instinto de posesión, podríamos morir de hambre; sin instinto de poder seríamos incapaces de desarrollarnos y transcendernos, sin instinto sexual seríamos incapaces de completarnos, de disfrutar de nuestra alteridad como hombres o mujeres, de prolongar la vida, de amar. Si no estuviéramos habitados por estas pulsiones fundamentales nos encaminaríamos hacia la catástrofe.

Sexo, dinero-posesión y poder son realidades positivas. Pero esa luz que desprenden puede oscurecerse, entenebrecerse cuando una realidad diabólica se apodera de ellas; esa finalidad hacia la que tienden puede convertirse en desorientación y energía que nos lance hacia otros caminos perversos. De nosotros depende que aparezcan y actúen como luz o como tinieblas; todo depende del uso que hagamos de esas fuerzas. Por eso, estos tres componentes de nuestra vida son –a la vez– la fuente de nuestra felicidad y la fuente de nuestras angustias. La experiencia histórica y cotidiana nos muestra sobradamente el lado oscuro, diábolico e idolátrico del poder, del dinero y del sexo.

¿Qué hacer entonces? ¿Qué camino seguir? ¿Quién nos guiará?

2. También en otras religiones hay «consejos»

Las religiones han ofrecido claves, métodos, para vivir adecuadamente la relación con el poder, el dinero y el sexo. Lo que nosotros llamamos «consejos evangélicos» se encuentra de alguna manera anticipado en la ética de otras religiones. Y no es extraño: la gracia no destruye la naturaleza, sino que la presupone; en este caso también. La palabra de Dios no exige nada que sea imposible para el ser humano.

No debe extrañar, entonces, que exista una auténtica analogía entre la vida religiosa cristiana y la no-cristiana, sin que ello obste para que haya bastantes diferencias.

La más débil analogía entre consejos religiosos y consejos evangélicos se da en el ámbito de la virginidad. Cuando ciertos movimientos religiosos, como en el orfismo[67], recomiendan no casarse, abstenerse de los placeres carnales y desprenderse de todo es porque rechazan «lo sexual»; este rechazo –ciertamente injustificable– se fundamenta en la necesidad de liberar el alma (parte positiva de la naturaleza humana) del cuerpo (parte negativa de la naturaleza humana)[68]. En cambio, el Antiguo Testamento bendice el matrimonio y su fruto y el Nuevo Testamento relaciona la virginidad con un orden superior de maternidad, sea física (como en el caso de María) o eucarística (respecto de los demás cristianos). En todo caso, el orden de la sexualidad está sometido al tiempo que pasa; y así lo decía Jesús: « […] los resucitados no se casarán; vivirán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22,30). El Señor ha abierto la posibilidad de una vida ulterior, ilimitada en el estado de no-casados, no porque la carne y el matrimonio sean malos («¡todo lo que Dios ha hecho es bueno y nada ha de ser rechazado, sino recibido con acción de gracias!» 1Tim 4,4), sino por la participación en el misterio físico de la Cruz y de la Resurrección.

Mayor analogía existe entre consejos religiosos y consejos evangélicos en el área de la pobreza y la no-posesión. En los monasterios de Asia se practica una comunión de bienes muy parecida a la del cristianismo. Da la impresión de que en ellos la pobreza es abrazada con muchísima más radicalidad que entre nosotros. Lo hacen para separarse de las cosas terrenas que son pasajeras y salir al encuentro de lo divino. Se renuncia para contemplar lo divino, lo infinito, lo absoluto en su inalcanzable misterio. Algo parecido encontramos incluso en el monacato cristiano de Evagrio. Lev Tolstói es un ejemplo de interacción de motivos cristianos y naturales sobre la pobreza[69]. La comunidad de bienes ha sido una de las utopías acariciadas por la modernidad, comenzando por Tomás Moro y Campanella y siguiendo por el primer socialismo que abogaba por la solidaridad humana. La pobreza que Jesús recomienda añade a estas otras motivaciones.

En el ámbito de la obediencia hay también semejanzas y diferencias. La obediencia funciona allí donde se relacionan superiores y súbditos, padres e hijos, gobernantes y ciudadanos, dirigentes de la economía y consumidores, jefes militares y soldados… Esta obediencia natural se fundamenta en razones éticas, pero también religiosas. La obediencia natural implica una entrega confiada del propio poder a la supervisión de la persona que ejerce el mando. Quien obedece se expone al abuso de confianza por parte del quien manda; pero también al abandono cobarde de la propia responsabilidad en quien detenta la autoridad. En la esfera religiosa, la obediencia acata la autoridad de un guía espiritual cualificado, se confía a personas carismáticas, dotadas de sabiduría divina y de liderazgo pedagógico y religioso; y a veces, por toda la vida. Esto se da tanto en el monacato no cristiano, como cristiano. Jesús, sin embargo, le dio a la obediencia un giro espectacular. Jesús, el Maestro, era el primero en obedecer y, por eso, incluía a sus discípulos en su camino de obediencia; si Jesús obedecía no era para servir de ejemplo pedagógico para sus discípulos, sino para que aconteciera la redención. En el ámbito de la obediencia hay también semejanzas y diferencias.

No es, por lo tanto, desacertado, hablar de los consejos religiosos antes de hablar de los consejos evangélicos[70]. Las religiones y también las filosofías éticas preparan el camino del Señor. Lo que el Maestro Jesús «aconseja» no es una absoluta novedad. Obediencia, pobreza y virginidad o celibato son también valores humanos, que nos hacen comprender el espíritu religioso común a todos los seres humanos; pero también nos hacen descubrir lo propio y específico de nuestra vida cristiana. Los consejos evangélicos ofrecen, por tanto, nuevas perspectivas, en el camino ético de la humanidad. No están desencaminados quienes buscan a Dios aunque sea fuera de la verdad cristiana (He 17,27).

Algo parecido a esto podríamos decir de tanta literatura de autoayuda de la que hoy disponemos y de las enseñanzas de los maestros de espiritualidad, auténticos expertos en las disciplinas del espíritu.

Hay muchas gracias fuera de la esfera de la Iglesia visible que nosotros no percibimos: «Si yo quiero que él permanezca hasta que yo venga, ¿a ti qué?» (Jn 21,22).

3. Las enseñanzas del Evangelio y el maestro interior, el Espíritu

Hablar de consejos evangélicos se ha vuelto normal; proviene de una tradición que el concilio Vaticano II asumió como propia[71]: la expresión «consejos evangélicos» aparece en 16 números de los documentos conciliares (unas 25 veces)[72], y dieciocho veces en el nuevo Código de Derecho Canónico[73].

Y ¿por qué «consejos» y no «mandatos» evangélicos? Las enseñanzas de Jesús, nuestro Maestro hacen preceder los indicativos a los imperativos. Es decir, primero «indican» una posibilidad y después «mandan». Piden comprometerse con aquello que es posible. Al imperativo «¡este es mi mandamiento: que os améis unos a otros!», precede el indicativo «como yo os he amado, y como el Padre me ha amado». Jesús nunca pide imposibles. No es como los doctores de la ley mosaica, que imponen pesos insoportables (Mt 23, 1-4). Jesús nos ofrece la ley del Espíritu, aquella que está grabada en el corazón y es ley de la libertad (2Cor 3,3).

Los consejos evangélicos son la expresión de esta ley interior, ley del corazón, ley del Espíritu. Los consejos evangélicos generan en nosotros procesos de búsqueda, de transformación. Jesús, nuestro Maestro, y su Espíritu –presente en nuestros corazones– nos «aconsejan» y «capacitan» internamente (como maestros exterior e interior) para que no caigamos en la tentación del exceso o de la deficiencia.

El mismo Dios, que nos pide que le amemos sin reservas, nos concede el don del amor y con él nos libera de todo aquello que nos vuelve inauténticos. Nosotros no sabemos amar como conviene. Hay energías negativas y destructivas que nos lo impiden. Para amar necesitamos liberación. Los consejos evangélicos, entendidos como «dones divinos», como fuerzas de liberación, hacen posible el amor, en el área de influencia de las tres concupiscencias (Tomás de Aquino)[74] o de las tres grandes pulsiones con las que nos vemos confrontados: poder, sexo y posesión[75].

Si podemos decir con honestidad y credibilidad «yo hago voto a Dios» es porque el mismo Dios Padre, a través de su Hijo Jesús y de su Espíritu, «nos instruye internamente». El Maestro exterior (Jesús y su Evangelio) y el maestro interior (el Espíritu Santo) orientan, diseñan e inician para nosotros un camino peculiar de vida que estamos llamados, invitados, a seguir.

De esta manera se instaura en nuestra vida una «alianza discipular». El Evangelio que es Cristo y versa sobre Cristo se convierte en el «consejo fundamental» que orienta y dirige la vida. El Espíritu Santo –que es la fuente de todos los carismas– configura y le da forma «carismática» a la «alianza discipular».

Quien ha experimentado la gracia de Dios y su llamada a seguir a Jesús, quien se siente habilitado y enriquecido por los dones de su Espíritu para responder a esa vocación de un modo personal y colectivo «peculiar», siente la necesidad de responder y comprometerse con la iniciativa divina. Por eso, desea, busca, se entrega, se compromete, se re-liga. La vocación se convierte en él o en ella en una ley interior, una fuerza irreprimible. Por eso, se formulan en forma de votos.

II. El voto único se desglosa en tres

1. El mandamiento principal–el voto principal

a) La sublime osadía de decir «Yo hago voto a Dios»

La vida consagrada quiere ser una forma clara de vivir en nuestra sociedad, «según la nueva alianza» con el único Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Como vida en alianza sabemos que la norma suprema es el mandamiento principal: «Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas», tal y como Jesús lo interpretó, es decir, uniendo el amor a Dios y el amor al prójimo y proponiéndonos un camino y un ejemplo: «como yo os he amado». La vida consagrada, por lo tanto, profesa, ante todo, este único voto de caridad, de amor, como imitación y seguimiento de Cristo Jesús. Esto se expresa, en no pocos institutos, con una frase que dice: «Yo hago voto» en singular (¡y no, «yo hago votos» en plural!).

Emitir un voto de amor no es solo un acto de voluntad y libertad por parte del ser humano. Emitir un voto ante Dios es, ante todo, una moción del Espíritu de Dios. Dios atrae nuestra atención («¡Escucha!»), nos hace contemplar la obra de su amor hacia nosotros, derrama en nuestros corazones su Santo Espiritu, y entonces reacciona nuestro «yo» en respuesta de amor: «Yo hago voto».

Es así cómo la alianza que Dios nos ofrece es acogida por nosotros. Sin la gracia de la vocación, sin la efusión carismática del Espíritu, sin la acción salvadora y redentora de Jesús, ¿quién osaría colocarse ante Dios diciendo «Yo hago voto»? Sería una temeridad, una osadía cuasi-idolátrica.

b) El paso histórico del voto monástico a los tres votos

Nuestra respuesta a la alianza ha recibido diversas formas rituales a lo largo de la larga historia de la vida religiosa.

Durante el primer milenio el ingreso oficial en la vida monástica se realizaba con un solo voto: el votum monasticum, que se denominaba también propositum, pactum, conventio, professio[76]. Lo nuclear de la profesión monástica y religiosa era la entrega de uno mismo (traditio sui) a Dios. En aquel tiempo la palabra «voto» o «votos» no se refería a ‘promesas que había que cumplir’, sino a ‘ofrendas y oraciones’ que se hacían en un contexto litúrgico. El voto principal era el del bautismo, que transformaba la existencia del bautizado en un acto de culto a Dios[77].

En el segundo milenio se vio necesario exteriorizar la «de-votio» a través de la profesión –ritual y pública– del propio compromiso ante la Iglesia (votum)[78]. Santo Tomás de Aquino lo denominó «votum professionis»[79]; se inpiró en el capítulo sexto del Ecclesiastica Hierarchia (‘Jerarquía eclesiástica’) del místico Pseudo-Dionisio, dedicado a la consagración monástica. Para santo Tomás los votos religiosos constituyen una consagración, una bendición espiritual (Ef 1,3); no se trata de una bendición añadida, sino intrínseca al mismo voto:

Un voto es una promesa hecha a Dios. Por eso, la solemnización de un voto consiste en algo espiritual que pertenece a Dios, es decir, en una bendición espiritual o consagración, que –de acuerdo con la institución de los apóstoles– es dada a quien hace profesión de observar una determinada regla, en el segundo grado, después de recibir las sagradas órdenes, tal como constanta Dionisio (Eccliastica Hierarchia VI).[80]

Aquí se armonizan la acción del ser humano que ofrece y hace su promesa a Dios y la consagración por parte de Dios de esa ofrenda. Emergen las dos dimensiones de culto y santificación, proprias de los sacramentos.

Desde hace siglos (desde el siglo XII), el ingreso oficial se hace en la mayoría de nuestros institutos con la profesión de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. Quizá el primer testimonio que de ello tenemos es una carta de Odón, prior de los Canónigos regulares de Santa Genoveva de París, del año 1148, en la que se dice:

Así pues, en la profesión que nosotros hicimos, prometimos tres cosas, como bien conocéis: castidad, comunión fraternal y obediencia.[81]

En la regla de los Trinitarios del año 1198 aparece también la tríada. Y la encontramos más tarde en las reglas primeras de san Francisco de Asís:

Esta es la regla y vida de los hermanos: vivir en obediencia, en castidad y sin nada propio (sine proprio).

Decía antes que esto se impuso en la mayoría de los institutos, pero no en todos. La tradición benedictina mantuvo su propia tríada (obediencia, conversión de costumbres, estabilidad). Los dominicos emitían únicamente voto de obediencia. El monacato de Oriente no profesa esta tríada. El mismo san Ignacio de Loyola, en la primera redacción de las Constituciones de la Compañía de Jesús, no insistió tanto en la tríada de votos, cuanto en la entrada sincera en la vida de la comunidad apostólica.

Los llamados «tres votos» no son tres votos distintos, sino uno solo en tres dimensiones. Cuando una persona se entrega totalmente a Dios no puede dividirse en tres partes –cada una de las cuales sería entregada a través de un voto–. Los tres votos son dimensiones transversales del único voto. Cada uno de ellos enfatiza una dimensión del mandamiento principal del amor a Dios y al prójimo. La fórmula «yo hago voto a Dios» es la fórmula de la alianza:

Como respuesta al don de Dios, los votos son la triple expresión de un único «sí» a la singular relación creada por la total consagración. Son ellos la acción, mediante la cual, los religiosos y religiosas se entregan a Dios de manera nueva y especial.[82]

c) La profesión de los votos asociada al sacrificio eucarístico

Uno se puede preguntar: ¿por qué es necesario profesar la alianza por medio de votos? He aquí lo que dijo al respecto el concilio Vaticano II:

La Iglesia no solo eleva mediante su sanción la profesión religiosa a la dignidad de estado canónico, sino que, además, con su acción litúrgica, la presenta como un estado consagrado a Dios. Ya que la Iglesia misma, con la autoridad que Dios le confió, recibe los votos de quienes la profesan, les alcanza de Dios, mediante su oración pública, los auxilios y la gracia, los encomienda a Dios y les imparte la bendición espiritual, asociando su oblación al sacrificio eucarístico (LG 45).

Nuestra profesión de los votos recibe de la Iglesia «la bendición especial y asocia su oblación al sacrificio eucarístico».

El voto es una expresión de nuestro culto a Dios. Es como un sacrificio ofrecido a Dios[83]. Por otra parte, a través del voto quedamos «ligados» «ob-ligados» a Dios y no solo en el presente, sino también en el futuro. «¡No solo se entregan los frutos del árbol, sino el mismo árbol con sus frutos!», comenta plásticamente santo Tomás[84]. Y esto se hace, no por autosuficiencia, sino todo lo contrario: porque somos conscientes de nuestra debilidad y fragilidad, de nuestra tendencia a la seducción idolátrica.

El voto pronunciado públicamente ante la Iglesia nos compromete más y deja fija nuestra voluntad en el bien. De una forma muy lúcida, Tomás de Aquino lo denominó «sacrificio de holocausto» para indicar que en la oblación no se reserva nada de la víctima ofrecida[85]. Si el sentido de la profesión es «la entrega total», eso significa que cada uno de los votos no es una parte de tres en el conjunto de la entrega, sino más bien una dimensión, una perspectiva desde la que se expresa y simboliza la entrega total.

Los llamados «tres votos» no son tres votos distintos, sino uno solo en tres perspectivas, en perichṓresis. Consecuencia de ello, es que pueden ser explicados conjuntamente, paralelamente, con el mismo esquema y en complementariedad. Por ello, pretendo hacer ver que son variaciones de una vida según la nueva alianza en el amor y que cada uno de ellos enfatiza en una dimensión el mandamiento principal: sea el amor a Dios o al prójimo, sea el amor con todo el corazón (castidad), con toda el alma (obediencia), con todas las fuerzas (pobreza), sin que sean perfectamente distinguibles, sino en perichṓresis también[86].

La promesa de la profesión religiosa es una y triple. Expresa su unidad en una tríada, que son los votos de obediencia, castidad y pobreza; y la tríada expresa la unidad total de la entrega sin reservas, total, al carisma recibido. Castidad, pobreza y obediencia no son, sino los símbolos de una respuesta sin reservas, total, al carisma recibido. Sin reservas, en cuanto al propio ser, porque hacen referencia a la totalidad de la existencia humana –el ámbito del corazón, de la vida y de las posesiones–. Sin reservas en cuanto al tiempo, porque no solamente se entrega el pasado y el presente, sino que en el don se quiere anticipar todo el futuro a través del voto. ¡Eso está claro en toda la historia de la interpretación teológica y espiritual de la vida religiosa!

La vida consagrada profesa su voto fundamental de alianza ante la Iglesia, en la Iglesia, sintiéndose Iglesia. Ella quiere expresar todo el amor que la une al Jesús-Esposo de su Iglesia y desea hacerlo con todo el corazón, toda el alma y todas las fuerzas, formando la comunidad que tiene «un solo corazón, una sola alma y todo en común» (He 4,32-35). Es consciente, así mismo, de las amenazas diabólicas que tientan y tentarán su fidelidad a la alianza. El voto –compromiso público– de alianza se lo recuerda constantemente y enciende alarmas cuando la amenaza es real.

2. Cada instituto configura «carismáticamente» los votos

Cada instituto plasma su profesión de los votos según el carisma recibido. No existe una profesión estándar. Ni siquiera una profesión que se identifique únicamente con el proyecto de cumplir el mandamiento principal que caracteriza toda vida cristiana. El mandamiento principal se profesa como voto pero con rasgos liminales y proféticos, propios de la vida consagrada[87].

a) Desde la biodiversidad carismática

Pero también dentro de la vida consagrada existe una bio-diversidad carismática impresionante. Cada carisma colectivo le da una configuración especial a la profesión del mandamiento principal como único voto y a cada una de sus explicitaciones en los tres votos. No pocos institutos expresaron su especificidad carismática en la profesión de un cuarto voto. Últimamente nos estamos dando cuenta de que esa excelente iniciativa tal vez hoy no sea necesaria. Basta con re-interpretar el único voto y sus tres explicitaciones votivas desde el carisma fundante. Así se descubren, por ejemplo, los diversos matices del voto de pobreza en los franciscanos, o en los hermanos de san Juan de Dios, o en los hermanitos o hermanitas de Jesús. Por eso, en la revisión de los textos constitucionales se hace lo posible para no presentar los votos –sin más– con el rostro estándar de los documentos de la Iglesia, sino releyéndolos desde la propia especificidad carismática.

Todos los institutos de vida consagrada viven la alianza desde el seguimiento del Jesús histórico, pero también desde la fe en el Cristo resucitado. Todos quieren unirse a Él por la fe y la participación en sus sacramentos. Pero ese seguimiento y esa fe acontecen en cada creyente y en cada grupo bajo la acción del Espíritu del Señor que nos ha sido enviado y que nos concede –según el querer del Padre y del Señor resucitado– los dones que más necesita la Iglesia.

Hay formas de vida consagrada a las que seduce el Jesús de Nazaret de la vida oculta, el Jesús laico, familiar, trabajador, «uno de tantos» (hermanitos y hermanitas de Jesús, inspirados en Charles de Foucauld, u otros institutos denominados «de Nazaret» o «de la Sagrada Familia», o «de Belén»).

Otras formas de vida consagrada se sienten seducidas por la etapa fronteriza, liminal y profética de Jesús, itinerante, proclamador y actor del reino de Dios en Galilea y en Jerusalén (órdenes mendicantes, clérigos regulares, institutos apostólicos, sociedades de vida apostólica, institutos seculares). Quienes siguieron a Jesús primero, en esta fase de su vida, hombres y mujeres, formaron en torno a Él una comunidad de seguimiento y misión. Jesús no les exigía cambiar su estado de vida: Simón Pedro era un seguidor casado; también lo era su seguidora Juana –mujer de Cusa–. Todos –seguidores y discípulos– compartían el estilo de vida de Jesús: itinerante, pobre, obediente a la voluntad del Abbá, comunitario –formando incluso una comunidad mixta–, orante, diaconal o de servicio a los necesitados. En la comunidad de Jesús se decía no a la violencia, sí a la desinstalación e itinerancia profética. Muchos institutos de vida consagrada encuentran en este Jesús de la etapa profética su llamada, inspiración y su forma de misión y vida. El Espíritu Santo inspira en cada instituto un modo peculiar de hacer «memoria» de Jesús-profeta del reino de Dios e Hijo de Dios. Hemos de estar muy atentos para no limitar los modelos de vida consagrada, inspirados en el Evangelio, a los ya pre-concebidos y aprobados canónicamente. ¿Por qué el Espíritu no puede inspirar nuevas formas de vida, basadas en el Evangelio y configuradas y conformadas de modos diversos a los que hasta ahora han aparecido?

b) Las cuatro dimensiones: Misionero-política, comunitaria, ecológica y mística

El voto fundamental y cada uno de los tres votos deben ser comprendidos desde las cuatro dimensiones de la nueva alianza: con Dios, con la humanidad, con la propia comunidad, con la naturaleza. Nuestro compromiso y servicio a la alianza se vuelve entonces: misionero-político, comunitario, ecológico y místico.

La dimensión misionero-política describe la alianza como compromiso y complicidad con la misión del Espíritu Santo que lleva a plenitud la misión de Jesús, que vino a reunir a todos los hijos de Dios, que estaban dispersos; que vino a curar toda dolencia y ser mensajero de la buena noticia y a transformar el mundo en reino de Dios, optando prefentemente por los más pobres y últimos y prometió la instauración de una nueva Jerusalén.

La dimensión comunitaria describe la alianza como relación de fraternidad y sororidad, de familia con quienes Dios Padre ha puesto a nuestro lado y con quienes nos hace convivir.

La dimensión ecológica describe la alianza en su dimensión planetaria, cósmica, terrena. El Espíritu se derrama sobre «toda carne»: la alianza nos pone en relación con la naturaleza, con los cuerpos, con la flora, fauna, con la materia y sus energías, con los procesos ecoevolutivos, con la biocenosis y los ecosistemas.

La dimensión mística describe la alianza como relación de amor (perichṓresis) con la Santísima Trinidad –nuestro Dios Abbá, con Jesús resucitado y con el Espíritu–. Esta dimensión es transversal a todas las anteriores y está en un constante proceso mistagógico.

La personas consagradas intentamos vivir la alianza como exageración profética, como oth o símbolos vivientes que el Espíritu Santo pone en medio de la Iglesia y de la sociedad para que seamos permanente evocación de la alianza en todas sus dimensiones:

Importancia particular tiene el significado esponsal de la vida consagrada, que hace referencia a la exigencia de la Iglesia de vivir en la entrega plena y exclusiva a su Esposo, del cual recibe todo bien. En esta dimensión esponsal, propia de toda la vida consagrada, es sobre todo la mujer la que se ve singularmente reflejada, como descubriendo la índole especial de su relación con el Señor. A este respecto, es sugestiva la página neotestamentaria que presenta a María con los Apóstoles en el Cenáculo en espera orante del Espíritu Santo (cf He 1,13-14). Aquí se puede ver una imagen viva de la Iglesia-Esposa, atenta a las señales del Esposo y preparada para acoger su don. En Pedro y en los demás Apóstoles emerge sobre todo la dimensión de la fecundidad, como se manifiesta en el ministerio eclesial, que se hace instrumento del Espíritu para la generación de nuevos hijos mediante el anuncio de la Palabra, la celebración de los Sacramentos y la atención pastoral. En María está particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal, con la que la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida divina a través de su amor total de virgen […] Por su parte, el pueblo cristiano encuentra en el ministerio ordenado los medios de la salvación, y en la vida consagrada el impulso para una respuesta de amor plena en todas las diversas formas de diaconía (VC 34).

Nuestra «transparencia simbólica» evoca ya ahora lo que será la alianza plenamente cumplida en la plenitud escatológica.

El «encanto» de la vida consagrada

Подняться наверх