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II


Mi encuentro con Jesús

2.1. Desde primera hora y en el volcán de la persecución

Dios, dador de todo bien, me concedió la inmensa gracia de comenzar a conocerle y a tratarle desde mi primera infancia. Nací el 1 de julio de 1930, fui el primero de cinco hermanos en una familia rural, sencilla y creyente, en El Romeral, pueblo toledano situado en el corazón de La Mancha. Entonces tenía algo más de tres mil habitantes.

Mis padres me transmitieron la fe cristiana y me ofrecieron un ambiente austero, familiar y religioso. Cuando no podían llevarme a la Iglesia, porque mi padre trabajaba en el campo y mi madre tenía que atender a mis hermanos más pequeños, me confiaban a una buena vecina, distinguida y religiosa, madre del jefe comarcal de correos, o a una hermana de mi padre, que estaba soltera y frecuentaba la Iglesia. Las dos me querían mucho, por lo pequeño y, sobre todo, porque era un niño muy pacífico y me sentía feliz con cualquiera, según me contaban después.

Las circunstancias eran muy difíciles. Se acababa de proclamar la II República, que era abiertamente enemiga y perseguidora de la Iglesia Católica y de los verdaderos valores. Se pervertía la educación, la enseñanza, las escuelas, se atacaba todo signo religioso, patriótico, se quemaban iglesias, conventos y lugares religiosos, se promovían algarabías perversas, sembrando el odio, la vagancia y el enfrentamiento, se maltrataba a todo creyente. En aquella situación horrible, con unos cinco años, en mi interior infantil, comencé a diferenciar aquellos llamativos comportamientos con lo que veía en la Iglesia y en mi familia, lo que me llevaba a querer más a Jesús y a quedarme con mis padres cuando rezaban a escondidas; por supuesto no sabía otras oraciones que el Padrenuestro, Ave María y Gloria.

Cuando acababa de cumplir seis años estalla la Guerra Civil y observaba silente toda la barbarie que se daba en mi pueblo, que estaba en zona “roja” y yo sólo podía ver ente los visillos de casa. Preguntaba a mi madre por qué lloraban y no tenían respuesta para mí. Entonces yo rezaba más, con las escasas jaculatorias que me había enseñado.

Una noche de finales de julio de 1936, pasada la medianoche, vinieron a casa unos milicianos para llevarse a mi padre a la cárcel por ir Misa y ser amigo del Párroco. Al intentar hacerles alguna consideración le dieron un golpe brutal a mi padre. Presencié la escena agarrado a la mano de mi madre y recuerdo aquello como si fuese ahora mismo, ya que como siempre tuve un sueño ligero, me desperté asustado y se me quedó muy grabado. Después de llevarse a mi padre al calabozo nos fuimos, de noche, a casa de mis abuelos paternos. Sin juicio alguno, le condenaron a muerte y pudo salvarse por la intervención del alguacil, que trabajaba en casa de mis abuelos. Al salir de la cárcel, le incorporaron al frente “rojo”, que estaba en Mascaraque, la llamada “quinta del saco”, que eran los mayores, así como a los jovencitos de menos de veinte años los llamaban “quinta del chupete”. Al poco tiempo de estar allí tuvo la valentía de pasarse al frente nacional. No obstante, tuve la ocasión de ir a verle y dormir con los soldados, ya que unos vecinos y parientes que tenían que ir a Mora, con un carro y una mula, me quisieron llevar. La distancia es de 32 km. Mi madre cayó enferma hasta su posterior muerte (en 1959), y con la ayuda de mis abuelos salimos adelante.

Reemprender la vida, después de la contienda, fue durísimo. Mi padre volvió a casa y retomó su trabajo agrícola. Vinieron unos años muy malos, que llamamos “los años del hambre”, por las muchas necesidades en la reconstrucción del país, lo cual se complicaba por el abandono del campo aquellos tres años de guerra y la climatología que tampoco ayudó, siendo muy escasas las cosechas.

Lógicamente el desarrollo y la educación eran muy difíciles, sobre todo para familias numerosas y modestas, como la mía. Por esta razón soy autodidacta. Desde los diez años me tuvieron que poner a trabajar, por ser el mayor de casa y criarme muy fuerte. Me llevaban al campo y también en una fábrica de harinas que existía en mi localidad, y aunque siempre me ha gustado estudiar, desde muy pequeño me tuve que conformar con la enseñanza escolar y algunas clases particulares que, con mucho sacrificio, me proporcionaron mis padres.

Hice la primera comunión y me confirmaron con unos diez años, sin ninguna celebración ni traje especial, ni regalos ni nada, tal y como iba vestido. El catecismo lo sabía de memoria y lo entendía, incluso lo que entonces llamábamos la Historia Sagrada, que era un precioso libro con imágenes que resumía muy bien lo principal de la sagrada Biblia, ya que antiguamente no se nos permitía leer el Antiguo Testamento. En el rito de la Confirmación, celebrado por el Obispo Auxiliar Don Eduardo Martínez, se hacían algunas preguntas a los confirmandos, para saber si estaban preparados para recibir este sacramento. Me preguntó el Obispo los efectos del Bautismo. Contesté: nos borra el pecado original y otros si los hubiere; nos hace hijos de Dios por la gracia; miembros de la Iglesia de Cristo; y nos capacita para recibir el Espíritu Santo. Como le contesté bien, me hizo una segunda pregunta, yo creo que fue para ver si había sido por suerte la anterior. Entonces me preguntó: ¿Cuál era el sacramento principal y cuál era el más importante? Sin titubear, contesté que el primer sacramento principal era el Bautismo, porque es la puerta de la fe, y que el más importante era la Eucaristía, porque contiene al Autor de los Sacramentos, al mismo Cristo. Otros niños también contestaron bien y el Prelado felicitó públicamente al Párroco.

Algunas otras cosas recuerdo de aquellos mis primeros años, la mayoría ingratos, por vivir aquellos duros años. Pienso que muchos de mi edad los han vivido igual o peor, por eso sólo añadiré dos recuerdos más, que para mí fueron decisivos e importantes, porque Dios se sirve de todo para llevarnos a Él, siempre que nosotros sepamos escucharle y queremos descubrirle en los acontecimientos y en las personas.

El otro hermano que he tenido, ya fallecido, nació en la guerra, el resto son mujeres, y aquellos días fue a casa una mujer que venía de paso y quería que la ayudásemos. Ya había pasado el fragor de la guerra en nuestra zona, y ella pretendía ir a Andalucía. Al verla, mi madre, intuyó de inmediato que era una religiosa, como así fue, les habían quemado el convento y matado a la mayoría y ella iba de huída. La invitó mi madre a quedarse con nosotros, pero allí tampoco estaba segura. Decidió marchar en el tren a Alcázar de San Juan, pero antes la pidió que bautizase a mi hermano Tomás con el bautismo de socorro. Así lo hizo, con una unción y devoción impresionantes. No olvidaré nunca aquella escena gozosa. Ella nos explicó a niños y mayores lo que significa el Bautismo. Rezamos con ella, dio oxígeno a nuestra fe y por nada queríamos separarnos de ella, pero no tuvo más remedio que partir.

El otro recuerdo imborrable es el de un maestro buenísimo y muy creyente, don Agustín, que era de Miguel Esteban, ya mayor, y estaba destinado en El Romeral. Le cogió allí la guerra y le obligaron a quedase para seguir de maestro, porque carecían de gente preparada para todo. Quedó sólo él y una maestra sin título para todos los niños. Uno tenía todos los niños de distintos niveles, y la otra las niñas de igual forma. Como sabían quién era don Agustín, le hacían la vida imposible, le insultaban, se mofaban de él, le ponían trampas y le amenazaban. Para salvar su integridad me cogía a mí de la mano para ir y volver de la escuela, porque se hospedaba en casa de mi abuelo materno que tenían fonda. Llegué a quererle como a un padre, como él era creyente y sabía que a mí me gustaba la religión católica, me enseñaba muchas cosas y rezábamos juntos. Él sufrió mucho, pero para mí y más gente fue un ejemplar maestro, un testigo cristiano y un baluarte en nuestra vida. He conservado la amistad con sus hijos hasta que han muerto.

2.2. Experiencias creyentes de la infancia

Aparte de las anteriores que he narrado, de los diez a quince años, tuve ya experiencias muy vivas, serias y que marcaron y orientaron mi vida para siempre. Debo confesar que me produce mucho rubor y pudor manifestar cosas personales, pero porque me lo han pedido, por si puedo dar algo de gloria a Dios, pregonar a Jesucristo y hacer algún bien a mis hermanos que me conocen o puedan leer estas líneas, con gusto sintetizo algunos hechos que, por la gracia de Dios, han hecho bien a los demás y han dejado huella en mi alma y en mi vida.

a) Mi vocación catequética

A partir de mi confirmación, el párroco habló con mis padres para que me dejara ser catequista en la parroquia. Ellos no pusieron más objeción que la de ser yo muy niño y le pedían al sacerdote que me cuidase y vigilase. Él accedió encantado, yo no había cumplido once años. Fui el primer varón que dio catequesis en mi parroquia, el resto eran mujeres mayores. Todos los chavales, lógicamente, querían venir conmigo y, sin pretenderlo, provoqué un revuelo y un problema. Entonces el párroco me llamó a su casa para hacerme unas preguntas, pero aquello fue un examen en toda regla. Me preguntó cosas diferentes sobre el catecismo, sobre Historia Sagrada, y religión en general. Debió satisfacer su curiosidad o preocupación, porque, allí mismo, me dijo: “Te voy a poner un mes con cada uno de los grupos de la catequesis, teniendo en cuenta que tienen distintos niveles y debes adaptarte a ellos ¿tú estarías dispuesto? Yo te ayudaré todo lo que necesites”. Por supuesto, con esta seguridad, contesté afirmativamente. Aquello me ilusionó mucho, todos los grupos estuvieron a gusto conmigo y yo con ellos y no hubo el menor problema. Debo resaltar algo que siempre he admirado y agradecido, que las catequistas accedieron con gusto a esta adaptación de los grupos y todas me querían mucho.

Cuando pasaron dos o tres años, que ya me habían visto actuar, pude convencer a dos o tres amigos íntimos de mi panda, que éramos siete, desde muy pequeños. Asimismo animé a otro chico mayor que nosotros, que estudiaba el bachiller. También decidió incorporarse a la catequesis un maestro, soltero, don Luis, que estaba destinado allí y se hospedaba en mi casa. Igualmente se incorporaron unas chicas jóvenes, entren ellas una que después sería mi esposa y madre de mis hijos. Don Francisco, el párroco que vino años después, me decía que la catequesis nunca funcionó tan bien como en la época nuestra.

A toda mi generación prácticamente le di catequesis. Esta es una de las razones por las que la gente de El Romeral me ha tenido un afecto grande, que aún perdura, y a pesar de que salí muy joven de mi pueblo natal y he podido volver poco. Es cierto que yo he intentado corresponder a ese afecto.

También esta hermosa experiencia catequética es la que ha marcado, en un aspecto, toda mi vida, ya que nunca he dejado de dar catequesis. En los últimos años me he dedicado mayormente a los adultos, personas que no había recibido los sacramentos o estaba apartados de la Iglesia. Ahora mismo estoy dando catequesis a tres adultos.

b) “El Buen Amigo”, o mi inicio en el apostolado seglar

“El Buen Amigo” era un simpatiquísimo semanario para el mundo rural, de dos hojas de información religiosa, preciosas y con mucho gancho, nada de clerical. Contenía la explicación breve del Evangelio del domingo, una reseña de los santos más importantes de la semana, un cuento o narración popular con gracejo y moraleja, algún chiste, fuga de letras, el tiempo, etc. Hacía un bien inmenso a la gente sencilla de los pueblos, porque estaba muy bien orientado, se leía con facilidad y hacía sentirse protagonista de los hechos que se narraban. Lo leían toda clase de personas, aunque no fuesen a la Iglesia.

Cuando yo tenía unos trece años teníamos un sacerdote mayor, don Manuel, y por su mucho trabajo, no podía complicarse más. Como venían muy escasos los ejemplares de “El Buen Amigo” le propusimos aumentar el número, pero él no aceptó. Entonces le dije que si quería lo podía hacer yo, que me los enviasen a casa y me encargaba de cobrarlos y pagarlos. Me parece que cada número valía 10 céntimos de peseta. Aceptó y pedimos cincuenta o setenta números más, los cuales repartía todos los domingos a domicilio en distintas familias, algunas veces me ayudaba algún amigo. Esto para mí fue un descubrimiento, porque me daba la ocasión de contactar personalmente con las familias y la gente que nos lo agradecía mucho.

Aquel hecho me abrió un horizonte apostólico apasionante y, sin duda, despertó mi vocación apostólica, marcándome para ser apóstol seglar toda mi vida. Por otro lado, esta actividad y en aquella edad, me educó mucho humana y apostólicamente. Todas aquellas familias a las que iba a llevar “El Buen Amigo” me acogían sin reticencias y me daba ocasión de hablar con ellas, de explicarles cosas de religión, de conocer y de participar en sus problemas, de besar a sus enfermos o ancianos, de prometerles mis oraciones, lo cual cumplía. De ahí que empecé a experimentar el sentido, la viveza y el gozo de la oración, porque a mí no se me hacía rutinaria, pesada o aburrida, ya que tenía contenidos y me hacía sentir la presencia del Señor, que es lo más importante de la oración, que estaba cercano, me escuchaba y le agradaba estar con nosotros.

c) Mis preferencias por estar con los necesitados

En aquellos años de mi pubertad, ya muy definido como militante cristiano, sentía una compasión grande por las personas que sufrían, me sentía muy a gusto estando con ellos y gozaba incomparablemente si podía ayudarles algo o compartir con ellos.

Debo confesar que el sentido de la caridad nos lo infundió mi madre a todos hasta el fondo de nuestra alma, solo con su ejemplo. Aunque nosotros estábamos muy necesitados, jamás vi a un pobre salir sin limosna de casa, a alguien que no fuese escuchado y acogido, algo que tuviésemos que no fuese compartido. Muchas veces vi a mi madre dar a otros lo que ella misma necesitaba, de quitarse la comida o el vestido para darlos a otros necesitados. Vi pasar a los pobres a casa para lavarlos, vestirlos y animarles. Es uno de los testimonios que he visto en mi vida más admirables e impactantes.

En aquellos años había en el pueblo como dos clases de pobres, los que no tenían nada en absoluto, que pedían limosna y vivían en los silos. Eran unas viviendas pobres debajo de los cerros que tenían la doble ventaja de no ser frías y defenderse del calor, por estar bajo tierra. Los otros pobres eran las víctimas de la guerra y de la política de entonces, personas huérfanas, o que les habían matado sus seres queridos, o los tenían en la cárcel, etc. En casa no hacíamos acepción de personas por ser de una u otra ideología, teniendo relaciones con todos, pero acompañando y animando a los que más lo necesitaban.

Me hice muy amigo de otros chavales que tenían sus padres en la cárcel, nos intercambiábamos cuentos, jugábamos y hasta iba con ellos a buscar carbonilla para las estufas en invierno, a los terraplenes del ferrocarril, que eran donde vaciaban las máquinas del tren sus fogoneros. A los pobres de solemnidad de los silos, algunos muy necesitados —hasta que con diecinueve años me vine a Toledo—, no dejé nunca de visitarles, llevarles lo que podía y hasta enterrarlos cuando morían. Tengo sus nombres y sus vidas clavadas en mi corazón.

Años más tarde se fundaron ya en la Acción Católica los Secretariados de Caridad, que luego sería “Cáritas”; también se produjo algo de desarrollo y las cosas cambiaron bastante.

d) Los “belenes en Navidad”

Desde el año 1939, que fue el que entraron los nacionales, cuando tenía nueve años, no he dejado de instalar el Belén o Nacimiento en casa. Aquellos primeros años lo ponía con tomillos de la sierra, musgo de los humedales y con figuritas de cartón recortadas, y resultaba muy bonito. Después, fui ahorrando con los céntimos que me daban en casa los domingos y fui comprando las figurillas de barro cocido en casa de Dª Teresa Tubau en la calle de Fuencarral de Madrid un año que me llevó mi padre en el tren, para ayudarle a llevar algo de harina y aceite. Luego me enviaban un folleto y yo podía hacer el pedido que quisiera. Mi madre me ayudaba haciendo algún costal, saquito o pañales para poner el Niño, que aún conservo.

Iban muchas personas para ver el “belén” y a mí me agradaba mucho explicarles los relatos evangélicos que hacen referencia a la infancia de Jesús.

Cuando me vine a Toledo, ya con casi veinte años, no tuve necesidad de buscarme un grupo apostólico, porque D. Eusebio Ortega Ayuso, que era el Consiliario Diocesano de los Jóvenes de A.C., me incorporó de inmediato al Consejo Diocesano y a los Propagandistas, que era la Escuela de los jóvenes dirigentes de Acción Católica. La Mujeres de A.C. de Toledo organizaban todos los años por Navidad unos cursillos navideños, como actividad apostólica y para ambientar la Navidad en las familias. Me empezaron a llevar como ponente para explicar cómo se construye un “belén”, cosa que hacía de diferentes maneras y con un profundo contenido doctrinal y apostólico. La gente vibraba y les gustaba mucho. Se les animaba y ayudaba a poner un nacimiento en sus casas o al menos algún motivo con la Sagrada Familia, pastores, reyes o aldeanos con ovejas, en una panera, o cazuela, jarrón roto... aquello tuvo mucho éxito, hacía mucho bien y a mí me estimulaba en mi compromiso apostólico.

Al casarme, ya lo instalaba en casa, bastante artístico, con muy certera iluminación, que es uno de los secretos de los “nacimientos”, pero muy pequeño porque el piso que teníamos era muy reducido. Me llevé premios del ayuntamiento repetidas veces. Al cambiarme de piso, después de muchos años, los ponía mayores. Mis cuatro hijos, ya casados, lo instalan todos en sus casas. Es curioso que ninguno ha salido “belenista”, sólo un yerno, Florencio, el marido de mi hija mayor, que es una maravilla por construirlos con un primor y belleza que todos los años se llevaría todos los premios si los hubiese. Pertenece a la asociación de Belenistas de Madrid y nos los construye a toda la familia y a los que puede, en la parroquia de Madridejos y en la de Turleque, así como el familiar de su propia casa.

Para mí ha sido siempre esta sencilla y noble actividad, una ocasión de motivación creyente y de apostolado, fortalece mis convicciones cristianas, me invita ala oración contemplativa y me da ocasión de hablar de Jesucristo a los demás.

e) Unas clases nocturnas

Hasta los años setenta del pasado siglo, El Romeral era totalmente rural, incluso toda España en un 70% era rural, y como nos incorporaban, desde muy pequeños, a las tareas agrícolas o ganaderas, a parte de la escasez de medios y de sensibilidad cultural que existía, se daba un número altísimo de analfabetos, porque no podían ir a la escuela. En mi quinta el 83% eran analfabetos.

Tenía catorce años y desde muy pequeño aprendí a leer y a escribir, me dolía en el alma ver a chicos como yo, y con los que jugaba y salía, que eran muy inteligentes, que no sabían nada. Algunos, con mucha suerte, iban a unas clases particulares por las noches con un hombre bueno del pueblo, el “tío Isaac”. Interesé a un amigo de mi panda, Valentín, para que de lunes a viernes, en invierno, al anochecer, diésemos una hora de clase a los chicos del campo que quisieran, para enseñarles a leer, escribir y lo elemental de la aritmética, historia de España y Geografía. Mi amigo era muy inteligente y también tenía una gran inquietud apostólica, él llevaba la centralita de teléfonos en el pueblo. Le pareció muy bien y le dije que me iba a ver al alcalde para que nos dejase una sala del Ayuntamiento para dar las clases, ya que lo que intentábamos era un bien público. No lo conseguí, el alcalde era muy bueno, nos felicitó y animó, diciendo que estaría siempre dispuesto a defendernos, pero no podía acceder ya que no éramos titulados y eso no era legal.

Decidimos dar las clases en la cocina de la casa de mi amigo Valentín, que era bastante grande. Tuvimos unos quince chavales, casi todos mayores que nosotros, resultando todo muy bien y con mucho provecho. Varios de esos chicos fueron los que primero emigraron porque estaban algo preparados. Todos tuvieron la ocasión de conocer a Jesucristo y acercarse a Él. Aún conservo amistad y relación con varios de ellos, después de sesenta y cinco años que ocurrió aquello y me recuerdan con gratitud. Valentín murió joven por un padecimiento cardíaco, pero no le olvidamos jamás.

Sólo tuvimos aquellas clases aquel invierno, de octubre a marzo, ya que en la primavera de 1946 se organizó en la Parroquia el Centro de los Jóvenes de Acción Católica, al que nos incorporamos de inmediato, y ya el curso siguiente dimos estas clases, como una actividad de la Acción Católica, en el local que se alquiló para este fin, y además teníamos al frente a un militante, Tomás Rodríguez Martín, que acababa de obtener la titulación del Magisterio. Hicimos un bien extraordinario a todos los jóvenes del pueblo. Muchos de ellos se promocionaron con esta fuerte base que habían recibido en la Escuela Nocturna de Adultos.

Me sedujiste, Señor

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