Читать книгу Me sedujiste, Señor - José Díaz Rincón - Страница 8
ОглавлениеIntroducción
Debo confesar que desde que tengo uso de razón me ha seducido Jesucristo. Desde muy pequeño, tal vez, desde que comencé a razonar, no he dejado de tratar a Jesús con inmenso afecto, admiración y compromiso. Aseguro que a mis ochenta años ¡jamás me ha defraudado! Cada día me apasiona más y es como si estrenara mi amistad con Él, encontrando nuevas dimensiones, encantos y grandezas en su rica personalidad divina, en su infinito amor, insondable sabiduría e incomparable belleza, llegándome a fascinar de tal manera que llego a experimentar lo que afirma la Sagrada Escritura: “su amor es más fuerte que la muerte y sus besos más embriagadores que el vino”.
Hace unos años, pasó por Toledo el Obispo que, cuando era sacerdote, celebró la Misa de mi matrimonio. Estuvimos un buen rato juntos, disfrutando de nuestra vieja amistad. Al despedirse, sin darse cuenta, me dijo el mejor piropo que podía decirme: “Qué alegría me das, Rincón, te encuentro con la misma frescura de fe que cuando estábamos trabajando juntos y te casé”. Le contesté: “lo lógico es, no que tenga igual fe sino mayor, porque al tratar tantos años con las Personas divinas tenga mayor fe, esté más convencido, más enamorado y entusiasmado”.
De siempre me han llamado poderosamente la atención los Profetas en la Biblia, precisamente por su fe probada, profundas convicciones religiosas, su amor y confianza en Dios, con esa misión tan noble, hermosa y valiente de ser heraldos y portavoces de Dios y sus promesas. Hablan de Él como nadie lo hace, explican sus perfecciones y prerrogativas de forma deslumbrante y le expresan unas oraciones y piropos que admiran y cultivan.
Como simple ”botón de muestra” destaco al Profeta Jeremías, el hombre de corazón abierto que nos trasparenta su grandeza, su tragedia y sus miedos, sus dudas, debilidades y miserias, con la inamovible firmeza de su confianza inquebrantable en Dios, que es nuestro Creador y Señor, que da sentido a toda nuestra existencia. Tal vez, podamos estar marcados, como el profeta, por la incomprensión y el fracaso. Es impresionante su actitud. Jeremías nos acerca, como ningún otro, a la verdadera dimensión de la vocación cristiana, que también es profética, a sus abismos de soledad, abandono, oscuridades, riesgos y desafíos, como a esa fidelidad a la Palabra de Dios, encendida en sus entrañas que pugnará por salir venciendo todos los problemas, decepciones y resistencias.
Jeremías, en tiempos del sacerdote Pasjur, después de romper el botijo de barro ante el pueblo, para sensibilizar lo que el Señor hará con ellos por romper su alianza y con su amistad, lo cual no podrá recomponerse como la arcilla rota, a no ser por un arrepentimiento sincero, con lo cual Dios haría odres nuevos, se detiene en el atrio del templo del Señor y profetiza que el Dios todopoderoso de Israel va a traer la calamidad como había anunciado, porque no escuchará sus palabras vacías. El sacerdote Pasjur, responsable del templo del Señor, al oír a Jeremías profetizar esas palabras, lo mandó azotar y meterlo en la cárcel. El Profeta no se arredra y con la valentía que infunde la verdad le sigue advirtiendo y detallando todo lo que el Justo hará con él y con su pueblo, llevándoles al destierro de Babilonia en donde morirán.
En esa dramática situación, en la que el Profeta no es comprendido ni escuchado y siendo maltratado, parece que ha fracasado estrepitosamente y se siente solo ante Dios. Entonces dirige la mirada al cielo, abre su corazón y deja discurrir su mente, pronunciando estas palabras tan impresionantes como cautivadoras, propias de un verdadero creyente:
“Tú me sedujiste, Señor,
Y yo me dejé seducir;
Me has violentado y me has podido (…)
Dentro de mí como un fuego abrasador
Encerrado en mis huesos;
Me esforzaba en contenerlo,
Pero no podía... (Jer 20, 7-9)
Me siento identificado con el Profeta, y eso que los Profetas sólo conocían a Jesucristo por los oráculos y mensajes que Dios les transmitía para anunciar al pueblo la llegada del Salvador. Si hubiesen conocido, como nosotros, a Dios por la misma revelación de Jesús, hecho Hombre, se hubiesen vuelto locos de alegría y sería mayor su fe y entusiasmo, quedando prendados y embriagados de la gran Verdad, de tanto amor, belleza y grandeza.
Las razones y motivaciones que existen en todas las personas de la historia que han conocido a Dios, se han entregado a Dios, se han ofrecido a Él, para amarle, servirle, estar con Él y colaborar en su plan de salvación sobre los hombres, son la fe y la confianza absolutas en su amor, sus preceptos y las promesas que Él mismo ha querido revelarnos. Por la experiencia viva de la amistad con las Personas divinas, hemos comprobado y palpado sus inefables prerrogativas que fascinan a cualquiera, desbordan todas nuestras ilusiones, aspiraciones y deseos, llegando a subyugarnos y entusiasmarnos por Jesucristo, expresión del Padre. Como repite en todos sus versos el precioso salmo 135, al narrar todos los hechos de la Historia de la Salvación: “Porque es eterno su amor”.
Nosotros lo único que podemos hacer por Dios es ser testigos de ese amor sin límites, como lo han hecho y hacen todos sus amigos, como afirma Hch 4, 20: “Por nuestra parte, no podemos dejar de proclamar lo que hemos visto y oído”, y así comprometernos en la evangelización que es la misión de todo seguidor de Jesús, porque Él ha dado esta misión a toda su Iglesia, que somos nosotros: “Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda criatura” (Mc 16, 15).
El que no sienta esta llamada al apostolado, en la medida que cada uno pueda responder, es que no es verdadero discípulo de Jesús, ni lo ha visto ni lo ha conocido, y tendrá que poner remedio buscando su amistad, poniéndose en contacto con Él por la oración, oyendo su Palabra y ejercitándola en el servicio a los hermanos, convirtiéndose de corazón, porque ésta es la actitud que debemos tener todos los que creemos en el Dios revelado por Jesucristo.
Por mi propia experiencia os digo que es preciso dejarnos querer y mover por Dios, porque Él sabe lo que nos conviene y nosotros sabemos que, como su Hijo Jesucristo, nos ama “hasta el extremo”. Sus delicias son estar con los hijos de los hombres, dice la Escritura, sabiendo que las iniciativas deben partir de Él, que es la Sabiduría infinita, y como dice san Juan “Él nos amó primero” y jamás defrauda a nadie. Si nos dejamos amar y mover por Dios, tengo la certeza por experiencia que se cumple en nosotros esa promesa que nos hace Jesús: “El que bebe del agua que yo le diere no tendrá jamás sed y se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna” (Jn 4, 14)
Esta es la realidad que siempre he vivido y he visto en otros muchos creyentes: que el que está en Jesús no camina en tinieblas, que Él lo da todo y no nos quita nada, que da sentido a toda nuestra existencia, que, a pesar de las dificultades, nos hace las personas más felices del mundo, porque sólo Él tiene palabras de vida eterna.