Читать книгу Al tercer día resucitó de entre los muertos - José Ignacio González Faus - Страница 7
HACIA LOS HECHOS
Оглавление«El Mesías fue muerto por causa de nuestros pecados, según las Escrituras. Quedó sepultado.
Resucitó al tercer día según las Escrituras. Se apareció: A Pedro, a los Doce y a más de quinientos de los que algunos todavía viven…
A Santiago, a los apóstoles y en último lugar a mí…» (1 Cor 15,3-4)
Los textos referentes a la Resurrección de Jesús han sido minuciosa y repetidamente analizados y discutidos por la crítica histórica. Entrar en esos análisis y discusiones superaría con mucho las dimensiones de esta obra. Habremos de limitarnos a una síntesis-balance, no sin añadir que el texto bíblico que encabeza este capítulo, debidamente contextualizado, es quizá el balance más fidedigno.
Pero para esa tarea puede ser muy útil comenzar con otro largo texto no oficial, del cristianismo primitivo:
«Pilato les entregó a Petronio y a un centurión romano para que custodiaran el sepulcro. Y con ellos vinieron también a la tumba ancianos y escribas. Y rodando una gran piedra, todos los que estaban presentes juntamente con el centurión y los soldados, la pusieron a la puerta del sepulcro. Grabaron además siete de ellos, plantaron una tienda, y se pusieron a hacer guardia…
Durante la noche que precedía el domingo, mientras los soldados estaban haciendo guardia en parejas, se produjo una gran voz en el cielo. Y vieron los cielos abiertos y dos varones que bajaban de allí y se acercaban resplandecientes al sepulcro. Y la piedra que habían echado sobre la puerta, rodando por su propio impulso, se retiró a un lado, con lo que el sepulcro quedó abierto y los dos jóvenes entraron.
Al ver aquello, los soldados despertaron al centurión y demás soldados que también estaban allí haciendo guardia. Y mientras estaban explicando lo que acababan de ver, salen tres hombres del sepulcro, dos de los cuales llevaban el tercero, y en pos de ellos iba un a cruz. La cabeza de los dos primeros llegaba hasta el cielo, mientras que la del tercero sobrepasaba los cielos…
Viendo esto los que estaban junto al centurión, se apresuraron a ir a Pilato de noche, abandonando el sepulcro que custodiaban» (Evangelio apócrifo de Pedro, 8-11).
Este texto es de un evangelio apócrifo, de mediados de siglo segundo. Describe más o menos lo que todos hubiéramos querido presenciar para poder creer. Sin embargo, la fe de la Iglesia no se reconoció en él. Y hoy se acepta que, en contraste con él, los evangelios canónigos dan testimonio de una sorprendente sobriedad.
Sorprendente y desesperante. Porque tanta sobriedad es quizá la que (unos cincuenta años después de escrito el último evangelio) llevó a componer este otro texto apócrifo, que parecía mucho más «convincente».
1. Los textos oficiales
No hay aquí espacio para comparar el texto que acabamos de citar con los diversos testimonios del Nuevo Testamento sobre la Resurrección. Diremos solo, de manera sintética y rápida, que esos otros textos neotestamentarios pueden englobarse en dos apartados:
1.1. Textos que solo anuncian el hecho
Quizá sería mejor decir que anuncian el hecho y su testificación. Pero lo que interesa ahora es que esos textos todavía podemos subdividirlos: a) Por un lado, un grupo de aclamaciones rápidas que aparecen desperdigadas por las narraciones evangélicas, pero se supone que no provienen del narrador sino que son de la Iglesia primitiva1. Y b) por otro lado, el texto que encabeza este capítulo y que (tal como dice Pablo al presentarlo) constituye un texto «oficial» de la Iglesia primitiva; una especie de «credo» que se transmitía literalmente.
Merece notarse que este Credo, a pesar de su carácter escueto y memorizable, ya alberga pequeñas insinuaciones teológicas, quizá por aquello de que hecho y significado nunca son adecuadamente separables. Así por ejemplo, el texto de 1 Cor 15 nos dice:
a) Que la muerte del Mesías fue por causa de nuestros pecados. Frente a todo mesianismo histórico «inmediatista» se insinúa aquí que el tema de la utopía ( o mesianismo) no puede separarse de nuestra estructura de mal personal y social, que produce muertes y es capaz de «derrotar» al mismo Mesías.
b) Que la Resurrección tuvo lugar al tercer día. No sabemos qué significa exactamente esa expresión, aunque hay varias teorías para explicarla2. La existencia de tantas interpretaciones posibles es la mejor prueba de que no sabemos el significado exacto de la expresión. Pero sea este el que sea, no cabe negar que la expresión habla de «días» y alude por tanto a nuestra dimensión temporal. Es una manera de decir que la Resurrección toca o afecta a eses misterio de nuestra temporalidad, por más que luego digamos que consiste en una superación de ella.
c) También es teológica la fórmula según las Escrituras. Demasiadas veces se la ha abaratado entendiéndola como alusión a alguna profecía expresa del Antiguo Testamento sobre la muerte y Resurrección de Jesús. Las cosas son algo más complejas: las Escrituras eran para cualquier judío la revelación de que la muerte y Resurrección de Jesús (la primera sobre todo) no contradicen a la revelación de Dios, ni implican una desautorización de Dios por poderes superiores a Él, o un abandono de Dios que daría razón a los asesinos, los cuales también apelaban a las Escrituras para condenar a Jesús. Casi al contrario. Hasta tal punto que hoy podríamos retraducir diciendo: « El Mesías murió por nuestros pecados (lo resucitó al tercer día) y en eso se revela Dios».
d) También puede verse cierta intención teológica en la doble lista de testigos (y quién sabe si hasta en la ausencia de algunos). La primera lista (Pedro, los doce y un grupo de discípulos) recoge unos cuantos testigos «oficiales» de quienes podía esperarse que fueran sujetos a la manifestación del Resucitado. Pero la segunda lista (Santiago, los apóstoles y el propio Pablo) parece recoger testigos no oficiales, inesperados, en los que vuelve a cumplirse aquello que escriben los evangelios: «Eligió a los que Él quiso». Ya de entrada, en los orígenes mismos, aparece la línea carismática junto a la línea institucional como algo que la Iglesia deberá aceptar porque esa es la voluntad de Dios.
Más adelante comentaremos otro aspecto de esa segunda lista, referido a Santiago.
e) Se discute también si la no mención de la tumba vacía en este Credo tiene alguna finalidad histórica o teológica. Yo no lo veo tan claro, La mención de la sepultura parece ser sobre todo un subrayado de la verdad de la muerte de Jesús, sin que Pablo (o el autor del Credo) pretenda nada más. En todo caso, como luego diré, a mí me resulta más extraña la ausencia de la aparición a María Magdalena, que ciertamente había circulado también en la Iglesia de los orígenes. Pero es difícil saber si ello tiene algún significado.
Lo que queda claro es que una buena parte de las frases neotestamentarias testifica simplemente el hecho de la Resurrección, bien en forma de aclamaciones (quizá litúrgicas), bien en forma de un texto oficial. Pero esto no es todo.
1.2. Textos que intentan acercarse al contenido
Además de las testificaciones del hecho, hay en el Nuevo Testamento otra serie de textos que pretenden más bien reflexionar o enseñar algo sobre el sentido y el significado de este hecho insólito. Estas reflexiones o textos «teológicos» caben en dos grupos:
a) Una primera serie de textos neostestamentarios (casi todos de las epístolas paulinas) que son verdaderas enseñanzas sobre la Resurrección. El más claro de todos ellos es todo el capítulo 15 de la primera Carta a los corintios. Pero no es el único: cabe citar también Col 3,1ss o Ef 1,20-23, o infinidad de frases y pasajes de la Carta a los hebreos, etc.
b) Las narraciones evangélicas. Destaco solo que estos relatos son más reflexiones o catequesis sobre el significado de la Resurrección que descripciones escuetas del hecho. Están por ello muy condicionadas por lo que el evangelista considera que hay que enseñar a aquella comunidad concreta a la que se dirige (por ejemplo la «materialidad» de la Resurrección, para lectores y cristianos del mundo griego; o la incapacidad humana para reconocer al Resucitado, etc.).
No podemos entretenernos más en estas pinceladas bíblicas. Pero lo dicho es suficiente para que podamos volver a nuestra comparación con el apócrifo citado al comienzo de este capítulo. Ahora podemos contextuarla mejor. Cuando subrayábamos antes la sobriedad de los evangelios, esto no significa (¡por supuesto!) que los cuatro evangelios llamados canónicos no hayan coloreado o recompuesto muchas veces los hechos históricos, de acuerdo con sus intenciones3. Pero lo han hecho siempre por motivos teológicos o catequéticos. No por razones apologéticas. Lo hacen para precisar la fe, no para facilitarla como el apócrifo citado, que resulta una muestra exquisita de eso que hoy llamamos «fundamentalismo religioso».
2. El hecho y los hechos
Esta sobriedad acaba testificando a favor de los evangelios. Porque lo malo del texto apócrifo es que describe algo que no solamente no ocurrió así, sino que no podía ocurrir así, si es que entendemos lo que realmente significa la Resurrección.
En efecto: la Resurrección no es en modo alguno accesible al conocimiento humano; queda fuera de ese eje de coordenadas compuesto por espacio y tiempo, materia y energía, que condiciona y enmarca todas nuestras posibilidades de conocimiento. Por eso no tiene ningún sentido imaginar aquella acumulación de testigos «neutrales» (soldados, centurión o, hablando con nuestro lenguaje de hoy, alguna presencia masiva de cámaras, vídeos y reporteros). La Resurrección es inaccesible a todas esas formas de conocimiento. Ni aunque hubiesen estado allí preparados para registrarlo todo.
Naturalmente, esto viene a complicar las cosas porque entonces surge la pregunta de cómo es posible el acceso a la Resurrección. Y la respuesta a esa pregunta es incómoda pero necesaria: si Jesús resucitó, eso solo puede ser conocido por manifestación expresa del Resucitado, o por testimonio de aquellos a quienes se dio esa manifestación. Aquí es donde los textos neotestamentarios llevan toda la razón frente el apócrifo citado.
La historia y la investigación, por tanto, no pueden llegar hasta la Resurrección de Jesús. Digamos de momento que la investigación histórica solo puede llegar a estas tres cosas:
1. El testimonio y la fe de los apóstoles. Y si ese testimonio se considera honesto.
2. Las «experiencias pascuales» que los apóstoles testifican. Pero solo el hecho de esas experiencias. La historia ya no puede garantizar si el significado de experiencias es el que le daban los apóstoles o es otro.
3. Finalmente, la investigación puede constatar también el cambio de vida de los apóstoles. Fuera lo que fuese lo que les aconteció, aquellos hombres cobardes y duros de mollera van a ser capaces de poner en marcha un movimiento que desafía a los tres mayores poderes de la historia: el poder político del Imperio Romano, el poder religioso del «vaticano» judío y el poder intelectual de la sabiduría griega. Ponen en marcha ese movimiento, entregan en ello sus vidas, y salen triunfantes del imperio y del sacerdocio de modo que hoy, veinte siglos después, todavía estamos nosotros ocupándonos de aquel testimonio de los apóstoles, y comprometidos con él.
Esto puede garantizarlo la investigación histórica, más allá de infinitas preguntas que quedan pendientes, referentes a lugares, fechas, anécdotas, personas, significados, etc.
3. Una reconstrucción hipotética
Además de esta triple garantía, hay una gran probabilidad histórica en un mínimo esquema reconstructor de los hechos, que sería el siguiente:
3.1. Tras el prendimiento y muerte de Jesús, los apóstoles fueron presa del pánico. Abandonaron al Maestro y marcharon a Galilea. El dato de la ida a Galilea aparece de una u otra forma en todos los evangelios pero, como suelen estos hacer tantas veces, aparece ya releído teológicamente: Galilea había sido el lugar de la praxis de Jesús. Y el regreso allí de los apóstoles se convierte ahora en un norma para todos los creyentes: hay que volver «al lugar» de la praxis histórica de Jesús, si se quiere encontrar al Resucitado.
3.2. Muy probablemente las experiencias pascuales (o la mayoría de ellas) tuvieron lugar en Galilea. Los distintos testimonios nunca dicen que los discípulos estuvieran esperando o anduviesen buscando a Jesús y, por fin, le encontraron. Dicen solo que Él «se presentó». Y por esto fue lo que movió a los apóstoles a regresar en seguida (¿al tercer día?) a Jerusalén para testificar lo que les había ocurrido.
3.3. Es también muy probable que, al llegar a Jerusalén, los apóstoles se encontraran con que quienes habían quedado allí (que eran sobre todo las mujeres) aseguraban que la tumba de Jesús estaba vacía. Sin embargo, esa afirmación era objeto más bien de desconcierto y tristeza. Solo el mensaje de la Resurrección que traían los apóstoles le dio un sentido nuevo, convirtiendo la tumba vacía en un «signo» de la resurrección. Pero signo no quiere decir prueba4.
He dicho antes que las experiencias pascuales tuvieron lugar en Galilea, al menos «la mayoría de ellas». La razón de esta matización es un detalle que vale la pena comentar. Como es sabido el evangelio de Marcos tiene un final añadido (Mc 16,9-20) que la Iglesia considera «canónico», pero no de la pluma del evangelista. Ese apéndice pudo haber sido añadido bien para completar la sobriedad con que el primer evangelista se limita solo a insinuar la Resurrección, bien para suplir algún final perdido. En él leemos, nada más empieza, que Jesús resucitado «se apareció» primero a María Magdalena. Los críticos conceden a esa frase una seria probabilidad histórica. Al menos parece indudable que esa frase anduvo compitiendo en la primitiva Iglesia con la otra presente en los evangelios que presenta a Pedro como el «primer» testigo de la Resurrección5. Y otra vez serán los apócrifos los que conserven esta disputa, narrando una especia de inquina de Pedro contra la Magdalena, por la que los mismos compañeros apóstoles reprenden a Pedro y le aconsejan moderación6. Es muy probable que tras estos datos subyazca la discusión sobre el papel de la mujer en la Iglesia. Una discusión que se encuentra ya muy presente en la Iglesia primitiva. Y un papel que, casi con certeza histórica, acabó por ser suavizado y domesticado desde posturas mucho más «feministas» hasta posiciones mucho más digeribles para la sociedad romana. Si María Magdalena había sido «testigo de la Resurrección» (aunque prescindamos ahora de que Mc 16,9 la llama «primer testigo»), y si además había acompañado a Jesús durante toda su vida, reúne todas las condiciones para ser llamada «apóstol» en sentido pleno. Y todas las objeciones actuales al ministerio de la mujer quedan devaluadas.
Tampoco este tema es objeto del presente libro. Pero quizá valía la pena señalar ese probable «intríngulis» de las diferencias constatadas.
4. Hechos creadores de historia
Finalmente, he dicho más arriba que la crítica histórica podía llegar a las experiencias pascuales, al testimonio creyente y al cambio de los apóstoles. Quizá convenga añadir a este triple dato un nuevo factor, que puede ser un desarrollo del segundo punto de nuestra reconstrucción (3.2). La crítica histórica puede asegurar que las experiencias pascuales convirtieron a los apóstoles en misioneros. Misioneros no es lo mismo que «periodistas». Los apóstoles necesitan comunicar lo que han visto, no porque sea una noticia capaz de llenar primeras páginas de periódicos, de satisfacer una curiosidad de novedades o de «ganar audiencia». No por nada de eso, sino porque se trata de una «buena noticia», es decir, de algo que interesa enormemente al oyente porque afecta profundamente a las estructuras últimas de todo ser humano. Algo que empalma –hasta los niveles más hondos con la necesidad de preguntar y con la necesidad de esperar que constituyen al ser humano. El anuncio de la Resurrección es como una «media naranja» que falta a todo hombre, y en busca de la cual se mueven varones y mujeres, ahora no es su condición sexuada sino mucho más: simplemente en su condición humana.
Por eso mismo resulta mucho más incomprensible que ese anuncio no se haga de una manera «fácil», prometedora o «inmediatista», sino a través de una mediación que parece contradecirlo: la entrega de la vida de Jesús, y la llamada al oyente para que acepte entregar su vida.
El oyente a quien se le anuncia esa «vida a través de la muerte» tendrá derecho a pensar que se le está proponiendo un nuevo «timo de la estampita». O podrá pensar también que, si de veras se le hubiese querido embaucar, no se le habrían presentado las cosas tan difíciles. Por la época en que redacto estas líneas, permítaseme añadir que el anuncio de la Resurrección no es (ni se parece nada a) una «campaña electoral».
Pero en esa ambigüedad, todo ser humano queda puesto ante la opción entre asumir el riesgo o quedar remitido a su propia incompleción. Algo semejante a lo que pasa con el amor humano.
* * *
Hemos señalado así unos hechos mínimos que parecen ser lo único que puede garantizar la historia. Pero los hechos no son la fe ni pueden ser causa de ella. Son una base necesaria pero no una prueba que elimine la fe. La fe puede ser descrita como una decisión ante los hechos. Pero para ello, una vez establecidos necesita entenderlos y desentrañarlos mucho más.
Algo de eso hemos de hacer en los capítulos siguientes, ampliando cosas que, en los enunciados de este capítulo, tenían que quedar implícitas y sin desarrollar.
Apéndice: Sobre la historicidad de la tumba vacía
Es esta una cuestión enormemente discutida, sobre la que no hay aquí espacio para entrar. Me permito reenviar otra vez a lo que escribí sobre el tema en el capítulo del libro Acceso a Jesús dedicado a la Resurrección. Resumo que los cuatro argumentos más serios a favor de la historicidad son estos: a) el hecho de que se presente como testigos a mujeres, que, en aquella época, estaban desautorizadas para testificar; b) la posibilidad de mostrar por análisis crítico de los textos que, en los estratos más antiguos, la tumba vacía no es utilizada como inductora de la fe en la Resurrección sino como productora de perplejidad y desconcierto. Estas dos razones hacen muy difícil que el relato de la tumba vacía haya sido «creado de la nada» por razones apologéticas; c) la casi seguridad de que los enemigos de la Resurrección no niegan la tumba vacía sino que la interpretan de otro modo (robo del cuerpo por los apóstoles o por el dueño del huerto para evitar visitas molestas), y d) en un mundo en el que las visitas a las tumbas de personajes queridos eran práctica constante, parece imposible que corriera por Jerusalén el rumor de la tumba vacía de Jesús, si se podía acudir al lugar y demostrar lo contrario. A menos que Jesús no tuviera tumba y hubiese sido arrojado a alguna fosa común (que es lo que parece negar la afirmación del credo paulino que encabezaba este capítulo: «fue sepultado»).
Pese a todo, es importante el hecho de que Pablo (en 1 Cor 15) anuncia la Resurrección sin ningún recurso a la tumba vacía. Esto remite mejor al punto central de la cuestión: que quizá la Resurrección, tal como ha de entenderse, no exige necesariamente una tumba vacía (por ejemplo, cuando Lázaro resucita saliendo del sepulcro), sino más bien una «transformación» misteriosa que san Pablo compara con la de la semilla que «resucita» a la vida, no saliendo de la tierra sino pudriéndose en ella para convertirse en planta.
Este es el punto central. Desde aquí, la tumba vacía no pasa de ser un «signo», gratuito y ambiguo como todos los signos (como concepción virginal si se quiere), pero nunca en sí mismo objeto de fe.