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El descubrimiento

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Cierto día, mientras se afanaba en retirar material de desecho, escuchó un comentario entre dos oficiales llegados de Madrid. Hablaban del importante despliegue de personal que la Guardia Civil estaba efectuando en la provincia de Málaga y, al oír nombrar su ciudad, se prestó a no perderse ninguna de las palabras que se pronunciaban casi en susurros, a la vez que se sumía en ensoñaciones. Imaginó una nueva vida para cuando pudiera licenciarse, una muy distinta de la que llevaba en el Cuartel y de aquellos años pasados labrando la tierra de sol a sol. Así fueron abriéndose en su mente otras expectativas y éstas eran más halagüeñas que el hecho de mirar al cielo esperando que la lluvia llegara o, peor aún, lo hiciera a destiempo y al temor ancestral de que la sequía se hiciese presa de sus esfuerzos. Sería muy reconfortante no tener que depender de la climatología para subsistir... Por ello, y de inmediato, se dijo a sí mismo que, a partir de ese momento, procuraría estar al corriente de las noticias que se fueran sucediendo, era muy importante estar bien informado fuese cual fuese el camino que decidiera seguir.

Debió andar pensando en voz alta porque el sargento Merino lo miró extrañado:

–¿Pero, muchacho, qué pretendes a hacer tú en la Guardia Civil?

– Mi Sargento, podría hacer lo mismo que hago aquí o tal vez algo diferente, algo mejor. Por lo que he oído, al ser un Cuerpo prácticamente nuevo quizás me pueda deparar interesantes expectativas para el futuro. Ya sabe usted, hay que sobrevivir, procurar avanzar si no, con el tiempo, desapareces y eso no es precisamente lo que pretendo. Según se dice, se está ganando la más alta de las consideraciones de las autoridades y de la gente en general y, además, pagan muy bien. ¿Qué más puedo pedir? Aunque me consta que el nivel de exigencia es muy alto y la disciplina, férrea.

– Sí, hijo, algo así he oído también, pero tendrás una gran dificultad para poder conseguir el ingreso pues exigen saber leer y escribir y, que yo sepa, tú estás igual que yo ¡vaya, que no sabemos! Eso cuesta mucho tiempo y dinero, amén de que consigas alguien que quiera darte las lecciones necesarias. Así que, muchacho, si quieres un consejo ¡quédate donde estás! que para hacer lo que estás haciendo no necesitas estudiar. Te queda poco para licenciarte y podrás volver a casa con los tuyos, a la tierra, la que te curtió e hizo de ti lo que eres hoy. Mira, Cecilio, aunque ahora no lo entiendas es lo más sensato, sabes que tu familia te necesita, acuérdate de todo lo que te supuso el que no te pudieras librar del reemplazo ¿y ahora te quieres meter ahí? ¡En fin, tú verás! Y a saber dónde te puedan destinar.

–¡Pero, mi Sargento, quiero probar o al menos intentarlo! Mire, a excepción de saber leer y escribir, los demás requisitos los cumplo: tengo más de veinticuatro años, menos de cuarenta y cinco, mido más de cinco pies y una pulgada, ¿no cree que mis Jefes referirán buena y honorífica licencia? Por el certificado de buena salud y robustez no habrá problema, ya que gozo de una salud excelente, la heredé de la tierra tal y como usted dice.

–Tienes razón, poco hay que certificar al respecto, no hay más que verte, rezumas bienestar pero ¡los papeles son los papeles! Por eso te digo que no te fíes, los de arriba saben cómo jugártela sin que te des cuenta.

–Yo, la verdad, no conozco muy bien ese Cuerpo, pero me siento muy atraído por el uniforme que llevan, aunque entiendo que eso le parecerá a usted una tontería.

–Eso espero, porque el de soldado más que gustarte parece te diera urticaria; pero, dime: ¿por qué te llama tanto la atención ese dichoso uniforme?

–No sabría decírselo con exactitud, tal vez sea por ser nuevo, menos visto que el de los militares. Lo he podido observar en los oficiales de Madrid que andan hoy por aquí. ¿Se imagina verme vestido así? Levita de paño azul turquí de una sola carrera de botones, cuello abierto, bocamangas de grana encarnada, pantalones gris oscuro con ribete del color de la bocamanga en las costuras exteriores, polainas de paño negro altas hasta la rodilla. ¡Espectacular! ¿No cree? ¡Me gusta! Sueño con verme embutido en él mientras camino por esas calles con todas las miradas puestas en mí. Seguro que causaré sensación, porque en cuestión de gustos…

–Sí, ja ja, seguro que serás la envidia del populacho cuando pasees por la calle los domingos, pero ¡déjate de sueños y mira cómo está la situación política del país! Si consiguieras entrar, te verías envuelto en multitud de problemas motivados por todos esos cambios que, según parece, se avecinan; ya sabes, unos que son moderados, otros liberales y, en medio, como siempre, los cuerpos policiales. En definitiva, ya sabemos que todos persiguen lo mismo, uno se dedica a trabajar y ellos a lo suyo, a llenarse bien las alforjas.

Tifón calló mientras Merino seguía con su perorata.

–Mira yo no entiendo mucho de estas cosas pero sí sé que a los militares no nos permiten ni siquiera opinar del tema. Así que imagínate todo lo que hay detrás de tanta monserga política; al final el pato siempre lo pagamos los demás; cualquier desestabilización en la vida política produce, inmediatamente, situaciones de crisis que obligan a movilizarnos, a estar siempre disponibles, allá dónde se nos diga y sin rechistar.

Cecilio no alcanzaba entender cómo su estimado sargento no le apoyara más abiertamente en su apuesta de futuro, siendo persona con tanta experiencia en la vida. Sólo había que conocerlo un poco para darse cuenta y comprobar que, aun siendo hombre de carácter seco y austero, fue siempre respetado por la mayoría, sobre todo, por los de abajo, los de más baja condición; él, por supuesto, siempre lo consideró como un padre.

Esos razonamientos escuchados de boca de Merino lo derrumbaron, sus alas arrancadas de cuajo, sus sueños e ilusiones enfrentadas con la más cruda realidad y, en medio de la desazón, se oyó a sí mismo decir: “¡soy un analfabeto!” Y no era consuelo argumentar que, por entonces, casi todo el mundo también lo era. Se retiró pensando en esas palabras que pesaban tanto sobre su ánimo.

En el transcurso de la tarde, mientras cepillaba, con ardor, la grupa de un caballo, algo en su interior le decía que, pese a toda contrariedad, debía seguir adelante con aquel proyecto, era su futuro y su futuro le concernía a él y sólo a él. A pesar de los obstáculos podía lograrlo, pues una de sus cualidades, aunque su madre siempre le dijera que era un defecto, consistía en ejercer la cabezonería. Y en buena parte tenía razón porque tamaño no le faltaba, Utilizaba la talla cincuenta y ocho, la mayor del gorro de la milicia.

Seguramente todo aquello implicaría dar un importante giro a su vida; al menos tenía una cosa bien clara; no volvería a su pueblo con las manos vacías, con la sensación del tiempo perdido, Debía intentarlo para regresar de otra manera. Tampoco quería seguir por más tiempo siendo un ignorante. Aprender a leer, escribir y las cuatro reglas era un verdadero desafío; intuía la enorme dificultad que entrañaba; aun así le apasionaba la idea y se prometió que acabaría consiguiéndolo.

Comprobó, con el paso del tiempo, que era un verdadero problema encontrar a alguien que pudiera enseñarle y eso que otrora, allá en su pueblo, habría sido misión fácil, contando con la inestimable ayuda de los maestros don Luis Firmet y doña Peregrina, su esposa, de todos conocidos, quienes enseñaban con mil amores a todo aquel que se lo propusiese. ¡Lástima que por entonces no entrara en sus planes! Se martirizó reprochándose una y otra vez no haber aprovechado una oportunidad que, de forma gratuita, se le había ofrecido en el pasado.

Después de varios intentos infructuosos por encontrar un profesor, una mañana, se topó de bruces con la suerte, mientras paseaba por la Alameda Principal de Málaga. Fue abordado por un anciano que le pidió la hora. Don Marcelo, así se llamaba. Cecilio, con toda la sencillez del mundo, respondió no poseer reloj. Le extrañó mucho la pregunta pues no creía dar la imagen de alguien que pudiera permitirse el lujo de tenerlo, y de hecho conocía a muy poca gente que lo tuviera. Solamente las clases más acomodadas lo tenían. ¡Ah, y por supuesto, el capitán de su compañía!; por herencia ¡claro está!; pero en el cuartel todo el mundo sabía su procedencia. Este personaje provenía de una rancia familia de Málaga, de lo que presumía constantemente. Sin apercibirse de ello el anciano, Cecilio sonrió, respondiendo intuitivamente: “más o menos deben ser la doce, las campanas de la catedral hace poco tocaron la hora del Ángelus”.

Don Marcelo, apoyándose en su bastón, trató de incorporarse del asiento del parque en un intento distinguido de diálogo con su joven interlocutor, cuando de forma repentina éste se deslizó y casi da con sus huesos en el suelo, a la par que Cecilio, rápido de reflejos, se adelantaba a la caída sujetándolo. Al momento pudo volver a sentarse en el banco, mientras que el joven se afanaba en ayudarle y, entre sinceras palabras de agradecimiento, entablaron una fructífera conversación, durante la cual pudo conocer su condición de maestro retirado. Había dedicado toda su vida a la enseñanza y, aun ahora, a sus ochenta y un años, no había renunciado a seguir sintiéndose útil; por ello seguía impartiendo diferentes materias en un aula habilitada en su propia casa.

Conteniendo la respiración para no gritar de alegría, y con más miedo que vergüenza, se atrevió a preguntar al anciano si estaría dispuesto a enseñarle; éste, agradecido, le respondió que lo haría – “con sumo gusto” fueron sus palabras textuales. Únicamente puso la condición de comprometer su palabra de caballero a cumplir su horario. Las clases serían impartidas todos los días de cinco a siete de la tarde, de lunes a sábado. Domingos y fiestas de guardar, el viejo profesor los dedicaba, junto a su familia, a escuchar misa y descansar; aunque si por Cecilio hubiera sido y Don Marcelo lo hubiera aceptado, la palabra descanso no tendría cabida en toda la semana. Pensaba que, una vez encontrada la oportunidad, no era cuestión de perder el tiempo.

Don Marcelo era una persona de naturaleza poco habladora, de carácter sobrio y mirada bondadosa; se vestía siempre con la misma indumentaria: traje de color marrón oscuro, chaleco del mismo tono y camisa blanca de cuello almidonado, desgastado por el uso y los continuos lavados. En sus paseos, solía portar con aire distinguido un sencillo bastón de caña con el mango de carey, a modo de capricho extravagante, y refería, entre bromas, que se asemejaba a la palmeta que durante años utilizó en la escuela como suerte de amenaza y que, seguramente, le servía para mantener a raya a sus pupilos pues, con sinceridad, no se lo imaginaba con ánimo de emplearla con ellos.

Muy frecuentemente le espetaba: “tiene usted la cabeza más dura que un alcornoque”, cuando se desesperaba porque las letras y los números se le enredaban en el entendimiento y no encontraba la forma de avanzar. No se aclaraba con las “bes” y las “uves” y menos aún con la “hache”; pensaba que era una letra inútil, que además no tenía sonido, pero nunca se atrevió a emitir su opinión en voz alta delante de Don Marcelo, que, a la postre, le hacía repetir las faltas de ortografía de forma compulsiva: “es la única manera de aprender”, decía una y otra vez para tranquilizarlo. Al principio cometía tantas que la mano quedaba dolorida; cuando por fin terminaban las dos horas de clase, andaba incómodo por la calle frotándose los dedos y la muñeca.

Con el tiempo comprobó, aliviado, que la plumilla se adaptaba cada vez mejor a sus dedos, mejoraba el pulso mientras la fatiga iba desapareciendo poco a poco, para dar paso al entusiasmo. Así, cierto día, se sorprendió corrigiendo un texto en el que sólo contabilizó dos errores.

Con la geografía, era distinto. Descubrió desde el principio que le apasionaba y disfrutaba memorizando, a modo de cancioncilla, los límites de España, los ríos, las montañas, los cabos y los golfos. El mapa político de la península era su predilecto y apremiaba a don Marcelo para que le preguntara una y otra vez aquello que ya se sabía de corrido; sentía que ese pequeño lucimiento delante de su profesor le compensaba del mal trago que padecía con la ortografía y la gramática.

Cuando trataban las matemáticas, también le llovían las dificultades; divisiones, cuando no multiplicaciones, le atormentaban el ánimo hasta el hartazgo; en cambio, las sumas y las restas no representaban, para él, ninguna dificultad.

Comprendió de una forma muy gráfica que aprender a según qué edades costaba más esfuerzo. Y así se lo hacía ver su profesor, mientras le arengaba con aquellas coletillas que solía repetir con frecuencia, mientras ponía un acento especial al pronunciar su nombre – Ce–ci–lio –: “todo tiene su momento y por eso hay que saber aprovechar las oportunidades que se van presentando en la vida”; “nunca es tarde para aprender porque el saber no ocupa lugar”; “cuando se es joven los conocimientos se asimilan mejor y más rápidamente; es como trabajar, las fuerzas nunca fallan cuando se tiene tu edad, pero con la mía ya no podría desempeñar otro oficio que no fuera éste, e intentaré seguir con él hasta el último día de mi vida, si la enfermedad o cualquier otro avatar no me lo impide”; “la providencia ha sido generosa conmigo, pues me ha permitido dedicar toda mi vida, a lo que más me gusta, enseñar a otros los conocimientos que poseo, es una forma de trascender, de legar ese regalo que yo he recibido como un don y por ello doy gracias a Dios cada mañana”.

Se sonreía para sus adentros, algo avergonzado al oírlo, y por nada del mundo le contaría que todos sus conocidos lo llamaban Tifón, pues cualquier alusión a su pasado, en aquella especie de templo del saber, le recordaba lo analfabeto que había sido hasta aquel momento y lo abochornaba sobremanera. Por ello se prometió que, si conseguía ingresar en la Guardia Civil, se presentaría, desde el primer momento, como Cecilio, con ese soniquete especial que utilizaba don Marcelo, recalcando suavemente cada sílaba mientras lo miraba fijamente a los ojos. De alguna manera sería algo así como su bautizo interior por dejar atrás la ignorancia, para ser alguien más útil y, por ende, más completo.

Cierta tarde en la que, como de costumbre, acudía a su cita, después de llamar a la puerta y esperar más de lo acostumbrado, salió a recibirlo –vestida de negro– la esposa de su profesor, doña Velosa. No paraba de llorar, cubriéndose el rostro con un pañuelo. Así fue como entre lágrimas le informó que don Marcelo había fallecido. Al despertar aquella mañana, lo había encontrado inmóvil en la cama.

–“¡Cecilio el pobre se ha marchado sin despedirse, sin hacer el menor ruido! ¿Qué voy hacer ahora sin él?”, gemía entre sollozos aquella mujer desconsolada, incapaz en esos momentos de apreciar la suerte infinita de su esposo, por haber sido visitado por la dama de la guadaña durante el sueño y marchar de este mundo de forma dulce y apacible.

Sin duda habían sido muy felices; él lo había podido comprobar cuando en innumerables tardes, a mitad de la clase, doña Velosa los obsequiaba a ambos con una tardía merienda: “Nuestro profesor come poco”, decía mientras se dirigían sonrisas cómplices, que translucían el profundo cariño que se profesaban y así don Marcelo, por no contradecirla en su presencia, se prestaba a tomar aquel bocado obligado, como si fuera un castigo impuesto a un alumno que se presumiera un poco díscolo.

Sintió aquella pérdida profundamente y a las lágrimas de su afligida viuda se unieron las suyas, silenciosas. La tristeza se apoderó de él, un temblor incontrolable y un nudo le atenazaron la garganta tan fuerte que se resistió a desaparecer hasta bien pasada una semana.

Un inmenso desconsuelo se apoderó de su ánimo, de su voluntad y las piernas le temblaban temiendo no poder sostenerse de pie para consolarla, en aquellas circunstancias, cuando era la viva imagen de la vulnerabilidad. Como pudo, se dirigió a una silla llevando de su mano el cuerpo titubeante de la anciana y allí estuvieron sentados, lamentándose en silencio toda la noche, como únicos testigos del anciano en cuerpo presente.

Durante la misa de córpore in sepulto, el sacerdote dedicó palabras emocionadas al difunto, que hicieron honor a toda una vida dedicada a la enseñanza y al gran servicio que había prestado a la comunidad en su calidad de maestro. Mientras, él sostenía con delicadeza la mano de doña Velosa, que temblaba a su lado, en la reverencial penumbra del templo.

El sepelio tuvo escasa concurrencia, puesto que la noticia apenas había trascendido entre sus antiguos alumnos. ¡Tan lejos habían quedado aquellos tiempos en los que las aulas rebosaban de risas y parloteos! No tenían hijos – ¡Dios no lo quiso!–. Esa ausencia dolorosa fustigaba, aún más si cabe, el frágil equilibrio de la anciana, que sentía cómo en aquel momento desaparecía el único motivo que le quedaba para seguir adelante.

Pareció entonces como si el tiempo quisiera acompañar a tan doloroso acto, pues, llegada la hora del traslado del cuerpo al cementerio, se desató tal tromba de agua que fue prácticamente imposible acompañar al féretro. Las lágrimas del cielo, decía el cura, acompañan su último paseo y nos regalan esta lluvia que, en algo, paliará la sequía que nos viene consumiendo tanto tiempo. Era un buen hombre, decía casi para sí, porque hasta en su despedida se ocupa de esta forma tan sutil de atender nuestras necesidades.

La carroza, tirada por dos hermosos caballos negros, se desplazó agónicamente hasta el cementerio, acompañada solamente por doña Velosa, Cecilio y los enterradores. Fue sepultado en el suelo, envuelto en una sábana blanca, vestido con el traje de siempre; entre las manos, su bastón de caña. Era todo cuanto necesitaba para sentirse digno; incluso aquel extravagante mango de carey de su bastón, hacía gala de su personalidad austera y bondadosa, mientras le confesaba la viuda en voz baja: “me consuela que le acompañe a donde quiera que vaya”.

Con el paso de los días, Cecilio acusó la ausencia de forma algo más egoísta y sólo para sus adentros se atrevía a confesar: “¡menos mal que sé leer y escribir!” Sin dejar por ello de agradecer a don Marcelo el haber vivido hasta poder conseguir su objetivo. Quedaría en su corazón un hueco, privilegiado, que ocuparía el recuerdo de su tardío maestro tristemente desaparecido.

El tesoro de Sohail

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