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INTRODUCCIÓN

De acuerdo con un principio generalmente aceptado, por lo menos en los países latinos, la Edad Contemporánea comprende los dos últimos siglos vividos por la humanidad (el XIX y el XX), con la necesidad de retrotraerse en algunos casos a fines del siglo XVIII para analizar el arranque de los fenómenos revolucionarios que originan el tránsito a esta nueva edad histórica. Hoy, por razones metodológicas más que por otro motivo se admite ya, en España y en otras partes, una etapa incluso posterior a la contemporánea, la «historia del mundo actual» —o «historia de la España actual»— cuyo comienzo se sitúa en 1945, al término de la segunda guerra mundial, y cuya denominación encierra, más aun que la «contemporánea», una cierta contradicción en los términos, de suerte que podría denominarse más bien «historia de los tiempos recientes» (recientes al menos para nosotros).

En realidad, toda parcelación de la Historia es artificiosa, y el concepto de «contemporáneo» lo es de una manera muy especial. Con todo, y esto es lo que nos interesa, la realidad de lo que llamamos contemporáneo sigue teniendo, al menos hasta mediados del siglo XX, una cierta homogeneidad y también una cierta relación con lo actual. Lo que se consagra tras las revoluciones sigue vigente, en sus líneas generales, aún en nuestros días: en lo ideológico (la libertad, la valoración positiva de la tolerancia, el pluralismo); en lo político (las Constituciones, el sistema parlamentario y electivo, los partidos); en lo institucional (la racionalización y regularización de las administraciones); en lo social (la coexistencia de clases, derivadas más de la capacidad económica, la cultura o el talento que de la prosapia), y en lo económico (economía de mercado, libertad de movimientos).

En suma, la época de las Revoluciones que conducen del Antiguo al Nuevo Régimen plantea una problemática que en muchos aspectos no ha terminado de resolverse aún en nuestros días, y resulta por tanto «actual». Del mismo modo, nos encontramos con que los puntos que se debatían en las asambleas constituyentes de fines del siglo XVIII o principios del XIX son con sorprendente frecuencia los mismos que seguimos debatiendo hoy. En ese sentido, no solo parece acertado admitir la existencia de una «Edad Contemporánea», sino que, hasta ahora mismo por lo menos, parece también aceptable su mismo nombre. Si comparamos los hechos, las estructuras, los ritmos históricos, las mentalidades y hasta la forma de ver las cosas en esta «Edad Contemporánea» con lo que conocemos de edades anteriores, caeremos muy pronto en la cuenta de la distancia que nos separa de otras épocas y de la notable coherencia que, a pesar de todo, tiene desde su comienzo la edad en que aún nos sentimos integrados.

Cierto que la consideración de la Edad Contemporánea como un todo, ya desde sus inicios, plantea innumerables problemas, y nos hace ver que resulta peligroso simplificar las cosas. Por de pronto ocurre que, si identificamos la Edad Contemporánea con todos los caracteres que antes hemos señalado —la libertad, el constitucionalismo, los derechos humanos, el liberalismo económico, el clasismo, etc.—, aún existen países que no parecen haber entrado en los «tiempos contemporáneos», y si nos situamos, por ejemplo, en 1830, comprobaremos que solo una pequeña parte (en líneas generales, los de América y la Europa Atlántica) cumplen esas condiciones.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la era de las Revoluciones pone las bases para llegar a las formas propias de la contemporaneidad incluso en aquellos países en que persiste el Antiguo Régimen; basta que en unas partes del mundo se haya impuesto lo contemporáneo, para que el resto del mundo civilizado, y en cierto modo también el no civilizado, esté sometido a una vivencia histórica nueva. No es posible cerrar los ojos al hecho de la contemporaneidad aunque los poderes políticos o las leyes pretendan ignorarlo. La Revolución Industrial se opera en Alemania antes de que llegue el liberalismo. Liberales y perfectamente «contemporáneos» son Goethe, Beethoven, Hegel, Leopardi y hasta Dostoyewski, a pesar de que vivieron bajo régimenes teóricamente autocráticos. Liberales son las universidades, las corrientes artísticas y los periódicos de cualquier país occidental, con independencia del régimen político en él imperante.

Por otra parte, la Edad Contemporánea presencia el prevalecimiento de un tipo de hombre, el que llamará Spengler «hombre fáustico», capaz de alcanzar todas las fronteras de trascendencia posibles. El hombre contemporáneo conquista, coloniza, civiliza, explora los confines más apartados del globo y lleva a todas partes el sello de su cultura y su civilización. Antes, existían en el mundo una serie de historias prácticamente independientes, sin apenas relación recíproca. Solo en la Edad Contemporánea, cada vez de forma más categórica, se impone en el planeta una auténtica Historia Universal.

Y no es esto todo: el hombre de la Edad Contemporánea, descontento siempre de lo que ha alcanzado, avanza en los terrenos de la organización humana, de la ciencia, de la tecnología, de la medicina y sanidad, de los medios de transporte y comunicación, de la utilización de la energía; en el campo de la información o de los procedimientos de trabajo hasta extremos impensables para el hombre del Antiguo Régimen. No solo ha conquistado el mundo entero, sino que últimamente se ha lanzado a la conquista de otros mundos, inaugurando, simbólicamente al menos, una nueva forma de entender la historia «universal». En otros campos, el pensamiento, los valores del espíritu, la literatura, el arte, el hombre contemporáneo, con su tendencia de ruptura con «lo anterior», ha buscado también nuevos horizontes, aunque en alguno de ellos por lo menos no es en absoluto seguro que su búsqueda haya significado un avance real. En definitiva, la Edad Contemporánea significa un nuevo ritmo de vida, una nueva inquietud, un desasosiego que impulsa a pretender lo nuevo, lo nunca alcanzado, que caracteriza una manera de ser muy especial, en contraste con el talante más sosegado —más asentado también— del hombre del Antiguo Régimen.

El Antiguo Régimen y las raíces de la Revolución

Suele confundirse el Antiguo Régimen con el sistema político, social y organizativo reinante en los países de Occidente en el siglo XVIII. Ni todo el Antiguo Régimen se exprime en el siglo XVIII ni todos los caracteres del siglo XVIII definen inequívocamente lo que es el Antiguo Régimen. Lo que ocurre es que aquella centuria es la última en que se encuentra vigente semejante sistema, aquel con que choca de forma frontal la Revolución.

También existen lugares comunes sobre la realidad del Antiguo Régimen, que solo en los últimos tiempos se han comenzado a revisar. El concepto de «monarquía absoluta», si damos a la palabra absoluto el sentido conceptual que le confirió Hegel ya en plena Edad Contemporánea, resulta sorprendentemente inadecuado si lo aplicamos a los reales poderes monárquicos o estatales anteriores a la Revolución. Por otra parte, la disparidad entre la teoría y la práctica llega a extremos que es preciso comprender para asumir la realidad vital del Antiguo Régimen. Afirmaciones como la de que «la voluntad del rey es la ley» —que no se formularon en todas partes o en todo momento, pero que en determinados casos se formularon— no fueron efectivas porque el rey no quiso, y, más aún, no pudo, llevarlas a la práctica. Los medios del Antiguo Régimen son, por paradójico que parezca en un principio, incomparablemente más limitados que los del Nuevo. En el Antiguo Régimen era fácil eludir el servicio militar, o el pago de los impuestos, desobedecer un real decreto, atravesar una frontera prohibida, comerciar con un país enemigo, escapar a la justicia o cambiar de nombre. Faltaban información y órganos de vigilancia. Faltaban también —y esto es un rasgo negativo— organismos lo suficientemente eficaces para evitar la comisión de abusos por parte de los gobernantes, cuando estos se producían.

En el Antiguo Régimen se daban formas de intolerancia que hoy consideraríamos indignantes; pero este hecho no parece que dependiera, o al menos que dependiera exclusivamente, de la voluntad de los más responsables; sino que obedece en su forma más visible a una actitud que se encontraba entonces muy impresa en las mentalidades colectivas. El hombre del Antiguo Régimen estaba completamente seguro de una serie de verdades eternas, y casi igualmente seguro de una serie de otras verdades que hoy nos parecerían discutibles —o en casos falsas—, pero en torno a las cuales se había consagrado una especie de consenso universal, o, como se decía entonces, de «sentido común».

Lo religioso impregnaba profundamente las conciencias y las costumbres colectivas, aunque no siempre los comportamientos individuales. Significaba para las sociedades occidentales —y para otras sociedades también— el acatamiento a un principio superior a toda discusión o a toda contestación, que hacía sentirse al hombre, por orgulloso o prepotente que fuera, por debajo de una instancia suprema a la que estaba reservado el último juicio. Los principios morales se basaban en una perfecta conjunción de la Ley Natural con la Ley Divina, que venía a confirmarla o explicitarla. Las conductas debían ajustarse a esa ley, que se presentaba tan clara a los ojos de los hombres, que no tenía siquiera sentido discutirla.

En el plano político, el Rey aparecía como la encarnación de uno de esos principios naturales; así como corresponde al orden de la naturaleza que el padre sea el cabeza de familia, también el monarca, padre de sus súbditos, personifica una institución natural que asegura el buen orden de la sociedad. La devoción monárquica de los hombres del Antiguo Régimen, difícilmente concebible hoy, no significaba el acatamiento a la tiranía o la arbitrariedad, puesto que el rey estaba moralmente más obligado que nadie a ser justo y benefactor; pero conllevaba por lo general un respeto que no era una simple formalidad, sino la admisión de una autoridad de orden natural que se imponía por sí sola. La condición «paternal» del monarca hacía que en el sentimiento común se le considerase bondadoso. Todas las revueltas operadas en el Antiguo Régimen —por lo general limitadas, excepto en el caso de Inglaterra— enarbolaban como lema más común el de «viva el rey, muera el mal gobierno».

También el Antiguo Régimen considera de orden natural la división de la sociedad en «estados» o estamentos, de suerte que en ella unos enseñan, otros defienden y otros trabajan (clero, nobleza y estado llano). En principio, cada orden ayuda a los demás en su ámbito y es ayudado por los demás en sus carencias. Es una división teoricamente funcional, basada directa o indirectamente en la República de Platón, pero que, por degenerar con rapidez en situaciones de privilegio, fue la primera estructura que resultó criticada. Con todo, no existe en el Antiguo Régimen una clara conciencia de la lucha o rivalidad de clases: por el contrario, la lucha de clases ha sido específica, al menos durante los siglos XIX y XX, del Nuevo Régimen.

La economía no dejaba de tener sus reglas, basadas en principios éticos o de solidaridad social, aunque casi nunca tomados con excesiva rigidez. Una tasa de interés o un margen de beneficios superior al 10 por 100 se consideraba un abuso o incluso un pecado. Las formas corporativas de trabajo (gremios, hansas, guildas) trataban de evitar enriquecimientos especulativos y de lograr un mejor reparto de beneficios. Las corporaciones económicas, sometidas a severos reglamentos, impedían por lo general que sus individuos se enriquecieran en exceso, o bien que se murieran de hambre. Bajo las formas del Antiguo Régimen era difícil imaginar una revolución industrial, que solo empezó a insinuarse conforme aquellas normas fueron decayendo.

Con todo, el Antiguo Régimen no se caracteriza por el equilibrio socioeconómico. En una época en que el sector agrario predominaba con gran diferencia sobre los demás, la posesión de la tierra era a la vez signo de distinción social y de riqueza. De ahí la concentración de la propiedad, no de una manera absoluta, pero sí considerable, en manos de las clases privilegiadas.

En el Antiguo Régimen había —como hubo luego en el Nuevo— grandes diferencias entre ricos y pobres; sí existía un cierto sentido de solidaridad que se manifestaba en instituciones asistenciales —escuelas, hospicios, hospitales, asilos, comedores gratuitos— sostenidas generalmente por la Iglesia; pero también por otras instituciones: nobleza, municipios, gremios, fundaciones. No por eso, ni por el hecho de que no hubiese conflictos propiamente dichos, hay motivos para hablar de un orden social justo. Con todo, la propagada revolucionaria, convertida muchas veces en un tópico hasta fines del siglo XX, nos ha pintado un Antiguo Régimen ominoso, opresor, tiránico o arbitrario. Muchos de estos tópicos han comenzado a ser matizados o reducidos a sus justos términos, sobre todo a partir de 1989.

La época de las revoluciones

Entre 1789, año en que estalla la Revolución francesa y se proclama la Constitución de los Estados Unidos, y 1825, en que, después de la batalla de Ayacucho toda América se hace independiente, se opera la Gran Revolución, esto es, el paso del Antiguo al Nuevo Régimen. En unos casos, como el americano, se trata de un movimiento de emancipación respecto de la antigua metrópoli; en otros, como el francés, de un hecho subversivo, violento y sangriento; hay casos de una revolución pacífica, al menos inicialmente, como la española; y hasta puede registrarse una simple evolución sin traumas graves, como ocurre en Inglaterra. En todo caso, se trata del paso a un Nuevo Régimen, caracterizado

a) en lo ideológico, por el pluralismo. La libertad de pensar, ya sin principios absolutos indiscutibles, da lugar a formas de pensamiento muy distintas entre sí, que han de coexistir mediante la virtud de la tolerancia;

b) en lo político, el liberalismo —más tarde la democracia—, caracterizados por la división de poderes, la residencia del legislativo en una asamblea elegida por el pueblo o parte de él, una constitución, unos derechos de los ciudadanos oficialmente reconocidos, un mayor grado de libertad formal, y, de hecho, la existencia de distintos partidos políticos;

c) en lo institucional, la racionalización y por lo general la unificación o centralización de las instituciones y de la administración, en contraste con la variopinta realidad del Antiguo Régimen;

d) en lo social, la desaparición del estado de órdenes o estamentos, de suerte que en adelante todos los ciudadanos serán iguales ante la ley, poseerán los mismos derechos y estarán obligados a los mismos deberes. Sin embargo, el uso de la propia libertad, sobre todo en el campo económico, pero no solo en él, hará que unos ciudadanos destaquen más que otros, o lleguen más lejos que otros, estableciéndose un sistema de clases sociales, o clasismo, un fenómeno tal vez no deseado por los primeros revolucionarios, pero evidente por lo menos durante los doscientos años que siguen a la revolución;

e) y en lo económico, el liberalismo o librecambismo, como empezó a llamársele (hoy esta expresión se utiliza solamente para el comercio exterior), caracterizado por la total libertad para producir, vender, comprar (lo que implica también libertad de precios), transportar, introducir, y contratar. Y gracias a la ley de bronce de la oferta y la demanda, «dejar que la libertad corrija a la misma libertad», es decir, que el equilibrio se alcance por sí solo, sin intervención del poder. Del liberalismo económico derivará un fenómeno que ya se estaba insinuando a finales del Antiguo Régimen: el gran capitalismo, y con él, la Revolución Industrial, tan operativa en la historia como la propia revolución política.

Los principios del Nuevo Régimen no surgieron de la nada, y se fueron generalizando en la conciencia de muchas personas cultas a lo largo del siglo XVIII, y especialmente de su segunda mitad. Pueden tener raíces socioeconómicas —el convencimiento de la inutilidad e injusticia del orden estamental, el deseo de igualdad de oportunidades, o, como entonces se decía, de «la fortuna abierta a los talentos»; el deseo de un orden económico más libre—; aunque hoy por lo general se estima que el factor más importante fue el ideológico. El racionalismo, un movimiento que comenzó a desarrollarse ya a fines del siglo XVII, consagra en el XVIII (o «siglo de las luces») el prevalecimiento de la razón humana sobre el dogma, la normativa rígida o la costumbre consagrada.

Son los «filósofos» de la Ilustración los que difunden las ideas de libertad política, regularización administrativa, supresión de las barreras sociales o económicas, con un cuerpo de doctrina que aparece ya sumamente elaborado, al punto de que la Revolución propiamente dicha no necesitó improvisar ningún principio fundamental nuevo. Montesquieu enunció la teoría de la separación de poderes, Rousseau el dogma de la soberanía popular, Sieyès la teoría de la disolución de los estamentos y la jerarquización de la escala social según el mérito, Adam Smith el principio del liberalismo económico. Los continuos contactos entre los pensadores o ensayistas dieciochescos —por ejemplo, en la empresa colectiva de la Enciclopedia, que nació con un expreso fin ideológico, o con la continua correspondencia entre intelectuales europeos e incluso americanos—, permitió esa República de las letras que según Th. Molnar fue decisiva para la consagración de un cuerpo de doctrina coherente. Las mismas o muy parecidas ideas circulaban por Francia, España, Alemania, Italia, Rusia, también en los ambientes más cultos de América. Que en unas zonas del mundo occidental triunfase o no la Revolución depende del grado de difusión de estas ideas, de la estructura social, de la fortaleza de las instituciones del Antiguo Régimen y de la mayor o menor participación de los grupos populares en los intentos revolucionarios.

Historia breve del mundo contemporáneo

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