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ОглавлениеI. EL PERÍODO REVOLUCIONARIO (1776-1814)
1. LA EMANCIPACIÓNDE LOS ESTADOS UNIDOS
El proceso revolucionario comenzó en América y culminó en América. El hecho puede parecer sorprendente, porque tanto las estructuras sociopolíticas vigentes como el desarrollo del pensamiento teórico hacen suponer como más lógico el inicio de su desencadenamiento en Europa. Pero es preciso tener en cuenta que en las colonias británicas que hoy son los Estados Unidos faltaban los elementos de resistencia: la realeza, la nobleza, o el propio ejército real comandado por nobles. Aparte de que los hechos, por obra de unas circunstancias inesperadas, se precipitaron en América del Norte, y tiene todo el valor de un símbolo que el país que iba a convertirse por muchos motivos en el más representativo —y también el más poderoso— de la «Edad Contemporánea» fuese el primero en penetrar en esa Edad.
El adelantamiento norteamericano fue uno de los hechos que inspiraron por los años 60 del siglo XX a R. Palmer y J. Godechot su teoría de la «Revolución Atlántica». Esta teoría, combatida durante un tiempo, especialmente por la escuela marxista, no ha sido nunca rebatida del todo, y viene cuando menos confirmada por un hecho: los primeros países en que triunfó el Nuevo Régimen fueron países bañados por el Atlántico: Estados Unidos, Francia, Bélgica, España, Portugal, Brasil, Hispanoamérica. También tiene la revolución norteamericana un cierto sentido de revolución internacional. En ella participaron simbólicamente, y no por casualidad, héroes de los más diversos países europeos: Lafayette, Kosciusko, Steuben, Mazzei: que lucharon en territorio americano, más que por la independencia de los Estados Unidos en sí, por la causa de la libertad.
Por eso parece que es ociosa la discusión entre quienes pretenden que lo ocurrido en Estados Unidos entre 1774 y 1784 fue un movimiento de emancipación y los que defienden que fue una revolución política: las dos teorías no son incompatibles, y la guerra de liberación americana tuvo rasgos de ambas cosas a la vez. No fue una revolución en el sentido de que no se levantó contra un Antiguo Régimen propiamente dicho imperante en aquel territorio, y sobre todo en el de que no supuso ninguna transformación social (abolición de privilegios, etc.); pero cuando los Estados Unidos se proclaman como una colectividad independiente, adoptan todas las formas propias del Nuevo Régimen.
Las Trece Colonias
El territorio que se levantó en 1776 contra la dominación británica estaba formado por trece colonias distintas, New Hampshire, Massachusetts, Conneticutt, Rhode Island, New York, New Jersey, Pensilvania, Maryland, Delaware, Virginia, Carolina Norte y Sur, y Georgia. Iban desde las fronteras de Canadá, que había sido francés, y nunca fue incorporado a la misma administración que las colonias, a la de Florida, un territorio que desde el siglo XVIII se disputaban ingleses, franceses y españoles. Su población apenas pasaba entonces de los cuatro millones de habitantes.
A su vez, las colonias tenían administración bastante diferente entre sí, de acuerdo con su origen o con los derechos alcanzados ante la metrópoli. Dependientes de la corona británica, y cada cual dirigida por un gobernador nombrado o aceptado según los casos por el monarca, disponían de organismos semiautónomos, como los consejos y asambleas de colonos. Durante mucho tiempo gozaron de la que se llamó «negligencia saludable», por parte de los británicos, más interesados en comerciar con aquellas dependencias que de establecer en ellas un estricto control administrativo.
Es preciso matizar el tópico de que «todas las colonias eran iguales», así como el de que «todos los colonos eran iguales». Formadas en épocas históricas muy distintas, cada región tenía su propia personalidad. Cabe distinguir tres grupos: las colonias el Norte —lo que en general se llamó y llama Nueva Inglaterra— estaban habitadas por puritanos, austeros y tradicionales, dedicados a la pequeña agricultura o pequeñas industrias; las del centro, encabezadas por Nueva York y Filadelfia, habían sido pobladas por cuáqueros, y poseían un carácter eminentemente comercial; mientras al Sur, las Carolinas y Georgia eran tierra de grandes propietarios, y de cultivos extensivos, facilitados por la abundante mano de obra negra.
Por tanto, puede hablarse de los primitivos estadounidenses como de un pueblo sencillo, un tanto patriarcal, sin grandes contrastes sociales e incluso económicos —excepto en lo que respecta a los esclavos agrícolas—, en marcado contraste con las complejas estructuras sociales de Europa. Los historiadores norteamericanos gustan de decir de sus predecesores que «eran gentes sencillas, naturales, como usted o como yo»: lo cual puede significar ya un exceso de generalización.
Las Trece Colonias poseían una administración independiente entre sí; pero aun a pesar de sus diferencias —o precisamente gracias a ellas— los contactos mutuos eran muy frecuentes, en cuanto que sus economías resultaban complementarias. Sin embargo, solo poco a poco se fue formando una conciencia común, «norteamericana», conciencia que estuvo muy lejos de consagrarse hasta que sobrevino el movimiento de protesta contra la metrópoli. Tanto como esta conciencia común jugó el papel de las nuevas ideas venidas de Europa. También en Norteamérica hubo «ilustrados», tertulias intelectuales y logias masónicas, que cumplieron un papel nada despreciable. Tales ideas pudieron ser patrimonio de una minoría —Crane Brinton estima que los independentistas militantes no pasaban del l0 por 100 de la población—; pero quienes las profesaban eran por lo general las personas más prestigiosas e influyentes.
Los orígenes del movimiento emancipador
Todos los autores están de acuerdo en que la primera causa precipitante de la rebelión norteamericana está en la guerra de los Siete Años (1756-63), que no sólo afectó con sus gastos y molestias al territorio, sino que significó un recrudecimiento del régimen colonial. Los británicos afianzaron su autoridad y disgustaron a los colonos con decisiones como el Acta de Quebec, que confería un régimen especial a los canadienses, sin posibilidad de que los norteamericanos se expandiesen hacia el Norte; y cedían Florida a los españoles, lo que les frenaba toda posibilidad de expansión por el Sur. Al mismo tiempo, se acentuaba el «pacto colonial», que obligaba al comercio exclusivo con la metrópoli, y a los nuevos impuestos como consecuencia de la penuria del erario británico después de la guerra.
Los colonos, a través de sus asambleas, formadas en gran parte por intelectuales y gentes bien situadas, protestaron primero (1765) contra la Stamp Act, luego contra las «cinco actas intolerables» de 1767, y finalmente ante los nuevos impuestos. En 1770, los ingleses abolieron estos impuestos excepto el que gravaba el té, producto que sería monopolizado por la británica Compañía de las Indias. Fue justamente la un tanto banal cuestión del té la que abrió la serie de violencias, cuando el 2 de octubre de 1773 un grupo de colonos arrojó al mar los cargamentos de té que tres navíos británicos traían al puerto de Boston (la famosa Boston Tea Party). Los británicos enviaron tropas a la ciudad, mientras los norteamericanos endurecieron sus protestas. De momento, fue una acción policiaca, para resolver una cuestión de orden y de obediencia. Parece que por entonces, los colonos no proyectaban hacerse independientes, sino hacer valer sus derechos. Pero la indignación iba creciendo, y se establecieron «comités de correspondencia» entre las distintas colonias, en los que figuraban ya personas como Jefferson, Adams, Washington, o Patrick Henry.
A la idea de los derechos de los colonos se fue uniendo, por obra de los intelectuales, la de los «derechos del hombre»; es decir, una filosofía que implicaba una cuestión de régimen y en definitiva de soberanía, actitud que acabaría conduciendo a un intento de independencia de las Colonias respecto de la Gran Bretaña. El independentismo por tanto, —excepto, tal vez, en algunas mentes— fue una idea tardía, y no se generalizó hasta después de que hubo estallado la guerra.
La guerra de independencia
El descubrimiento de un alijo de armas que los colonos habían escondido, condujo a la intervención abierta de las tropas británicas, y a la respuesta armada de los colonos. Estos no disponían de un verdadero ejército, y su armamento era precario, hasta que franceses y españoles empezaron a proporcionárselo; pero contaban con un gran entusiasmo y con un jefe de categoría cuando un hacendado de Virginia, George Washington, se reveló como un excelente militar.
Los ingleses no disponían de grandes efectivos en Norteamérica, pero hubieran podido enviar refuerzos y poseían cuando menos superioridad técnica sobre los colonos. Estos, posiblemente, hubieran tenido que ceder sin la intervención de Francia y España, que declararon la guerra a Gran Bretaña, más que por simpatía hacia los americanos, por desquitarse de las derrotas de años atrás. La contienda con otras potencias distrajo a los británicos y dificultó las comunicaciones marítimas, con lo que las tropas metropolitanas en América se vieron en apuros. La lucha tuvo, y eso conviene no olvidarlo, algo de guerra civil, en parte por razones ideológicas, en parte por la fidelidad de muchos colonos a la Corona. Al finalizar la contienda, más de 70.000 de estos colonos hubieron de exiliarse, por haberse puesto militantemente en contra de la independencia de su propio país; mientras que en Londres se dividieron tories y whigs, estos últimos partidarios de la concesión de la autonomía e incluso de la independencia a los norteamericanos. En 1776, causó escándalo en Inglaterra la publicación por Thomas Payne de un alegato (The Common Sense), defendiendo la causa de los americanos. El conflicto, que había comenzado por razón de intereses, acabó tomando un carácter eminentemente ideológico.
En 1774, se reunió en Filadelfia el primer Congreso Continental, formado ya por representantes de las Trece Colonias, aunque todavía no se veía en él un indiscutible programa independentista. El segundo Congreso, en 1775, acordó la guerra contra las tropas reales, pero sin decidirse todavía por una ruptura total con la metrópoli. Solo cuando en 1776 R. L. Lee, diputado por Virginia, pidió la formación de una Federación Americana Independiente, se constituyó un comité presidido por Thomas Jefferson, quien redactó una Declaración de Independencia, y al mismo tiempo, para añadir un ingrediente ideológico, la Declaración de Derechos. Emancipación y entrada en el Nuevo Régimen fueron así, en en los nacientes Estados Unidos, la misma cosa. Al mismo tiempo, Washington, al frente de tropas cada vez mejor organizadas, obtenía sobre los ingleses las victorias decisivas de Yorktown y Saratoga.
La organización de un régimen naciente
Los Estados Unidos, como país formado por una sociedad joven, poco lastrada por el peso del pasado, y sin diferencias demasiado fuertes entre sus miembros, pudieron autoconstituirse con más facilidad que cualquiera de los países europeos. Por de pronto, no necesitaban realizar ninguna reforma social ni abolir seculares estatutos o privilegios. Cuatro millones de hombres que nunca habían visto un rey, no tuvieron inconveniente en proclamar una República.
De todas formas, las diferencias entre los Estados eran más grandes de lo que pretende el tópico, y hubieron de mediar largas y a veces difíciles negociaciones para erigir un status común. Entre la proclamación de la Independencia y la de la Constitución mediaron 13 años, y el hecho ya puede ser significativo. Entretanto, varios Estados habían elaborado ya su propia Constitución. Pero los norteamericanos fueron desde el primer momento un pueblo realista, en el que cada parte supo ceder un poco de sus aspiraciones. Ni federación de Estados, ni poder unitario, sino un intermedio entre las dos concepciones. Ni democracia pura ni voto de los mejores, sino un sistema de sufragio amplio, pero no universal.
La Constitución de 4 de marzo de 1789, precisa en lo esencial, flexible en lo accesorio, proclamaba un régimen federal dirigido por un Presidente elegido cada cuatro años, no por los electores, sino por los compromisarios previamente votados por éstos. El poder legislativo recaía en una Cámara de Representantes —luego Congreso—, cuyo número de miembros era proporcional a la población de cada Estado, y un Senado al que cada Estado proporcionaría dos representantes. El poder judicial sería independiente, con un Tribunal Supremo con capacidad para sentar jurisprudencia.
George Washington fue un Presidente moderado y autoritario al mismo tiempo. Se rodeó de un boato casi monárquico, pero respetó los derechos y las libertades individuales. Aunque teóricamente representante de la voluntad del pueblo, el poder de los Estados Unidos quedó vinculado desde el primer momento a los grandes comerciantes o grandes propietarios, pero provisto de una mentalidad abierta, opuesta a abusos de cualquier género.
El carácter inicial de los Estados Unidos es muy difícil de definir, libre y tradicional a un tiempo. Las condiciones especiales en que se desarrolló el nuevo país evitaron toda clase de innovaciones traumáticas o de revanchismos. El influjo que el ejemplo norteamericano pudo ejercer en el mundo occidental es muy discutido. Para los revolucionarios franceses, fue una especie de mito, aunque muy pocos llegaron a conocerlo bien. G. Gunsdorf pretende que los americanos buscaron erigir una forma de convivencia más justa y al mismo tiempo más tradicional que la de la propia metrópoli; los franceses, en cambio, iban contra esas tradiciones. Las condiciones fueron muy diversas; las ideas, en muchos casos, parecidas; el influjo, más virtual e idealizado que efectivo.
2. LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Siempre se ha concedido a la Revolución francesa una importancia incomparablemente mayor que a la Revolución americana. No solo porque Francia era el corazón del Antiguo Continente, que entonces asumía un protagonismo fundamental en el mundo; sino, porque, como después afirmó Tocqueville, «desbordó su propio espacio», es decir, no fue una revolución nacional, sino de vocación mundial: unió y separó a los hombres con indiferencia de su patria, un fenómeno que hasta entonces solo habían logrado las religiones. Desde entonces, ya no fue posible la neutralidad: o se estaba con la Revolución o contra ella.
Por otra parte, la revolución francesa, contrariamente a la americana, transformó las estructuras sociales y económicas, dio lugar a nuevos planteamientos generales de la organización y las formas de convivencia. Francia era, por otra parte, con sus 27 millones de habitantes, un país rico, poderoso, culto e influyente, tal vez el más influyente en el mundo occidental a fines del siglo XVIII, y todo lo que ocurriera en él tenía por fuerza que trascender.
Con todo, hay muchas corrientes historiográficas que, sin restar un ápice de importancia a los hechos, tienden a matizar un tanto el «mito revolucionario». Ni el Antiguo Régimen era, concretamente en Francia, tan ominoso y opresor como se ha dicho, ni existía ya por entonces un sistema feudal, ni la justicia se aplicaba arbitrariamente; ni tampoco la Revolución vino a traer por de pronto un sistema de libertades generalizadas, ni cambió las estructuras socioeconómicas de la noche a la mañana. El proceso de cambios había comenzado antes y se consagraría más tarde; lo que significa la Revolución es un «impulso acelerado» en ese proceso.
Ello no le resta en absoluto dramatismo. La Revolución francesa, por su desarrollo y su ejemplo al mundo —que la contempló entre horrorizado y esperanzado— fue uno de los hechos más tremendos y fascinantes de los tiempos modernos. Este dramatismo viene determinado en gran parte por un proceso de desarrollo en cadena, o «efecto de bola de nieve», que lleva a consecuencias espectaculares e inesperadas. Ocurre que la Revolución, al romper con un orden sagrado, rodeado hasta entonces de enorme respeto, hizo «perder el respeto» a lo existente, esto es, permitió nuevas revoluciones dentro de la revolución, o, como otros quieren, provocó un «deslizamiento» que sobrepasó las intenciones iniciales y desbordó inmensas energías potenciales con las que en un principio no se contaba, pero que quedaron desde aquel momento desatadas de hecho; y tras este encadenamiento dramático de sucedidos, las cosas, ni en Francia ni en el resto del mundo civilizado podrían volver a ser las de antes.
Se han aducido muchas causas para explicar lo sucedido en Francia de 1787 en adelante: ideológicas, políticas, institucionales, sociales y económicas. Aunque unas pudieron ser más importantes que otras, probablemente sería un error no tenerlas a todas en consideración. Las estructuras del Antiguo Régimen comenzaban a resquebrajarse, el Estado, aunque nutrido por una frondosa burocracia era —precisamente por eso mismo— una maquinaria cada vez más lenta e ineficaz; muchas funciones que en teoría debían estar desempeñadas por la nobleza de sangre estaban de hecho en manos de funcionarios o dignatarios de las clases medias, que dudaban entre ennoblecerse o acabar con la nobleza (una vez desarrollado el proceso revolucionario optaron por lo segundo); la economía se encontraba en un bache, por culpa de un infortunado tratado comercial con los ingleses, que llevó a muchos trabajadores industriales y artesanos al paro, y por efecto de una serie de malas cosechas que comportaron una fuerte inflación (Labrousse hace ver que el precio del pan en París alcanzó el máximo del siglo justo en julio de 1789). En suma, el momento no era bueno, sin que hubiera motivos para considerarlo desastroso. Y quizá más decisivo fue el hundimiento de la Hacienda estatal, incapaz de hacer frente a sus obligaciones: este problema sería —casualmente o no— el disparador de los hechos. Y cabe suponer que todo hubiera quedado en una serie de conmociones, tal vez graves, pero episódicas, sin capacidad para transformar las estructuras existentes, sino se tiene en cuenta la previa elaboración de un acervo doctrinal (por Montesquieu, Diderot, D’Alembert, Rousseau, Sieyès, Mably, Condorcet, y tantos otros) que ya en plena vigencia del Antiguo Régimen elaboraron y difundieron por doquier las líneas maestras de lo que iba a ser el Nuevo. Hasta el punto —lo hemos adelantado ya— de que se puede asegurar que los revolucionarios, cuando pusieron manos a la obra, ya no tuvieron que inventar absolutamente nada.
La prerrevolución
El conjunto de hechos ocurridos en 1787-89, que antes se denominaba «revuelta de los privilegiados», recibe ahora el nombre de «prerrevolución», porque la realidad es más compleja de lo que la primera denominación daba a entender.
El desencadenamiento procede del proyecto, formulado ya desde 1786, de cobrar una subvención territorial, que obligase a pagar impuestos por la propiedad, incluso —y en mayor grado— a las clases privilegiadas. La clave de todo lo que vino después estriba en que los que no pagaban impuestos se opusieron al rey, y los que los pagaban se unieron a la protesta, no para defender a los privilegiados, sino para atacar la soberanía real. Fue una alianza táctica de intereses muy contrapuestos, pero que dio resultado.
El ministro Necker intentó, como último recurso, no subir los impuestos y recurrir al crédito, pero su política no consiguió otra cosa que entrampar todavía más al Estado. Luis XVI nombró un nuevo ministro, Calonne, que reunió en 1787 una Asamblea de Notables, representantes de las clases privilegiadas, para negociar con ellos la creación de la subvención territorial. Después de muchos tiras y aflojas, Calonne dimitió, y Luis XVI lo sustituyó por uno de los Notables que se había mostrado más flexible, Lomenie de Brienne. Brienne trató de llevar la negociación a los parlamentos territoriales, asambleas judiciales, pero dotadas también de otras funciones, con las que siempre había que contar. Era trasladar la disputa del ámbito de la nobleza al de las clases medias influyentes —juristas, altos intelectuales, propietarios no nobles, comerciantes—. Un poder hábil hubiera utilizado la táctica de oponer privilegiados a no privilegiados; pero ocurrió todo lo contrario cuando ambas partes se asociaron para solicitar la reunión de unos Estados Generales, una asamblea elegida por los franceses, capaz de alterar las leyes. Los Estados Generales no se reunían en Francia desde 1614. La idea, aunque constitucionalmente legal y prevista por el ordenamiento del Antiguo Régimen, tenía en aquellos momentos, según todos intuyeron, mucho de revolucionaria.
Entretanto, menudeaban los desórdenes, provocados por el paro y la inflación. En Francia tendía a reinar, por contagio, por propaganda o por coyuntura, un clima de especial efervescencia. La revuelta de los privilegiados fue ocasión para todo lo demás; pero en otras circunstancias, tanto ideológicas como económicas, es posible que hubiera sido dominada tanto por el poder real como por los que deseaban que los privilegiados pagasen impuestos, que eran todos los no privilegiados.
Los Estados Generales
Luis XVI no era el personaje del Antiguo Régimen más indicado para defender sus supuestos. No solo tenía un carácter débil y concesivo, sino que era él mismo un ilustrado y participaba de muchas de las ideas de quienes querían disminuir su poder. Una y otra vez dudó entre resistir y transigir. En julio de 1788 convocó los Estados Generales para mayo de 1789. Si esperaba que el Estado Llano obligara a los estamentos privilegiados a ceder, en beneficio del poder real, se equivocaba.
Las elecciones para reunir los Estados Generales se realizaron en medio de una gran efervescencia. Los ánimos estaban ya extrañamente agitados por esa crispación que se echa de ver desde entonces en todo el decurso de la Revolución francesa. Hubo desórdenes, proclamas, reclamaciones y abundante propaganda. Los cahiers de doléances, o cuadernos de reclamaciones que se redactaron para los diputados electos, pretendían cosas muy diversas. Es de saber que los más exigentes fueron los redactados por la nobleza.
Puede decirse que las elecciones fueron muy democráticas para aquellos tiempos. Podían votar los cabezas de familia que pagasen impuestos, y entonces pagaba impuestos la mayor parte de las familias. Sin embargo, y siguiendo una pauta que extrañamente iba a generalizarse durante todo el transcurso de la Revolución, en una elecciones tan rodeadas de expectación hubo un alto grado de abstencionismo, como que los participantes no llegaron al 25 por 100 del censo. Necker, de nuevo primer ministro, concedió que el Estado Llano tuviese el doble número de representantes que los otros estamentos. De hecho, compusieron la asamblea 1196 diputados, de ellos 290 de la nobleza, 308 del clero, y 598 del Estado Llano. Pero no se fijó si esta superioridad de los «llanos» iba a traducirse en una mayor capacidad de decisión, ya que tradicionalmente cada estamento votaba por separado.
Las sesiones fueron abiertas por un discurso del rey, que fue aplaudido por todos en general. Solo cuando se planteó la cuestión del valor del voto vinieron los problemas. Los «llanos» pidieron un voto conjunto, y parte de los privilegiados se adhirieron a esta moción. N. Hampson da esta fórmula: el Estado Llano más 1/6 de la nobleza, más 1/2 del clero se pusieron contra el resto de la nobleza y el clero. Fue un comportamiento difícil de explicar si no se hubiese obrado más que por intereses; debieron jugar también las ideas dominantes, y tal vez, en algún caso aislado, las ambiciones personales.
El hecho es que la protesta se agudizó, y un día apareció cerrado el salón de sesiones. Una gran parte de los diputados se reunieron en el cercano local del Juego de Pelota, y se constituyeron en Asamblea Nacional. Eran todavía algunos privilegiados progresistas, como Mirabeau y Sieyès, los que llevaban la voz cantante. Cuando unos soldados pretendieron desalojar el local, Mirabeau respondió que solo saldrían de allí por la fuerza de las bayonetas. Era justamente lo que los soldados podían hacer, pero no hicieron. La Revolución triunfó porque el Antiguo Régimen no ofreció resistencia. Luis XVI, tras varios días de indecisión, acabó transigiendo. La Asamblea Nacional se proclamó entonces Asamblea Constituyente. Ya no iba a tratar la cuestión de los impuestos, sino la implantación de un «Nuevo Régimen» en Francia. Era el 9 de julio de 1789.
La revolución en París
La asamblea celebraba sus sesiones en Versalles. Entretanto, los ánimos comenzaban a agitarse en París, entonces una ciudad ya muy grande para aquellos tiempos (unos 700.000 habitantes). Agentes revolucionarios y una gran cantidad de papeles que circulaban por todas partes propagaban las ideas de libertad e incitaban a la sublevación. Corrieron rumores sobre movimientos de tropas reales que se disponían a atacar a los pacíficos habitantes de la capital. Según algunos, habían comenzado ya las matanzas. Pocas veces los rumores habrán provocado consecuencias de tanto valor histórico. La agitación prendía al mismo tiempo en gentes de la clase media que en artesanos o pequeños comerciantes. Los barrios más pobres de París fueron los menos revolucionarios; pero no es cierto que la revolución fuese obra de «burgueses», si entendemos por burguesía la gente que vive a expensas del trabajo de sus asalariados. La burguesía industrial o comercial apenas intervino. Sí formaban el piso superior de aquellas jornadas personas de la clase media, por lo general, abogados, funcionarios y algunos intelectuales, especialmente de segunda fila. El piso inferior estaba constituido por artesanos o pequeños operarios independientes.
Para hacer frente a las supuestas amenazas, los levantados buscaron armas. Atacaron primero el Arsenal, y más tarde la fortaleza de la Bastilla, que sí ofreció resistencia. La mañana del 14 de julio de 1789 fue sangrienta, hasta que los amotinados lograron entrar en el castillo urbano. El número de muertos fue menor que en el «motín de Reveillon», ocurrido semanas antes con motivo de la carestía y el hambre; pero esta vez el pueblo había expugnado por la fuerza un castillo del rey, y este hecho tenía un valor simbólico inmenso. La Revolución, con todas sus consecuencias, era ya un hecho. En el asalto a la Bastilla participaron de 7000 a 8000 hombres armados, mientras la mayoría de la población se retraía o atemorizaba. Según el diplomático norteamericano Morris, al conocerse la noticia, «todos los ciudadanos corrían despavoridos a refugiarse en sus casas». No sabemos cuántos de ellos podían simpatizar con la Revolución o con sus objetivos, o cuantos la vieron con temor o aborrecimiento.
En París se formó un ayuntamiento «popular» presidido por el sabio Bailly y formado sobre todo por juristas, comerciantes y algún banquero; y para mantener la vigencia del nuevo orden se constituyó la Garde Nationale, dirigida por La Fayette, y constituída fundamentalmente por gentes de clases medias. Fueron elementos de estas clases los que apoyados por personas, más abundantes, del pueblo medio-bajo, habían hecho la Revolución, y se hacían ahora con las riendas del poder. Semanas más tarde, Luis XVI fue obligado a venir a París. Sonriente, saludaba a la multitud que lo aclamaba como «padre»; y se prendió la escarapela tricolor, símbolo del Nuevo Régimen. Fue lo que Brinton llama la «luna de miel», una reconciliación que muchos pudieron pensar definitiva. La Revolución parecía haber terminado.
Las revueltas campesinas
La serie de revoluciones —entonces se las designaba en plural— va encadenada, quizá no porque cada una sea la causa de la otra, pero sí porque, en un clima en que se han roto los diques, cada una da ocasión a la otra. La revuelta campesina, aunque bien conocida en cuanto a los hechos, ofrece ciertos problemas de comprensión por lo que se refiere a sus mecanismos y reacciones psicológicas. Los campesinos se habían armado para defenderse de unas supuestas bandas de malhechores, que al parecer amenazaban el país (otra vez los rumores). «Como los imaginarios bandidos no acababan de materializarse, los defensores... volvieron sus armas contra las mansiones de sus señores» (Godechot). Nunca se ha explicado la razón de este extraño giro; alguien, sin duda, azuzó a los trabajadores del campo a defenderse primero de unos inexistentes salteadores y luego a revolverse contra el viejo orden señorial. Asaltaron y quemaron palacios, o se apoderaron de las tierras. «A menudo fueron dirigidos por personas que aseguraban ser portadoras de órdenes del mismo rey, y es muy posible que los campesinos, al ajustar cuentas con sus «seigneurs», creyeran que estaban realizando los deseos del rey» (Rudé).
La revolución campesina alarmó a la Asamblea Nacional, que hubo de interrumpir la ya comenzada tarea constituyente. Los miembros de las clases medias deseaban la abolición del régimen señorial, pero no la revolución desde abajo, ni los atentados contra la propiedad: muchos de ellos ya eran propietarios, y otros aspiraban a serlo. En una serie de decretos aprobados entre el 4 y el 11 de agosto, se suprimió la división estamental de la sociedad: en adelante, todos serían ciudadanos con los mismos derechos y los mismos deberes. Se abolieron los derechos señoriales y los tributos que los vasallos pagaban a su señor. En cuanto a la propiedad, los campesinos podían acceder al dominio de las tierras mediante pagos a plazo bastante onerosos. Por lo general, aquellas propiedades pasaron más bien a manos de los grupos de las clases medias que habían hecho la revolución. También cambiaron pronto de dueño los bienes de la Iglesia. En general, la tierra en Francia quedó mejor repartida, pero no siempre en beneficio de los campesinos.
La obra de la Constituyente
El Nuevo Régimen se fue conformando por obra de la Asamblea. Aparte de las medidas sociales ya mencionadas, el 27 de agosto se aprobó la Declaración de derechos del Hombre y del Ciudadano. Aunque ya los americanos habían aprobado su Tabla de Derechos, este documento fue más operativo e influyente en la historia del mundo. Tocado de un cierto utopismo teorizante —«todos los hombres nacen libres e iguales»— ha servido de base a cuantas declaraciones de derechos humanos se han hecho después, y contribuyó en muchas épocas de la Edad Contemporánea y en muchos países a resaltar públicamente la dignidad de la naturaleza humana y el carácter inviolable de cada conciencia.
Antes de aprobarse la Constitución se puso en marcha la gran reforma administrativa. Francia fue dividida en 85 departamentos, gobernado cada uno por un prefecto, y dotado de las mismas instituciones y reglamentos. El deseo de igualdad, de supresión de privilegios territoriales, conducía a una homogeneización de la maquinaria administrativa que pudo degenerar en centralismo, o bien en la ignorancia de las peculiaridades de cada región: pero todo ello en nombre de unos criterios que se juzgaban más modernos y por tanto más «progresistas» que los del Antiguo Régimen. La división territorial fue al mismo tiempo un triunfo de la geografía sobre la historia. Los departamentos tomaban como base las comarcas naturales, y recibían nombres, por lo general, de ríos o montañas. Desaparecían las divisiones tradicionales, basadas en siglos de convivencia, en tradiciones culturales o de costumbres. La uniformación significaba por un lado igualdad absoluta entre todas las comunidades; por otra, monotonía y centralismo.
Los problemas económicos habían llegado a extremos angustiosos, y la Asamblea, para solucionarlos, decretó el 2 de noviembre la incautación de los bienes eclesiásticos, que a continuación el Estado vendió como si fueran suyos. Para facilitar la operación a los compradores, se emitió un tipo de papel moneda —los asignados— que provocó una inflación galopante. Casi todo el proceso revolucionario estuvo dominado por esta espiral de emisión de más papel y más inflación. Las bruscas subidas de precios provocaron continuas revueltas, que contribuirían a la posterior radicalización de la Revolución. Individuos de las clases medias o arrendatarios de buen nivel se quedaron con las tierras, en tanto la Iglesia resultó arruinada. Para complementar este giro, se dictó el 20 de julio de 1790 la Constitución Civil del Clero, que reducía el número de diócesis, y convertía tanto a obispos como a párrocos en funcionarios del Estado, dependientes de él y perceptores de un sueldo fijo. Aunque muchos clérigos pudieron con ello mejorar su situación económica, la mayor parte no aceptaron una solución que les hacía depender del poder político y no de Roma: se dividió así el clero francés en juramentados y refractarios, y se sembraba un nuevo campo de discordia.
En septiembre de 1791 se aprobó al fin el texto de la Constitución, principal finalidad de la Asamblea, y símbolo de la entrada de Francia en el Nuevo Régimen. La Constitución de 1791 es monárquica moderada. Proclama la soberanía nacional y divide el poder en los tres preconizados por Montesquieu: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Refrenda los derechos ciudadanos, pero limita el ejercicio del sufragio a los «ciudadanos activos», por lo general de acuerdo con su capacidad económica. Curiosamente, la primera ley electoral del Nuevo Régimen es menos democrática que la última del Antiguo, la decretada por Luis XVI para reunir los Estados Generales. Cuando el monarca juró la nueva Constitución fueron muchas las voces que se alzaron para proclamar que la Revolución se había consumado.
La sobrerrevolución
Sin embargo, no fue así. No es la primera vez que ocurre un caso semejante en la historia. La revolución acaba siendo desbordada en sus impulsos iniciales por un segundo impulso que la lleva mucho más lejos de lo previsto en un principio. Crane Brinton, en su Anatomía de la revolución, habla de un doble poder: el de aquellos revolucionarios que han accedido a la dirigencia de la cosa pública, y el de aquellos, no menos entusiastas que los primeros, que no han podido acceder, porque no caben todos en el puesto de mando. Unos son dueños de los resortes del Estado; los otros son dueños de la calle.
En Francia, y especialmente en París, el poder de la calle estaba ejercido por los clubs, y por las secciones, nombre que se daba a los distritos electorales, en cuya sede se peroraba y se discutía de política. En cuanto a los clubs, la mayoría toman curiosamente el nombre de una orden religiosa, pues se reunían en los antiguos conventos incautados. Así los feuillants o fuldenses eran los más moderados; los jacobinos se convirtieron en una fuerza de choque extremista y bien organizada. Aunque los más radicales eran los cordeliers o franciscanos, llamados también «enragés», rabiosos. Los girondinos no llegaron a ser propiamente un club, pero sí un grupo bien caracterizado, partidario de no llegar tan lejos como los jacobinos en las formas de la revolución, pero sí de extender sus máximas al exterior: como informaba el embajador español, conde de Fernán Núñez, aspiraban a «llevar la Revolución al mundo entero».
De estos clubes salían las consignas, las manifestaciones multitudinarias, los oradores callejeros que hablaban desde tribunas improvisadas. Había algunos, como el ciudadano Barlet, que llevaban su propia tribuna portátil. La radicalización de la Revolución comenzó a operarse cuando en junio de 1791 se descubrió un intento de fuga del rey (la fuga de Varennes), que fue detenido y obligado a regresar a París. Luis XVI seguía siendo necesario, a juicio de muchos revolucionarios, pero desde entonces se le vio con desconfianza. Los monárquicos, como Mirabeau, La Fayette, Barnave, Sieyès, comenzaban a verse desbordados por republicanos, como Robespierre, Danton o Marat.
Fueron los girondinos los que impusieron el criterio de la guerra exterior. Esta podría no solo propagar la revolución, sino dar a los franceses un sentimiento popular-patriótico: por primera vez no iban a defender a su rey, sino a su patria, y la guerra podría unir en un solo haz a tantos grupos dispersos. Las potencias europeas, especialmente Austria, Prusia y Rusia, habían visto la revolución francesa con más satisfacción que recelo, pues parecía debilitar a su más poderoso enemigo, Francia. Se dieron cuenta un poco tarde de su error. El 20 de abril de 1792, Luis XVI, contra su voluntad, declaraba la guerra a Austria.
Sin embargo, a los revolucionarios radicales les convenía que la lucha comenzara con derrotas, para justificar la toma de medidas extremas, que de otra forma no hubiera sido posible adoptar en un supuesto régimen de libertades. Y esto fue, efectivamente, lo que sucedió, cuando los prusianos se adelantaron a los austriacos y comenzaron la invasión de Francia. «Sin la guerra no hubiera habido terror, y sin terror nada de anticipaciones socializantes ni de victoria revolucionaria» (Godechot). Por otra parte, estas derrotas desacreditaron a los girondinos y fueron dando cada vez más influencia a los jacobinos.
En agosto de 1792, uno de los generales del ejército invasor, el duque de Brunswick, redactó un imprudente manifiesto, amenazando pasar a cuchillo a los parisinos si se resistían o maltrataban a su rey. La amenaza era por entonces todavía muy lejana, pero sirvió para crear una conciencia de «gato acorralado» muy útil a los radicales. El 10 de agosto, los grupos más revolucionarios asaltaban el palacio de las Tullerías y tomaban preso a Luis XVI, que sería meses más tarde ejecutado. Se proclamó la República, y la Revolución se vio abocada de pronto a extremos imprevistos en un principio. Al mismo tiempo, la inesperada victoria de Valmy salvaba tanto a Francia como a la Revolución.
La Convención y el Terror
La sobrerrevolución o segunda revolución vino a cambiar las cosas si cabe más que la primera. Hasta entonces, la vida se había desenvuelto en un clima de relativa normalidad, los horarios o las vestimentas eran los de costumbre, y las victorias militares eran celebradas con un Te Deum. Los cafés estaban llenos y vistosos carruajes llevaban a gentes distinguidas al teatro, a las tertulias literarias, a la ópera. Desde el otoño de 1792, todo cambió. Al anochecer, según una carta del abogado Kervesau, París «parecía un desierto»; las gentes se refugiaban en sus casas, presa del temor, y cualquier arbitrariedad por obra de los exaltados resultaba ya posible. Se impuso, por obligación o por miedo, el uso del pantalón largo (el «culotte» o calzones era un símbolo de distinción aristocrática), se ordenó el empleo general del tuteo y el tratamiento de «ciudadano». Las iglesias fueron clausuradas o destruidas. Para acabar con los contrarrevolucionarios, o siquiera contrarios a las ideas revolucionarias, comenzó a funcionar el invento del Dr. Joseph Guillotin, una máquina para matar de manera «higiénica», como entonces se decía con cierto orgullo. Por la guillotina pasaron Luis XVI, su esposa María Antonieta, muchos de los nobles que no habían conseguido huir, personas de temple conservador, y gran cantidad de clérigos (massacres de séptembre). Luego, pasado el tiempo, visitaron la guillotina tantos revolucionarios como antirrevolucionarios, pues nadie había aprendido aún que la libertad conduce al pluralismo, y por entonces toda disidencia era considerada como un peligro mortal para la Revolución.
Se reunió la asamblea republicana, la Convención, compuesta por 750 miembros, elegidos democráticamente, aunque, por razones sociológicas o psicológicas hasta ahora nunca estudiadas, solo participó en los comicios el 15 por 100 del censo. «Una minoría comprometida políticamente votó a la asamblea más audaz de la historia de Francia» (F. Furet). En ella, los girondinos, partidarios de la libertad económica, se opusieron por un tiempo a los jacobinos, que preferían un estricto control estatal.
Fue una época de signos: el Árbol de la Libertad, el Altar de la Patria, la Fuente de la Regeneración, el Nivel de la Igualdad, las alfombras de flores y la suelta de pájaros: aunque aquel clima idílico se veía cada vez más perturbado por las numerosas y muchas veces sumarias ejecuciones, que trataban de presentarse también como una fiesta. Hasta se inventó un nuevo calendario, ideado por Fabre D’Eglantine: el año fue dividido en doce meses de treinta días cada uno, que llevaban los nombres de las manifestaciones de la naturaleza (Germinal, Floreal, Pradial, etc.). El mes se dividía en décadas, cuyo último día era de descanso. También eran de fiesta los cinco últimos días del año, que no pertenecían a ningún mes, y completaban el total de 365.
Pero la Revolución era un hecho demasiado importante como para limitarse a la vida interna de Francia. Pronto se volvió a la guerra. Esta vez fueron las potencias europeas, alarmadas por la ejecución de Luis XVI y la propaganda internacionalista de los girondinos, quienes la declararon. En febrero de 1793, Gran Bretaña, Holanda, Prusia, Austria, España, entraron en territorio francés. Se repetía la alternativa de dos años antes: o la invasión, o un poder omnímodo para salvar la Revolución. Se declaró la lévée en masse, que llegó a movilizar un millón de hombres, el terror llegó a sus últimos extremos, e hizo víctimas suyas tanto a antirrevolucionarios como revolucionarios, los jacobinos liquidaron a los girondinos, y la represión del levantamiento campesino de carácter tradicional en La Vendée dio lugar a actos de verdadero genocidio. Sin embargo, la mayor parte de los franceses, o por lo menos los más decididos, respondieron a la crisis y lograron el mantenimiento del régimen revolucionario. Himnos patrióticos trataron de enardecer a los soldados, mientras mujeres, ancianos y niños trabajaban en la retaguardia por la victoria total. Esta vez la movilización resultó: el pueblo, por obra de la peur —una mezcla de terror y de entusiasmo, también muy difícil de describir—, se puso en pie de guerra, y después de iniciales derrotas, aquella masa de un millón de hombres, increíblemente bien organizados por Carnot, consiguió rechazar la invasión. Y ésta justificaba toda clase de durezas y de represalias en la retaguardia.
Los jacobinos se apoyaron inicialmente en el pueblo, inspirando a las secciones y a los sansculottes que dominaban la calle; una vez que tuvieron el control del poder, abandonaron esta política y se erigieron en únicos dominadores. Se promulgó la Ley de Sospechosos, que permitía juzgar y condenar a muerte por razón de simple sospecha, y el Comité de Salud Pública, en aras de la necesidad de salvar la Revolución, llevaba a la guillotina tanto a los tibios como a los desviacionistas, como Danton. Se llegó así a una verdadera dictadura de Robespierre, secundado por radicales como Saint-Just y Hébert, todos partidarios de un «terror virtuoso», que en aras de un purismo revolucionario total, trató de modificar la vestimenta, los usos y costumbres, los nombres, y hasta el uso del matrimonio. Es difícil explicarse cómo en nombre de una revolución destinada a alcanzar la libertad, la igualdad y la fraternidad (y parece probable que la mayoría de sus protagonistas creyeran sinceramente en ellas) se cometieran tan crueles abusos y arbitrariedades. Es uno de los mil inexplicados (quizá por mitificados en exceso) misterios de la revolución francesa.
Por agosto (Termidor) de 1794, el Terror alcanzó su máximo. De acuerdo con cifras oficiales, en ese mes y en París fueron condenadas a muerte y ejecutadas 1.200 personas. En Lyon y en Nantes hubo famosas matanzas, y en Nevers Fouché sustituyó los fusilamientos por ejecuciones a cañonazos. El número total de víctimas es muy difícil de calcular, porque no existen datos sobre todas las ejecuciones, y las cifras han solido ser tergiversadas, tanto por los partidarios como por los enemigos de la Revolución. Contando las represiones en masa a la población civil no combatiente de La Vendée, es indudable que los muertos por razón de sus opiniones pueden ser algunos cientos de miles.
Pero en aquel mes de Termidor un grupo de revolucionarios, que comenzaron a sentir lo que se llamó nausée de l’échafaud (asco del patíbulo), organizó un golpe de estado. Los dirigieron Carnot, Barras, Fréron, Tallien, Fouché, hombres que no podían considerarse menos exaltados que Robespierre o St. Just, pero que ya no soportaban su política. La Convención fue sustituida por un Directorio, y Robespierre, St. Just y noventa más fueron a su vez enviados a la guillotina. Aparentemente, el Terror había cambiado de dueño. En realidad, una nueva mentalidad se estaba apoderando de los ánimos, y el proceso revolucionario, que había llegado a extremos imprevistos, ya no haría más que retroceder, o regresar parcialmente a lo de antes.
El Directorio
Dice L. Ford que «había en el Directorio muchos regicidas, pero ningún idealista». Con Robespierre y St. Just se había acabado la época de los «iluminados», y con ella la del fundamentalismo revolucionario. Se imponía el sentido común. No se trataba de volver atrás, sino de conservar los frutos de la revolución. Con todo, esto equivale a decir que la revolución se hacía, en sí, conservadora. El ambiente se tornó más apacible, la vida más placentera, volvieron las diversiones, las fiestas y los trajes de vivos coloridos. Los hijos de los revolucionarios, ahora enriquecidos, vestían ostentosamente de «increíbles» y de «maravillosas». Un cierto aire de frivolidad privaba en los ánimos: era el disfrute después de tantas zozobras y de tantas durezas. También, en muchos casos, asomó la cabeza la corrupción. Se copiaban formas y costumbres del Antiguo Régimen, aunque los principales beneficiarios eran gentes que había contribuído a acabar con él.
El Directorio hubo de sofocar levantamientos tanto de los realistas como de los revolucionarios radicales. Para ello recurrió con frecuencia al ejército, necesario también para las guerras exteriores, que tuvieron un respiro en 1795 con la paz de Basilea, pero regresaron bien pronto. La campaña del general Bonaparte en Italia (1797) fue espectacular. Viendo ya en él un peligro de caudillo militar, el Directorio le encargó de una absurda operación lejana, la conquista de Egipto, en que el general consagraría, sin embargo, su fama, hasta hacerla legendaria. Curiosamente, la Revolución —o lo que quedaba de ella— iba cayendo en manos de aquellos nuevos militares.
3. LA ÉPOCA NAPOLEÓNICA (1799-1815)
Que la Francia revolucionaria acabaría bajo el poder militar era, por tanto, un hecho previsible, y así lo previó, por ejemplo, Sieyès, un hombre que había tenido un papel importante en los primeros momentos, que había corrido serio peligro en la época del Terror, y volvía, con el reflujo de los tiempos, a encontrarse de nuevo en la cresta de la ola. El militar capaz de acaudillar la nueva época histórica parecía ser Dumoriez, héroe de la guerra del Rhin. Pero su muerte prematura dejó paso a otro oficial aún más joven y más brillante, Napoleón Bonaparte. Ahora bien, la extraordinaria personalidad de Bonaparte, una vez que las circunstancias le hubieron hecho dueño de una Francia en efervescencia, sin los pesados resortes amortiguadores propios del Antiguo Régimen, y con nuevas posibilidades de movilización, daría lugar no sólo a una nueva época en el país, sino a un nuevo planteamiento de la dinámica europea, y como consecuencia, de la del mundo occidental. A una situación extraordinaria —la Revolución— sucede otra situación extraordinaria —el intento de imperio napoleónico— y como consecuencia de ella, durante quince años más, Europa se desangrará y se empobrecerá. Gran Bretaña dominará por siglo y medio los mares, y toda América se hará independiente, confiriendo un nuevo planteamiento geopolítico al mundo civilizado. Por su parte, la Revolución, cuyo destino parecía ser en 1799 triunfar o fracasar, ni triunfa ni fracasa, sino que se transforma. La derrota de Napoleón en 1814-15 supone al fin y al cabo la derrota de las formas de poder derivadas de la Revolución; pero no una derrota de sus principios ni de sus posibilidades históricas, porque las ideas revolucionarias, difundidas aún más en todas partes por la presencia napoleónica, seguían vivas y ya nadie podría permitirse ignorarlas.
La personalidad de Napoleón
Napoleón Bonaparte nació en Ajaccio, Córcega, en 1769, un año después de que la isla fuese incorporada a Francia. Medio italiano, medio francés, llegó a transformarse por su genio y su ambición, en un «ciudadano del mundo», como quiere Emil Ludwig. Napoleón es el personaje histórico más biografiado (170.000 títulos) y sobre el que se han hecho más interpretaciones: desde las que le consideran heredero de los girondinos, o de la idea carolingia, a la que ve en él al último de los condotieros italianos. Su personalidad es en el fondo indescifrable, no sólo por enormemente rica, sino por contradictoria. Napoleón, con muchas ideas en la cabeza —que él sabe barajar como nadie según las circunstancias—, se contradice constantemente cuando explica lo que quiere.
El único rasgo indiscutible es su genio fuera de lo común. Posee un excepcional golpe de vista («mi ventaja es ver claro»), una extraordinaria voluntad y dominio de sí mismo (es capaz de dormirse cuando quiere, incluso en plena batalla), y una capacidad de mando a la que nadie osará oponerse. Militar de carrera, fue uno de los generales más famosos, si no el más famoso de la Historia («el secreto de la victoria consiste en ser el más fuerte en el punto decisivo»; con la particularidad de que Napoleón supo intuir siempre ese punto, y escogerlo); pero su genio como militar no debe ofuscarnos su talento como gobernante, patentizado por ejemplo en el célebre Código, imitado luego por veinte naciones. Convertido en un mito, los franceses de todas las ideologías le siguen considerando su héroe nacional.
El Consulado
Después de una increíble expedición a Egipto, Bonaparte dio un golpe de estado contra el Directorio el 18 de Brumario (9 de septiembre) de 1799. El Directorio era ya incapaz de contener la corrupción y la inflación en el interior y las guerras revolucionarias —llevadas aún por inercia, pero que amenazaban con la invasión de Francia—, en el exterior. Bonaparte sustituyó el Directorio por un Consulado, del cual formaron parte él —como Primer Cónsul—, Sieyès y Ducos. Pronto se vio que la aplastante personalidad del Primer Cónsul convertía a los otros en figuras decorativas. «Sólo tiene que dar un codazo para quitarnos de enmedio», comentaba Sieyès.
Haciéndose sentir como imprescindible, Napoleón no tuvo la menor dificultad en convertirse en Primer Cónsul, luego en Cónsul único, más tarde en Cónsul vitalicio. Solo le faltaría hacer el cargo hereditario (para lo que instauró el Imperio). Gran parte de su secreto consistió en asumir «toda» Francia. No sería cabeza de los monárquicos ni de los republicanos, sino de unos y otros; no sería representante del Antiguo Régimen ni de la Revolución, sino de ambos. «Desde Clodoveo hasta el Comité de Salud Pública, asumo como mía toda la historia de Francia». Su papel de árbitro y de concertador le dio un margen inmenso de maniobra.
«Paz dentro y paz fuera: eso deseaban los franceses del Consulado» (Pabón). Y fue un militar quien les procuró esa paz. Una nueva Constitución —la del Año VII— dio primacía al ejecutivo sobre el legislativo. La asamblea, elegida por sufragio restringido, tendría un papel secundario. «La moderación es la base de la moral, y la primera virtud del hombre». La moderación se imponía tras los excesos revolucionarios, y la nueva Constitución fue aprobada por más de tres millones de votos contra 1500. El Nuevo Régimen cambiaba de filosofía.
Napoleón arregló la Hacienda, saneó la administración y la hizo más funcional; y la economía, aunque siempre en dificultades, mejoró. Se siguió una útil política de obras públicas. Uno de los grandes logros fue el conjunto de Códigos (Civil, Penal, de Comercio y otros) elaborados por un conjunto de expertos dirigidos por el Cónsul. El Código Civil (1804), lógico, sencillo y genial, fue uno de los pilares del ordenamiento jurídico del mundo contemporáneo. Algo por el estilo sucedió con la reorganización de la enseñanza en los tres niveles: primario (escuelas), secundario (liceos) y terciario (universidades). La fundación del Banco de Francia contribuyó no sólo a la mejora de la Hacienda sino a la estatalización de las directrices económicas. Y el concordato de 1801, que restablecía las relaciones Iglesia-Estado (al tiempo que se regresaba al calendario tradicional), contribuyó también a la reconciliación de los franceses. Para muchos autores, la labor de Napoleón al frente del Consulado fue la más fecunda y positiva de cuantas realizó.
La guerra y la paz
La Francia revolucionaria había llegado en Basilea (1795) a una paz con varias potencias coaligadas, entre ellas Prusia y España. Seguía el conflicto con Gran Bretaña y Austria, la primera deseosa de evitar cualquier hegemonía continental y la segunda molesta por la pérdida de sus dominios en Bélgica y el Norte de Italia. Napoleón, cuando llegó al poder, ofreció la paz a esos dos enemigos, que la rechazaron, sabedores del agotamiento francés. El primer Cónsul comprendió que la única forma de alcanzar la paz era una guerra rápida y victoriosa.
Por sorpresa atravesó los Alpes en audaz hazaña, y obtuvo una colosal victoria sobre los austriacos en Marengo. Austria tuvo que firmar la paz de Luneville (1801), por la que renunciaba a Bélgica y el Norte de Italia, excepto Venecia. La Gran Bretaña, ya sin aliados en el continente, se avino a la paz de Amiens (1802). Los franceses renunciaban a sus pretensiones sobre Egipto y el Mediterráneo oriental, y dejaban a los ingleses las manos libres en el Atlántico. Gran Bretaña reconocía las conquistas francesas en el continente y sus repúblicas satélites: Bátava (Holanda), Helvética (Suiza), Cisalpina (Saboya) y Ligur (Génova). Amiens fue el pacto entre la tierra y el mar, entre un nuevo orden continental y la vocación británica a las aventuras lejanas y oceánicas. Fue también una de las grandes ocasiones perdidas de la historia. La paz iba a durar menos de dos años.
Del Consulado al Imperio
El fracaso de la paz tuvo algo que ver con el cambio de régimen en Francia. Realmente, no es fácil comprender por qué se volvió a la guerra: Francia necesitaba un respiro, después de tantas convulsiones internas y conflictos exteriores; Gran Bretaña vivía una momentánea crisis económica; otro tanto ocurría en Austria, mientras en Rusia Alejandro I albergaba propósitos de una gran cruzada asiática. Quizá los que más sentían la conveniencia de volver a la guerra eran los ingleses, celosos de la posibilidad de creación de una gran potencia hegemónica en el continente. El hecho es que fue la Gran Bretaña la que, por un minúsculo pretexto —la isla de Malta—, volvió a las hostilidades buscando al alianza de las potencias continentales, Austria, Rusia y Prusia, siempre preocupadas por el poderío de Napoleón.
El Cónsul creyó entender entonces que necesitaba afianzar su poder mediante una forma de institucionalización de su ya enorme autoridad de hecho. Por otra parte, su proclamación como Emperador le daría pretextos para reafirmar tanto la permanencia indefinida de su poder en Francia —asegurada, además, por la hereditariedad del cargo— y de su hegemonía en Europa. Parece que algunas conspiraciones monárquicas le animaron también a dar el paso. El resultado de todo ello fue que en mayo de 1804 decidió proclamarse Emperador. Era la culminación de su brillante carrera como estadista. Sometido el cambio a referendum, fue aprobado por 3,6 millones de votos contra 2.500.
El imperio napoleónico sigue siendo un híbrido de Antiguo y Nuevo Régimen. Parece paradójica la definición que hace la nueva Constitución de 1804: «El gobierno de la República se confía a un Emperador». Cambiaron poco las instituciones y se mantuvo el sistema electivo, con un Senado y un Consejo de Estado que asesorarían al titular del Imperio. Pero se adoptaron símbolos monárquicos, como el cetro o la corona, e imperiales, como el águila. Napoleón se rodeó de una nobleza de nuevo cuño, con príncipes (en su mayor parte, sus parientes), y nobles, condestables, cancilleres. En pocos años se promovieron 30 duques, 500 condes y 1.500 barones. Nobleza nueva, decimos, puesto que la vieja, exterminada o expulsada por la Revolución, seguía en el cementerio o en el exilio. Una nobleza sin privilegios privativos, sin tierras y sin perjuicio de los derechos del pueblo, que en su gran mayoría siguió fiel a Napoleón.
Eso sí, la corte se rodeó de un nuevo fausto, las solemnidades no tenían ya por objeto exaltar la libertad, sino enaltecer al Emperador; y el estilo neoclásico, con sus su gigantismo y su rigidez, fue tomado como símbolo de los nuevos tiempos (R. Huygue). Es muy difícil interpretar el sentido exacto del imperio napoleónico, entre otras razones porque no tuvo ocasión de cristalizar del todo. «Yo aspiraba —dijo el corso al final de sus días— a arbitrar la causa de los reyes y los pueblos». Concretamente, a erigirse en árbitro, favoreciendo a los reyes contra los pueblos levantiscos, o a los pueblos contra los reyes autoritarios: en suma, la traslación al ámbito europeo de la síntesis entre el Antiguo y el Nuevo Régimen. No se dio cuenta Napoleón de que si los franceses aceptaban con gusto su arbitraje, tanto los reyes como los pueblos de Europa habrían de tomarlo como una intolerable intromisión. En este sentido, Napoleón se consideró sucesor de Carlomagno, y soñaba con ver convertida a París en una ciudad con cuatro millones de habitantes (en aquellos momentos tenía unos 800.00, algo menos que Londres), y capital de Europa, si no en sentido estrictamente administrativo, sí en el de centro de las grandes directrices, y hasta de la Iglesia (proyecto de trasladar la sede papal a Francia). A París acudiría todo el mundo para resolver su problemas o para beber de su cultura. Una serie de estados satélites rodearía a Francia, aunque no es seguro que Napoleón soñara con un dominio efectivo sobre todo el continente.
Ahora bien: la idea de un imperio-arbitraje chocaba contra un hecho más simbólico que real, pero vigente: la perduración del Sacro Imperio Romano Germánico, encarnada todavía entonces por el emperador de Austria. Un segundo enemigo, potencialmente más poderoso para Napoleón, por su tenacidad y su inatacabilidad, era Gran Bretaña, cabeza de todas las coaliciones antinapoleónicas, y celosa de la aparición de una potencia hegemónica en el Continente. Un hecho repetido en la Europa moderna, desde los tiempos de Felipe II a los de las guerras mundiales, es la contraposición entre un «núcleo» que aspira a la hegemonía, y los «aliados», dirigidos siempre por Inglaterra, y mancomunados entre sí más por intereses que por ideales comunes. Por eso los «aliados» suelen dividirse y hasta enfrentarse una vez obtenida la victoria y debelado el «núcleo». Napoleón nunca conseguiría enfrentarse a un solo enemigo, y sus pretensiones, fueran cuales fuesen, estaban condenadas al fracaso.
El sistema continental
La idea de invadir de Inglaterra fue un sueño imposible acariciado muchas veces por el Emperador. De nada servía poseer el ejército más poderoso del mundo, si no podía transportarlo a Inglaterra. El sueño de desembarco por sorpresa en una sola noche fue desechado por temerario e irrealizable: las tropas invasoras quedarían en la isla sin posibilidad de recibir refuerzos ni aprovisionamientos: con el Canal siempre dominado por el enemigo. Se hacía preciso destruir la flota británica, y Napoleón no contaba con barcos ni con tradición naval para ello. Si la Revolución había mantenido e incluso incrementado las fuerzas del ejército de tierra, había descuidado la política naval, y poco quedaba ya de la nada despreciable flota de los Borbones. La última esperanza de conseguir la invasión de Gran Bretaña fue una alianza con España, que disponía de la segunda escuadra del mundo, aunque ya muy avejentada (los barcos eran de la época de Carlos III). Carlos IV se convertiría así en Emperador de España y de las Indias, mientras Napoleón se aseguraba el control del continente y la neutralización de Inglaterra. Pero no hubo buena coordinación entre los marinos españoles y franceses, y la escuadra aliada fue derrotada en Trafalgar (1805) por el genio de Nelson. Los sueños napoleónicos se venían abajo.
Fue entonces cuando Bonaparte decidió emplear su Grande Armée de 250.000 hombres, dispuesta para la invasión de Inglaterra, en una gran campaña continental contra Austria y Rusia, que, estimuladas por los británicos, acababan de coaligarse de nuevo. En una marcha increíble para aquellos tiempos, Napoleón hizo recorrer a su ejército casi 2000 Km. en pocas semanas, entró en Viena, y derrotó a los austrorrusos en Austerlitz (Chequia), el 1 de diciembre de 1805: fue la llamada «batalla de los Tres Emperadores», concebida por Napoleón como una auténtica partida de ajedrez. La consecuencia más importante de la paz de Pressburgo, que se firmó a continuación (1806) fue la desaparición del Sacro Imperio Romano Germánico. El emperador Francisco II quedó convertido en Francisco I de Austria.
Restaba Rusia, que, animada por los ingleses, suscribió con Prusia una nueva alianza (Cuarta Coalición). Prusia no podía compararse con Austria por lo que se refiere a extensión o población, pero disponía de un ejército perfectamente organizado, que desde la segunda mitad del siglo XVII gozaba fama de ser el más eficaz de Europa. El prurito de Napoleón fue el de batir por separado a sus dos rivales antes de que llegaran a unirse, y lo consiguió. En otra marcha increíble, derrotó a los prusianos en Jena (1806), antes de que pudieran recibir ayuda, y ocupó Berlín. (Mientras las tropas napoleónicas patrullaban por las calles de la capital prusiana, Fichte, en su gabinete, escribía sus Discursos a la Nación Alemana, base del ya inmediato nacionalismo alemán, y de otros nacionalismos europeos, que iban a lanzarse contra los propósitos unificadores y globalizadores de Napoleón). Más trabajo costó al corso la invasión de Polonia, entonces en su mayor parte en manos de los rusos, pero al fin Varsovia fue ocupada, y la batalla de Friedland forzó la paz de Tilsit. Napoleón quiso dar a esta paz el carácter de un tratado casi entre iguales, para ganarse por mucho tiempo, o quizá para siempre las buenas relaciones con Rusia. Europa quedaba dividida en dos zonas de influencia: el Este para Alejandro I de Rusia, y el centro y Oeste para Napoleón: éste hizo ver al otro emperador que un reparto así no solo garantizaría la paz del continente, sino la grandeza de los dos países, que en adelante ya no tendrían rival. Inglaterra quedaba sin aliados en Europa, y no parecía fácil entonces que pudiese volver a conseguirlos alguna vez. La paz, bajo una nueva forma de equilibrio, parecía asegurada por largo tiempo. Cuando alguien preguntó a Napoleón por el momento cumbre de su meteórica carrera, la respuesta fue: tal vez Tilsit.
Fue en Berlín donde el Emperador trató de asegurar un nuevo orden europeo. Todo el continente debería mancomunarse mediante alianzas y matrimonios entre casas reales. Se favorecerían los intercambios y las comunicaciones, hasta llegar a la total supresión de las barreras arancelarias. Napoleón suponía que Francia, primer país industrial del continente, obtendría ventajas de este primer mercado común. También se fomentarían los intercambios culturales. Desaparecerían las luchas entre Antiguo y Nuevo Régimen mediante sistemas monárquicos que ampararían los derechos de los pueblos.
Al mismo tiempo, se decretaba el «bloqueo continental» —que algunos autores confunden indebidamente con el sistema continental—, por el que todos los países europeos se comprometían a suspender su comercio con Inglaterra. Esta, aislada, no tendría más remedio que pedir la paz y sumarse al Sistema.
La hora de Inglaterra
El Sistema Continental no surtió los efectos que se esperaban, en parte porque la mayoría de los países de Europa no colaboraron con gusto con Napoleón, y en parte también porque un mercado común solo era posible con amplias comunicaciones marítimas. Antes de la aparición del ferrocarril, el transporte terrestre resultaba unas diez veces más caro que el marítimo, y Europa no estaba preparada para constituir un todo intercomunicado sin utilización más que de su propio territorio.
El Bloqueo Continental fue así un arma de dos filos. Los ingleses declararon a su vez el contrabloqueo, y los puertos europeos quedaron en gran parte paralizados. Faltó el contacto con el exterior, y sobre todo faltaron dos elementos imprescindibles para el desarrollo económico: los metales preciosos que llegaban de Ultramar, y el algodón, producto fundamental para la industria manufacturera de entonces. América, fuente de riqueza no solo para España y Portugal, sino indirectamente para todo el occidente y centro de Europa, se perdió de una vez para siempre, y otros mercados mundiales quedaron prácticamente imposibilitados para los negociantes continentales. Fue así como Europa, ya empobrecida por revoluciones y guerras, se empobreció todavía más. La economía francesa, después de un leve auge, reanudó su decadencia hacia 1810.
Por el contrario, Gran Bretaña, aunque sufrió las consecuencias del bloqueo —sobre todo en el abastecimiento de granos, de que era deficitaria— pronto compensó las pérdidas de su comercio con el Continente mediante un incremento de sus intercambios con el resto del mundo. Es este precisamente el momento de la decisiva consagración de Inglaterra como gran potencia industrial y marítima. Puede parecer extraño que un país de apenas doce millones de habitantes (frente a los veintisiete de Francia), incapaz de autoabastecerse de subsistencias y con el ejército más débil de todas las potencias europeas, fuera capaz no solo de conjurar los efectos del bloqueo, sino de alcanzar la victoria final. Hay que tener en cuenta, por supuesto, la enemiga de muchos europeos a Napoleón y el hecho de que el bloqueo continental no fuera nunca completo, ni mucho menos. Pero la clave del éxito británico radica en su dominio de los mares, mientras las potencias continentales se dedicaban a despedazarse entre sí. Gran Bretaña nunca tuvo que sufrir los efectos directos de la guerra, y pudo permitirse el lujo de mantener un pequeño ejército. En cambio, la política mundial le permitió encontrar mercados en América, en Sudáfrica, en la India.
A su gran capacidad comercial es preciso unir un desarrollo industrial sin precedentes. Los ingleses de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX están llenos de iniciativas, inventan métodos nuevos de hilaturas o tejidos, y con evidente sentido del riesgo —muchos quebraron, pero el conjunto marchó adelante— se lanzaron a la aventura de la inversión. Y se encontraron, además, con gentes enriquecidas que confiaban en ellos y les concedieron los créditos necesarios para la que la empresa pudiera cuando menos ensayarse. Sin este doble espíritu de iniciativa —el del inventor-fabricante y el del socio capitalista— difícilmente puede explicarse la primera revolución industrial británica. Ahora bien, si ya en el último tercio del siglo XVIII Gran Bretaña se había transformado en la primera potencia del mundo en la manufactura del algodón y de la lana, más importancia, tiende a darse hoy, como ha hecho ver Morazé, al segundo capítulo de la Revolución Industrial, el que toma como elementos fundamentales el carbón y el hierro. Es esta segunda forma de industria la que moviliza más hombres y capitales, y la que acabará transformando el mundo. Y esta segunda y más decisiva revolución es la que comienza a operarse en Gran Bretaña justo por los años de las guerras napoleónicas.
La máquina de vapor, simbiosis del carbón y el hierro, revolucionó todos los sistemas mecánicos, tanto de trabajo como de transporte, y ayudó como ningún otro ingenio humano al trabajo del hombre. En 1805 se botó al agua el primer barco de vapor. En 1806 se instaló en Manchester la primera fábrica movida por máquinas de vapor. En 1810 había ya en Gran Bretaña 222 altos hornos, en los que el excelente carbón de hulla de los Midlands permitía obtener hierro fundido de la mejor calidad. Mientras el Continente se debatía en continuas guerras, Gran Bretaña se enriquecía, conquistaba nuevos mercados exteriores, importaba materias primas vedadas a los europeos y ponía las bases de un imperio mundial.
Los errores y la caída de Napoleón
La paz de Tilsit, en 1807, había puesto las bases de un nuevo equilibrio. Pero era difícil que las ambiciones de los dos Imperios, el occidental de Napoleón y el oriental de Alejandro I no rompiesen tarde o temprano aquel equilibrio. Para el corso, la posesión de Constantinopla y los Estrechos turcos era sagrada, aunque no había llegado todavía el tiempo de agenciarse aquellos territorios de tan alto valor estratégico («Constantinopla es la llave del mundo»); ¿y si mientras Napoleón buscaba otros objetivos en Europa Alejandro se le adelantaba? De todas formas, ¿no sería posible que Rusia, con su inmenso potencial demográfico, acabase por ser la primera potencia del mundo si no se la detenía a tiempo? El problema de Napoleón era que no podía darse descanso si quería mantener perpetuamente su posición hegemónica.
Tres errores cometió entre 1808 y 1812 que acarrearían al cabo su ruina. El primero fue la intervención de España, en 1808: donde la disputa por la corona entre Carlos IV y su hijo Fernando VII le llevó a actuar de árbitro, según su costumbre; y en un golpe de audacia, que no supuso difícil, concibió la idea de convertir al país en un nuevo satélite: el rey de España no sería Carlos ni Fernando, sino José Bonaparte, hermano mayor del Emperador. Pero si los reyes resultaron manejables, los españoles no se sometieron a tales manejos. La batalla de Bailén (julio, 1808) fue la primera derrota de un ejército napoleónico. Y pese a la entrada en la Península de toda la Grande Armée, la defensa española, unidos miliares y civiles en un concepto nuevo de «guerra total», hizo la vida imposible a los invasores. La de España fue la única guerra permanente (1808-1814) de la época napoleónica, y supondría un desgaste irreparable para los ejércitos franceses.
El segundo error fue la invasión de los Estados Pontificios en 1809, con el pretexto de que el papa no se avenía al bloqueo continental. Pío VII no se plegó a las exigencias de Napoleón y fue llevado a Fontainebleau. El corso quería convertir a París en centro de la Iglesia, pretensión a la que nadie se prestó. La idea de reunir un Concilio fracasó estrepitosamente. El papa vivió en el destierro hasta la caída de Napoleón, sin doblegarse en ningún momento. El emperador quedó en evidencia y perdió simpatías en la misma Francia.
El tercer error fue, más que la invasión de Rusia (1812), a la vista de la creciente tirantez entre los dos colosos, la idea de convertir aquella guerra en una cruzada contra las «hordas orientales». Si Napoleón creía que uniendo en un gran ejército tropas de todos los países europeos, unía a Europa, estaba completamente equivocado, y más en una época en que su simpatía en el continente era cada vez menor. En la campaña rusa participaron tropas de veinte naciones pertenecientes al Sistema Continental, muchas de ellas de mala gana. La equivocación consistió, además, en pensar que un territorio inmenso solo podía ser conquistado por un ejército inmenso. Aquel enorme conglomerado de 670.000 hombres, el mayor de los tiempos modernos, no podía ser dirigido con eficacia ni con sincronización de movimientos, aparte de las enormes dificultades logísticas que se presentaban para avituallarlo. Por otra parte, los rusos, inteligentemente, se retiraron sin ofrecer ocasión a una batalla decisiva, pero procurando ganar tiempo, esto es, dejando llegar el invierno. Napoleón entró en Moscú, pero de nada le sirvió la conquista, porque la ciudad fue incendiada y destruida por los propios rusos.
Napoleón ordenó retirada cuando ya era tarde, hostilizado por las tropas enemigas y un pueblo ruso en armas. Se estaba consagrando la «revuelta de los pueblos», iniciada ya cuatro años antes en España. La nieve, los pantanos y los sabotajes provocaron más bajas que el propio ejército ruso. La fuerza y la moral de Napoleón estaban ya agotadas cuando en 1813 se formalizó la última coalición. La colosal batalla de Leipzig o «batalla de las naciones», quedó aún indecisa, pero el emperador hubo de retirarse a Francia, donde, acosado por varias fronteras a la vez —y ya abandonado de muchos franceses— hubo de rendirse, para ser trasladado a la isla de Elba como soberano de un diminuto reino (1814). Todavía hubo un último intento napoleónico, el llamado «imperio de los Cien Días» —1815—, aprovechando las disidencias en Francia. Napoleón, que fiel a su costumbre, avanzó sobre Bélgica para aislar a británicos de prusianos, fue sin embargo sorprendido por ambos en Waterloo, y enviado prisionero a la isla de Santa Elena, en el centro del Atlántico, donde terminaría sus días en 1821. Con la caída de Napoleón triunfaban dos elementos tan contrapuestos como el Antiguo Régimen y los nacionalismos románticos.
4. LA EMANCIPACIÓN DE HISPANOAMÉRICA
La revolución, que había iniciado su ciclo en América, cerraría ese ciclo en América. Era lógico que la independencia de Estados Unidos, desde fines del siglo XVIII, alentara la de los territorios dependientes de España y Portugal (no tanto la del Canadá, arrebatado por los ingleses a Francia, sometido a ocupación militar, y con una población muy débil). Cierto que las condiciones de los países iberoamericanos no eran las mismas que las de los anglosajones. La América española no estaba formada por una sociedad de colonos, pertenecientes casi todos a una sola clase, sino por un complejísimo conglomerado étnico, distribuído además sobre un territorio que iba de California a Patagonia, sumamente diversificado por la geografía y los climas. Era un hecho que tendría singular importancia en el reparto de poderes resultante de un movimiento emancipador.
Estos territorios estaban habitados por unos 17 millones de hombres, de los que solo unos 4 eran blancos. Los demás podían ser indios, mestizos —los más numerosos—, negros o mulatos. En muchas partes, y especialmente en los virreinatos nuevos —Nueva Granada y Río de la Plata—, creados en el siglo XVIII, florecía una burguesía comercial criolla, muy influyente, y no siempre bien avenida con la de origen peninsular, también establecida en los principales puertos. América española había prosperado en la centuria de las Luces, mediante un tráfico cada vez más intenso con Europa, y contaba con familias acomodadas y cultas, a la altura de las del Viejo Continente. Pero estas clases florecientes pensaban que podrían alcanzar una prosperidad aun mayor con un régimen de independencia, que les permitiera comerciar no solo con España, sino con el resto del mundo. A este deseo se unía la proliferación de las ideas de libertad que ya iban ganándose a todas las clases distinguidas de Occidente.
Por si ello fuera poco, en el siglo XVIII se había operado lo que J. Lynch llama «la segunda conquista de América». La expresión, probablemente, no es acertada, pero responde al prurito de los políticos españoles de racionalización y centralización, idéntico al operado en la Península. Se crearon dos nuevos virreinatos, numerosas intendencias, y una frondosa burocracia, eficaz, pero exigente, se desparramó por todo el continente. Quizá lo más decisorio fuera la sustitución del funcionariado criollo por el de origen pensinsular, tal vez mejor preparado en las técnicas de la administración, pero que venía a quitar los puestos a los nacidos en América. Ya a fines del siglo XVIII o principios del XIX se iniciaron los primeros movimientos secesionistas —entre ellos los Comuneros del Socorro, Nariño, Gual, Miranda—, facilmente sofocados, pero que a los ojos de los americanos dieron especial gloria a los «precursores».
La época de las Juntas
Pero el hecho que vino a cambiar radicalmente la situación fue la invasión de España por las tropas napoleónicas. Así como en la Península se había formado una Junta Central, también en muchas capitales de América se constituyeron Juntas, teóricamente españolistas, que no obedecieron al rey intruso de Madrid. Gran parte de ellas se titularon «Juntas defensoras de los derechos de Fernando VII». No está bien explicado el mecanismo mediante el cual estas Juntas pasaron de españolistas a independentistas. En todo caso, este cambio se opera entre los años 1808 y 1810.
La emancipación de la América española es un hecho muy complicado. Aparte la heterogénea composición de aquellas sociedades, entre los residentes blancos había realistas españolistas, realistas independentistas, liberales españolistas y liberales independentistas. Al fin fueron estos, en los que se juntaban el número y la influencia, los que se impusieron.
—En Caracas, aunque la Junta actuaba teóricamente en nombre de Fernando VII, uno de los principales patricios, Simón Bolívar, pidió una Constitución y una Declaración de Derechos. Perdió Caracas ante las tropas del españolista Monteverde, aunque la recuperó en 1813. En la cuenca del Orinoco, otro españolista, Boves, levantó a los llaneros, que pusieron en serio peligro la independencia venezolana, y recuperaron Caracas, mientras Bolívar declaraba la «guerra a muerte». Era aquella una guerra civil más que otra cosa, en la que se discutían principios e intereses muy distintos. Mientras tanto, aparecía un nuevo foco independiente en Bogotá, con Nariño.
España, agotada por la guerra napoleónica, apenas pudo enviar en 1815 una pequeña fuerza de 10.000 hombres, mandada por el general Morillo. Se trataba, sin embargo, de tropas entrenadas, que vencieron facilmente a Bolívar, el cual tuvo que refugiarse en Jamaica, apoyado por los ingleses.
—En Chile había una sociedad más homogénea en lo racial, con unos 500.000 blancos y solo 100.000 indios, pero con un reparto muy desigual de fortunas, por la existencia de grandes hacendados. Grupos ilustrados, más numerosos, aunque menos ricos, imprimieron el giro de la Junta hacia la formación de una «Patria Nueva», bajo la dirección de Bernardo O’Higgins. Pero la lucha entre españolistas e independentistas —no siempre violenta— tardó bastante en decidirse. Cuando ya predominaban los segundos, el virrey de Perú, Abascal, envió tropas a Chile, que tomaron Santiago en 1814. La rebelión parecía dominada.
—Lo que hoy constituye Argentina era también una zona de muy claro predominio de la población blanca. Buenos Aires, con 50.000 habitantes, era una culta población mercantil, mientras en el interior eran mayoría los hacendados más afincados en las viejas tradiciones, a los que, sin embargo, les interesaba la disposición de amplios mercados a donde poder exportar sus productos. R. Zorraquín nos pinta felizmente aquella sociedad de funcionarios, terratenientes y comerciantes, relativamente homogénea, pero no siempre bien avenida.
Aquí la pugna entre la administración española más los agentes mercantiles peninsulares, partidarios de mantener el monopolio, y la burguesía criolla que deseaba el librecambismo, se había manifestado desde algún tiempo antes. El golpe definitivo lo dio un pretendido cabildo abierto en Buenos Aires, al que sin embargo no acudió el pueblo, sino solo un grupo de 251 ciudadanos, que depusieron al virrey Hidalgo de Cisneros, y crearon una Junta presidida por Cornelio Saavedra. Hubo roces con los territorios del interior, por un lado más españolistas, por otro opuestos a Buenos Aires. En 1816, el Congreso de Tucumán consiguió limar diferencias, y proclamar la independencia de las Provincias Unidas del Sur, nombre que en un principio adoptó la nueva nación. Fue entonces cuando comenzó a destacar la figura del general José de San Martín.
En España se preparó un Cuerpo Expedicionario de 25.000 hombres, que se esperaba fuesen suficientes para reducir a los rioplatenses, y acabar con el foco más activo entonces, impulso que podía contribuir de modo decisivo a restablecer el control de América. Pero este Cuerpo se sublevó en la Península para proclamar la Constitución liberal española, y los insurgentes quedaron libres. Desde entonces, la situación cambió de signo.
—El caso de México es un poco especial. Era un virreinato antiguo, donde se había formado una fuerte aristocracia criolla de muchas generaciones, cuya economía se basaba en la propiedad. La burguesía comercial era mucho más débil. Por el contrario, la mayoría de la población estaba formada por indios y mestizos. El conjunto de aquella sociedad tenía más arraigadas que en otras partes las ideas tradicionales, y era más difícil imaginar allí una revolución.
Por eso los primeros intentos secesionistas —si es que lo son siquiera— resultan tener un carácter muy distinto, y van más contra la aristocracia que contra la dominación española en sí. Estos primeros intentos son obra de clérigos idealistas. Miguel Hidalgo, autor del «Grito de Dolores», era un párroco culto y tradicional, que encarnaba, según Gómez Rubio, un «modernismo cristiano». Su grito se hizo en nombre de Fernando VII y la Virgen de Guadalupe, pero iba contra las estructuras establecidas, y suponía una guerra civil. Hidalgo logró reunir una tropa de hasta 100.000 hombres, formada en su mayoría por mestizos e indios, y muy desorganizada. Es muy difícil precisar lo que querían exactamente aquellos rebeldes, como no fuera una mayor justicia social. Hidalgo se apoderó de una buena parte del país, pero no supo organizarlo y fue facilmente derrotado por las fuerzas regulares.
Parecido fue el movimiento de otro clérigo, J. M. Morelos, más culto y más realista que Hidalgo. No quiso un gran contingente, sino una buena organización. También parece que sus ideas estaban más cerca de los liberales, aun cuando mantenían principios tradicionales, unidos a un parecido sentido de la igualdad. Tras algunos éxitos iniciales en el sur del país, Morelos fue vencido y fusilado en 1814. El virrey Calleja concedió una amnistía y dominó la situación sin más sobresaltos. Todo intento secesionista parecía acabado por entonces.
La época de los libertadores
Hacia 1815-16, la causa de la independencia de Hispanoamérica, sin encontrarse derrotada ni mucho menos, atravesaba un momento de crisis. Con una metrópoli en mejores condiciones políticas y económicas —España estaba dividida ideológicamente, y arruinada por la terrible guerra de Independencia— aquella causa hubiera podido fracasar por entonces, aunque, vistos los hechos a posteriori, hoy nos parezca irreversible. Sin embargo, es por aquellos años difíciles cuando entran en acción dos hombres excepcionales, apellidados ambos como El Libertador, Simón Bolívar en el área neogranadina y José de San Martín en la rioplatense. Como de costumbre, son los virreinatos «nuevos» los que llevan la iniciativa y conducen a la decisión final.
Bolívar es el tipo de caudillo romántico, genial, impetuoso, demócrata y autoritario a un tiempo, y también un tanto soñador. Se le ha querido comparar con Napoleón, aunque existan entre los dos personajes tantas diferencias como semejanzas. San Martín es más sereno y menos ambicioso, y en casi todos los aspectos más moderado; pero también de genial golpe de vista. Ambos son venerados como los artífices principales de la libertad de sus pueblos, aunque, desengañados, uno murió en el exilio y otro camino de él.
—En Argentina, el Congreso de Tucumán había erigido la independencia de las Provincias Unidas del Sur (el poético nombre de Argentina, alusivo al Río y mar del Plata, es algo posterior); pero lo que allí faltaba era precisamente unión. Vino a galvanizar los ánimos el decidido general San Martín, que cohesionó un bien organizado ejército, y en una increíble y quizá absurda travesía de los Andes, que le hizo perder la mayor parte de sus tropas, cayó sobre las escasas fuerzas españolistas de Chile, y obtuvo una victoria decisiva en Chacabuco (1817). Sin deseos de aprovecharse personalmente de ella, dejó a O’Higgins como «director» de Chile. Logró nuevas victorias, pero no pudo entrar en Perú hasta que contó con la colaboración de Bolívar.
—Este, entretanto, desembarcó de nuevo en Venezuela a fines de 1816, y pudo apoderarse de la cuenca del Orinoco, aunque el español Morillo le rechazó cuando quiso aproximarse a la costa de Caracas. Entonces Bolívar rompió aquella situación de empate emulando la gesta de San Martín con una travesía de los Andes que le permitió caer sobre la actual Colombia en 1819. No pudo alcanzar, sin embargo, la costa venezolana, hasta que los nuevos políticos españoles, tras la revolución peninsular de 1820, retiraron a Morillo y siguieron una política dilatoria. En 1822, Bolívar dominaba todo el territorio.
Se organizó entonces el asalto a Perú, viejo virreinato y último reducto españolista en América del Sur. Las operaciones, por entre una escabrosa y enorme geografía, se desarrollaron con cierta lentitud, pero con ventaja casi constante de los insurgentes, que podían combatir a un enemigo cada vez más aislado e imposibilitado de recibir refuerzos. Muchas veces —al fin y al cabo guerra civil—, se enfrentaron criollos contra criollos. Los dos últimos virreyes, Pezuela y La Serna, ofrecieron fuerte resistencia. Fue decisiva la batalla de Ayacucho, en 1824, aunque subsistieron reductos españolistas hasta 1826.
Como de costumbre, fue muy distinta la historia en México. Aquí, la clase culta y propietaria había aplastado los alzamientos populares. Pero la política española que siguió a la revolución de 1820 —con sus medidas desamortizadoras y antieclesiásticas— movió a un tipo de «independencia conservadora». El general Iturbide, realista vencedor de Hidalgo y Morelos, formuló el Plan de Iguala, sobre las bases de «Religión, Independencia, Unión». En 1822, Iturbide fue aclamado como Emperador. Pero falto de genio para conciliar tantos grupos sociales y tantos ánimos contrapuestos, fue derrotado por otro general independista, Santa Ana, y fusilado. La Constitución de 1824 supo conjugar el sentido tradicional y católico de los mexicanos con las máximas liberales y de igualdad de derechos (no igualdad social).
—La suerte de la América española fue muy distinta de la de la América anglosajona. Separados sus núcleos por enormes distancias, y, más aun, por una tremenda variedad social y racial, fueron incapaces de unirse. En vano trató Bolívar de formar la Gran Colombia de las Guayanas al Chaco. El país que quiso llevar su nombre.
—Bolivia se separó del resto del conjunto, pronto hizo lo mismo Perú —del que a su vez se desgajó más tarde Ecuador—, y Colombia y Venezuela se mostraron incompatibles entre sí. Fracasó el Congreso de Panamá, en 1825, en el que el desengañado Bolívar proclamó: «hemos conseguido la independencia a costa de todo lo demás». Con la escisión de las repúblicas centroamericanas, que no reconocieron la soberanía de los Estados Unidos de México, el conjunto quedó dividido en veinte naciones, que no solo no presenciaron una pronta reconciliación con la madre patria, como ocurrió entre los Estados Unidos y Gran Bretaña, sino que se enfrentaron frecuentemente entre sí, y vivieron una agitada existencia política en el interior.
La dependencia económica pasó de manos de España a las de Inglaterra, y en menor medida a las de Estados Unidos. Los países hispanoamericanos exportaron materias primas e importaron productos manufacturados. En la mayoría de los casos, la economía decayó. La producción de plata mexicana descendió en una proporción de 3 a 1, y mayor fue la caída de Perú, del orden de un 4 a 1. Quedó el viejo espíritu informante de la cultura española, y la esperanza, alentada casi siempre por un ardiente patriotismo, de vivir nuevos días de gloria.
La separación de Brasil
El caso de Brasil, aparte de que su emancipación se realizó respecto de Portugal, tiene características distintas a las del resto de América. La mayor semejanza —aunque sólo hasta cierto punto— podría establecerse con México. También allí dominaba una sociedad propietaria y aristocrática, dueña de la producción del azúcar y del café, más influyente que la burguesía inquieta de los puertos. Aparte de los indios del interior, existía una amplia comunidad negra y mulata. Pero la diferencia fundamental está en la proclamación de un régimen monárquico imperial que, en cambio, como acabamos de ver, fracasó en México.
La causa de este triunfo es bien sencilla. Cuando la invasión napoleónica, la familia real portuguesa —a diferencia de la española— huyó a Brasil. Allí Juan VI fue muy bien recibido, estableció una corte cuyos cargos importantes compartieron portugueses y brasileños, y realizó importantes reformas que mejoraron las condiciones y la cultura del país. Tan satisfechos estaban monarca y súbditos de aquella situación, que, una vez liberado Portugal, Juan VI demoró una y otra vez su regreso a Lisboa. Al fin le obligó a hacerlo la revolución liberal portuguesa de 1820, inducida por la española de meses antes. Juan VI dejó en Brasil como regente a su hijo Pedro. Pero la revolución metropolitana, lo mismo que en el caso de México, molestó a los brasileños porque acentuaba el centralismo y la supeditación a la metrópoli. Las revueltas de 1820-22 llevaron a la separación de los dos países, con la particularidad de que el príncipe Pedro se colocó al lado de los independentistas, proclamándose Protector del Brasil. Siguió una breve guerra civil, en que vencieron los brasileños, con la inevitable ayuda de Inglaterra. Pedro I fue proclamado Emperador. La Constitución de 1824, moderada como la mexicana, mantenía sensiblemente el status social, pero con igualdad ante la ley, un parlamento electivo y concesión de derechos jurídicos. José Bonifacio, principal artífice de la independencia, fue también el primer ministro de Pedro I. El imperio de Brasil, aunque con frecuentes conmociones, llegó a conocer un extraño esplendor, y se mantendría (con Pedro II) hasta 1889.