Читать книгу Malinche - José Luis Trueba Lara - Страница 7

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II

No lo sé. Aunque el Descarnado me lame no puedo saberlo. Los dioses casi enceguecieron una parte de mi memoria, pero eso no importa: el pasado siempre puede inventarse. Si los mexicas quemaban sus libros para reescribir su historia yo puedo hacer lo mismo. La fiebre es la única aliada que sigue a mi lado. Yo quiero creer que lo primero que vieron mis ojos fue el río que pasaba delante de mi casa. Su corriente era mansa y no se llevaba lo nuestro cuando los tlaloques quebraban a garrotazos las ollas que guardaban la lluvia. San Isidro, si es que de a deveras existe, también se apiadaba de nosotros alejando las aguas en el momento preciso. Aunque ningún cura me crea, a él no había que rezarle para que el Sol se asomara y las nubes se fueran para otro lado junto con las serpientes y los caimanes que cazaban a los pájaros rosados que se sostenían en una de sus patas. En esos días todavía teníamos suerte, los amos de todas las cosas nos querían y aún no nos levantaban la canasta para condenarnos a ser lo que somos.

Allá, en el pueblo que perdió su nombre para siempre, el aire olía a limpio y a hierba húmeda. Nunca se te metía en las narices como la garra que te despedaza con la pestilencia del horror. Nada se olisqueaba como las natas resbalosas que cubren el empedrado de las ciudades que brotan de los templos destruidos o como la peste que manaba de los altares donde los sacerdotes le entregaban los corazones a los dioses. La sangre que llamaba a las moscas verdosas no alcanzaba a olfatearse en el lugar que estaba en el ombligo de la nada. El aroma de mi pueblo no era como la sobaquina de los españoles y su gente tampoco tenía los dientes podridos. La mierda aún no se nos pegaba a la piel.

*

Aunque Bernal insistiera en mirarme como si fuera una princesa, los míos no eran tan grandes como lo querían sus palabras y los cuentos que le revoloteaban en la sesera. Él leía de más y eso sólo llamaba a la locura que nunca da tregua ni necesita a la Luna para retorcer los pensamientos. Los seres que los teules invocan con sus garabatos se te pueden meter en las almas y convencerte de que eres igual a ellos. Dios sabe que Bernal tenía el seso blando por andar creyendo en las palabras que no eran suyas. Él no era Amadís, tampoco se parecía a Florambel ni a los jinetes que mataban dragones. Esos nombres eran tan inciertos como las mezquitas que los blancos ansiaban mirar en nuestros templos. La verdad es otra: el hombre que montaba a mi madre apenas era una cabeza de ratón, un principal de muy poca monta que debía arrodillarse para sentir en sus labios los huaraches rajados de los señores que apenas se notaban en los libros pintados de Montezuma. Él no tenía que sentir la tierra con sus dedos y llevárselos a la boca, tampoco debía bajar la mirada para que la imagen del Tlatoani no le achicharrara los ojos; siempre tenía que hacer algo peor, algo más vergonzoso que le emponzoñaba las almas.

Yo no vivía en un palacio. Mi casa, a lo más, era un cuarto grande con las paredes tiznadas por el humo que nacía de las ramas apenas secas que nos regalaba el fuego. Las tres piedras que detenían el comal eran el centro de nuestro universo. A su lado estaban el metate y la mano poderosa del molcajete, la olla grande en la que se remojaban los granos y la jícara donde reposaba la cal que podía chamuscarte de tan viva. Los frijoles y los dientes de los elotes se guardaban en una cesta. De los horcones que sostenían el techo pendían las ristras de chiles que abandonaban el verde para volverse colorados y secos por el calor de la lumbre que jamás los acariciaba por completo. Ni siquiera nuestras ollas eran muchas, apenas eran unos cuantos cacharros ennegrecidos, y las jícaras que teníamos apenas se adornaban con las figuras que el caldo de los frijoles y el uso les dibujaban. La mía apenas se adivinaba por las marcas de mis dedos, ellos impusieron sus huellas oscuras a la blancura del guaje que nunca sintió las pinturas.

En las paredes donde se asomaban las ramas que surgían como las manos de las tumbas, estaban recargados los petates que se desenredaban cuando llegaba la noche, y al fondo, casi ocultas de las miradas, estaban las petacas donde guardábamos los telares, los hilos recién cardados y los husos que brillaban de tanto que los sobábamos. Nuestra vida casi era idéntica a la de los miserables a los que insultaba mi padre cuando no le entregaban lo que necesitaba tributar.

Bernal mentía, sus ganas de adornarse y conseguir oídos para sus palabras eran más poderosas que la verdad. Nosotros apenas éramos algo y nuestras vidas valían tantito menos que nada. Juro por el Crucificado que no éramos gran cosa. La distancia que nos separaba de los verdaderos poderosos era inmensa, más grande que el mar que nos aleja del rey de Castilla y los aires que nos separan del Cielo. Cualquiera que viera a las mujeres de la casa se daría cuenta de la verdad de mis palabras, sus enredos casi eran lisos y su tela recibía la caricia del labrado que apenas podía distinguirnos de los demás muertos de hambre que vivían en el caserío.

Muy pocos de nuestros huipiles eran de algodón, la mayoría se tejían con las fibras que nacen de las pencas más grandes y más duras de los magueyes. Las más suaves eran para la mujer principal, al resto nos tocaban las tiesas, las que tenían que domarse con el uso, las aguas y las raíces que les restregábamos hasta que brotaba espuma. La sangre de los caracoles y las cochinillas también estaban más allá de nuestras manos; cuando la sentíamos, sus colores se escapaban sin que pudiéramos detenerlos. Las marcas que nos dejaban en las palmas eran el recuerdo de la pobreza. Nuestros hilos siempre eran amarillentos, y los que le entregábamos a los mandamases emborrachaban la mirada. En nuestros lienzos tampoco se entretejían las piedras verdes, y las pequeñas cuentas que tintineaban al caminar eran inexistentes.

Si es que la suerte nos sonreía, el único chalchihuite que podría tocar nuestro cuerpo llegaría en el momento en que la muerte nos alcanzara. Ahí, adentro de nuestra boca, los vivos pondrían una cuenta apenas resplandeciente y nunca tersa. Y, aunque las aves sobraban en las cercanías, las plumas de todos colores brillaban por su ausencia en nuestra ropa y nuestra cabeza. Ninguna nos pertenecía, todas tenían que entregarse para que las armas no llegaran al pueblo a cobrar lo que nunca podría pagarse.

Valía más que así fuera.

Las riquezas eran de ellos, la pobreza sólo era nuestra.

Ellos eran una sombra y nosotros éramos las almas que se hacían chiquitas para esconderse en los rincones como los ratones que se mueren a palos.

*

Cuando nací, las grandes ceremonias jamás ocurrieron. Ninguno de los mandamases de Xicalanco se esperó a que los adivinos determinaran una fecha para mostrarme a la gente, los que algo tenían en mi pueblo apenas alzaron los hombros con desgano. El signo del día en que me echaron al mundo era lo de menos, sólo los malditos estaban prohibidos: el del conejo no se quedó en mi nombre, pero el de la hierba trenzada terminó por alcanzarme sin que lo buscara ni lo mereciera. Después de que me regalaron a don Hernando, sus aliados me lo pusieron y yo no puede negarme al destino que me anunciaba.

Los señorones que vivían más allá del río tampoco tenían curiosidad de mirarme. ¿A quién podría importarle que me parieran?, ¿a quién se le espantaría el sueño por el nacimiento de la hija de alguien que estaba lejos del poder y que se escondía cuando las armas se mostraban para desafiar la luz con el brillo de sus filos? A nadie, absolutamente a nadie. Yo no era como Montezuma ni como los hijos de los grandes señores que se aliaron a don Hernando para hacerle la guerra a los mexicas.

Al final, las únicas que se acercaron a la casa fueron las mujeres del pueblo. Ellas querían verme, les urgía revisarme la cara y la piel para encontrar las señales del parecido y darle gusto a las voces que a nada llevaban y que todo lo ensuciaban. Un lunar de más o uno de menos eran suficientes para que la lengua se les desbocara y su saliva se convirtiera en ponzoña.

¿De que servía si mi rostro recordaba al de mi madre?, ¿qué caso tenía saber que las marcas de mi padre no se adivinaban en la forma de mis ojos? Yo era una cualquiera, una cuenta más en el rosario de hijos.

Si tuve algo de suerte, la comadrona que me sacó de las tripas de mi madre alcanzó a pronunciar las palabras que mintieron sobre mi destino: yo no me quedaría dentro de mi casa como el corazón en el cuerpo, tampoco sería la ceniza que cubre el fuego y mucho menos me transformaría en una de las piedras que detienen el comal; mis pies no se quedarían atrapados en una choza perdida en la selva, y mi sexo, casi siempre seco y ardido, nunca sería de uno. Muchos entrarían y saldrían de él mientras yo fijaba la vista en el techo o la dejaba perderse en el movimiento del fuego. Sólo Dios sabe si la comadrona no enterró la tripa que me unía a mi madre junto a las piedras que detenían el comal. La lengua del Descarnado me dice que no lo hizo, que por eso nada pudo detenerme.

Yo fui otra cosa, algo distinto, alguien que tenía que sobrevivir. La comadrona, si es que acaso pronunció los augurios, se equivocó de cabo a rabo y el nombre que me impuso también quedó olvidado. En esos momentos yo era nada, a lo más era una pelusa que a muy pocos les importaba.

*

Si mi madre hubiera sido otra, la historia sería distinta; su sangre no le daba nobleza a mi padre y varias veces estuvo a punto de ser echada de la casa como si fuera una sirvienta que no podía cumplir con lo mandado. Por eso, en muchas ocasiones terminó agriando la masa con sus miradas entristecidas y sus pensamientos nublados. Pero, a pesar de todo eso, tuvo algo de suerte, sus manos la salvaron. Las telas que nacían de sus dedos no podían despreciarse. Su hombre las necesitaba para pagar lo que siempre debía, él tenía que entregárselas a los que le exigían que se arrastrara y les lamiera los callos. Es más, a veces hasta podía cambiarlas con los chontales que llegaban en sus cayucos para completar lo que tenía que ofrecerles a los mandones con tal de alejar su furia.

Mi madre no le importaba, pero sus manos sí le interesaban. Algo podía obtener de ella además de unas piernas abiertas y una boca que siempre se conformaba con poco. Yo nada necesitaba, todo lo que requería venía de sus chichis, de la leche que sabía a bilis negra, a muina atragantada y dolor siempre callado.

Ella no era la mujer principal, ella no era la que merecía atenciones y tampoco mandaba en la casa sin que alguien pudiera oponerse. Las primeras mujeres eran las importantes, las valiosas, las que eran imprescindibles para que los sueños de mi padre no se hundieran en los pantanos. Frente a mi madre nadie bajaba la vista y sus palabras apenas sonaban en las orejas de los que ahí vivíamos. Ella era la última de la cola que no dejaba avanzar a ninguna de las que estaban formadas; su único anhelo era que el tiempo pasara rápido, que los dioses se llevaran a las principales y se convirtiera en una vieja que no podría ser castigada por las otras esposas. Ella, en el fondo, ni siquiera era una mujer, era una cosa, un animal de carga, unas manos de araña, un pago que se recibió porque al hombre que la montaba no le quedaba de otra.

Mi madre era la paciencia, el aguante infinito, la resistencia que no se quebraba como las ollas que se rajan cuando sienten la lumbre. Mi padre la recibió como un regalo que apenas valía, como una muestra de la rendición de un caserío donde los perros pelones ni siquiera ladraban para defender la basura que se tragaban. La derrota de esa gente no fue gloriosa. Ninguno de los hombres tomó un palo para defenderse, el nombre de los señores de Xicalanco fue suficiente para que se agacharan, para que sus espinazos se curvaran hasta que estuvieran a punto de crujir y quebrarse. Ellos eran como los perros cobardes: sabían vivir con la cola metida entre las patas.

El hombre que me engendró la aceptó a regañadientes, una mujer joven era mejor que nada. Ya después podría arrebatarles algunos bultos de mazorcas o unos pocos granos de cacao para juntarlos con lo que tenía que entregarle a su amo, al señor de Xicalanco que ni siquiera se dignaba a mirarlo. Ella, si hubiera vivido lo que yo viví, habría terminado con la cara marcada por un hierro ardiente: los esclavos de antes se convirtieron en esclavos de los teules. Ellos eran los rescatados, los que se compraban y se vendían, los que se usaban y se mataban sin que nadie metiera las manos.

Con los hijos pasaba lo mismo. La principal había parido un varón, los otros que llegaron al mundo poco importaban para la gloria de un hombre sin lustre. Ellos conocían su destino y lo aceptaron sin que las muecas les marcaran la cara. Así eran las cosas y así seguirían hasta que el Quinto Sol se muriera para siempre. Sus días transcurrirían en la milpa que a fuerza de llamas se abría paso en la selva. Ellos eran los brazos y los cuerpos que estaban condenados a trabajar sin conocer la victoria o la muerte que les abriría el camino al Paraíso. Ellos nunca acompañarían al Sol en su camino por el cielo. Los mandones que dizque todo lo podían no tenían los tanates que se necesitaban para llamarlos a la guerra. Los señores del rumbo eran unos cuiloni que se conformaban con las miradas esquivas y se hincaban ante los enviados sombríos. Ellos eran cobardes, rastreros ante los mexicas y terribles con los suyos. A los principales les bastaba y les sobraba con las zurrapas que se quedaban en el lugar donde se encontraban los comerciantes de aquí y de allá. La guerra era imposible, la posibilidad de juntarse con otros pueblos estaba muerta antes de nacer. Los guerreros de Tenochtitlan habrían acabado con ellos en el primer combate y los tributos serían más grandes de lo que ya eran.

Ellos eran nada, yo también era nada. Apenas era una boca que tendría que alimentarse hasta que sirviera para algo, pero eso no me importaba… a los escuincles de los muertos de hambre no les pesa la vida que les fue trazada. Yo lo sabía y lo aceptaba. ¿Qué otra cosa podría hacer? Lo importante era correr con los pelos libres y la carne apenas tapada con un enredo que delataba mis juegos en el río donde las niñas torteábamos bolitas de lodo. Ahí estábamos todas y las palabras eran claras, las conocía completas y ninguna se me dificultaba. El tiempo en que me darían unas sandalias y un huipil se miraba lejano, el momento en que mis cabellos deberían trenzarse para ser domados aún no se asomaba en el horizonte.

Yo era una niña, lo demás no importaba.

Malinche

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