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III

El día que los descubrí no puede borrarse de mi alma. Antes de eso, sólo eran un murmullo, una palabra que no debía pronunciarse, una sombra que se asomaba para anunciar el mal implacable. Ésa era la primera vez que mis pies estaban cubiertos y que mis pechos recién nacidos se ocultaban bajo la tela amarillenta.

Mi padre nos trepó en la canoa, y mucho antes de que el Sol se metiera ya estábamos en Xicalanco. El lugar parecía inmenso, la gente que ahí estaba era de los cuatro lados del mundo: los mayas con sus frentes alargadas y sus ojos bizcos, los popolucas que hablaban como si balbucearan, los zoques que se rindieron ante el Tlatoani, sin presentar batalla y los que pronunciábamos palabras claras nos entreverábamos sin que nadie pudiera impedirlo. Todos traían lo suyo y sólo querían lo que llevaban los otros.

Xicalanco era el lugar de la paz, el sitio donde los puestos de los comerciantes lo llenaban todo para que en nuestros ojos se rebosaran los colores; ahí también estaban las grandes canoas, los cargadores que venían desde las tierras de los totonacas y de los lugares donde la selva es casi impenetrable. Ellos sabían cómo sobrevivir al verde de la locura, a los animales que acechan, a los senderos que se cierran tras los pasos para que el viento negro se meta en las coyunturas de los que tienen que ser devorados por los malos espíritus.

Todos hablaban, todos gritaban antes de que las cosas cambiaran de manos.

Los que compraban siempre les encontraban defectos a las mercancías, y los que vendían juraban por lo más sagrado que eran perfectas. Los precios subían y bajaban con el poder de las lenguas. Los granos de cacao y las piezas de oro y cobre se engrandecían o empequeñecían mientras los comerciantes discutían el valor de las cosas. Los canutos llenos de pepitas deslumbrantes se trocaban en cobres, y los granos oscuros y brillantes se convertían en las mantas que nunca perdían su color.

Nuestros ojos estaban enganchados a los puestos del tianguis. Ahí estaban las maravillas que siempre deseamos y las que jamás imaginamos. Pero ellas, aunque estaban a unos cuantos pasos, se encontraban muy lejos de nuestras manos. Cualquiera de nosotras valía más que aquellos objetos, con un puñado de cacao podían comprarnos para siempre. Cuando el hambre arreciaba, a nadie —ni siquiera a los mandamases— le dolían las almas para vender a uno de sus hijos. Eso era mejor que sentir la resequedad en las tripas. Eso, según lo que me contaron, fue lo que le pasó a los mexicas cuando los dioses le dieron la espalda a Montezuma. Durante muchas lunas, las lluvias se fueron para otro lado y las tripas vacías se ensañaron con todos.

*

El hombre que me engendró sólo había ido a Xicalanco a pagar el tributo de nuestro caserío y el de los miserables que vivían cerca. Para no variar, lo que traía no era suficiente, algo faltaba para que los grandes señores pudieran sentirse satisfechos y lo trataran como cacique. Por eso tendría que arrastrarse y rogar, Dios sabe que no miento: cuando llegara delante de ellos, tendría que suplicar y llorar para evitar el castigo. Frente a los mandones se jalaría las greñas y su espalda se enchuecaría para invocar la misericordia. Y así, al final del ritual que le envenenaba las almas, de su boca saldrían las promesas que nunca podría cumplir. Después de eso, la furia quizá se alejaría lo suficiente para dejarlo volver sin ganas de desquitarse. Sin embargo, ella se transformaba en una exigencia absoluta, en un reclamo que jamás sería satisfecho y que lo martirizaría hasta el final de sus días.

Si todo salía bien, nuestros cuerpos no padecerían y quizá lograrían ganarse un premio, una fruta desconocida que nos endulzaría la boca, un trozo de tela o unos hilos que llenarían de luz el blanco inexorable o, simplemente, podríamos vivir la maravilla de sentir en las manos las joyas que nunca permanecerían en nuestros cuerpos. Pero, si algo fallaba, los palos caerían sobre nuestra cabeza y los golpes nos marcarían la piel para obligarnos a aceptar que él sí era alguien, que los grandes señores lo trataban como si fuera su hermano y le tomaban el brazo para llevarlo a la oscuridad donde se trababan las alianzas y las conjuras. Cada uno de sus golpes nos enseñaría que él merecía todo lo que no tenía, que era un grande entre los grandes, pero que su modestia le impedía aceptar los regalos que le quemaban los ojos con su riqueza.

Al final, la paz sólo llegaría a nuestro jacal cuando la bebida lo dejara tumbado y los orines le empaparan el taparrabos; pero, antes de eso, estaban las palabras malditas, los puños y las patadas, los rencores y la furia que se ensañaba con las que no podían enfrentarlo.

*

Él se fue y nos dejó frente al tianguis. Los pocos cargadores que lo acompañaban seguían sus pasos y terminaron perdiéndose entre el río de gente. Nos quedamos calladas. Nuestros ojos se esforzaban para no alzarse. Los hilos de sangre que los detienen estaban tensos, el suelo era su único destino. La mirada baja era nuestra obligación. Sus mujeres no éramos unas cualquiera, unas putas ensoberbecidas que se ríen y se retuercen delante de todos los que pasan delante de ellas. Nuestros enredos caían rectos y estaban quietos, el movimiento que podía enseñar las piernas estaba prohibido. El anhelo de sentir el sabor a zapote del chicle también estaba vedado, sólo las mujerzuelas lo mascaban mientras se alzaban las enaguas para enseñar los vellos que ocultaban lo que muchos podían comprar con diez granos de cacao.

*

De pronto, sin que nada lo obligara, el silencio comenzó a avanzar en Xicalanco; poco a poco las voces enmudecían y los gritos se transformaban en murmullos.

Había que callarse, las lenguas tenían que acalambrarse.

La gente se hacía a los lados como si la tierra amenazara con rajarse.

Y ahí, poco a poco comenzaron a mostrarse los hombres que venían de lejos. Eran los pochtecas y los guerreros de Tenochti­tlan. Valía más que todos se quedaran mudos a que una voz los provocara. Un comerciante herido o un insulto sin importancia podían convertirse en causa de muerte.

La caravana era larga, larguísima. Mis ojos nunca habían visto tantos cargadores con los mecapales tensos por el peso de la riqueza. Los pochtecas venían a comprar y vender, a recoger lo que habían juntado los mandones y a mirarlos para leer sus almas y descubrir sus intenciones.

Durante un instante dudé de su fuerza, parecían muertos, sus cuerpos estaban pintados de ocre y sus cabellos que se negaban a la limpieza los transformaban en seres a mitad de la nada, en hombres que caminaban apoyándose en los báculos que recordaban al dios que los protegía. Los comerciantes, desde el preciso instante en que dejaron Tenochtitlan y se adentraron en los caminos, se convirtieron en cadáveres, en seres putrefactos que avanzaban entre los mundos y que sólo volverían a la vida si los amos del universo los miraban con piedad y cuidaban los pasos que desandaban. Ellos regresarían a la vida cuando atravesaran las montañas y sus ojos se llenaran con la imagen del gran templo que flotaba sobre las aguas, cuando sus mujeres los alcanzaran en el camino y los llevaran a su casa para lavarles las patas. Antes de esto, los pochtecas sólo se movían entre la vida y la muerte.

Junto a ellos estaban los guerreros, las cabezas casi pelonas y apenas adornadas con una cresta de pelos tiesos eran el signo de su fiereza. Los cueros de jaguar que pendían sobre su espalda eran la certeza de la muerte que se marcaba en sus armas. Daban miedo. Sus ojos estaban llenos de desprecio y sus bocas casi se torcían por el orgullo insaciable. Todos, incluso los que nunca los habíamos visto, sabíamos que eran poderosos, invencibles, dueños de la furia que no conocía límites. Nadie podía enfrentarlos, de sus escudos colgaban los dedos de las parturientas que murieron mientras sus tripas se dilataban y se contraían. Esos amuletos alejaban los cuchillos y las flechas, las mazas y las lanzas. Nada podía matarlos, nada podía herirlos.

Ninguno se dignó a mirarnos, sus ojos buscaban a los hombres con los que se encontrarían entre las sombras para enterarse de las traiciones y los odios, de las riquezas escondidas y las conjuras que aún no habían sido descubiertas. Sus palabras eran fundamentales, el Tlatoani las escucharía antes de tomar una decisión de muerte. Una sola bastaba para que el hombre que se sentaba en el trono de Tenochtitlan levantara un dedo y el fuego se adueñara de los pueblos de sus enemigos.

*

Los mexicas eran la sombra, la garra invencible. Muchas veces había oído de ellos, pero su presencia era más poderosa que las palabras tintas de odio y miedo, que los insultos y las maledicencias que se pronunciaban cuando estaban lejos o las que se decían cuando no se miraban. Todos los que pisábamos el tianguis sentíamos cómo nuestras almas se doblegaban ante su soberbia. Los que tenían que pagar para no sentir el filo de sus armas anhelaban la muerte de los guerreros y los comerciantes que llegaron para irse cargados. Todos le rogaban a sus dioses para que le arrancaran las almas al Señor de Tenochti­tlan. Los mayas que estaban protegidos por la selva impenetrable y las flechas certeras también los observaban con muina y coraje, los mexicas seguían siendo unos salvajes que sólo sabían de la guerra y el robo, unas serpientes a las que debían tratar con cortesía mientras se tragaban su desprecio. Era mejor que así fuera; al fin y al cabo, los hombres de las frentes alargadas sólo habían llegado a Xicalanco para comprar y vender. Luego de eso volverían a sus grandes canoas y se adentrarían en las aguas que los llevarían a sus ciudades que estaban muy lejos del puñal del Tlatoani.

Si en esos momentos hubiera cerrado los ojos, habría podido escuchar sus pensamientos: “Muéranse, púdranse, llénense de llagas”, “Muéranse, púdranse y que sus almas nunca lleguen al lugar de los descarnados”, dirían con los labios fruncidos y la mirada fija en otro lado. Es más, estoy segura de que algunos se adentraron en el camino para descubrir sus huellas y orinarse sobre ellas, pero sus deseos no tenían la fuerza que se necesitaba para convertirse en realidad. La ojeriza y el susto, los conjuros que recitaban en las noches y los animales descabezados en los altares nada podían en contra de los hombres búho del Señor de Tenochtitlan. Sus sacerdotes pintados de negro y con el cuerpo cubierto de sangre eran los más poderosos de nuestro mundo. Los dioses siempre estaban de su lado. Nadie podría entregarles tantos corazones como la ciudad invencible.

*

Volvimos. Después de la patiza que no sanó el orgullo del hombre que me engendró, la vida poco a poco recuperó su ritmo. Las costras que teníamos en los labios se fueron cayendo mientras los moretones se diluyeron con el paso de la sangre. Las manos que palmeaban la masa y sacaban los frijoles de las vainas, los ojos que a veces se enrojecían por el humo de los chiles y las tardes que se quedaban atrapadas en la plácida monotonía del huso y el telar marcaban los días. El metate, el comal y el hilo eran nuestras señales, las silentes campanas que señalaban los momentos de nuestra existencia. La salida del pueblo fue un acontecimiento único, un hecho que nunca se repetiría. Yo estaba condenada a ser y seguir siendo la piedra que sostiene el comal.

El recuerdo de Xicalanco se fue borrando y se convirtió en un sueño atrapado por la neblina. Yo hablaba del lugar y mis palabras ya nada se parecían a lo que vieron mis ojos: la ciudad era más grande, los chalchihuites más luminosos y las telas se sentían como si fueran las nubes en las que se sienta el Dios de los teules.

Allá todo era mejor, todo era más claro; acá todo era opaco y triste. Ni siquiera el aleteo de las garzas y los pelícanos que de vez en vez llegaban al río para llenarse el buche era suficiente para espantar la monotonía.

*

Así hubieran seguido las cosas, pero mi destino estaba a punto de torcerse. Cuando ellos desembarcaron, no pude imaginar que mi vida cambiaría. Ninguna profecía anunció el mal que llegaría en el cayuco. En el cielo, la lumbre no iluminó la noche, y en mis sueños tampoco se mostraron las revelaciones de la fatalidad. Los gigantes descabezados no se asomaron para anunciarme las desgracias, y la sucia caricia de las alas de los murciélagos jamás tocó mi rostro para advertirme de la tragedia. La vida seguía su curso y las aguas del río traían lo de siempre. Ellos venían de cuando en cuando y su mala sangre apenas era una nube que nos dejaba unos golpes y muchas maldiciones por el intercambio que nunca dejaba satisfecho al hombre de mi madre.

A pesar del odio que les tenía, los chontales eran los únicos que podían salvarlo. Ellos se llevaban lo nuestro y nos dejaban lo que debíamos entregarle a los mandones. Así había sido siempre y ahora no tenía por qué ser distinto.

El hombre que montaba a mi madre los recibió y dobló el lomo sin que la vergüenza le ardiera. Así era, así tenía que ser.

Se sentaron en cuclillas, ellos apenas hablaban.

Las manos del hombre que me engendró se movían para convencerlos de las razones que dislocaron sus compromisos: las aguas de más o de menos, las muchas muertes, las peores enfermedades y el desdén de los dioses se mostraban con tal de convencerlos de sus fracasos y sus miserias. Él necesitaba sus semillas de cacao, pero nuestros elotes y tejidos sólo le alcanzaban para unas cuantas.

Los chontales apenas lo escuchaban sin conmoverse.

Uno de ellos, sin creer en sus palabras, se puso el dedo sobre la nariz y sopló para sacarse los mocos. Sin oírlo se quedó mirándolos sobre la arena. El tiempo le sobraba. En cambio, el hombre que montaba a mi madre sabía que las urgencias lo atenazaban para arrancarle pedazos de carne: el tributo no estaba completo y tampoco alcanzaba para cumplir las promesas imposibles. Necesitaba que sus juntados crecieran antes de volver con sus amos. Así siguió durante un tiempo, repitiendo el ritual que siempre regresaba a su punto de partida.

Al final, la sonrisa y la mirada del perro que se traga las sobras le iluminaron el rostro, un trato lo salvaría de su desgracia.

Ninguna de nosotras sabía si los convenció de que le fiaran unos cuantos granos de cacao, si logró vender a buen precio nuestras mazorcas o si alcanzó a engatusarlos con el recuento de sus desgracias para que le dieran algo más por nuestras telas.

Yo me conformaba con mirarlo de reojo, por eso no pude adivinar las palabras que salían de su boca.

*

Esa vez no vi lo que tenía que ver, tampoco me enteré de lo que debía enterarme. La oscuridad que me perseguiría comenzó a mostrarse sin que fuera capaz de sentirla.

Sin darles la espalda, el hombre que me engendró regresó a la casa.

Tenía la cara de los que ganan y se salieron con la suya.

—Tú, ven acá —me dijo.

Lo obedecí sin pensar.

Su voz no me daba la oportunidad de contestar.

Me levanté y apenas pude enjuagarme la masa de las manos. El agua de la jícara se sentía espesa, casi rasposa.

—Vete con ellos, ya no eres de aquí —me ordenó sin dar explicaciones.

Tenía que largarme. Mi tiempo había llegado. Yo sólo era un pago más, una boca menos; algo que se intercambia con tal de saldar una deuda imposible.

Traté de buscar a mi madre, pero él lo impidió.

—No hagas esperar a los señores… lárgate, perra, vete para que no te sigas tragando mi maíz —murmuró con las palabras que amenazaban.

Bajé la mirada y salí con lo puesto.

La posibilidad de un palazo en el lomo era suficiente para que no me opusiera.

Me fui sin despedirme y sin que nadie me extrañara.

Ninguno de los chontales me ayudó a subir al cayuco. Me trepé y traté de mirarlos sin que pareciera altanera.

*

El destino me había alcanzado. No hubo necesidad de que el Huesudo se hiciera presente. Los míos todavía estaban vivos cuando me fui del lugar donde el río acariciaba los ojos; cuando volví con don Hernando, ya estaban muertos y nada quedaba de ellos.

No pude mirar sus cuerpos, tampoco pude averiguar en qué paró su destino.

No tuve el valor que se necesita para rascar la tierra y encontrar sus calaveras. Los que nada valen siempre terminan alimentando a los carroñeros, los que todo lo valen son los únicos que merecen lágrimas infinitas.

Malinche

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