Читать книгу Los tiempos de Dios - José Luis Valencia Valencia - Страница 7
ОглавлениеLos tiempos de Dios
“No la busques, va a regresar —decía mamá—. Espera los tiempos de Dios, hijo, y verás que regresa”. Quizá debí escucharla, pero ya entonces tenía mucha rabia y nada de fe. Si ese Dios suyo fuera bueno, no habría dejado que se la llevaran. Si fuera justo, habría matado a los primogénitos de los policías que no hicieron nada para encontrarla o habría convertido en estatuas de sal a los políticos que se están haciendo ricos con el dinero de los narcos. Si es todopoderoso, por qué no la trae de regreso, por qué los que se la llevaron andan como si nada.
No me fío de Dios, mamá no piensa igual: recita el rosario todos los días, va a misa, recibe al cura en casa, le sirve de comer en nuestra mesa, le da el dinero que no tiene. Nunca hablan de mi hermana. Encienden veladoras, rezan, pero no hablan de ella. Le rogué que fuéramos con las familias que están buscando a los suyos, pero no quiso. Está convencida de que mi hermana volverá cuando Dios disponga. Le grité, hoy me arrepiento, pero ese día le grité que ni la resignación ni sus oraciones ayudaban, que Dios no la cuidó, que no hizo nada para que no se la llevaran ni haría nada para que regresara. Le dije que a Él, mi hermana, ella y yo, le valíamos madres. Mamá jaló aire enmuinada, con voz temblorosa exigió que me arrepintiera y me encomendara al Señor. “No, mamá, hace tiempo que dejé de hacer acuerdos con Dios. Ese puto no cumple”. Me miró, primero, como si estuviera observando a un desconocido, después, como si no estuviera ahí, como si no hubiera nadie frente a ella. Fue la última vez que la vi.
***
Ya no duele. Es más como un ardor, a ratos un hormigueo, como cuando pasas mucho tiempo sentado en la taza del baño y luego no puedes apoyar el pie.
No, no es que no duela.
Lo que quiero decir es que al principio dolió tanto, durante tanto tiempo, que ya después parece que no. Ahora estoy agotado, entumido y tengo tanto sueño que a veces creo que ya no siento, pero no es así. Será la oscuridad o el estar amarrado o la camisa húmeda de sangre y sudor, pero ahora mismo no sé si me están pegando o cortando o qué sé yo. Me han hecho tantas cosas que no sé qué, ni cómo, ni por cuánto tiempo.
El día que fueron por mí, pensé que iban a matarme y se me aflojaron las piernas, temblé, sentí la garganta seca, mojé los pantalones. Luego supe que morirme habría sido la fácil, porque después el dolor ya no se fue nunca, se quedó en cada espasmo, en cada gota de sudor, cuando sacudía la silla en la que me tenían encintado, cuando se me fue el aire nomás de ver las pinzas con las que me sacaron las uñas y después dedos de la mano izquierda. O quizá dolió antes, cuando me reventaron los testículos a batazos. O cuando mi cabeza rebotó contra la acera y escuché un tronido seco como el que hacen los cocos al estrellarse. Sí, dolió, pero después, con los días, no sé cuántos, ya nomás se siente lo entumido y el cansancio.
Cuando fueron por mí no sabía que harían lo que hicieron, pero aún sabiéndolo habría ido con ellos. No es que sea valiente ni nada de eso, nomás al comenzar ya quería que se detuvieran: grité, supliqué, lloré, me desmayé, desperté, grité más recio y lloré de nuevo; pero si habían ido por mí, es porque estaba cerca. Pensé eso y en que a ella no le hubieran hecho lo que a mí; que la tuvieran cosechando en la sierra o de mula o de puta. Lo que sea, pero viva, y que no le hubieran hecho lo que a mí.
Ella tenía diecinueve cuando se la llevaron y aunque digan que ya pasó mucho tiempo, que no puede estar viva, que hay que conformarse, yo no puedo. ¿Cómo dejar de buscarla si está solita quién sabe dónde? Y es que cuando el desaparecido no es de uno está fácil hablar y dar consejos, decir que hay que resignarse y darle para adelante. En serio, la gente lo dice como si supieran lo que se siente que un día está y al otro no, y no sabes qué pasó ni quién se la llevó ni qué le están haciendo. Cuando el desaparecido no es de uno, nadie busca, a nadie le importa. Te miran con lástima, te abrazan como a un enfermo que está en las últimas, te dicen pocas y torpes palabras de consuelo, pero nadie te mira a los ojos, es como si temieran contagiarse nomás de mirarte, les aterra pensar que les puede pasar lo mismo, no quieren siquiera imaginar la posibilidad de perder lo que perdemos los que tenemos a un desaparecido. Lo que anhelan es que paremos, porque nuestra búsqueda les recuerda que todos somos culpables de que el mundo sea como es y no quieren ni tantita responsabilidad en eso. No pueden entender que nadie que tenga un desaparecido va a parar. No importa cuánto tiempo haya pasado desde que se la llevaron. No voy a dejar de buscar a Ana porque ella no es una desaparecida más, es mi hermana y voy a encontrarla.
***
A mi hermana no le gusta la escuela, pero ríe mucho. Tiene ojos color miel y mirada alegre. Es bonita, desde siempre mis amigos me decían cuña’o porque es bonita. A ella lo que le gusta es cantar y bailar, siempre brinca al ritmo de la música mientras limpia la casa. En el auto controla la radio, elige canciones, las tararea y mueve los hombros siguiendo el ritmo de las melodías. Cuando niños, nuestros pleitos eran porque no dejaba de cantar en la regadera y ni papá ni yo ni nadie podía entrar al baño. Todos salíamos tarde de casa. Es tierna, pero puede ser una mula necia y rezongona. Nunca ha sido de seguir reglas, así que no tardó en pelear con papá. A los 17 se fue de la casa. Se fue para Manzanillo y consiguió trabajo en la playa. Organizaba juegos en las albercas, bailes y cosas así. Una vez me invitó y me quedé en el hotel donde trabajaba. La pasé tumbado en una silla, junto al bar de la piscina. Ella llegaba ya tarde, después de hacer sus cosas. Se sentaba conmigo, bebíamos mojitos y charlábamos mirando hacia el mar. “¿Verdad que es lindo, hermanito? Por eso no me gusta ir de fiesta ni a los antros, mejor aquí, ¿verdad que es mejor aquí?”. La noche antes de regresar a Guadalajara me dijo que era feliz. Que allí, lejos de todos, era feliz.
Mamá llamó un lunes por la noche. “Tu hermana no contesta el teléfono”. Intenté tranquilizarla, pero el instinto de madre le decía que algo andaba mal. “Hace dos días que no contesta, hijo, dos días”. Prometí buscarla. Le llamé, no respondió. WhatsApp decía que se había conectado por última vez a las 5:54 de la mañana del sábado. En su trabajo dijeron que no podían dar información de los empleados. Su mejor amiga, Karen, tampoco respondía el celular. Yo sabía que Ana estaba saliendo con alguien, pero no tenía ni su nombre ni su teléfono ni idea de dónde buscarlo. Entonces sentí un hueco helado en la panza, quería no pensar que algo andaba mal, que ella llamaría pronto, hasta imaginé lo que le diría cuando apareciera, la pondría en su lugar por asustar a mamá, por asustarnos a todos. En Facebook había publicado una selfie a las 11:54 de la noche del viernes. Estaba en un bar. Se había maquillado mucho, casi nunca lo hacía, parecía más grande pero igual se veía bonita. En la foto tenía esa sonrisa de cuando la está pasando bien.
El nombre de Karen parpadeó en mi celular. Dijo que fueron a bailar el viernes, pero que ella se había ido temprano porque iba a volar por la mañana a Reynosa para visitar a sus papás. Me envió el contacto de Roberto, el novio. “No te preocupes, Ana es así, a veces agarra la fiesta el fin. En la playa es muy normal”, insistió al despedirse. Llamé al tipo. “Mira, yo me fui de viaje y no he hablado con ella. La verdad es que no andamos bien. Pregúntale a su amiguita Karen, ella seguro sabe más. Además, no quiero problemas, ¿entiendes? No sé en dónde está ni con quién se andaba metiendo”. Colgó. Insistí en el hotel, esta vez respondió una chica que no sabía de las reglas del lugar: “¿Ana? Creo que ya no trabaja aquí”. Tomé el primer autobús a Manzanillo. Fui a su departamento. Todo parecía estar en orden. Nadie había estado ahí en días. Pregunté a los vecinos. Ninguno dijo nada útil. Fui al hotel. Sus compañeras se enteraban por mí que Ana no estaba. Almendra, una chica con hoyuelos en la cara, me abrazó y dijo que no me preocupara, que mi hermana aparecería pronto. Fui con el gerente, pero no quiso recibirme. Entré a su oficina pateando la puerta. El tipo se escondió detrás del escritorio hasta que aparecieron dos guardias que me sacaron a empujones.
Pensé en llamar a mamá. No me animé, ¿qué le iba a decir?
***
En sus ojos no había nada. No lo disfrutaba, pero tampoco había angustia ni remordimiento. No era como en las películas, no estaba frente a un vaquero buchón ni panzón ni parecía estar drogado. No había risas ni burlas ni amenazas. Tampoco estaba en una bodega sucia. Era una casa clasemediera, ordenada, limpia, con un cuadro de la Última cena colgado en la pared de la sala. Habían hecho a un lado los sillones; en el lugar de la alfombra había un plástico transparente y encima la silla donde me tenían. El tipo a cargo no tendría más de veinte años y no holgazaneaba: ora me golpeaba las manos con un martillo, ora me daba con la punta de un bate en la panza, ora me ponía una bolsa de plástico en la cara y, así sin respirar, a veces me iba, pero él me regresaba a cachetadas. Luego se detenía para descansar: iba al baño, se lavaba manos, brazos y cara, después se acomodaba en uno de los sillones, tomaba agua en un vaso de cristal, revisaba un celular, sonreía, escribía y comenzaba a canturrear: “Quiero volver a explorar tu cuerpo, / ver tu cara cuando lo tengas adentro”, apretaba los labios, entrecerraba los ojos y bailaba a ritmo de reguetón. Después regresaba a su trabajo. Tomaba el taladro, hundía la broca en mi rodilla, la sacaba, la volvía a hundir una y otra vez, luego la inclinaba de un lado a otro para hacer el hoyo más grande. Después regresaba a las pinzas y se iba directo a los dientes, sacó varios con el tacto de un dentista con parkinson. Sentí los labios húmedos y el sabor amargo de la sangre. Dos, quizá tres veces, preguntó: “¿Cómo llegaste aquí?, ¿quién te mandó?, ¿quién sabe que andas por acá?” Respondí a la primera, antes de que empezara a hacer lo que hizo, pero pronto entendí que, sin importar lo que dijera, él iba a seguir haciendo lo suyo.
Era flaco, pero macizo, se sentía en cada golpe. No parecía ser un matón, ni siquiera un abusón de escuela. De verdad no parecía estar disfrutando lo que hacía, casi podría jurar que se aburría. Era como si quisiera estar en otro lugar y no en lo que estaba haciéndome. Su cara era la de un godínez impaciente que espera la hora de la salida. El tipo me estaba matando y no le importaba porque para él era otro día normal de trabajo y nada más.
***
No pude con la gente que está detrás de los escritorios. Ni con los tipos flacos de corbata barata ni con las gordas de vestido floreado y uñas abrillantadas. No escuchan. Tampoco con los tipos gordos de lente oscuro y pistola clavada en la panza que tendrían que andar buscándola. No les importa. Cuando fui a la Procuraduría de Manzanillo para denunciar la desaparición de mi hermana, dijeron que si ella había nacido en Guadalajara entonces tenía que levantar la denuncia allá. No atendieron argumentos, ruegos, mentadas ni amenazas. Después de tres horas de viaje en autobús y una hora más en taxi recorriendo la ciudad para llegar a la Procuraduría de Guadalajara, la suerte fue la misma: me explicaron que la denuncia se levanta en el lugar donde desaparece la persona, no donde nació; es un asunto de competencias, dijeron. Ya después supe que las agencias se las ingenian para no agarrar casos de desaparecidos porque son muchos, difíciles de resolver y los familiares fastidiamos demasiado. Regresé a Manzanillo ya de madrugada. El turno que estaba de guardia había salido a una diligencia, así que tuve que esperar hasta el día siguiente. Un licenciado me recibió pasado el mediodía. Tecleó mi nombre, mis datos, los de mi hermana y comenzó a preguntar: “¿Y no habrá ido de paseo con algún amiguito? ¿No se habrá peleado con el novio? ¿Pero dice que una amiga cuenta que la muchacha acostumbraba a desaparecer los fines de semana? ¿Y no tenía amigos este… ya sabe, con ropa cara o carros de esos, pues… caros? ¿Oiga, y quién le pagaba la renta y los gastos? ¿Y por qué vivía sola, no estaba muy chiquilla para vivir sola? ¿No se habrá hecho amiga de algún gringo? No lo tome a mal, hombre, es muy normal en jovencitas de esa edad. Oiga, ¿y se drogaba? ¿Seguro que no se metía nada? Piénsele bien. ¿Algún noviecito que se la haya llevado a pasear?” Ese cabrón estaba más ocupado en juzgar de puta a mi hermana que en buscarla. Respondí todas sus preguntas apretando los dientes y aguantándome las ganas de mentarle la madre. “Listo, joven, con esto nosotros empezamos a investigar; pero no se preocupe, en la mayoría de los casos, la muchachita aparece a los pocos días”. Salí de allí sin entender y sin saber que esa entrevista sería la única cosa que las autoridades harían por mi hermana.
Llamé a mamá, le conté todo. No dijo nada. Su silencio me rompió el alma.
***
Quien tiene un desaparecido sabe que el único momento perdido es cuando no se está buscando. Aunque sabía que las autoridades no hacían nada, cada semana iba para personalmente revisar el expediente y asegurarme que no había datos nuevos, porque eso era lo que decían las secretarias cada que les llamaba por teléfono. El ministerio público me trataba peor que delincuente: malas caras, malos tratos y esperas infinitas sólo para repetir que no había avances en la investigación. Visitaba las morgues buscando un cuerpo que pudiera ser el de ella. Llamaba a los hospitales. Iba a reuniones de familiares de víctimas. Fui a todas y cada una de las marchas contra la violencia: por los 43, por Javier Valdez, por Mara. Cada que en las noticias se hablaba de alguna fosa clandestina, me sumaba a las caravanas de familiares que iban hacia allá con la esperanza de no encontrarla enterrada ahí. Empecé a ir a tables para hablar con las bailarinas esperando atrapar alguna historia de trata que me diera una pista sobre Ana.
Andaba como el perdido: el que busca, a todas va.
Yo iba por todas.
Le pedí a un amigo periodista que contara la historia de mi hermana. “Si quieres escribo algo, pero antes piénsale bien, porque, al chile, publicar la historia de otro desaparecido no tiene mucho sentido y es peligroso para tu familia. Eso se hacía hace seis o siete años, pero ahora ya no es nota, hay demasiados. Piénsale bien, ¿vale la pena poner en riesgo a tus jefes? Esta raza que se lleva gente no se anda con mamadas. Piénsale, compadre, porque además no creas que va a ser la gran nota, acá en el periódico no nos dejan poner nota roja en primera plana. Los dueños dicen que dejamos en mal a la ciudad. Se oye culero, pero así son los Del Castillo, qué te digo. Entiéndeme, no es mala leche, pero uno tiene que comer y pos ya no quedan muchos periódicos donde escribir”.
Almendra, la chica de los hoyuelos, me mandó un whats contándome que había conseguido un trabajo fuera del país, pero que no podía irse sin decirme algunas cosas sobre Karen. “Ella se la pasaba de fiesta con gente de dinero, gente rara, ¿me entiendes? Y luego se empezó a llevar con engaños a otras de las chicas del hotel para presentarlas con sus amigos ricos. Llevó a tu hermana el fin de semana que desapareció. Yo le dije a Ana que tuviera cuidado con Karen, pero ella la quería mucho y no me creyó. Siento no haberte contado antes, pero estaba asustada. Esa gente es peligrosa. Cuídate”. Llamé a Karen y la confronté. Ella negó todo. Avisé a la policía. Me dijeron que investigarían. No lo hicieron. Un amigo consiguió información de la Procuraduría en Tamaulipas: Karen tenía denuncias por extorsión en Reynosa y Ciudad Victoria. Entregué copias de las averiguaciones a las autoridades y prometieron que la citarían. No lo hicieron. Un amigo me consiguió una reunión con el fiscal de Colima. “¿Cómo que no la han interrogado? No se preocupe, yo mismo me encargo de que la detengan. Pos cómo no, la niña esta es una fichita. Yo me encargo, no se apure”. Nadie habló con ella. Karen se fue de Manzanillo y ahora trabaja en un hotel en Puerto Vallarta.
Me mudé al departamento de Ana. Uno de los vecinos se ablandó y me contó que pocos días antes de su desaparición, mi hermana había discutido con Roberto. También me dijo que la madrugada del día en que desapareció, éste había ido a buscarla y que se fue enfurecido al no encontrarla. Fui a hablar con los meseros del bar. Uno dijo recordar que Roberto sorprendió a mi hermana bailando y quiso llevársela a la fuerza. Ella se negó y Roberto se fue echando humo. Pregunté si le había dicho eso a la policía. “No, carnal. Nadie ha venido a preguntar nada, eres el primero”. Busqué a Roberto, le dije lo que sabía. Él respondió que mis problemas eran sólo míos, que no lo involucrara. Que, si mi hermana se había metido de puta, era cosa de ella. Nos agarramos a golpes. Alguien llamó a la policía. Nos detuvieron. A él lo soltaron nomás llegando a la estación. “No, joven, es que el tío del señor es muy amigo del alcalde. Ya sabe usted cómo es esto”, me explicó el policía de guardia. Yo me quedé dos días detenido.
En estos tiempos todos conocemos a un tipo o alguien que conoce a alguien que conoce a un tipo. Puede ser un halcón, un sicario, un patrón, o la esposa, el hijo, la comadre o el vecino, pero siempre hay alguien que conoce a alguien a quien se le puede pedir un favor. Contacté a uno de esos tipos. Me aconsejó que no le moviera, que a mi hermana ya la habían matado y que el cuerpo no lo iba a encontrar. “No tiene caso saber por qué ni quién. A esa raza no la puedes tocar ni tú ni la policía, carnal. Ora, si tienes varo, yo conozco otra raza que se los puede levantar y, pos ojo por ojo, ¿qué no? Nomás va a costar, pues, ¿te avientas?”
***
En las marchas conoces gente buena. Yo encontré a Karina, una chica pequeñita pero briosa, con voz delgada pero unos güevos que ya quisieran dos que tres cabrones. Ella también anda buscando a una hermana, Erika, tiene dos años desaparecida. Las autoridades han hecho con ella lo de siempre: nada y estorbar. Pero Karina no se detiene. Ha intentado de todo: denuncias, encuentros con delincuentes, detectives, perros buscadores, videntes, todo. “No está muerta, m’ijo; ella es deportista de alto rendimiento, entrenadora, por eso creemos que se la llevaron para que entrenara muchachas de las que usan para prostituirlas. Tengo una buena pista de un grupo de trata de Polonia. Desde allá vienen los hijos de la chingada para llevárselas”.
Karina me contactó con alguien que consigue los registros de los celulares de personas desaparecidas. “Eso tendría que hacerlo el emepé, pero ya ves que valen pa’ pura madre”, dijo. Así conocí al Javis, un cincuentón de bigote y peinado a la Freddy Mercury, pero vestido de saco y corbata. Quedamos de vernos en la Minerva, afuera de La Playa. Yo tenía que estacionarme, comprar una botella de Bacardi blanco y regresar al auto. Lo hice. Al regresar, el Javis ya estaba en el asiento trasero. Me pidió la botella, me entregó los registros de llamadas de Ana. Dijo que no me cobraría porque Karina le aseguró que yo era de los buenos. También me aconsejó aceptar que mi hermana no estaba viva ni muerta, nomás no estaba. “Confórmate con eso, muchacho. No es irte por la fácil, es no arriesgar a dejar a tus padres sin otro hijo. Acuérdate que el que busca, encuentra, y encontrar no siempre es bueno”. Le dije que no podía ni quería dejar de buscar. Punto. “Está bueno, muchacho, mira, ahí en los papeles que te di también está la última localización del celular de tu hermana. Piensa bien lo que haces, no seas pendejo. No creas que la policía no tiene esta misma información. Si no la han buscado, es por algo. Abusado”.
Qué otra cosa podía hacer si no era ir al lugar donde había estado encendido el celular por última vez.
***
Cuando sabes que se murió, pos se murió y ya. El cadáver al menos da la certeza de que se acabó y el consuelo de una tumba que visitar. Tarde o temprano llega la resignación. Pero si no sabes, si no tienes ni cuerpo ni cenizas ni nada, te quitan todo. No saber es como morirse sin dejar de andar. Lo vi en mis papás, que en cosa de días les cayeron los años encima. A mi viejo se le fueron las ganas de todo, la tan esperada jubilación lo dejó hundido en el sillón de la sala, sin luchar, sin hablar, con la mirada rota. Mamá no permitía que nadie hablara de mi hermana como si estuviera desaparecida. Si le tocaban el tema, ella sacaba fotos de Ana, se las mostraba y les contaba qué buena hija era. Mamá se comportaba como si realmente creyera que Ana no estaba desaparecida y no tenía la menor intención de buscarla. Esa era chamba de Dios. Yo no puedo eso, a mí nomás me queda seguirle a pesar del tiempo, las amenazas y la indiferencia de quienes tendrían que estar buscándola y no tratarla como un expediente amontonado en un escritorio. Yo no puedo hacer lo que mis viejos. Yo tengo que buscarla, porque mientras hay vida, hay esperanza. No es que no esté cansado o que no duela, pero, cómo dejar de buscarla si crecimos juntos, yo la cuidé, le cambié pañales. ¿Toda una vida juntos y dejar de buscarla así nomás? No, yo no podía.
***
Me llegó el sueño. Entre la hinchazón, el sudor y la sangre, ya no puedo abrir los ojos. Ora sí no siento nada de nada. Nomás cansancio y sueño. Voy a dejar los ojos cerrados un rato. Ahora que pararon, dejaré de gritar para descansar la garganta. Tampoco voy a pensar, la cabeza también necesita parar. No me estoy rindiendo, es nomás un respiro. Hasta ellos están tomándose más tiempo del acostumbrado para regresar a hacer lo que me hacen. Casi me quedo dormido, pero escucho el ruido de una puerta que se abre. Pasos, risas. “Llegó el patrón”, dice alguien. Levanto la cara, entreabro los ojos. El patrón usa una gorra brillosa, playera vaquera y botas verdes oscuras. “Acá está la oreja, Viejón”, dice alguien señalándome. El Patrón me observa, levanta las cejas con decepción. Mira a sus sicarios, sacude la cabeza y se va sin pronunciar palabra.
“Híjole, pariente, nos equivocamos. El Patrón quería que levantáramos a otro güey. Un bato que anda buscando a una de sus novias. Y pos como andabas de preguntón pensamos que eras tú. Ah la verga, pos qué te digo, compadre. A’i disculpa el repasón que te dimos y pos pa’ qué andas asomando la cabeza ‘onde no debes”. Uno se empezó a reír. “Pos qué traes”, preguntó el otro. “Pos ve la putiza que le acomodamos a este pobre cabrón y nomás de a gratis, a lo puro pendejo”.
***
Doña Carmen sale todos los días al portal de su casa, siempre de tres a siete de la tarde. Se sienta a esperar a sus hijos. “Ya volverán, ya verán, los dos van a regresar”, dice a los vecinos que se han acostumbrado a mirarla bajo el sol o resguardándose de la lluvia con un paraguas anaranjado. José, su marido, murió de cáncer en el estómago hace más de un año. “Fue la tristeza, ya le hacía falta abrazar a los niños. Tristeza y falta de fe, porque él creía que ya no iban a volver. No me lo dijo, pero en su mirar había mucha resignación de la mala”. Carmelita, como le dicen los niños del barrio, nunca ha pisado la Procuraduría ni ha hablado con la policía, no ha dado ni una sola entrevista ni visitado las morgues. No ha hecho nada de las cosas que hacen los que tienen un desaparecido porque ella no está buscando a sus hijos, los está esperando. “Yo sé que están vivos y que vendrán cuando Dios disponga. Por eso estoy en calma, ellos van a venir a casa y vamos a cenar juntos, como antes. Y ya que estén aquí, a lo mejor nos cambiamos de casa o nos vamos para el pueblo, ya tengo su maleta hecha, una para cada uno. Sí, mejor no estar mucho más aquí. Pero ya verá que regresan, los tiempos de Dios son perfectos, nomás hay que tener paciencia y esperar”.