Читать книгу La dulce espía navarra - José Luis Velaz - Страница 11
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A la reunión en casa del señor Blanchard, además de Julián Echániz, asistieron también su leal camarada François Martinet y Jean-Pierre Courtois. En un saloncito interior, Blanchard, desplegó una pantalla sobre un trípode y de un bote metálico de películas Eastman Kodak, sacó una en 8 milímetros que dispuso sobre un proyector.
—Vamos a ver una película que nos ha pasado Cabeza de Ajo procedente de la Embajada británica en Madrid, realizada por agentes del MI6. No tiene desperdicio. Fijaros bien. Luego comentaré los objetivos.
Sobre un fondo negro aparecieron unas letras en blanco: «Pamplona. Domingo 7 de julio de 1940». Un nuevo fundido sumido en una intensa negrura enmudecida parecía anunciar que, seguidamente, vendría la grabación de la estela de una historia para la posteridad. El silencio era total. Tan solo se escuchaba el runruneo que provocaba el paso de la película por el proyector. En efecto, las primeras imágenes mostraban el ambiente festivo en las calles de Pamplona, repletas y animadas por una muchedumbre que celebraba los últimos sanfermines mostrando su entusiasmo de forma pletórica y eufórica. Entre la gente se observaban grupos de soldados del Tercer Reich disfrutando de la fiesta. A continuación, de forma impactante, la película conducía al espectador hasta el recorrido del encierro cuyos fotogramas lograban transmitir, de manera sorprendente, la tensión que se palpaba en los mozos que corrían delante de los astados hasta su conclusión en la plaza de toros. Tras ello, las imágenes seguían ofreciendo escenas típicas de la fiesta y el alborozo que las acompañaba, como el Riau-Riau o el pasacalles de la comparsa de los gigantes y cabezudos.
La cámara, a continuación, desde el Ayuntamiento de la ciudad, en cuyo balcón destacaba la esvástica, pasaba a ofrecer la acogedora recepción de las autoridades a los mandos germanos a quienes se les ofrecía un vino de honor. Luego, en la calle, podían verse animadas pandillas de mozos mezcladas con soldados nazis, intercambiadas gorras militares con boinas rojas, entre tragos de bota y bailes de jotas. Y al filo, en el Consulado alemán de la calle San Ignacio, engalanado con imponentes estandartes con la cruz gamada, la bandera de la Falange y la Cruz de Borgoña, las imágenes seguían mostrando similares actos de jolgorio y fraternidad.
Tras unos segundos de un nuevo fundido en negro, y de los característicos cortes enlazados del montaje de la cinta de celuloide, apareció la plaza de toros abarrotada. De una vista general, filmada desde lo más alto, se daba paso a planos largos y luego a otros más cortos, en una secuencia en la que se reflejaban rostros de hombres y mujeres animados en las gradas hasta converger en la figura del torero que, en el centro de la plaza y entre los olés del público, en ese momento lidiaba al toro. De algunas balconadas caían desplegadas las enseñas del Tercer Reich. En el palco, junto a las autoridades locales que presidían la corrida, podían distinguirse los atuendos de determinados jefes militares nazis que lucían relucientes medallas. Y entonces, entre el clamor de la plaza, el torero acercándose a la barrera cercana a la tribuna, con gesto tan elegante como elocuente, brindó el toro al jefe castrense del Tercer Reich de las tropas desplazadas a la capital navarra. La multitud que llenaba la plaza puesta en pie bajo los sones del himno nacional español y el Deutschland Über Alles alemán aplaudía enfervorizada, con el brazo levantado, a los militares invitados por las autoridades.
El documental finalizaba con noticias y fotografías destacadas por la prensa local, absolutamente germanófila en ese momento, relacionadas con la visita nazi en el día grande de la fiesta, en su primera edición tras la efeméride; en las que, entre otras, se referían a la asistencia, para relajar las tensiones de la guerra, de más de trescientos soldados del Tercer Reich. Una gran foto en portada del Diario de Navarra, junto a la de la procesión de San Fermín, mostraba el saludo, mano a la frente, del jefe militar nazi al torero Curro Caro, con traje de luces y pañuelo rojo al cuello, después de que este le hubiera brindado el toro desde la arena del coso. Del mismo modo aportaban contenido sobre todo ello el diario ABC o el falangista Arriba España que, en 1936, había ocupado las instalaciones del nacionalista La Voz de Navarra.
—Fiesta, sangre y tragedia se unen una vez más —dijo Blanchard al término de la proyección, poco más que susurrando, ante el mutismo de los reunidos—. Bien. Voy a rebobinar la cinta para lo que hoy nos ocupa…
»El hombre de la derecha que aparece junto al coronel alemán. Ahí, en la recepción del Ayuntamiento, con la copa de vino en la mano, es nuestro hombre. Se llama Veldarrain. José María Veldarrain. Natural de una localidad de Tierra Estella regenta desde hace años una librería en el casco viejo de Pamplona. Preside la Asociación de Comerciantes de la comarca y tiene muy buena relación con la corporación municipal, en especial con el alcalde José Garrán; que es el que está al otro lado del coronel… Este otro, junto al alcalde, es el concejal Joaquín Ilundain, quien precisamente lanzó el chupinazo de las fiestas.
»Pues bien, nuestro hombre, vivió y estudió siendo adolescente en Berlín al tener su familia que desplazarse allí por motivos de trabajo de su padre, descendiente de rancio abolengo carlista. Cuando terminó el bachiller comenzó a trabajar en una factoría de automóviles en Alemania. Se casó con una joven alemana y en 1935 regresó con su mujer y una hija a Pamplona. Con el dinero que había ahorrado montó la librería.
»En estas otras imágenes, en el Consulado alemán, lo vemos charlando amigablemente con el cónsul y esos oficiales alemanes que los rodean, todos ellos saboreando el vino español, con una copa en la mano. Con el cónsul tiene gran relación por su pasado en Alemania, además, claro está, por el hecho de que su esposa sea natural de ese país y su hija haya nacido también allí…
—¡Un momento, para por favor! —exclamó Courtois—. Esos oficiales… ¡Claro! Me preguntaba yo, de qué les conocía… Ese es el capitán Hermann Bauer de la dotación de Biarritz, y a su izquierda el teniente Ralf Weber, implicado en el secuestro y asesinato, con ritos satánicos nazis, de Sara Garmendia, en la gruta de Lourdes Txiki, en la subida del monte Igueldo… —Los perfiles de Blanchard y Martinet, iluminados por el haz de la luz del proyector, asintieron—… Nunca lo podré olvidar… ni perdonar. La impliqué yo, por nuestra amistad, para que nos ayudara en la información con el teniente Weber, del que, en realidad se había enamorado… ¡Nunca me lo podré perdonar ni perdonaré a esos asesinos!
—No sigas atormentándote. Ya no sirve para nada. En estos tiempos de bruma el odio nos empaña la mente que necesitamos mantener fría y lúcida para vencer —dijo Martinet.
Tras unos segundos en silencio, Blanchard, prosiguió:
—También vemos aquí a nuestro hombre. En el palco de honor de la plaza, junto a las autoridades. Voy a detener la proyección y ver si puedo ampliar un poco el tamaño de la imagen… Así… Se distingue bien aunque se pierde definición y nitidez… Aquí, como podéis observar, se encuentra a la derecha del coronel…, y si pasamos un poco…, lo vemos charlando animadamente con él.
»Sin embargo, Veldarrain, a pesar de la apariencia, en su interior, reniega de Hitler y el nazismo, habiendo llevado a cabo desde hace algunos meses, por su influencia, en especial en círculos germanos de la zona, importantes actuaciones para el MI6 británico.
»Así, ha transferido a la Gestapo cierta información, como si hubiera sido conseguida a través de sus relaciones comerciales, cuando en realidad no era sino canalizada y proporcionada a cuentagotas por el MI6, con el fin de obtener su confianza y acceder a conocimientos que ahora empezaban a dar sus frutos.
—¿Empezaban? —pregunta Echániz mirando a Blanchard, pero este en lugar de contestar se acerca a un interruptor, enciende la luz del salón y se dispone a sacar la película del proyector.
—Hace dos semanas que nadie sabe nada de él —prosigue Martinet—. Nos tememos lo peor. Agentes del MI6 están siguiendo la pista de Veldarrain. Nadie sabe nada. Una tarde salió de la librería antes de lo habitual diciendo a su hija que comunicara a su madre que no lo esperaran para cenar. Tenía una reunión y llegaría tarde. Desde entonces no ha aparecido.
—En un par de ocasiones fue visto en compañía de esta mujer. —Blanchard ha cogido un sobre de donde extrae unas fotos en blanco y negro, tamaño 13x18 centímetros, que entrega a Julián Echániz.
—Ummm. Muy guapa —dice Echániz.
—Y probablemente muy peligrosa —dice Blanchard—. Se conoce muy poco de ella. Que tiene veintitantos años y poco más. Sin embargo no parece casual que el MI6 la confirmara como la discreta amante del subsecretario de Asuntos Exteriores Mariano Cominza, de tendencia anglófila, miembro de diversas comisiones secretas y al parecer amigo de la inglesa Rosalinda Fox a la que se le atribuía un affaire sexual con el cesado ministro Beigbeder y que resultó ser una agente del servicio secreto británico. Cominza, casi cuarenta años mayor que ella, desapareció sin dejar rastro. El MI6 dispone de fotografías de ambos en un vehículo el día anterior a su desaparición.
—Una verdadera joyita con una cara bonita y un cuerpo elegante y delicado —apunta Echániz observando atentamente las fotos.
—El MI6 ha logrado localizarla —continua Blanchard—. Hace unos días fue vista en Vitoria, en compañía de dos hombres. Y estos han sido identificados como destacados miembros de la extinguida Milicia Ciudadana de Vitoria que actuaron durante la guerra en labores de policía e investigación y de información y detención de vecinos.
—Precisamente —añade Martinet—, Veldarrain llevaba un tiempo intentando tejer una red en la línea Pamplona - Estella – Vitoria, con contactos que tenía en estos lugares.
—El MI6 por nuestra penetración e injerencia en la zona nos ha pedido la colaboración —concluye Blanchard.
Echániz mira a Martinet, a Courtois y finalmente a Blanchard, luego dice:
—No sé por qué, pero creo que tengo misión.
—Así es —dice Blanchard—. El próximo sábado se ha organizado en el Hotel Frontón de Vitoria de la calle San Prudencio número 7, una fiesta homenaje a la Milicia y de hermanamiento entre el régimen y el Tercer Reich, tras la importancia que tuvo Vitoria como base aérea de la Luftwaffe en la Guerra Civil y en concreto ese hotel para el jefe del Estado Mayor de la Legión Cóndor, Von Richthofen. En sus salones este dio las últimas instrucciones a los pilotos la víspera del bombardeo de Guernica. Asistirán algunos jefes nazis del destacamento de Biarritz, el cónsul de Alemania en Bilbao Friedhelm Burbach, el jefe del partido nacionalsocialista de la capital donostiarra, señor Beissel, y otros destacados miembros. Estarán el alcalde saliente de la ciudad Santaolalla, así como el recién nombrado José Lejarreta y reputados representantes del régimen. Hay claros indicios de que ella también asista.
—Esperemos que nadie me reconozca. El asalto de Pancorbo fue muy sonado.
—No tanto, solo a ciertos niveles secretos, pues las autoridades lo ocultaron. No podían permitir semejante humillación... Tenemos todo preparado. No cabe duda que es una operación de alto riesgo, pero necesaria…
»Esta es tu nueva identidad —dice Blanchard al tiempo que entrega un pasaporte americano a Echániz—: Michael Morrison. Un acaudalado americano que simpatiza con el régimen franquista y las posiciones germanófilas, lo que no duda en demostrar con generosidad. La Embajada americana ha ayudado y está al corriente, aunque quedará al margen si cualquier problema. Courtois, con sus enlaces comerciales, a través de sus bodegas de la Rioja alavesa, te presentará como un inversor con especial interés en la zona. El objetivo no es otro que consigas acercarte a esa mujer para obtener información. Hemos pensado que a tus dotes naturales como seductor le vendría bien revestirlas de lujo y dinero. Una mujer como esa creo que apreciará, especialmente, esto último.
—¿Solo información? ¿Ese es el objetivo? —pregunta Julián Echániz.
—En principio sí. Los acontecimientos señalarán los siguientes pasos. Dependerá de arriba —dice Blanchard, indicando con el dedo hacia lo alto—. Aunque, visto lo visto, no sería descabellado pensar que la acción se extienda a algo más. Y cuidado, pues no será difícil que ella intente eso mismo contigo.
»Además de Courtois, contarás con Martin y Pablo, el agente M-28, a quienes conoces de la operación Gavilán en Madrid contra el ministro. El primero acaba de entrar a trabajar como camarero en el hotel Frontón. El segundo rondará tu círculo.
—Últimamente… estas misiones…, parece que se me está degradando.
—Un agente, como un soldado, nunca debe despreciar las acciones que se le encomiendan. Todas son importantes y necesarias —dice Blanchard.
—Ya, pero en principio fui captado por mi buen hacer con las armas, todavía echo de menos aquellos días gloriosos en el club de Ulía.
—Somos dichosos de contar con alguien que además de bueno con las armas, habla perfectamente varios idiomas, es disciplinado y capaz de muchas otras cosas, como esa relación especial con el sexo femenino… Tienes dotes y lo llevas en la sangre. Quieras o no, es parte de tu propia historia —concluye Blanchard.
—¿Cuándo salgo?
—Mañana, en el expreso de las 17:00 —responde contundente Blanchard—. Este es tu billete. Se te ha reservado una habitación por tiempo indefinido en el mismo hotel. Aquí tienes dinero suficiente para el nivel de vida que se supone. Si fuera preciso habría más. Quédate bien con la figura y cara de esta mujer.
—Es inolvidable.
A continuación Martinet le proveyó a Julián la clave, a través de un novedoso sistema secreto, para la reproducción de mensajes que le pudieran enviar a través de los anuncios breves de un periódico.
—Pues bien. Eso es todo. Buena suerte. Estarás en contacto con el grupo diariamente —concluyó finalmente Blanchard la sesión, al tiempo que todos se levantaban—. ¡Ah! Por cierto Julián, no olvides llevar un buen abrigo. En Vitoria hace frío. Ayer diez grados bajo cero y nieve.
El anochecer se antojaba tranquilo. Julián lo aprovechó para ir caminando al borde de la bahía de la Concha. El día claro y azul, aunque fresco, dejaba una bonita puesta de un sol anaranjado posando suavemente sobre el mar, tras la isla Santa Clara. Fue andando hasta el Boulevard, luego cogió el tranvía eléctrico que lo acercó a la villa de Ategorrieta. La verja exterior se hallaba cerrada y tras cerciorarse que dentro no había nadie la abrió con la llave que Alicia, la hija del general, le había dejado mientras durara su estancia en la capital donostiarra. Era una suntuosa villa cercada y rodeada por un lustroso jardín de manto verdoso, propiedad de un importante industrial bilbaíno amigo del general, cuya familia la aprovechaba para determinadas estancias en San Sebastián, como esta semana lo hacía su hija. Sin embargo, a Alicia, no le haría mucha gracia cuando se enterara que al día siguiente tenía que irse. En cualquier caso, pensó Julián, esta noche sabría cómo hacerla disfrutar y sonrió. Nada más entrar se apresuró a encender el fuego en la hermosa chimenea que dominaba el gran salón cuyas paredes mostraban grandes óleos de bellas marinas del siglo anterior entre estantes, de una noble biblioteca de cerezo, repletos de libros, jarrones y recuerdos de viajes exóticos. Una vez prendida la lumbre introdujo dos troncos de haya y uno de roble. Luego llenó una gran bañera con agua caliente y espumoso gel de suave azahar. Se desnudó y se dispuso a tomar un baño relajante. Cuando Alicia entró y sintió la calidez del fuego que ardía llamó a su amante. Al verlo en la placidez del baño lo besó en los labios y agitada por una respiración entrecortada le susurró que la esperara. Fue a la cocina, llenó una bandeja de fresas y cogió dos copas y una botella de champán. Mientras Alicia se desnudaba, de vuelta en la sala de baño, ya se oía la suave melodía que con la voz de Billie Holiday llegaba desde el salón y, cuando se introdujo dentro de la bañera junto a Julián, también podía oírse el crepitar de las llamas del fuego de la pasión.
Al día siguiente amaneció una ciudad con tonos grises que el cielo cubierto rociaba tan mansa y suavemente, en un leve y continuo sirimiri, que incluso parecía hacerlo con cariño. Mientras Julián iba en el taxi hacia la estación del Norte se entremezclaban sus pensamientos, el porvenir que lo esperaba, donde cada día que pasaba vivo sonaba a victoria junto con los de la salacidad de la larga noche, en la que apenas había dormido, que le llevó a recordar aquella otra, en Madrid, en compañía de Alicia en vísperas de casarse, en un hotel cercano a la estación donde al día siguiente conocería a Marie Etchepare ante la operación Gavilán.
No había cogido paraguas. El sombrero colocado con estilo, un tanto ladeado, que cubría su negro cabello incrementaba la oscura tonalidad del día gris que se apagaba en la tez donde resaltaban unos ojos azules, claros y resplandecientes. La gabardina beis, larga, ajustada por un cinturón anudado, con los cuellos levantados, dejaba al descubierto una fina corbata que parecía aún más negra sobre la camisa blanca. Solo llevaba una maleta, pero su pistola favorita, la que había pertenecido a su padre, se hallaba presta, a la altura del corazón, de forma idónea para poder ser utilizada en cualquier preciso momento.
Un mozo del hotel fue a recibirle a la estación con un carro para transportar el equipaje. La calle San Prudencio de Vitoria vivía un incesante ajetreo y el gran hotel Frontón de Vitoria se encontraba muy animado ante la fiesta que iba a celebrarse al día siguiente. Se hallaba al completo, no solo la instalación principal sita en el número siete, sino también la denominada sucursal, un establecimiento accesorio que se hallaba en el número dos de la misma calle, esquina con San Antonio. Tras alojarse en su habitación y antes de trasladarse al restaurante del hotel para cenar pudo ver que algunos pasillos y el salón principal para el ágape se hallaban ya adornados con grandes banderas nacionales acompañadas de esvásticas nazis y estandartes del Tercer Reich, junto con otros de la antigua Milicia Ciudadana de Vitoria.
Una cena frugal, un último vistazo por el interior del hotel con el fin de familiarizarse con el lugar de la acción y vuelta a la habitación para descansar. De momento tampoco quería hacerse ver demasiado por lo que prefirió retirarse temprano. El día siguiente se antojaba largo, misterioso, peligroso e inescrutable pues, desde luego, no sabía qué le podría deparar.