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PÓRTICO

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En los laberintos se indaga la salida. La entrada carece de importancia. En eso se asemejan a la vida, a los ríos, a los errores, a la mirada de una mujer. En eso se diferencian del cielo, del infierno, de la risa y de los poemas.

¿Por dónde salir del laberinto? Cuando alguien advierte que busca una salida, se sabe ya inmerso en la maraña de ciénagas del sentimiento donde se trastornan las personas, pero intuye, a ciencia cierta, que no buscó ni solicitó ni indagó la entrada.

Los laberintos, más que en lugares, se ubican en los recuerdos y los presentimientos, en ese espacio sutil por donde discurre la memoria y, técnicamente, da igual que sean reales o imaginarios.

Incluso cabe pensar en laberintos múltiples o entrelazados, formando combinaciones en el plano o en varias dimensiones, porque traban entre sí, como escamas de pescado, imbricación se denomina, múltiples hechos, no todos ellos fantásticos.

Quien se sumerge en un laberinto adquiere de sí la percepción de sí como lo ajeno, una dificultad más para intentar algún algoritmo o sueño con el que pretender la salida, porque la amargura de no alcanzarse constantemente apenas permite caminar por sus vericuetos, y en un laberinto no se encuentran lugares de descanso o acogida; proseguir siempre constantemente impelido, a la intemperie, caracteriza la intensa opacidad de sus paredes y la angostura; en ocasiones no se puede caminar de frente.

Ahí estás, dentro, sin aquí o allí, en la espesura de un continuo comienzo.

Y en el laberinto habita el Minotauro. En todos los laberintos habita el Minotauro. En su centro.

Y el Minotauro come carne de mujer

El Minotauro come carne de mujer

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