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CAPÍTULO I

JUDAS, EL MALDITO

No es el primero cronológicamente, pero quién duda de que el gran traidor de la Historia, el prototipo por excelencia de este pecado que se encarna en su confusa figura, es el mil veces maldito Judas Iscariote, compañero del profeta judío Jesús de Nazaret y, probablemente muy a su pesar, verdadero disparador de una nueva fe que habría de extenderse por los cuatro rincones del mundo.

Como vimos en la introducción, el judeo-cristianismo hace de la traición el eje de gran parte de su doctrina. A Judas no le faltaban modelos ejemplares: Lucifer, Lilith, Eva (y por delegación Adán), Dalila, Abimelec... En realidad el texto canónico judío que nosotros conocemos como Antiguo Testamento es, entre otras cosas, un gran compendio de traiciones más o menos graves. En cierto modo el pueblo judío, tal y como aparece retratado en su propia mitología, se complace en traicionar a Yahveh una y otra vez: el argumento principal de esa colección de libros terribles es la constante dejadez de un pueblo hebreo que se cansa de adorar a un dios que premia muy mal. Por eso el Todopoderoso, incansable en su afán de enderezarlos, les envía profetas, reyes, jueces, generales y mesías de toda clase, pero el éxito es siempre breve: pasado un tiempo después del escarmiento los judíos vuelven a las andadas en ese eterno ciclo de «traiciones».

El dios hebreo se muestra munífico en castigos, pero ni por ésas, y así no es de extrañar que llegado el momento culminante de la historia sagrada el personaje determinante del relato sea un traidor. Sin embargo, la traición de Judas presenta un rasgo importante que la diferencia de la mayor parte de las grandes traiciones históricas: mientras que el traidor, por lo común, traiciona por despecho, venganza, interés económico, patriotismo, amor o incluso aburrimiento, Judas lo hace por necesidad. Harto ha tratado este tema tan espinoso la teología cristiana y, como es lógico, las conclusiones no han sido relevantes, aunque sí peligrosas, pero de lo que no cabe duda es de que sin la traición de Judas, Jesús sería hoy un perfecto desconocido.

El nombre completo de Judas era Judas Iscariote. Resulta curioso que el nombre Judas signifique en hebreo «alabado». Sobre el apellido Iscariote, se cree que podría ser una deformación de «sicario», el grupo armado que luchaba contra la ocupación romana. Sin embargo, no parece probable que Judas fuera miembro de esa secta.

Judas Iscariote era hijo de Simón, diferente, por tanto, de Judas Tadeo (santo milagroso, pero no lo suficiente para que su nombre se use entre los cristianos; los judíos, sin embargo, siguen empleando habitualmente este nombre, en hebreo Yehuda), otro de los doce apóstoles originales. Se le considera de mayor edad que el resto de discípulos de Jesús, por lo que se le confió el cuidado de los fondos de la orden. Era también el más beligerante de todos y el único que discutía los a menudo incomprensibles actos del profeta nazareno. Los Evangelios, en realidad, no dan demasiados detalles sobre él, pero si hemos de creer lo que dice la tradición, los demás apóstoles no se llevaban bien con el apasionado Iscariote. Jesús, sin embargo, le tenía como a uno de sus preferidos, quizá porque era el único con personalidad propia y valor.

En el momento de la predicación de Jesús el reino de Judea era vasallo de Roma. El rey judío, una marioneta, apenas desempeñaba funciones administrativas. De hecho, en el momento de la captura de Jesús el gobernador romano Poncio Pilato gobernaba Samaria, Judea e Idumea tras la deposición del reyezuelo Arquelao, hijo de Herodes el Grande (el de la matanza de los Inocentes), mientras que Galilea y Perea quedaban bajo mando del otro hijo de Herodes, Herodes Antipas, quien hizo asesinar a uno de los amigos de Jesús, Juan el Bautista.

Este panorama político tenía descontentos a los judíos, quienes, a diferencia de otros pueblos sometidos en el Mediterráneo, no admitían de buen grado la pérdida de su independencia, y en concreto les molestaba la laxitud romana con respecto a la religión. Su dios, Yahveh, no debía ser incluido, como tantos otros, en el Panteón de los romanos, ya que su concepción cerradamente monoteísta no admitía tal sacrilegio.

La explotación de los recursos de Judea por los invasores, las tropelías inevitables en este tipo de situaciones y la rapacidad de los reyezuelos títeres tuvieron también mucho que ver en el malestar del pueblo, pero las consideraciones teológicas, en una nación de larga historia acostumbrada a las desviaciones de la ortodoxia, también fueron importantes.

La ocupación romana de Judea no resultó pacífica: grupos de patriotas, como los zelotes y los sicarios, se enfrentaban a los legionarios con poco éxito pero con decisión. En esa misma época comenzó a difundirse la leyenda del Mesías, una antigua profecía según la cual al final de los tiempos un líder invencible unificaría a todos los judíos y les otorgaría un reino duradero, poderoso e independiente. «Mesías» sólo significa «enviado» (de Dios) y, por lo tanto, era un título poco delimitado y de fácil adjudicación. De hecho, durante los años anteriores y posteriores a Jesús hubo innumerables santones, rebeldes y bandidos que se autotitularon a sí mismos como el esperado Mesías.

Judas, ansioso de independencia y justicia, quedó cautivado por el mensaje igualitario y bienintencionado del Hijo del Carpintero. Sin embargo, no se dio cuenta de que la doctrina del Nazareno no hablaba de patrias ni de luchas, al menos no en este mundo. Como ocurre a menudo, el hijo de Simón confundió sus propios deseos con la realidad y creyó ver en la personalidad arrolladora de Jesús a ese Mesías guerrero que libertaría a Israel, restauraría la ortodoxia de la fe, expulsaría a romanos, reyes y rabinos corruptos y levantaría en la Tierra Prometida un reino de justicia para todos los judíos.

La historia, por lo demás, es de sobra conocida: Jesús no hizo nada de eso y Judas se dio cuenta de su error tras la entrada de su amigo en Jerusalén. Aparte de un breve arrebato de ira en el Templo, Jesús se mostró como un manso y dejó bien claro que no pensaba levantar en armas al pueblo judío.

Muy dura debió de ser la tormenta interior que experimentó Iscariote antes de tomar la terrible decisión que le haría famoso para siempre. Tras muchas dudas, decidió informar al Sanedrín y entregar a su maestro a las autoridades. La traición estaba decidida, y es curioso que el traidor más famoso de la Historia no lo fuera a la patria ni al rey (como señalaron durante siglos, y siguen señalando, los códigos legales): Judas vendió a un amigo.

Según el mito, Judas cobró treinta monedas por señalar a los soldados —con un beso— quién era el famoso perturbador que estaba creando desórdenes por toda Judea. Treinta monedas de plata (probablemente shejels de Tiro, moneda de plata que se usaba en el Templo), una cantidad irrisoria que, como le recomendaron los rabinos, podría entregar para beneficio de los pobres; en cualquier caso poco dinero para considerar con seriedad que Judas entregó a Jesús por avaricia. Por otra parte, Iscariote podía sentirse decepcionado con Jesús, pero a pesar de todo le amaba como a un amigo y admiraba su mensaje humanista. No le habría traicionado por despecho y no tenía motivos para vengarse.

Así pues había otra razón, una que siglos de propaganda cristiana y antijudía han procurado silenciar. Judas esperaba, probablemente, que los hechos consumados movieran a Jesús y a sus seguidores a actuar. No había previsto Iscariote la última decepción, y ver cómo el pobre Nazareno se dejaba masacrar mientras los restantes apóstoles se escondían como cobardes fue demasiado para él. La desesperación ante la pusilanimidad de sus compañeros y compatriotas, más que el arrepentimiento —pero esto también—, hicieron que Judas acabara con su vida casi a la vez que Jesús, sólo un poco antes.

Suicidio éste, por cierto, con importantes implicaciones teológicas, ya que en la tradición cristiana el hecho de quitarse la vida constituye uno de los mayores pecados. Según la imaginería tradicional, inspirada en el Evangelio de Mateo, Judas se ahorcó de un árbol después de tirar el dinero a los sacerdotes; en los Hechos de los Apóstoles, sin embargo, se cuenta otra historia: compró una tierra con el dinero, el Campo de la Sangre, y allí acabó con su vida.

Judas Iscariote, que desencadenó todo el proceso de la Pasión de Cristo, cambió la Historia con su traición. Gracias a él existe hoy la religión cristiana, hecho en sí mismo determinante y que convierte aquel beso mitológico en uno de los momentos clave del devenir humano. Por eso su figura ha despertado tantas controversias y debates, el principal, por supuesto, establecer si Judas cometió realmente un acto de traición, pues, a fin de cuentas, ¿cómo se puede traicionar a un dios que dice conocerlo todo? La conclusión sólo puede ser que Jesús (¿Dios?) necesitaba que le traicionaran. Para que su predicación tuviera éxito era imprescindible un final trágico pero ejemplar, con la resurrección milagrosa correspondiente, y el paso previo era la defección dramática de uno de sus elegidos. Por supuesto, cabe preguntarse la utilidad de un plan tan retorcido, pero cualquiera que haya leído la Biblia sabe que Yahveh-Dios no se caracteriza precisamente por la sencillez en sus planteamientos.

Ahora bien, de ser así las cosas, Judas no sería un traidor, sino el instrumento necesario para la peculiar victoria de Jesús. Si Judas estaba informado de todo, habría sido el principal colaborador de una compleja estrategia ultraterrena; pero si no, la cuestión alcanza un matiz sutil y más relevante: un Judas desinformado, que traicionara «de buena fe» a un Jesús sabedor de todo lo que iba a pasar, sería a su vez víctima de la traición de Éste. Las palabras que supuestamente pronuncia Jesús en Mateo 53, cuando los apóstoles tratan de impedir la captura del Nazareno, no dejan clara la posición de Judas, pero sí la de Jesús:

«¿Crees que no puedo acudir a mi Padre, que pondría a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Sin embargo, ¿cómo se cumplirían las Escrituras según las cuales tiene que suceder así?»

Sofismas y argumentaciones que, por otra parte, a ningún lugar conducen y, sin embargo, nada como la confusa mitología cristiana para despertar debates interminables. Durante siglos se ha hablado de cuál fue el destino de Judas. La versión canónica indica que fue castigado para toda la eternidad. Sin embargo, teólogos independientes consideran que si Judas actuó como lo hizo sin posibilidad de oponerse a la voluntad divina estaría libre de culpa y, lo que es más, residiría en el Cielo, junto a su amigo divino. Llevando las cosas a un extremo bastante retorcido, pero sin duda interesante, algunas sectas gnósticas aseguran que Judas, torturado injustamente en el Infierno, habría sufrido un castigo indecible y prolongadísimo por sus pecados, mucho más largo y duro, de hecho, que la terrible pasión del propio Jesús... En cualquier caso, estas argumentaciones no han servido para liberar a su figura de la eterna maldición popular: Judas es «el Traidor» por antonomasia y esto ha tenido consecuencias colaterales más allá del nacimiento de una nueva fe. Todavía hoy, en muchos pueblos de la Cristiandad, durante la Semana Santa se maltrata, mutila, patea, arrastra o quema un monigote que representa a Judas Iscariote. Constituye un acto de expiación colectiva, una forma de pasar al muñeco los propios pecados. Buena muestra de la pervivencia del mal nombre de Judas es que incluso en algunas películas actuales de Drácula se insinúa que el perverso vampiro no es otro que el propio compañero de Cristo.

En efecto, el antisemitismo secular del Occidente se ha basado fundamentalmente en dos pilares: la traición de Judas y, en un sentido más amplio, la traición de todos los judíos de Jerusalén que, cuando se les da a elegir, prefieren salvar a Barrabás antes que a Cristo. (Otra situación incomprensible, puesto que pocos días antes Jesús había entrado en triunfo en la ciudad, aclamado por el pueblo. Si hemos de creer todo esto, debemos llegar a la conclusión de que aquellos judíos cambiaban de opinión con mucha facilidad.)

No es casualidad que «judío», «Judea» y «Judas» parezcan provenir de una misma raíz. Porque no es así: en realidad hay cierta confusión grecorromana entre la religión y el terruño, del mismo modo que hoy es común confundir a los «indios» (nativos de la India, y también personas de raza india) con los «hindúes» (personas de esa religión). El nombre Judas, que en su idioma original es Yehuda, no tiene nada que ver con las otras palabras, y sólo la similitud fonética (acentuada artificialmente, primero en griego, después en latín y luego en las diferentes lenguas europeas) justifica una aproximación que guarda ante todo un carácter propagandístico. El hecho de que Judas fuera además el tesorero de los apóstoles contribuyó a promocionar durante siglos la imagen prototípica del judío avariento, sobre todo en una Europa atrasada, la medieval, en la que la usura y otras prácticas comerciales eran mal vistas por los cristianos o incluso les estaban prohibidas.

De lo que no cabe duda es de que durante siglos la imaginería cristiana ha pintado a Judas como el arquetipo del «judío» según los prejuicios cristianos: bajito, encorvado, narigudo, de mirada aviesa, frotándose las manos, a veces con cuernos y rabo de diablo. Una imagen repetida machaconamente durante siglos en altares, cuadros y tallas, introduciendo de manera subliminal en el público de las iglesias un rechazo visceral a los judíos que a menudo acabó de manera trágica. El rechazo cristiano a ciertos oficios económicamente productivos, lo que hizo que buena parte de la banca quedara en manos de judíos durante siglos, también tuvo algo que ver: para el cristiano viejo, harto de destripar terrones a pesar de su pura sangre, debía de resultar muy duro y humillante ver cómo algunos (sólo algunos) de sus vecinos judíos se enriquecían sin esfuerzo aparente. También muchos debieron de pensar que las riquezas de esa gente estarían mejor en bolsillos más cristianos... Sin embargo, no se puede culpar de esto a Iscariote, que es, como tantos descendientes suyos, víctima de una campaña milenaria de propaganda negativa.

Víctima o verdugo, Judas Iscariote resulta un personaje atractivo, y por eso se le ha representado de innumerables maneras, incluido el bailarín y cantante de raza negra Carl Anderson de la película Jesucristo Superstar. En esta aproximación amistosa y musical a la figura de Judas, revolucionaria desde luego en lo que se refiere a la imaginería sobre el tema, el mítico traidor se convierte en el personaje más interesante de la película, pero esto, en realidad, no es nada nuevo: es el eterno atractivo del «mal», del mismo modo que en la Divina Comedia o el Paraíso Perdido la descripción del Infierno resulta infinitamente más sugerente que un Cielo que parece la síntesis del aburrimiento y la congelación eternas.

Traidores que cambiaron la Historia

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