Читать книгу El pasado cambiante - José María Gómez Herráez - Страница 4
ОглавлениеINTRODUCCIÓN
Que las visiones de la historia aparecen condicionadas por el contexto social y profesional en que se mueven los autores parece una afirmación que, en principio, planteada sin más matices, encontrará amplia aceptación. Aunque no sea en sus mismos términos idealistas, pocos especialistas rechazarán el conocido aserto de B. Croce de que toda observación histórica se encuentra en relación con las necesidades actuales y con la situación presente en que vibran los hechos. Después de elucubraciones teóricas que han alcanzado tanta difusión como las de T. S. Kuhn sobre los «paradigmas científicos», susceptibles de ser aplicadas al estudio del pasado, o las de los renombrados impulsores del proyecto de Annales, es difícil sustraerse a destacar la importancia de la comunidad profesional y del marco social en esta esfera. Algunos problemas candentes de la sociedad estimulan líneas de especialización de una manera tan palmaria que estas ideas pueden parecer una constatación elemental: piénsese, por ejemplo, en la proyección reciente que sobre temas, métodos y concepciones teóricas de la historia en sus vertientes económica, social y cultural han tenido aspectos como las preocupaciones medioambientales, el agotamiento de recursos, las reivindicaciones de la mujer o la búsqueda –ante la profunda crisis de valores– de identidades diversas. En particular, los historiadores vienen reflexionando con ahínco sobre el uso que los diversos agentes sociales y, sobre todo, el poder político, hacen de la historia como instrumento de legitimación de prácticas actuales, lo que pasa por reclamar su complicidad y colaboración. El interés en el pasado que brota desde la sociedad, bajo un carácter instrumental o meramente evocador, puede producir en el investigador titubeos e inhibiciones,1 pero, a la vez, al invocarse cuestiones y líneas en que él indaga, puede también avivar y dar mayor sentido a su dedicación crítica. Sin duda, preferirá ese estímulo, aunque sea por su carácter provocativo, al desdén que puede significar, como ocurre de forma también intensa, la desconsideración llana de la historia.
En general, aunque el historiador pueda verse a sí mismo como sagaz descubridor de aspectos ocultos de la verdad, aceptará que su actitud, sus objetivos y sus interrogantes se explican en un marco social con determinados problemas e inquietudes, incluyendo la posibilidad del mero deleite contemplativo. Si se sienten capaces de contradecir o matizar otras percepciones, es porque estiman que han podido captar mejor ciertos detalles de una realidad externa, pero difícilmente rebatirán que su atención sobre ese tema deriva de su relevancia, por alguna razón, en el presente. Si un autor destaca un aspecto u otro, nos dirá, es porque ayuda a entender fenómenos de la sociedad en que vive, o porque presenta concomitancias con los mismos, o porque estimula la preservación de la memoria, o simplemente, en último término, por la satisfacción colectiva que puede proporcionar hoy enfrentarse a esa «reconstrucción». A la luz de estos esquemas, el pasado, lejos de ser algo muerto o inerte, no deja de revisarse en cada época aprovechando materiales antiguos, pero bajo predilecciones, técnicas y supuestos que se modifican constantemente en lo que supone un continuo perfeccionamiento guiado por la creciente especialización. Por otra parte, aunque resulten frecuentes los juicios sobre el grado de lucidez en cada análisis personal, los historiadores no perciben sus logros como mero resultado de una cualidad intrínseca, de una poderosa intuición o de un venturoso hallazgo. Por el contrario, consideran que el aprendizaje de pautas de trabajo y, por tanto, su formación y sus contactos profesionales, resultan fundamentales en esa labor.
Bajo estas perspectivas, en verdad, advertir del influjo del contexto sociopolítico y profesional sobre el historiador no sólo no despierta reticencias o mohín algunos, sino que incluso puede alentar cierta autocomplacencia y sensación de utilidad y distinción. Sin embargo, si al contexto social y al profesional, interconectados entre sí, se les atribuye el papel modelador crucial, en gran medida subterráneo, con que algunos autores más relativistas contemplan el conjunto de la creación científica, tales actitudes de congratulación pueden desaparecer fácilmente para dejar paso a un franco distanciamiento, a un expreso escepticismo y hasta a un tajante rechazo. El desplante también puede ser fuerte si, en particular, se subraya la fuerza con que los poderes sociales y, ligados a ellos, los políticos y académicos, encauzan de forma directa o indirecta toda visión histórica y no sólo las formas más divulgativas y simplificadas de la misma. El producto escrito del historiador, bajo estas perspectivas especialmente críticas, aparece predeterminado con antelación en un grado que no pueden tolerar quienes erigen como objetivo inequívoco el de explorar una verdad palpable insuficientemente conocida. Todo trabajo histórico se enfrenta a unos espacios externos susceptibles de una delimitación precisa, pero su gestación, su desarrollo y su sentido sólo se entienden dentro de los canales trazados en unas coordenadas contextuales que moldean de forma decisiva las percepciones y expresiones de esa realidad. No es sólo el interés en determinados temas, sino también la propia concepción de los mismos lo que aparece ampliamente previsto. En la reflexión historiográfica actual, viene siendo en la variedad de autores catalogados de forma común como «postmodernos» donde se ha apuntado un relativismo sumo y un rechazo más ostensible de las posibilidades del objetivismo. Sin embargo, aunque nosotros no prescindiremos de algunos de estos ensayos, especialmente por su esbozo del discurso histórico como una vía de construcción y no de mera trasmisión de conocimientos, nuestro interés se concentrará ante todo en aportaciones procedentes de sociólogos de la ciencia que han analizado y observado las prácticas investigadoras, los comportamientos de los científicos en cada medio y sus interacciones con la realidad social.
A la luz de la línea que aquí seguiremos con apoyos diversos, los estímulos del presente sobre el historiador dejan de constituir meras demandas externas que cargan de significación y utilidad su trabajo para pasar a impregnarlo con compromisos subyacentes en un mundo del que forma parte inseparable. Aunque puedan existir otros objetivos, algunos de los principales no aparecen ya claros, puesto que actúan fuerzas, inconscientes o difusas, que arrastran la labor en determinadas direcciones, con marcadas inercias profesionales y bajo posturas concretas ante la realidad social. En el fondo, por tanto, aunque a efectos analíticos se diferencie el contexto social y profesional de la actuación desarrollada y de los textos resultantes, uno y otro campo aparecen imbricados entre sí. Los trabajos de investigación histórica, como los de otra naturaleza científica, se entienden dentro de una red que interconecta la dinámica social y la académica, incluyendo también con carácter básico, para seguirlos, rechazarlos o ignorarlos, los textos previamente elaborados por otros autores. En esa red, el aprendizaje profesional deja de ser la mera adquisición de unas destrezas para convertirse también en un canal de adoctrinamiento que apenas admite fisuras y que ahoga o limita, por tanto, pese a las declaraciones en sentido contrario, el verdadero sentido crítico. La libertad de creación languidece, precisamente, tras la apariencia de independencia, porque sólo de la subordinación a unas pautas colectivas –una especie de superego profesional, sobre el que no se tiene ningún control– brota la posibilidad de ser escuchado y encontrar sentido a la actividad desarrollada. Las fórmulas de debate y de crítica aparecen también premodeladas mediante cauces determinados, por lo que presentan unos límites precisos que cuesta traspasar. Así, de forma paradójica, es una especie de alienación y de renuncias, de pérdida de control sobre el producto propio y de sumisión a reglas estrictas y difíciles de cuestionar, lo que se convierte en un elemento de aparente liberación y de probables compensaciones. Aunque esta coacción superior puede parecer más nítida en situaciones donde aparece un credo oficial de la historia bastante estricto, como en la Rusia estalinista o bajo los regímenes fascistas, no escapa a ella, bajo un clima científico amparado en la aparente libertad y la competitividad, el mundo liberal-democrático. Las fracturas en ese último marco resultan también muy difíciles. Es posible alejarse en medidas variables de los intereses sociales inspiradores y de los criterios sustentados por los grupos que conforman la comunidad científica, pero la cabida del trabajo realizado será tanto menor cuanto mayor sea la distancia. Con frecuencia, la disidencia se traduce en aislamiento, claudicación y abandono.
Un mundo científico sin límites ni coacciones, de tipo «celestial» o «paradisíaco», resulta inconcebible. No es posible indagar en cualquier tema y de la forma que se quiera, al margen de líneas establecidas, porque en ese marco se verían ampliamente afectadas, hasta extinguirse, las posibilidades de creación y de comunicación. En esa hipotética situación, ¿qué garantizaría unos objetivos compartidos mínimos, una oportunidad para el diálogo y, por tanto, un cierto sentido, al menos, al trabajo desarrollado? La utopía extrema se convierte, así, en sinrazón. Pero puede concebirse una situación donde el carácter coactivo de las pautas comunes se reduzca al máximo y resulten mayores la libertad y la independencia. Se trata, evidentemente, de un modelo de difícil plasmación por el sentido voluntarista que debe animarlo, pues supone rechazar la prefijación estricta de reglas, los criterios sacrosantos de autoridad, el tránsito rígido por una especialidad, los conceptos férreamente delimitados, la previsión en la crítica y el desmedido encanto de las modas y de la novedad. Más difícil, sin duda, es prescindir de los criterios últimos que marca la ideología, dado que de la mayor
o menor coincidencia en las concepciones sociales derivan, inevitablemente, mayores o menores niveles de comunicación y, por tanto, de comprensión y aceptación, de modo que sólo el respeto y la tolerancia permiten que no se produzcan fuertes exclusiones por este motivo.
A través de este análisis, se persigue valorar la incidencia del contexto social y profesional en algunas manifestaciones del trabajo histórico, sobre todo en su vertiente económico-social, aunque, siempre, necesariamente, de forma sintética y según nuestras personales selecciones, interpretaciones y adaptaciones. Estos trabajos no nos interesan básicamente en sí mismos, como aportaciones al conocimiento y a la discusión de determinados temas, sino como reflejo de unas pautas de comportamiento y de percepción que cobran sentido en un marco concreto. De ahí que nos preocupe especialmente la ubicación del discurso histórico de cada autor dentro de un contexto social y cultural, como también el sesgo que adoptan cada debate y cada postura profesional. El universo de nombres que forma nuestro ámbito potencial resulta tanto más amplio en la medida que no comprende sólo el campo de los historiadores, sino también esquemas de pensamiento económico y social sensibles a la observación del pasado e influyentes, por ello, en las concepciones históricas. Esta variedad de objetivos nos ha llevado a manejar una bibliografía diversa, aunque de desigual uso: mientras algunas obras nos han interesado en toda su dimensión, otras lo han hecho por algunas parcelas o esencialmente por aspectos puntuales. Por otra parte, a la vez, este análisis se centra, sobre todo, en trabajos que en alguna fase o de forma continuada han adquirido grados significativos de difusión, por lo que falta una gran variedad de textos y, en particular, un segmento fundamental, mucho más amplio, para explorar la mecánica real de la actividad del historiador en su contexto: el de los ensayos poco conocidos, olvidados en su mismo origen o ni siquiera publicados. En estas posibilidades de olvido y desconsideración pueden pesar diversos factores circunstanciales o también la mera saturación que provoca la ingente producción dentro de una especialidad. Pero, si la alta difusión de un texto en una etapa determinada o su elevada valoración a lo largo del tiempo revelan una convergencia de requisitos para formar parte de un debate, la marginación puede expresar su falta de integración, es decir, su distancia respecto a los cánones de la comunidad científica o respecto a los intereses sociales dominantes.
En el esquema global de este trabajo se distinguen ocho capítulos. En el primero, al hilo de ideas planteadas por sociólogos y especialistas de otros dominios disciplinares, se intenta perfilar la importancia de la comunidad científica y del contexto social en la conformación del conocimiento. En el segundo, con el apoyo complementario, aunque no decidido ni incondicional, de filósofos de la historia y de historiadores que han teorizado sobre su especialidad, se desciende a estas cuestiones en el ámbito específico del análisis histórico. En los capítulos siguientes se observan algunas teorías, debates, juicios y comportamientos profesionales que permiten corroborar esas conexiones sociales y esa comunión interna básica, pero también la inevitabilidad del desacuerdo e incluso de la incomunicación. Aunque no se pretende presentar el estado de la cuestión sobre ningún problema histórico, resulta fundamental, por ello, aproximarnos a la discusión y a la crítica historiográficas en distintos temas y, en algunos casos, enfrentarnos de forma personal a la lógica del discurso. Dada la distancia entre las diversas tradiciones y autores, la selección de líneas y temas de estos capítulos, bajo títulos altamente convencionales, no deja de suponer un heterogéneo conglomerado de siempre cuestionable vertebración. En concreto, en los capítulos tres y cuatro se detiene la atención en los planteamientos liberales desarrollados a partir de Adam Smith, en su influjo en algunos historiadores españoles y en las posturas alternativas que suponen las visiones de Karl Marx y de la tradición económico-histórica impulsada en Alemania por Friedrich List. En los capítulos cinco, seis, siete y ocho, se abarcan tradiciones del siglo XX muy alejadas entre sí, que contemplan problemas sólo definibles dentro de sus propias líneas, como el inicial espíritu capitalista, la transición del feudalismo al capitalismo, el papel de la gran corporación empresarial desde fines del siglo XIX y el problema del crecimiento económico. Esta serie de temas nos hará valorar enfoques tan distintos, en verdad, como los que representan Weber, Sombart, Braudel, algunos autores marxistas, algunos institucionalistas, algunos cuantitativistas o nuevos historiadores económicos.
1. En su reciente autobiografía, E. Hobsbawn (2003: 273) se refiere al presente como «gran era de la mitología histórica», aunque en realidad venía a revelar una práctica siempre constante: «La historia está siendo revisada o inventada hoy más que nunca por personas que no desean conocer el verdadero pasado, sino sólo aquél que se acomoda a sus objetivos». En esas condiciones, el sentido crítico puede resentirse de forma notable (Hobsbawn, 2003: 378): «E incluso en las democracias en que el poder autoritario ha dejado de controlar lo que puede decirse o no acerca del pasado y del presente, la fuerza conjunta de los grupos de presión, la amenaza de los titulares, la publicidad desfavorable o hasta la histeria pública imponen una evasión, un silencio y una autocensura en público determinada por lo que es políticamente correcto».