Читать книгу El pasado cambiante - José María Gómez Herráez - Страница 5

Оглавление

I. CIENCIAS NATURALES Y SOCIALES, EN CRISIS PERMANENTE

Entre los filósofos, sociólogos y otros teóricos que se han aproximado al modo como se produce y se difunde el conocimiento científico se ha desarrollado una gran variedad de criterios. En particular, al tratar de separar la realidad y las apariencias, las tendencias que cultivan formas más o menos marcadas de relativismo han revelado unos mundos, unas motivaciones y unos procedimientos no sustentados, como en la imagen más común, en unas bases racionales uniformes. Tales valoraciones resultan tanto más significativas en la medida que no se yerguen sólo sobre las ciencias sociales, donde las ideologías, la complejidad e irregularidad de los procesos analizados y la variedad de puntos de interés pueden hacer más visibles la diversidad y las dificultades de conciliación entre las distintas tradiciones. También las ciencias naturales, donde en principio la comunión resulta más fácil por la menor impregnación por ideologías de clase (Cardoso, 1989: 73-74), han quedado perfiladas como materias donde no es una verdad única la perspectiva de orientación ni son unos caminos exclusivos, unívocos y definidos los que necesariamente van conduciendo a ella. También estas ciencias, núcleo central de tales análisis, han aflorado como espacios afectados en direcciones distintas por las pulsiones e intereses que pugnan sobre el pensamiento.

Estas visiones relativistas coinciden, dentro de su diversidad, en cuestionar lo que se ha llamado «la concepción heredada de la ciencia», que es también la dominante en la cultura popular y la difundida por los medios de comunicación (Lamo de Espinosa, González y Torres, 1994: 486-487). Desde este prisma «mitificado» afincado en la sociedad, se considera la investigación científica como un conjunto uniforme de procedimientos técnicos para aproximarse a una verdad objetiva, a un mundo exterior plenamente independiente del sujeto. Estos procesos de observación y experimentación son desarrollados por especialistas en los que se supone un empleo común de conceptos, un fondo invariable de ideas previas como conocimiento acumulado y, por tanto, una comunicación interna fácil y fluida. La aceptación de las aportaciones depende, en este esquema, del grado de excelencia conseguido por cada investigador o cada equipo, susceptible de ser visualizado fácilmente por cualquier miembro del colectivo. Algunos teóricos de la ciencia han planteado alternativas a esta visión sin alterar de forma esencial su sentido «objetivista», es decir, rechazando la idea de una búsqueda universal y unívoca de la verdad, pero distinguiendo una variedad de grados en la aproximación efectiva a la misma. Es el caso de las muy difundidas tesis de Karl R. Popper e Imre Lakatos, en el dominio de la filosofía, y de Robert K. Merton, en el de la sociología. El análisis detenido del primero, La lógica de la investigación científica, data de 1934, aunque tuvo su más intensa repercusión tras su edición en inglés en 1959 en una versión notablemente corregida (Echevarría, 1999: 85-86). Su influencia, singularmente en el mundo anglosajón, se extendería no sólo sobre filósofos e historiadores de la ciencia, sino también sobre filósofos de la política, economistas e historiadores de la literatura y del arte (Giorello, 1984a). A partir de la mitad de los sesenta, I. Lakatos vendría a matizar las tesis de Popper, pero secundándolo en esencia y manifestándose más decididamente contrario a las también difundidas de Kuhn. Las reflexiones de R. K. Merton a fines de los años treinta y durante los cuarenta sirvieron de base, por su parte, para un amplio desarrollo de la sociología de la ciencia. Pese a sus singularidades y su alejamiento de las pautas positivistas, los tres autores mantienen la premisa de que existe una verdad externa fundamental, que se ofrece en sí misma y a la que se aproximan de forma desigual los distintos especialistas.

En la conocida como visión falsacionista de Popper, aunque nunca existe constancia plena de la corroboración de una teoría, la posibilidad de negar su validez a través de la experiencia, mediante métodos de prueba y error, abre un camino para el acercamiento progresivo a la comprensión de la realidad. Para él, el progreso científico no resulta de una mera contrastación entre hipótesis y pruebas empíricas, sino que exige la disponibilidad de teorías alternativas, entre las que se elige la más válida y se rechazan las cuestionadas. Sin embargo, el propio Popper (1994: 49) reconocía la imposibilidad de refutar de forma definitiva una teoría al poderse alegar que los resultados experimentales no son dignos de confianza o que su discrepancia con los hechos es aparente y desaparecerá cuando éstos se comprendan mejor. Mediante tal visión, este autor sustituye la idea de que es posible alcanzar un conocimiento absoluto y definitivo por la de que su carácter es necesariamente provisional y se compone de conjeturas, pero supone, mediante el control crítico y la sucesión de teorías cada vez más explicativas, un constante avance hacia la comprensión de la verdad.

Lakatos (1983) celebra especialmente el criterio valorativo que Popper establece sobre las teorías en función de su capacidad de predicción, pero insiste en negar que los científicos las abandonen por ser refutadas, puesto que pueden ignorar las anomalías, buscar hipótesis auxiliares contra éstas e incluso convertirlas en evidencia positiva. Este filósofo elabora el concepto de «programas de investigación», formados por núcleos centrales e hipótesis auxiliares, que serán más o menos progresivos en función de su vigor explicativo y predictivo. Un programa presentará dificultades y anomalías, es decir, puntos de separación entre la evidencia y las afirmaciones centrales, pero sólo será rechazado cuando aparezca otro programa rival capaz de explicar más hechos. Si Popper (1981) negaba carácter científico al marxismo y al psicoanálisis, y de forma más general a las interpretaciones históricas, por no descubrir en ellos posibilidades de refutación ni de predicción, Lakatos venía a secundar tal visión a partir de criterios propios parecidos. En concreto, el marxismo se mostraba, para él (Lakatos, 1983: 1415), como verdadero «programa regresivo» por no ser capaz de anticipar hechos nuevos y tener que crear hipótesis ad hoc para explicar sus fracasos predictivos. En el fondo, mediante este procedimiento, tanto uno como otro filósofo no sólo estaban revelando «anomalías» inteligibles sólo a partir de sus propias líneas y criterios de cientificidad, sino que transferían «responsabilidades» desde la sustancia y tipología de los hechos, que pueden ser regulares y mecánicos o no serlo, a la propia condición de los «paradigmas» empleados. De hecho, en realidad, no sólo las ciencias sociales, sino también las naturales se enfrentan a múltiples problemas y cuestiones no regulares y de causalidad compleja –piénsese en el origen del sistema solar o la evolución climática– que tampoco pueden atenerse a esos criterios de refutación y predicción tal como ellos los definen.

Por último, Merton, al analizar la comunidad científica como institución social con una dinámica propia y marcada competencia interna, revela la inexistencia de unos cauces únicos y lógicos en sí mismos, perfectamente previstos, que conduzcan a la verdad. Pero, en última instancia, también este autor comparte la idea de que es factible un conocimiento objetivo. De hecho, mediante el sistema de valores que describe en el mundo científico –criterios impersonales de valoración, satisfacción por el mero trabajo realizado, recompensas honoríficas, escepticismo organizado, etc.– las tendencias a encontrar la verdad y a contribuir al beneficio social prosperarían en medio de obstáculos como el fraude o la alta desigualdad –en forma de polarización, por el «efecto Mateo»– en el acceso a los recursos.

Las posibilidades del objetivismo pleno en la ciencia han sido cuestionadas de diversas formas desde hace varias décadas, bastante antes de estos autores. Ya Popper (1994: 76-78), de hecho, lo reflejaba bien al presentar su visión falsacionista como opuesta a la ofrecida por los «convencionalistas», entre quienes identificaba diversos nombres del primer tercio del siglo XX en los espacios francés, alemán y de habla inglesa. Para estos pensadores, las teorías serían construcciones artificiales para proyectarse sobre el mundo y no, a la inversa, imágenes de éste. El filósofo austriaco salía al paso, por ello, a las objeciones relativistas que podían surgir desde este prisma a su criterio de falsabilidad. Mediante este reconocimiento, Popper estaba dando algunas de las claves que los relativistas posteriores y el propio Lakatos, que por su parte también se refería varias veces a los «convencionalistas» (1983: especialmente, 138-141), utilizarían efectivamente para criticar su visión. Para el convencionalista, mantenía Popper, no era posible rechazar una teoría mediante observaciones por concebir que éstas se determinan a partir de la propia teoría y siempre existe la posibilidad de ofrecer explicaciones que eliminen las incompatibilidades surgidas, adoptar hipótesis auxiliares ad hoc o mostrarse escéptico ante el experimentador o el aparato de medida. Como veíamos, el filósofo austriaco no se cerraba totalmente ante este tipo de objeciones.

Aunque, dada su difusión, fueron los planteamientos de Thomas S. Kuhn los que estimularon la crítica de la ciencia como conjunto neutral de procedimientos para captar una verdad externa, su visión no tenía el alcance iconoclasta de otros análisis, incluso anteriores. A fin de cuentas, aunque reconoce el modo en que las comunidades científicas marcan las distintas direcciones del conocimiento, este pensador no niega la lógica del progreso mediante el cambio «revolucionario» de paradigmas para solución de anomalías. De formas distintas, algunos autores, como Feyerabend o Lakatos, opondrán a su idea del predominio de un paradigma en periodos de «ciencia madura» la de que, en todo momento, coinciden y rivalizan entre sí diversas tradiciones de investigación (Laudan, 1986: 108 y 111). Además, pese a su insistencia inicial en la inconmensurabilidad de los paradigmas entre sí, rasgo que volvería imposible la comparación y el diálogo, Kuhn no negó finalmente unas posibilidades de traducción entre contenidos esenciales, lo que presupone la idea de que se comparten referentes fundamentales.1 Los planteamientos iniciales de Kuhn pudieron presentarlo como «abogado del diablo» y servir de revulsivo en la trayectoria de la filosofía de la ciencia (Barnes, 1986 y 1988). Pero, como manifiesta A. Diéguez (1998: 136-137), a él se superpuso un segundo Kuhn nada trasgresor que trataba de aproximarse a Popper y alejarse del relativismo corrosivo de Feyerabend. En su biografía sobre el conocido teórico de la ciencia, C. G. Pardo (2001: 11) evocaba cómo, tras fracasar en su lucha aclaratoria, que incluía una sustitución de la palabra «paradigma» por «matriz disciplinar», él mismo dejó de emplear estos términos.

Por otro lado, la obra del médico Ludwik Fleck, aunque sin la difusión de la de Kuhn, anticipa muchos de sus fundamentos. De hecho, fue su consideración por el teórico de las «revoluciones científicas» lo que hizo despertar interés en él. Antes de que Kuhn acuñara los populares conceptos de «paradigma» e «inconmensurabilidad», el médico polaco de origen judío se había referido a los «estilos de pensamiento» y a la imposibilidad de compararlos entre sí. Como señalaban L. Schäfer y T. Schnelle, los introductores de la edición alemana de 1980 de su libro La génesis y el desarrollo de un hecho científico, si tal visión no mereció inicialmente atención fue por las condiciones históricas en que apareció, en 1935, ya con los nazis en el poder, y por el escaso interés despertado en Estados Unidos.2

Entre los autores posteriores más conocidos por desarrollar visiones relativistas que consideran inevitable la divergencia, cuestionan la visión del progreso y niegan las posibilidades de perfecta comunicación, se encuentra Paul K. Feyerabend, cuyos planteamientos entrarían en discordia no sólo con los de Popper, sino también con los de Kuhn. Ante todo, este filósofo de origen también austriaco se mostraría opuesto al cientifismo entendido en el sentido que T. Sorell (1993: 39) planteaba: como creencia –tan arraigada socialmente en el siglo XX, pero con claras raíces filosóficas desde el siglo XVII– en la posición suprema, en los beneficios prácticos, en el rigor intelectual y en el objetivismo de la ciencia. Aunque conocido como teórico del «todo vale», nuestro polémico personaje trató de clarificar que su anarquismo no trascendía de esa esfera propiamente científica a otros ámbitos de la vida social. Con motivo de sus conferencias en la Universidad de Trento en 1992, Feyerabend (1999: 157) declararía que con su «todo vale» trataba de cuestionar la posibilidad de encontrar cosas nuevas sólo mediante trayectorias definidas y de rechazar que la lógica impusiera límites a la imaginación. Pero si se observan a fondo sus propuestas concretas, la trasgresión se presenta más rotunda. Básicamente, Feyerabend se opone al exclusivismo que en la sociedad ostenta el racionalismo en detrimento de otras formas de cultura heredadas, además de asimilar sus procedimientos reales a los seguidos por éstas. Es aquí, al desconfiar del abierto poder alcanzado por los científicos, donde su pensamiento conecta más claramente con Bakunin, que, sin rechazar el papel de la ciencia, había clamado en el siglo XIX contra esa omnipotencia por su aplastamiento de la vida espontánea, situando el arte como antídoto (Arvon, 1981: 120-123). Pero, si el conocido anarquista ruso trataba de neutralizar esa hegemonía de los eruditos mediante la difusión popular del conocimiento científico, el filósofo austriaco deposita su confianza principal en alternativas no científicas arraigadas desde la más remota Antigüedad y por todo el orbe. De esta manera, Feyerabend se sitúa verdaderamente en las antípodas de aquella larga tradición utópica que, impulsada en el siglo XVII por Bacon y en el siglo XIX por Saint-Simon y Comte, confiaba en sociedades regidas por científicos (Manuel y Manuel, 1984: 338; Valencia, 1995: 435-442). La ciencia, para él, carece del poder liberador implícito con que tantos –en primer lugar, los propios científicos interesados– la presentan. Lejos de conseguir la libertad de pensamiento y de acción y las bases de un conocimiento objetivo, la tradición racionalista habría venido a sustituir unas formas de autoridad por otras y a aportar nuevas formas de convicción subjetiva (Feyerabend, 1976: 114-115). Para él, debían figurar en el mismo plano que las ciencias occidentales otros dominios como las religiones primitivas, la medicina tradicional, la magia o la creación artística, aunque, en realidad, en su discurso general tendía a destacar las ventajas de las segundas, de las tradiciones no científicas, sobre las primeras. Procedimientos como la curandería, el herbolarismo o la astronomía de los místicos no sólo resultarían útiles en sí mismos, sino que habrían inspirado y mejorado los sistemas de la ciencia. Tanto los pueblos antiguos como las tribus primitivas habrían logrado avances más notables que los conseguidos al amparo de la razón científica. En su línea de relativizar el papel de la ciencia, Feyerabend culpa a los intelectuales de enriquecerse con fondos públicos e impedir que los propios afectados discutan sus problemas y soluciones.3

Sin embargo, pese a su rechazo del racionalismo y su defensa de un modelo democrático que dé cabida a otras opciones culturales, este filósofo se muestra fundamentalmente racionalista. Sus abstracciones y su línea discursiva no se apartan en general de cauces marcados por la razón, como ya revela el hecho de que su desconfianza en los científicos se ampare en su contemplación como profesionales movidos básicamente por sus intereses y no por el bienestar público. Incluso cuando presenta argumentos a favor de posturas irracionales no manifiesta una neta creencia en ellas, sino que trata de detectar valores humanitarios o factores que en realidad son de carácter racional. Esta actitud se percibe, por ejemplo, en sus paradójicos comentarios a propósito de la astrología: al defender tal actividad, Feyerabend (1982: 105-111) rechaza las formas vulgares, impresionistas y caricaturescas con que se ha extendido en la actualidad y valora favorablemente factores de influjo en los elementos y organismos de la Tierra, como los plasmas planetarios, la atmósfera solar y los ritmos lunares. Incluso para la conexión establecida en el pasado entre el paso de un cometa y el desarrollo de una guerra, nuestro autor (Feyerabend, 1990: 90-91) evoca una hipotética base racional en que llegó a creerse: el cambio atmosférico generado por el cometa podía recalentar los cerebros y conducir a decisiones irresponsables. Es cierto que, en esas líneas, este pensador sí llega a alejarse de las pautas racionales en algunos momentos, como al vislumbrar posible el éxito de las danzas de la lluvia en función de la preparación previa, de la organización tribal y de la actitud mental (Feyerabend, 1990: 88-89). Aun así, estas elucubraciones no dejan de parecer verdaderos exabruptos, normalmente breves, dirigidos contra aquéllos que confían férreamente en la racionalidad. Su discurso no se enclava en ninguna de las tradiciones no científicas que defiende y sólo resulta inteligible dentro del pensamiento lógico occidental. Sus interlocutores son seres que, como él, no pueden prescindir de la razón y no elementos que practican vudú, que dicen elevarse en éxtasis o que conservan vestigios de ideas míticas, como los que aparecen en sus textos conformando un variopinto mundo de seres fantasiosos. Y al escribir, Feyerabend también se ve obligado a contener o comedir sus emociones.

Tras el desarrollo desde los años setenta del conocido como «programa fuerte» en la Universidad de Edimburgo, dentro de la sociología de la ciencia se ha desarrollado una cierta variedad de posturas relativistas tanto a partir de metodologías especulativas como de trabajos de campo. Como Feyerabend, estos autores destacan el carácter contingente del conocimiento científico y el seguimiento por cada colectivo de especialistas de los criterios marcados por unos pocos miembros con mayor autoridad, pero gran parte de ellos llega más lejos al analizar las interacciones entre ciencia y sociedad. Aunque el desconcertante filósofo no eludía el papel de determinadas instituciones sociales en el desarrollo científico, como al valorar el impulso de la medicina moderna por la industria farmacéutica en detrimento de otras líneas, venía a concebir una dicotomía fundamental entre ciencia y sociedad que desaparece entre los sociólogos del conocimiento científico, aunque tampoco todos ellos le prestan similar atención. Para estos analistas, además de guiarse por intereses profesionales, en su comportamiento y, lo que es más significativo, también en sus creencias y en su trabajo efectivo, los científicos se ven fuertemente condicionados por intereses sociales. En un debate arduo que se convierte en fiel reflejo de la «inconmensurabilidad de paradigmas», también han surgido detractores de estas posturas, contempladas a veces como verdaderos desplantes nihilistas al cuestionar la posibilidad de que la humanidad cuente con un acervo de verdades y conocimientos inmutables y seguros.

Nuestro interés, en este apartado, estriba en plantear algunas reflexiones, al hilo de las realizadas en la sociología de la ciencia y en otros campos teóricos, que sirvan de punto de partida en nuestro análisis sobre el fundamento social y el carácter altamente «fabricado» del conocimiento histórico. Básicamente, para el relativista genuino, el conocimiento científico no se produce mediante una observación neutral de la realidad externa, sino a través de una detenida construcción donde se implican numerosos recursos y estrategias. Pero los grados y las parcelas de relativismo varían entre unos y otros pensadores, e incluso se encuentran posturas que, aunque en sustancia son antirrelativistas, suscriben algunos planteamientos de este signo. A partir del conjunto heterogéneo de reflexiones consultadas, podemos formular de forma personal una serie de proposiciones que se remiten entre sí:

1. La búsqueda de la verdad externa no es el móvil fundamental de la ciencia

Dentro de las visiones más o menos relativistas, el científico deja de ser un personaje comprometido que persigue ante todo reproducir y explicar la verdad de forma neutral y desinteresada. En expresión de A. F. Chalmers (1992: 148-154), la idea de que el científico busca de manera racional la teoría que más concuerde con la realidad es una mera «quimera del filósofo analítico». Antes que tal objetivo, que aparece con carácter incidental, para varios de estos autores prima entre las intenciones del investigador la construcción de una teoría coherente capaz de satisfacer a sus compañeros, de procurar su realización personal y de alcanzar un determinado nivel en una pugna competitiva. Por esto, lo que lo decanta hacia una u otra línea no son grandes pretensiones idealistas de contribución al desarrollo del conocimiento y esclarecimiento de la verdad, sino las condiciones que facilitan su trabajo y prometen una «fertilidad» posterior. Así, lo que cobra más trascendencia son contingencias como la conexión con líneas en marcha, la disponibilidad de equipo, de materiales y de bibliografía, o la asistencia técnica y financiera y, por tanto, las directrices superiores a la investigación en un determinado contexto social y profesional. Feyerabend (1990: 139) afirmaba, en esta dirección, que los cambios en las conjeturas científicas no dependen de ese «ente místico llamado realidad objetiva», sino de los colegas, la financiación, las limitaciones temporales, el juicio de lejanos comités de supervisión, el cambiante formalismo matemático, la presión política para acrecentar el prestigio nacional y otros aspectos de las relaciones entre las personas y las cosas.

De acuerdo con estos enfoques, no cabe contemplar al científico como un ser en cierta medida predestinado, cuya vocación al servicio de la indagación y del conocimiento termina vinculándolo necesariamente al estudio y a los métodos esotéricos de su especialidad. Por el contrario, son circunstancias normalmente accidentales las que han determinado su curso hasta el aprendizaje de unas reglas, un lenguaje y unos compromisos que debe compartir con sus compañeros, en un marco social dado, como vía necesaria para lograr su realización profesional. La primacía de los objetivos personales respecto a la contribución al interés general no constituye, contra lo que plantea E. Primo (1994: 99), un problema derivado de una falta de ética, sino una realidad consustancial a la mecánica de la ciencia, tanto más insoslayable en la medida que el marco acentúa la competencia profesional entre individuos. Por otra parte, tras la propia proclamación del interés general que este autor preconiza, no dejarán de pugnar también, en la práctica, determinados intereses empresariales, políticos, militares o de otro tipo.

En las condiciones dadas en cualquier modelo social, el proyecto de un trabajo se puede interrumpir bruscamente si no se consigue un respaldo inicial que asegure su continuidad. De este modo, las teorías vigentes, aceptadas, no resultan de unos hipotéticos logros en una búsqueda lineal de la verdad, aspecto con que se autolegitiman a sí mismas: son el producto, por el contrario, de su triunfo frente a otras opciones alternativas con peores recursos o con menor aceptación social. Como son los vencedores los que escriben la historia, se enmascara como progreso científico lo que, en realidad, constituye su triunfo sobre otras pautas de trabajo. Aunque el instrumento erigido en fundamento esencial es la razón, el desarrollo de una investigación y la evolución de sus resultados quedan así explicados, básicamente, en función de los elementos sociales y materiales de su entorno inmediato. Además, aspectos de naturaleza irracional pueden haber sido importantes al trazar no sólo las teorías luego consideradas erróneas, sino también las estimadas verdaderas (Castrodeza, 2004) y, por supuesto, aquéllas sobre cuya veracidad no es posible dictaminar con absoluta certeza. En estas líneas, entre los sociólogos del conocimiento científico y otros relativistas es difícil encontrar un tratamiento mínimo e incluso meras menciones sobre el éxito predictivo e instrumental de la ciencia (Diéguez, 2004: 116). A nuestro juicio, estas observaciones no inhiben totalmente la posibilidad de discernir el progreso que representan, al menos, algunas teorías, pero no sólo la aplazan en el tiempo, sino que la limitan en buena medida: en las ciencias sociales y en muchos resquicios de las naturales, por las propias resistencias de los fenómenos observados, la concurrencia de varias circunstancias causales o el carácter necesariamente convencional de los conceptos empleados, no se podrá decir la última palabra sobre el avance que representan las aportaciones.

La idea de que la ciencia no persigue reproducir literalmente la verdad lleva aparejada otra afirmación: lo que se hace, efectivamente, no es analizar una realidad externa, sino construirla de acuerdo con premisas previas y mediante controversias y negociaciones continuadas donde resultan decisivas las posiciones de fuerza y de poder. La ciencia no refleja el mundo, sino que lo edifica de forma contingente según parámetros y comportamientos perfectamente identificables, donde se implican varios sectores. Tanto la conformación de un paradigma y la aceptación amplia de una determinada teoría como la tan valorada interdisciplinariedad tienen lugar bajo un claro recurso a la negociación, dado que los científicos mantienen intereses y concepciones diferentes.

Algunos testimonios concretos, distintos en sus áreas de referencia y no coincidentes entre sí en varios de sus supuestos, permiten adentrarse más a fondo en este tipo de apreciaciones sobre las conexiones entre ciencia y realidad y sobre la mecánica consustancial de las negociaciones. En un trabajo de 1972 basado en entrevistas, M. Blissett trataba de sustituir la idea de que los científicos sólo persiguen la verdad por la de que participan regularmente en maniobras políticas tales como «publicidad, ventas y manipulación». Además, para él, tales acciones influyen en sus formas de percepción y en sus actitudes de aceptación o rechazo de teorías e ideas. Las controversias no se cierran por la mera evidencia científica, sino que resulta importante la capacidad persuasiva de los participantes en ellas. Al comentar esta aportación, N. Gilbert y M. Mulkay (1995) cuestionan el método seguido por Blissett y por cuantos utilizan las declaraciones de los propios especialistas como recurso fiable del que inferir, mediante selecciones con las que lograr su propia versión, la descripción del trabajo en la ciencia. Pero ofrecen gran valor a los discursos si, en vez de ese uso, se procede a analizarlos como manifestaciones cambiantes en función del contexto social en el que se realizan las afirmaciones. Las diferencias no sólo se revelan entre científicos, sino también en un solo científico en función del medio en que se exprese –artículos, cartas, entrevistas, notas– e incluso a lo largo de una única sesión.4 Mediante estas reflexiones, estos autores también distan de aceptar que al científico lo guíe un neto afán de descubrir la verdad y vienen a suscribir el carácter político que adopta su discurso en función de los condicionantes sociales.

En su conocido análisis etnográfico sobre la actuación de un laboratorio, Bruno Latour y Steve Woolgar (1986) entendían que todo hecho científico, no sólo el producto considerado incorrecto, deriva de factores sociales y no de una supuesta capacidad creativa para obtener un mayor acceso a verdades ocultas. Lo social no aparece sólo presente en los escándalos y en las orientaciones ideológicas que asoman en el mundo de la ciencia, sino que impregna toda la actividad investigadora. No existe en la ciencia algo último, misterioso, que escape a esa base social o que quepa explicar por especiales propensiones psicológicas de los investigadores. En el laboratorio, nos dicen estos sociólogos, la actividad se desarrolla mediante continuos microprocesos negociadores que más tarde, en una caracterización retrospectiva, se disimulan bajo las descripciones epistemológicas de «procesos de pensamiento» y «razonamiento lógico». En una función necesaria y sutil de persuasión para mantener la financiación, los científicos se presentan como intérpretes neutrales de unos datos externos, útiles, autoevidentes, cuando en realidad sus trabajos, reflejados finalmente en forma de artículos, encierran tras sí continuas acciones de manipulación, discusión, negociación y remozado en que se modifican constantemente las creencias, los enunciados y las alianzas. Mediante la persuasión retórica debe lograrse un orden, disminuir las fuentes de desorden y quedar descartados, como disconformes con la realidad, los enunciados alternativos.

Para Woolgar (1991), al proponerse superar las limitaciones que descubría en el programa fuerte, no cabe hablar de «aspectos sociales» de la ciencia, porque ello implica suponer que existe una parte, un núcleo, que no se ve corrompido por factores de este tipo: «la propia ciencia –nos dice– es constitutivamente social». Lo que se considera novedoso y significativo, incluso lo que adquiere estatus de verdad, depende del contexto en el que se hacen las afirmaciones, que no constituye, por tanto, un mero apéndice de los descubrimientos. La ciencia es de carácter social por encontrar significado dentro de una comunidad lingüística y por la importancia que adquieren las negociaciones.5

Para el sociólogo belga Gérard Fourez (1994), las instancias constructivistas de la ciencia ya aparecen en la propia demarcación de los objetos de estudio. Los fenómenos económicos, sociológicos o psicológicos, la tierra, la salud, la información, lo vivo y tantos otros nudos que definen a determinadas disciplinas no proceden de objetos empíricos, externos, sino de proyectos que, por alguna razón, despiertan interés en determinados colectivos. Este autor también manifiesta que la interacción de disciplinas no entraña una dosificación de sus aportaciones en función de criterios racionales, sino que encierra una práctica política, es decir, una negociación entre diversos puntos de vista.

A partir de la observación de la actividad de los componentes de su especialidad, el economista Donald N. McCloskey consideraba que la finalidad básica de la ciencia es satisfacer a los conversadores mediante un estilo apropiado que sólo incidentalmente guarda relación con la verdad.6 El uso de recursos literarios –metáforas, analogías, apelaciones a la autoridad, estadísticas– constituye, para este ensayista, una fórmula definitoria, no meramente instrumental, del quehacer científico. Paradójicamente, el empleo de tópicos especiales, específicos de una disciplina, es contemplado por los componentes de la misma como una forma de evitar la retórica y la mera opinión, cuando en último término es eso lo que «solamente» manejan. En definitiva, lo que diferencia a la ciencia de la no ciencia es, simplemente, el uso de esos recursos persuasivos adquiridos mediante hábitos intelectuales, que varían según especialidades y que, por tanto, los profanos no entienden, ignoran o interpretan mal, dándoles más o menos importancia de la que tienen. Como el escritor que dirige su obra a un lector imaginario, el científico también «crea» su propio público ideal. Y, de la misma manera que los lectores reales de literatura pueden no identificarse con los papeles, máscaras y escenarios propuestos por un escritor, el trabajo del científico puede caer en el vacío. Sin embargo, en este punto, donde podría haber valorado la importancia de la comunión ideológica y de otros factores sociales en la receptividad de un trabajo, McCloskey (1990: 175) no libera al emisor del mensaje de toda responsabilidad: los malos intelectuales serán aquéllos que actúan como malos conversadores, es decir, aquéllos que se mueven en un ámbito de monólogos, mediocridad de tono, monotonía y, sobre todo, irrelevancia. Pese a su rechazo del objetivismo y su marcado relativismo, su presentación de la «retórica» como estrategia netamente profesional, sin connotaciones ideológicas, y su descenso al utillaje teórico y estadístico de los economistas pueden contribuir a explicar el gran interés despertado por este autor entre tales especialistas y su posición en la historiografía cliométrica (Baccini y Gianneti, 1997: 35-39).

En un plano distinto, cuando Gunnar Myrdal (1967: 208-221), refiriéndose especialmente a la economía y a la política económica, resaltaba el «juego perpetuo del escondite» que tiene lugar tras los conceptos, venía a detectar la forma sutil como el lenguaje científico enmascara una dinámica real de tensiones. Aunque estos conceptos se presenten como definiciones absolutas de aspectos determinados, no dejan de ser instrumentos para observar y analizar la realidad, y aunque permitan operar de forma lógicamente correcta, ocultan conflictos de intereses, contienen principios implícitos de armonía y abocan, por ello, a una continuada confusión. Myrdal se refiere, por ejemplo, a expresiones propias de la política monetaria, como «inflación», «tasa natural de interés» o «equilibrio en el mercado de capitales», que forman parte de controversias formalistas donde se obstaculiza la emergencia de los intereses implicados en los problemas.7 En conjunto, un orden social y unos factores institucionales –incluyendo, por ejemplo, la libre competencia o el comunismo– no constituyen meros sistemas lógicos y coherentes entre los que elegir, perfectamente definidos, dados de antemano y susceptibles de un mero análisis abstracto, sino que son resultado de un desarrollo histórico donde han pugnado intereses con distintos grados de poder. Mediante estas ideas, Myrdal venía a plantear, pues, unas conclusiones radicales, puesto que el discurso científico que observa, por su carácter ideológico, no meramente retórico, no vendría a revelar la verdad, sino precisamente, tras su apariencia de neutralidad, a ocultarla y desfigurarla.

En otra vertiente de reflexión, algunos teóricos han apuntado también factores de neto carácter psicológico para negar prioridad en la actividad científica a la búsqueda de la verdad. El científico sigue la tendencia de todo ser humano a identificarse con normas y verdades aceptadas, como forma de huir del aislamiento y de la extrañeza. Ir contra corriente supone una marginación no deseada, por lo que es preferible comulgar con pautas establecidas antes que realizar aportaciones originales, aunque sean más realistas, que puedan despertar reticencias. La impresión de ser los únicos en percibir un fenómeno promueve la sensación de irrealidad e, incluso, tal vez, el autorreproche y el rechazo de lo percibido. La necesidad de identificación y la huida del confinamiento intelectual pueden conducir al especialista a una mera aceptación de las teorías en boga y, así, sin advertirlo, a un autoengaño y a un alejamiento de la personal realidad. J. Ziman, un autor alejado del relativismo del «programa fuerte», veía en esta neta actitud psicológica una fuente de falacias y creencias erróneas de las que sólo se puede salir mediante acontecimientos persuasivos muy fuertes. El entrenamiento formal y unos impulsos humanos naturales conducirían, incluso, a renunciar a las convicciones propias.8

Al subrayar la tendencia a descubrir defectos sólo en el trabajo ajeno y no en el propio, Steve Woolgar (1991) venía a resaltar una estrategia de dirección aparentemente contraria, pero compatible con esas renuncias apuntadas por Ziman en casos de manifiesta «soledad». Woolgar critica ampliamente la idea, que identifica como esencialista, de que los objetos existen al margen de la percepción que se tenga de ellos. De este modo, descubre la aparición en los diversos capítulos de las ciencias naturales y sociales de los «desastres metodológicos», es decir, de problemas de adecuación entre los objetos vislumbrados como independientes y las representaciones que se hacen de los mismos. En estas tesituras, los investigadores adoptan estrategias distintas: consideran que no todas las conexiones entre objeto-representación resultan igual de nítidas y fiables, conciben tales desajustes como dificultades técnicas susceptibles de superación, minimizan su verdadera trascendencia social o atribuyen tales dificultades al trabajo ajeno y no al propio. Este último aspecto, que incluiría el tratamiento dado por los sociólogos relativistas a los científicos que analizan, se manifestaba de forma sutil en el discurso argumentativo al restar falibilidad al trabajo personal y maximizar la de los demás (Woolgar, 1991: 53): «Generalmente, todo autor (investigador) procede como si actuara a un nivel de representación más seguro que el de los sujetos (objetos) que estudia».

2. En la construcción del conocimiento científico actúan necesariamente teorías y percepciones previas

En su observación de la realidad, natural o social, los científicos se ven influidos por concepciones teóricas preexistentes, sean más simples o más complejas. Planteada de forma tan escueta, esta idea ha sido suscrita no sólo por autores relativistas, sino también por muchos otros, incluyendo a algunos bastante contrarios a los postulados de tal signo. La dotación de unos presupuestos teóricos pesa entre los analistas como una condición indiscutible del desarrollo científico. No puede ser de otro modo, dado que es necesario concretar objetivos, identificar problemas y seleccionar determinados datos, construirlos e interpretarlos, y para ello se requiere la adquisición anterior de un bagaje instrumental y cognitivo. Pero, de forma general, además, se conciben tales elementos como instrumentos que permiten aproximarse más a fondo a la verdad y alejarse de las convenciones y trampas del sentido común. En cambio, para los autores relativistas, pese a la posible sofisticación alcanzada, también el científico se guía fundamentalmente por el sentido común y por el establecimiento de convenciones.

Con carácter general, en el análisis de las «representaciones sociales», a partir de la sociología del conocimiento germinada con M. Scheler y K. Mannheim, varios especialistas han valorado el poder que en el acto de percibir tienen las preconcepciones, es decir, las estructuras previas de pensamiento que se desarrollan en un determinado contexto cultural.9 En el fondo, las ciencias vendrían a vertebrar verdaderas formas de «representación social», que implican transformaciones de la información exterior según determinadas pautas. Mediante estrategias socializadoras que comienzan en la escuela y culminan en el ámbito universitario, se difunden de forma uniforme esquemas de observación y de reflexión que se definen como objetivos frente a las alternativas descartadas, estimadas subjetivas. Observar significa estructurar la realidad de acuerdo con modelos previos que condicionan todo el proceso, indicando los aspectos que se deben seleccionar y los que se deben rechazar, los caminos que se deben seguir y hasta los rasgos que se deben finalmente percibir.

De este modo, podría decirse que un aspecto es la realidad objetiva, externa, pero que resulta inaprensible en sí, y otro es la realidad final percibida, que sólo cobra sentido a la luz del desarrollo anterior de cada especialidad científica, de cada línea y del soporte que constituye el contexto social. Si la primera, la realidad externa, es un elemento inequívoco en la conformación del conocimiento, es la segunda, que resulta de la aplicación inevitable de filtros, la que constituye su verdadera esencia. De esta forma, resulta rechazada en su versión más literal la concepción del desarrollo científico como producto de procesos inductivos, que hace derivar las teorías y leyes de la observación de experiencias particulares. Pero también lo son los enfoques deductivistas que, al estilo de la visión de Popper, prevén la posibilidad de contrastar un modelo previo con la realidad externa de forma independiente. Desde criterios relativistas, una teoría no puede ser falsada a partir de la evidencia en sí, en abstracto, sino que en tal cuestionamiento se necesitan decisiones voluntarias donde también pesan las convenciones y las negociaciones.

Los testimonios y los matices en esta visión son numerosos entre especialistas de distintos campos. Un autor poco relativista, W. L. Wallace (1976: 18), consideraba el método científico como «convenciones culturales relativamente estrictas» que permiten realizar una producción, una transformación y una crítica colectivas, lo que exige la anulación de toda perspectiva individual. Para Feyerabend (1989: 46-47), toda impresión sensorial contiene, por simple que resulte, componentes subjetivos del sujeto perceptor, sin correlato objetivo, y los científicos, arrastrados por sus criterios personales subyacentes, mantienen inevitables diferencias que sólo se superan mediante artificiales concordias. Aunque se movía en el terreno genérico del pensamiento, otro filósofo, R. Hausheer (1992: 19), veía cómo los miembros de cualquier escuela, para indagar en una verdad juzgada «universal», partían de un modelo teórico previo invulnerable y rechazaban como «no real», confuso o mera «tontería» cuanto se apartaba de él. Para Chalmers (1992), no es posible captar de forma absoluta el mundo, porque en toda percepción, científica o no, pesa, con las imágenes de nuestras retinas, el estado interno de nuestras mentes, condicionado por nuestra educación cultural, por nuestro conocimiento y por nuestras expectativas.10 Para G. Fourez (1994), el hecho de que los criterios interpretativos derivan de ideas previas y no de la experiencia literal se manifiesta en que, dado un número finito de proposiciones empíricas, cabe un número infinito de teorías que las puedan explicar. Entre los historiadores que, como veremos, se expresan en este sentido, P. Burke (1993b: 18) lo hacía de forma muy similar a estos autores al afirmar que resulta imposible eludir los prejuicios y que la percepción del mundo se desarrolla a través de una red –distinta, según culturas– de convenciones, esquemas y estereotipos.

La importancia de las premisas en las conclusiones de todo análisis puede llevar a concebir el discurso científico como ámbito de constantes tautologías. En el fondo, pese a sus aparentes intenciones de objetividad y su presentación como resultado de una exploración empírica, las conclusiones vendrían a suponer a menudo una expresión o simple repetición de las premisas adoptadas. De esta forma, oponerse a determinadas conclusiones implica, ante todo, la necesidad de utilizar unas ideas previas distintas.

El papel de las preconcepciones en el desarrollo científico constituye, también, un aspecto que aproxima a éste a la mecánica del sentido común. Si el conocimiento corriente se forma a partir de procedimientos rutinarios que pasan de generación a generación, también el conocimiento científico se ampara en corpus de ideas que se transfieren de unos especialistas a otros. En general, el mecanismo mental del científico al buscar conexiones entre elementos observables, a partir de premisas aprendidas, no es distinto al que desarrolla cualquier individuo al tratar de explicar cualquier fenómeno. De hecho, muchos argumentos y clasificaciones del dominio de la ciencia sólo difieren en su formulación más sofisticada de las que brotan de otros sectores de la sociedad. Y, con frecuencia, el científico viene a repetir, bajo el peculiar estilo en que se inscribe, ideas que ya circulaban ampliamente entre la población. A fin de cuentas, el investigador no deja de ser un hombre común, con similar capacidad de raciocinio que otros hombres, que se distingue por su particular orientación profesional al servicio de objetivos explicativos de parcelas determinadas de la realidad.

Ernest Nagel (1981: 15-26) apuntaba varias diferencias entre el conocimiento científico y el común, pero, en gran parte, los rasgos que atribuye al primero –clasificación y organización en función de principios explicativos, procedimientos lógicos y experimentales complejos, mayor determinación del lenguaje, interés por cuestiones no meramente prácticas– no revelan tanto una mecánica sustancialmente distinta a la experiencia corriente como el mayor refinamiento e indagación que permite una actitud profesional especializada. En verdad, la ventaja del conocimiento científico, a la luz de sus propias consideraciones, no parece residir tanto en lo específico de sus procedimientos y sus métodos como en el nivel de profundidad que posibilita una dedicación intensiva a esos problemas a través de vías previamente configuradas. Como Nagel descubre mediante afirmaciones que de nuevo aproximan ambos tipos de experiencias, la práctica científica basada en métodos refinados no elimina toda forma de sesgo personal de los investigadores. Este autor explica así las alteraciones que pueden impedir el curso correcto de los trabajos (Nagel, 1981: 25): «Ningún conjunto de reglas establecidas de antemano puede servir como salvaguardia automática contra prejuicios insospechados y otras causas de error que puedan afectar adversamente al curso de una investigación». Pero, por encima de esa explicación del error, la presencia de sesgos personales y la posibilidad de especular en direcciones distintas, dentro de líneas específicas, constituyen rasgos consustanciales que, con las propias resistencias de los fenómenos observados, explican la inevitabilidad de los desacuerdos y la dificultad de alcanzar proposiciones universales.

También Mariano Artigas (1999: 22, 120), además de diferenciar unas dimensiones espirituales en el conocimiento humano que estarían en la base de la metafísica y de la fe en Dios, insiste una y otra vez en la contraposición que se produce entre la ciencia y la experiencia ordinaria. Sin embargo, también este autor reconoce la proximidad y continuidad en que se encuentran una y otra forma de conocimiento: por igual, se trata de entender por qué suceden las cosas, se plantean problemas y se persigue su solución mediante el esfuerzo intelectual. La diferencia esencial, según él mismo plantea, reside en un rasgo que ante todo cabe entender en función de una dedicación profesional intensiva: «en la vida ordinaria, esa búsqueda puede ser más o menos consciente; mientras que en la ciencia se trata de una búsqueda sistemática» (y rigurosa –añade en seguida– mediante pruebas que permitan comprobar la validez de las teorías). En realidad, ni siquiera la sistematización, el rigor y la búsqueda de pruebas resultan ajenos al modo como se forja el conocimiento común.

Peter B. Medawar (1988), que dista de ser relativista tanto como los dos analistas anteriores y, a diferencia de ellos, sólo considera las ciencias naturales y no las sociales, se refiere varias veces, como un continuum, al mundo de la ciencia y del sentido común. Para él, en cualquier caso, la ciencia es el único ámbito capaz de ofrecer explicaciones racionales sólidas, aunque nunca concluyentes y cerradas ante la crítica. Como Artigas, aunque sin desembocar en similar creencia en Dios, distingue una serie de cuestiones inabordables para la ciencia –lo que él llama las preguntas sobre lo primero y lo último, sobre el origen, el destino y el propósito del hombre– que competen a otras esferas como la metafísica, la religión y la literatura imaginativa. En realidad, de este modo, este autor se está refiriendo a campos no regidos por la razón, sino por la fe, la intuición, la evasión u otros elementos que tampoco conllevan respuestas últimas para quien exige criterios racionales.

Para Medawar, la labor científica no requiere capacidades raras, superiores o insólitas y la principal cualidad exigida al científico es el «profesionalismo», reflejado en una serie restringida de estratagemas exploratorias. A lo sumo, ve también conveniente en ellos, como rasgo que, en último extremo, caracteriza también con más o menos fuerza al «hombre común», una disposición previa a «imaginar lo que la verdad podría ser». Todo esto no quiere decir que la profesión científica no exija esfuerzo, dada la alta complejidad conceptual alcanzada por especialidades que, lejos de aislarse totalmente entre sí, aunque disten de comunicarse a fondo, no dejan de coger préstamos de otras, como la biología de la física y de la química.

Nuestra equiparación entre el conocimiento científico y el común concuerda especialmente con la visión del filósofo A. Naess (1979: 46), para quien «en general, la investigación no es más que el descubrimiento cotidiano efectuado con alguna mayor profundidad, transmitido a los demás con alguna mayor exactitud y con un poco más de acento en la verificabilidad». También T. Ibáñez (1988: 38), por su parte, niega a la ciencia el monopolio del uso de la razón para destacar cómo, al margen e incluso con anterioridad a ella, el conocimiento general y el progreso técnico no han prescindido de alimentarse de fundamentos racionales. Aunque no deja después de preconizar como necesarias determinadas cualidades entre los científicos, E. Primo (1994: 57), siguiendo a R. Weisberg, se aproxima a estas ideas al desmentir que los investigadores que pasan por «geniales» aparezcan dotados de cualidades intelectuales y psicológicas especiales para la creación: son seres normales, nos dice, que siguen caminos ordinarios y cometen usualmente errores, aunque, eso sí, acumulan varios conocimientos previos y se dedican con tesón a su trabajo.

3. Los científicos se enclavan en líneas de pensamiento intraducibles entre sí

Los investigadores desarrollan su trabajo en el marco de tradiciones distintas, de modo que la comunicación interna, dentro de cada una de ellas, resulta fácil, pero la que se desarrolla al margen, con componentes de otros colectivos, se complica o hasta es imposible. Formar parte de una de esas tendencias es necesario para poder desarrollar una labor científica, pero significa también una ruptura con los miembros de otras. Son estas tradiciones, líneas de pensamiento o paradigmas los que dirigen toda la actuación del científico, los que le proporcionan un lenguaje, unos métodos, unos conceptos, unos criterios de identificación de problemas, unos esquemas de interpretación, unos modelos de referencia y unos caminos de solución. Incluso prefiguran las preguntas que se deben formular y las respuestas que se deben dar, que a veces ya aparecen implícitas en las primeras. Los descubrimientos y las innovaciones encierran, de este modo, una paradoja en sí mismos: son descubrimientos e innovaciones a partir del momento en que son validados en el seno de un determinado colectivo y, por tanto, exigen una cierta comunión previa con esquemas, conceptos y lenguajes ya cultivados, aunque distintos a los desarrollados por otros colectivos anteriores o coetáneos.

La aversión de unos grupos hacia otros puede ser amplia, mientras, en casos de menor divergencia, se operan verdaderas «traducciones» al estilo de pensamiento propio. Toda traducción significa una transformación de la aportación original, que puede llegar a resultar totalmente desconocida. Si ya la apelación a una reflexión de un autor por parte de otro enclavado en la misma tendencia implica una menor o mayor deformación, en el caso de que ambos se ubiquen en tradiciones distintas la distancia entre el original y la referencia puede ser abismal. La nueva perspectiva siempre supondrá olvido de matices y adopción de otros nuevos, pero, sobre todo, se insertará en una cosmovisión distinta. En casos de gran distancia y oposición de «estilos», los investigadores rechazan o ignoran los trabajos ajenos. Al no coincidir sustancialmente con su línea, en efecto, descubrirán en ellos errores, deficiencias, limitaciones, falta de matices, generalizaciones no claras, etc. Pero, de forma más destructiva, los temas, las líneas de interpretación y el lenguaje mismo de otras tradiciones serán considerados, con frecuencia, irrelevantes, insustanciales, triviales, cuando no una «mística», «propaganda» o mera palabrería hueca y arbitraria. Se entiende que lo fundamental pasa desapercibido para los componentes de esas otras tendencias, por lo que, en definitiva, lo mejor es ignorarlas totalmente, conseguir que no se difundan e, incluso, lograr su desaparición, sobre todo si, además, la competencia en la captación de recursos y en la cooptación de personal resulta marcada. De esta forma, es la identificación con la línea propia, antes que los detalles específicos y las aportaciones concretas de cualquier trabajo individual, lo que inicialmente determina su aceptación. Así, la lectura de unas pocas frases ya despierta inmediatamente una actitud de solidaridad y estima o, si se inscribe en otra línea, de rechazo. En última instancia, el conjunto del trabajo puede ser ampliamente aceptado si sus resultados responden al entrenamiento y al lenguaje prefijados por la línea propia, al margen de la credibilidad de sus afirmaciones. Y de la misma forma, un texto que contenga afirmaciones verosímiles, pero enclavado en las pautas de una tradición rival, será fácilmente descartado.

Estas ideas, especialmente impulsadas a raíz de la obra de Kuhn, ya aparecían prefiguradas en el trabajo de L. Fleck (1986) a través de lo que llamaba un «estilo de pensamiento». Este concepto también había sido empleado por

K. Mannheim para referirse, en general, al influjo de un estrato social en un conjunto de ideas (en Lenk, comp., 1982: 218-225). Para Fleck, las verdades científicas forman el patrimonio de un «colectivo de pensamiento» que crea una disposición para percibir y actuar y estructura su lenguaje de acuerdo con su sistema, de modo que se rechazan los postulados y lenguajes de otros estilos o se incorporan al propio si no resultan muy discordantes. Feyerabend se extiende asimismo en esta cuestión, destacando no sólo la existencia de «tradiciones científicas», sino también de otras al margen de ese culto a la racionalidad. Para este filósofo, las críticas de algunos miembros de una tradición hacia lo destacado por los enclavados en otra puede encerrar, simplemente, una falta de coincidencia en las líneas básicas. Según la tradición adoptada, los puntos de vista pueden parecer racionales y aceptables o, por el contrario, ridículos y absurdos: «El argumento que para un observador es propaganda, para otro es la esencia del discurso humano». Pero, en medio de ese mundo de pautas comunes y contrastes, Feyerabend (1982: 101-102) insiste también en la búsqueda de acuerdos que, saldados como verdaderas soluciones políticas, cierren las discusiones y la generación de opiniones muy distintas entre sí: «Los disidentes son eliminados o guardan silencio para preservar la reputación de la ciencia como fuente de conocimiento fidedigno y casi infalible». Bajo la unanimidad alcanzada y el abandono de determinadas posibilidades pueden subyacer errores que resulta posible descubrir al hombre de la calle y al aficionado.11 La necesidad de adoptar patrones comunes de pensamiento lleva implícito otro de los problemas que este filósofo atribuye al comportamiento científico: la separación estricta entre la actitud profesional y la conducta en la vida privada. Esta escisión rompe con la expresión de las emociones en el trabajo especializado de una forma que no aparecía en el pasado. Para él, esto desemboca en un distorsionado desarrollo de la personalidad, del que no se puede escapar por las propias circunstancias de opresión y vigilancia que lo determinan.12

Como manifiesta Barry Barnes (1987), uno de los iniciadores del conocido como programa fuerte en la Universidad de Edimburgo, el seguimiento de unas pautas comunes e impersonales hace que el resultado carezca de aristas y no se perciban los defectos y excentricidades de cada miembro. Se trata, dentro del símil o de la verdadera equiparación que este autor maneja en algunos momentos de su exposición, de una forma de participación dentro de un trabajo en cadena que excluye la comunión con la cultura común en que también se incluye cada científico (lo cual, por tanto, implica una forma de deshumanización).

Para un autor menos relativista como Ziman (1981), participar en una concepción común tras un prolongado adiestramiento y renunciar a las actitudes independientes e imparciales del principio se convierten también en necesidades si se pretende llegar a ser un experto. No es posible el debate entre especialistas si previamente no se comparten determinados principios y patrones de referencia. El consenso no es, por tanto, algo que pueda resultar linealmente del debate, sino que ya se debe haber alcanzado con antelación en cierta medida, por ejemplo para centrar la atención en determinados problemas y no en otros. Por ello –aquí vemos coincidir a Ziman con Feyerabend– los grandes cambios proceden comúnmente, más que de estos profesionales perfectamente «encauzados», de «científicos que han cruzado los límites disciplinares convencionales y no tienen más autoridad que un lego en un campo desconocido». Para este analista, la necesidad de una percepción común hace que el conocimiento científico sea esquemático y teórico. El investigador debe prescindir de los detalles misceláneos y adventicios que detecta en la vida real para centrarse exclusivamente en lo consensual. De ahí deriva también la importancia de encontrar lenguajes formalizados al máximo, lo que adquiere su mejor expresión en la utilización de las matemáticas. Si la física se ha convertido en modelo paradigmático de la ciencia es, precisamente, según Ziman, porque selecciona aquellos objetos y fenómenos de la naturaleza más susceptibles de análisis cuantitativo.13

4. Lo que sustenta las líneas de pensamiento son las comunidades científicas y, en particular, los colegios invisibles

La idea de que el investigador se mueve dentro de una serie de esquemas prefijados por determinadas tradiciones conduce a la observación de un elemento esencial en el interés de la sociología: el de la comunidad científica. Ésta puede identificarse, en efecto, como el sujeto transmisor y supervisor de las tradiciones o paradigmas. Todos los profesionales de una disciplina caben dentro de ella, pero los papeles y los grados de poder de unos y otros individuos son muy distintos, y dado que en cada comunidad concurre más de un paradigma, más o menos incompatibles, los grados de heterogeneidad y las exigencias de negociación interna difieren entre sí.

La comunidad científica es el punto de salida y el de llegada en toda actividad de investigación: ella es la que marca los métodos y normas de percepción, posee vías internas de comunicación, mantiene unas convenciones al publicar, canaliza las ayudas, juzga los resultados y otorga el reconocimiento que se requiere para continuar desarrollando los proyectos, proseguir por otros derroteros e incluso cambiar de actividad. Sólo la incorporación en citas y recensiones, sin críticas adversas, permite la aceptación unánime de un trabajo, aunque éste aparece expuesto siempre a revisión y a olvido, sobre todo en la medida que las modas fluyen de manera veloz y priman la novedad y el encanto de lo último. En realidad, es tanto lo que se elabora en el marco de cada especialidad, sobre todo en las últimas décadas, que muy poco de ello se incorpora como verdaderamente significativo, pese a que las aportaciones sean juzgadas como dignas y fiables en algún momento. Las posturas heterodoxas encuentran, así, una realización especialmente difícil, pero, en general, también las ortodoxas se enfrentan a dificultades si se carece de algún aval especial, no resultan oportunas o no juega a favor la suerte. Si el seguimiento de una partitura no significa un camino fácil, los desafines aparecen prácticamente apagados y extinguidos. Varios aspirantes a participar en las controversias científicas quedan al margen sin tener que haber recibido necesariamente rechazos ostensibles: ellos mismos se autoexcluyen cuando pierden interés en unos debates donde no se les da cabida, aunque también pueden proseguir buscando la integración afinando sus «desacordes».

La comunidad científica no es un cuerpo monolítico, dada la concurrencia de paradigmas, subparadigmas e intereses diversos. C. Torres Albero (1994: 92-97), al definir una comunidad en función de relaciones personales y emocionales, considera que tal concepto no es apropiado para el conjunto de investigadores que concurren en una disciplina. Entre éstos puede hablarse mejor, a su juicio, de una asociación o sociedad, puesto que sus relaciones responden a fines utilitarios y aparecen impregnadas de un neto carácter racional. Más próximos al concepto de comunidad estarían, en todo caso, los grupos y subgrupos de colaboradores, escuelas o colegios invisibles ligados a áreas determinadas de problemas dentro de cada especialidad.

Si al hablar de la comunidad científica como ámbito de proliferación de unas determinadas reglas tratamos de descubrir qué individuos concretos influ-yen en ese proceso, en su creación y consolidación, hallamos que no es, básicamente, el total de investigadores que integran un área. Aunque algunos problemas son objeto de un debate amplio que incluye al conjunto de especialistas e incluso a no especialistas, lo común es que sean los expertos más acreditados quienes negocien los criterios fundamentales. Esta afirmación lleva a subrayar la importancia de un elemento que varios estudiosos de la ciencia han destacado como verdadera pieza motora en la conformación y difusión de los paradigmas y del conocimiento: se trata del llamado «colegio invisible» que D. J. Price identificara a partir de la observación del caso inglés en el siglo XVII. En el estudio preliminar que realiza a la publicación en castellano de la obra de 1963 de Price, J. M. López Piñero (1973: 16) define estos colegios como «grupos dirigentes que fijan la temática, los métodos y la terminología en cada momento, que publican en revistas, series y editoriales más prestigiosas y organizan las reuniones y congresos nucleares». Price (1973) destacaba en este libro la gran distancia interna entre los autores de prestigio, directores de trabajos en equipo e impulsores de las pautas de investigación, y el mayor número de especialistas que actúan como colaboradores y encuentran más problemas para publicar de forma autónoma. El poder de los miembros de los colegios invisibles, explicable para este autor dentro de un contexto social donde se valoran especialmente las aportaciones en capítulos como el sanitario y el militar, resulta decisivo para las posibilidades de desarrollo de los trabajos.

De manera inmediata, el colegio invisible nos puede parecer un cuerpo homogéneo e inexpugnable, formado por profesionales que, por su forma de afrontar la verdad, adquieren un ascendente natural dentro de toda la comunidad científica. Pero, bajo los grados de consenso y de consideración logrados, pueden yacer también las fracturas que brinda la comunión con diferentes paradigmas e ideologías, si bien algunas líneas –sobre todo en la medida que se perfila un «pensamiento único», que es en realidad un «pensamiento dominante»– pueden perder representación y quedar marginadas en el seno del grupo general. Por otra parte, la pertenencia de un individuo a esta entidad protagónica no viene dada por unas cualidades especiales en la aproximación a la verdad ni por la mera intensidad del trabajo realizado, sino que, al requerir el reconocimiento oportuno, encierra tras sí los procesos necesarios de ascenso profesional, captación de recursos, negociación y desarrollo de capacidad retórica. Además, el colegio invisible no constituye un coto perfectamente delimitado, puesto que determinados especialistas, aun reuniendo algunos de esos requisitos, no forman parte plena de él y pululan por una especie de periferia de límites fluctuantes.

Un autor que observa y critica con detenimiento las implicaciones del profesionalismo en la ciencia, con esa dicotomía entre el colegio invisible y el resto de los investigadores, es Homa Katouzian (1982: 145-167). En la explicación de este economista es éste, el colegio invisible, quien verdaderamente posee la batuta del control y la coacción en un mundo de licenciados universitarios que, normalmente de forma accidental, han terminado dedicándose a la actividad científica como vía de avance material y reconocimiento social. Es este agente quien determina qué información debe incorporarse a una disciplina, oponiendo fuertes resistencias ante los planteamientos que cuestionan los férreamente aceptados o tolerándolos sin introducir verdaderamente cambios en las visiones centrales. Sobre todo, son las ideas de los autores ya establecidos las que pueden prosperar en estos limitados términos, las que encuentran mayores facilidades de publicación.14 Pese su autonomía, también los miembros de estos cuerpos aparecen condicionados, según Katouzian, por las reglas que fija la moderna sociedad industrial, no para criticarla, dirigirla o reconstruirla, sino para actuar a su servicio, como «técnicos de mantenimiento». Sólo en caso de desastres totales se solicitarán sus diagnósticos y prescripciones. En realidad, lo que se exige al científico es centrarse en parcelas muy especializadas y en la resolución de enigmas puntuales en detrimento de los problemas principales que afectan a la sociedad. A fin de cuentas, los trabajos apenas son leídos y su función capital, cada vez más probablemente única, es contribuir a hacer avanzar la carrera académica de su autor y no la de ofrecer soluciones. La agenda de investigación viene señalada en cada etapa por los cambios de modas que el colegio invisible marca en función de su propio capricho, poniendo en alerta al conjunto de profesionales para encontrar algo sensacional entre lo sugerido. Pero ello no significa que se prime la innovación. La mayor o menor aceptación de las ideas expresadas en un trabajo no está en función de una supuesta relevancia intrínseca o de su nivel de originalidad, sino de criterios que obligan al investigador a no traspasar determinados diques, moderar su sentido crítico y mostrar a la vez cierto ingenio (Katouzian, 1982: 153):

Se invierte el significado que adquiere la originalidad en la investigación intelectual. Una tontería inofensiva puede pasar en el caso de que no se haya dicho antes. Un esfuerzo humilde por revivir y enriquecer viejas pero importantes ideas puede ser despachada como algo anticuado. Un trabajo que no muestre ingenio puede ser rechazado como palabrería. Cualquier idea que sea críticamente innovadora y atrevida puede (en el mejor de los casos) ser desdeñada por ser «demasiado original».

Para este economista, no seguir la serie de pautas fijadas en el seno de la comunidad científica enfrenta a los atrevidos a otras dos únicas opciones: abandonar la profesión o arrostrar las dificultades materiales y morales que implica la disidencia. Tras comparar la situación actual con otras del pasado, Katouzian (1982: 159) afirma: «El académico contemporáneo es menos libre y está menos seguro que nunca en toda la historia de la profesión académica moderna». Para él, el científico sigue la tendencia general a una especialización laboral que, al mermar las posibilidades de creatividad y de compromiso, aboca a situaciones de escisión entre el individuo y la sociedad, de separación entre la vida y el trabajo y, en definitiva, de frustración personal, desórdenes mentales y búsqueda de alternativas de evasión.

En el apartado específico de la historia, sin utilizar la expresión «colegio invisible», Jean Chesneaux (1984: 88-93) se refería directamente a este grupo al advertir a través del caso de Francia, pero mediante aspectos que extendía también a Estados Unidos y a la Unión Soviética, del criterio jerárquico que imperaba en la Universidad. El autor francés ve a los historiadores universitarios más poderosos como mandarines, similares a los de otras especialidades científicas, que controlan los nombramientos y promociones, las subvenciones, las revistas, las sociedades especializadas, la organización de congresos y también, de forma creciente, la participación en los medios de comunicación. Los maestros, señala Chesneaux, se reafirman mediante sus discípulos y dirigen las tácticas corporativas que marcan la elección y distribución de temas de estudio en función de los beneficios tangibles que se puedan esperar de ellos. Dentro de su línea interpretativa marxista, que más adelante valoraremos, este esquema ten dría en el mundo capitalista una virtualidad básica (Chesneaux, 1984: 93-94):

El medio social de los historiadores no es neutral. Como la ideología del saber del historiador, funciona en plena conformidad con el orden social capitalista. Pueden existir historiadores que se consideren como «de izquierdas» a título individual, pero el sistema está vinculado al orden burgués, lo refleja y lo consolida a la vez. En la esfera particular de los estudios históricos, contribuye al mantenimiento de las relaciones sociales fundadas sobre el provecho y el dinero, sobre el éxito individual, sobre las jerarquías rígidas del poder, sobre la explotación de los trabajadores subalternos, es decir, los propios fundamentos de la sociedad capitalista.

A propósito también del terreno específico de los historiadores, Gérard Noiriel (1997: 23-24) descubría, tras el crecimiento explosivo del profesorado tras la Segunda Guerra Mundial, un distanciamiento creciente entre una masa amplia de profesionales, alejados de los centros de poder, y un grupo minoritario de «mandarines» familiarizados con estos engranajes. Aunque, a su juicio, la labor investigadora de esta minoría puede quedar resentida por la absorción que implican las tareas burocráticas y el mantenimiento de redes, no dejan de suponer un canal fundamental de influjo en las líneas seguidas al controlar de modo notable las promociones, la distribución de créditos y otros aspectos decisivos en el desarrollo investigador. En otra parte de su trabajo, cuando observa en concreto el ascenso profesional de los dos conocidos fundadores de Annales, Noiriel (1997: 260-264) constata cómo, sobre todo en situaciones de saturación, el inconformismo y la falta de concordancia con las normas defendidas por los «mandarines» se convierten en francos obstáculos en la promoción personal y, por tanto, en la labor investigadora efectiva.15

Aunque sin utilizar expresamente los conceptos «comunidad científica» y «colegio invisible», también en el campo de la economía algunos autores han venido a destacar las implicaciones que tiene el afincamiento de unas ideas custodiadas especialmente por los componentes de más prestigio y poder académico. Al cuestionar varios de los planteamientos de la teoría ortodoxa, Paul Ormerod (1995) se sentía afortunado por haber podido compatibilizar su investigación con su actividad en una empresa privada, porque sólo así había podido escapar a las presiones que en el mundo universitario abocan al conformismo y al acatamiento de esos parámetros como única vía de realización profesional. Este comentarista considera que la actual teoría económica tiene sus raíces en el pensamiento neoclásico de fines del siglo XIX e impregna no sólo el ámbito académico, sino también, aunque sólo sea a través de la repetición de los latiguillos más comunes, otros espacios, como la política y los medios de comunicación. Para esos esquemas dominantes de pensamiento, ni el marco institucional, ni la experiencia histórica ni el contexto global guardan un papel significativo. En cambio, cobra especial relevancia una serie de conceptos, como tasa de interés, déficit público o tipos de cambio, que para él resultan claramente insuficientes. Estos planteamientos no le impiden a Ormerod valorar los altos logros intelectuales conseguidos bajo esa óptica ni dialogar con varios de sus representantes, pero sin dejar de lamentar la falta de sentido crítico en que se desemboca.

Aunque de forma muy concisa, resulta especialmente tajante el juicio de Luis de Sebastián (1997b: 13-16) al presentar la propuesta socialista de D. Schweickart, que catalogaba entre aquellos análisis que, por su atrevimiento y distanciamiento de la ortodoxia, tenían escasas posibilidades de atención. El prologuista habla de verdadera «represión intelectual» en la profesión a partir de la difusión de un «pensamiento único» que no admite y bloquea toda disidencia (aunque, en su contraste de propuestas, Schweickart reflejará la variedad disponible de alternativas a la dominante del laissez-faire). Para De Sebastián, se han extendido unas concepciones estrechas y una metodología matemática que encierran un convencimiento implícito sobre la inmutabilidad del statu quo. Bajo esta actitud, se delimitan las variables «endógenas», basadas en la dinámica del mercado, frente a las que, como la distribución de la riqueza o el poder, serían de naturaleza exógena y, por tanto, dadas de antemano, inamovibles y específicas de otras especialidades como la sociología y la ciencia política.

También R. Heilbroner y W. Milberg (1998: 132) esbozan en Estados Unidos un panorama restrictivo al tratar de explicar la dificultad de cambios básicos en la dirección actual del pensamiento económico. Quienes ostentan cargos en las universidades de elite, afirman, poseen un control desproporcionado sobre salarios, publicaciones y becas de investigación. Sólo los formados en unos pocos programas selectos de graduado se incorporan a esas universidades. Aunque no consideran sólo este factor, de ahí derivaría en buena medida el fracaso de diversos enfoques alternativos como el institucionalismo de Galbraith o las heterogéneas corrientes marxistas y postkeynesianas.

5. La difusión de líneas de pensamiento se desarrolla de forma coercitiva

La difusión de las tradiciones científicas tiene lugar en condiciones de verdadera coerción, que impide o limita toda oposición. La absorción de valores y esquemas de percepción se desarrolla, sin embargo, de forma inconsciente, bajo la máscara de la aproximación a la verdad. Es la comunidad científica, bajo la dirección omnipotente del colegio invisible, pero a instancias últimas, también, de los poderes sociales, la que organiza el proceso. Iniciación en la ciencia y socialización política son, por otra parte, aspectos no nítidamente discernibles entre sí, aunque el primero se realza y el segundo se ignora. En último término, la adopción de determinados valores generales, que es muy anterior a la entrada en la comunidad científica, aparecerá como una tónica siempre subyacente, no explícita. Si ya la familia, los medios de comunicación o la escuela infantil inician el proceso, la socialización política prosigue por cauces no muy distintos, centrados tanto en los métodos y los comportamientos como en los mensajes, al entrar en la universidad o proseguir la formación como investigador. Pero lo que distingue esta última fase –aunque también la enseñanza anterior habría propiciado el camino– es, verdaderamente, la incorporación de métodos, conceptos, esquemas interpretativos y todos los demás elementos del bagaje que conforma la introducción en una especialidad. Por todo ello, son varios los autores que han equiparado la iniciación en una tradición científica al adoctrinamiento dogmático que supone la entrada en una religión. Como en estos otros procesos, se abordaría una deslegitimación similar de otras formas de percepción, una normalización rígida de los cauces del pensamiento, un recurso también común a mitos y claves de identificación y un empleo de recompensas y castigos que aseguran la fidelidad del producto. Algunos conceptos empleados para designar las áreas de estudio, como «materia» o «disciplina», evocan especialmente esa idea de que constituyen cuerpos cerrados de fundamentos que se insuflan por los ya acreditados sobre los que aún no lo están.

Como instrumento fundamental en el adoctrinamiento que supone la iniciación en una disciplina aparece el manual. A diferencia del carácter excesivamente elucubrador que pueden presentar los trabajos especializados y también a distancia de la presentación simple y atractiva de los textos de divulgación, los manuales deben reproducir los conceptos, métodos básicos y verdades fundamentales de una tradición científica. Esto no significa que resulte nítido qué debe incluirse y qué desterrarse en ellos, aunque, en esencia, no deben faltar los términos de uso más común, las teorías más aceptadas, los temas de identificación del colectivo, las referencias históricas más legitimadoras e incluso las direcciones más prometedoras de investigación. En último término, el manual, lejos de aparecer como un producto lógico y transparente, es el resultado, como ya recordaba L. Fleck (1986: 166 y ss.), de concesiones mutuas e instigaciones obstinadas. Pero, como ocurre con la convicción exigida al profesor en el aula, estos textos deben adoptar un tono apodíptico, ignorar las incertidumbres, las discordias más enconadas y las contradicciones más flagrantes. Los cambios profundos experimentados en la dirección del pensamiento desaparecen prácticamente para presentarse el paradigma como conjunto de verdades reveladas de forma acumulativa. En algunos casos, también tienen cabida las polémicas más difundidas, aunque estilizadas y orientadas de acuerdo con los criterios imperantes en cada momento. Pero, por lo general, como señalaba B. Barnes (1987: 67), se presenta una sola interpretación, se minimizan los problemas asociados a la misma y se idealiza su desarrollo histórico, de forma que aparece como única interpretación aceptable. Como manifiesta J. Ziman (1981: 137138), a fin de cuentas, el estudiante no puede dedicar tiempo, como tampoco el experto, a comprobar los «viejos mapas» de su especialidad siguiendo los caminos de construcción de sus antecesores, sino que debe aceptar como obvios y ciertos los asertos de profesores y libros. Por otra parte, no es factible elaborar un currículum que englobe el conjunto total de trabajos teóricos, experimentos y respuestas a todas las críticas y dudas potenciales.

El momento crucial que asegura el logro previsto en el proceso formativo es la evaluación, dado que en ella se dirime el grado en que el neófito se ha provisto de los utensilios y esquemas de pensamiento de la comunidad científica. Con los exámenes y demás ejercicios de valoración como forma institucionalizada de distribuir honores o castigos, según el perfeccionamiento alcanzado en la comunión con los planteamientos básicos, la evaluación y la reevaluación constituirán procesos permanentes en la trayectoria del investigador. Los premios y gratificaciones, las publicaciones, las ayudas concedidas, el aseguramiento de una trayectoria profesional... prolongan el proceso que la evaluación de las asignaturas, mediante la exigencia de respuestas programadas y métodos normalizados, se encarga de iniciar.

Aparte de las ideas expuestas desde el dominio de la sociología, desde determinadas líneas de reflexión didáctica y desde otras tradiciones se ha insistido especialmente en el papel socializador de la enseñanza, entendido como subordinación a intereses concretos o como difusión de valores ideológicos globales que vendrían a inhibir el sentido crítico. Cuando ya en 1902 un autor como John A. Hobson (1981: 209-210) destacaba la sumisión de la enseñanza universitaria a la jerarquía social y al dinero y descifraba tal virtualidad especialmente en la «economía clásica», lo hacía valorando aspectos como el nombramiento previo de profesores, la selección y jerarquización de asignaturas y el uso de determinados libros de texto e instrumentos didácticos. El economista británico resaltaba estos vínculos en un periodo donde resultaba manifiesta la dependencia del sistema de enseñanza de fondos privados: «la mano que puede brindar ayuda y protección –nos decía– es también la que pone grilletes a la libertad intelectual». De ahí que concluyera reclamando la necesidad de financiación pública de la enseñanza superior. Décadas más tarde, al observar precisamente ese periodo en que vivió Hobson, John K. Galbraith (1985b: 409426) también destacaba el poder coactivo de los empresarios privados sobre la enseñanza: «El poder pecuniario se expresa de un modo poco sutil; ofrece compensación pecuniaria por la conformidad y amenaza con perjuicio pecuniario en caso de discrepancia». Pero este otro autor subrayaba también el impulso reformista que animó a algunos profesores universitarios, como en el apoyo a leyes antimonopolistas o en la protección a los sindicatos, y descubría, en cambio, una identificación mayor entre el estamento pedagógico-científico y el sector empresarial en una etapa posterior, cuando pasó a resultar sustancial la financiación estatal. Con el ascenso de la «tecnoestructura» a la función empresarial, nos dice Galbraith, se estrecha la colaboración entre ambos sectores, desaparecen las connotaciones revolucionarias de una parte de la ciencia social y se difunden formas de enseñanza, especialmente en economía, que reducen la percepción del poder alcanzado por la gran empresa.

A partir de una observación más directa de los métodos educativos, otros analistas han resaltado en distintos momentos una subordinación manifiesta de la educación a un sistema social marcado por la jerarquía y la desigualdad. En un libro publicado por primera vez en Nueva York en 1969, N. Postman y Ch. Weingartner (1981: 48) equiparaban los procedimientos de la enseñanza a los de la producción en serie. Como en estos sistemas, dominaría una rígida planificación de los tiempos, una escrupulosa división entre profesores y alumnos y un mayor detenimiento en los resultados que en el proceso, pero también una «recompensa elevada a la conformidad y sospecha de cuanto suene a originalidad (o a cualquier otro comportamiento divergente)». F. Cocho, en una obra de 1980 confeccionada a partir de sus conferencias en la facultad de Físicas de la Complutense, atribuía también a las universidades unos procedimientos «tayloristas» para formar especialistas acríticos de modo autoritario, dogmático y a menudo elitista. En 1979, el norteamericano M. W. Apple (1986) seguía las difundidas ideas de Gramsci al descubrir en el sistema educativo un medio de saturación de la conciencia, tanto mediante los mensajes como mediante las prácticas rutinarias, para lograr un control social sin recurrir a mecanismos de dominación. En los valores transmitidos, este autor se refiere a la ética del rendimiento, la sociedad como sistema de cooperación, las visiones negativas y «disfuncionales» del conflicto, los medios legítimos de obtener recursos en una sociedad desigual y el modo de relación con las estructuras de autoridad. Pero también observa entre esa especie de mixtificaciones, precisamente, la idea de una comunidad científica en búsqueda de la verdad, mediante la verificación empírica, sin detectar las influencias políticas y personales externas y las pugnas entre «escuelas de pensamiento». Más reciente resulta un trabajo de un profesor de Didáctica de la Universidad de La Coruña, J. Torres Santomé (2001), que denuncia una progresiva orientación clasista de la enseñanza española bajo el mismo proceso de «mercantilización» e «hiperindividualismo» que impregna otros ámbitos de la realidad social. El propio objetivo de «excelencia» educativa, tan extendido, no apuntaría tanto a estrategias y condiciones que permitan generar cambios sociales como a la obtención de productos estandarizados, dentro de la misma tónica fordista y postfordista del sistema productivo.

Las asignaturas de historia, por poder concernir a todos los aspectos de la sociedad en el pasado, ocupan una posición preeminente en la difusión directa de valores. Aunque el gran potencial de esta disciplina para reflexionar sobre el medio social la puede convertir en un instrumento importante para ubicar al individuo en su contexto y estimular su sentido crítico, también puede actuar como vehículo para instigar meras actitudes conformistas. Mediante la selección de contenidos, los conceptos implicados y las interpretaciones planteadas, aunque también mediante las técnicas seguidas, se pueden difundir esquemas de pensamiento y hábitos de comportamiento acordes con los planteamientos políticos y sociales de los inductores. En el caso de España, resultan especialmente numerosos los trabajos, ya desde las páginas editadas por Ruedo Ibérico, que han incidido en esos programas de socialización durante el primer franquismo, bajo la égida del nacionalcatolicismo.16 En esa fase inmediatamente posterior a la Guerra Civil, y de forma menos contundente también después, el interés en promover la cohesión nacional y social y el respeto al régimen dictatorial avivó el modelo de una historia narrativa, memorística, centrada en acontecimientos políticos y militares protagonizados por las minorías rectoras, con visiones maniqueístas, apologías y estigmatizaciones continuadas. Bien es cierto que, a la vez, como argüía P. González Blasco (1980: 37) al descubrir una escasa valoración de la investigación científica en la España de los setenta, con raíces en la posguerra, un sector amplio de las clases medias, de forma pragmática, contemplaba el estudio como vía para alcanzar una posición económica y social. En ese marco, perdía interés el trabajo investigador, con un alto coste de oportunidad para el individuo respecto a otras carreras profesionales, pero, además, sobre todo en la medida que también mejoraba la situación económica y social, se hacía menos «necesaria» la inculcación directa de valores.

Entre los autores, relativistas o no, que venimos considerando a lo largo de todo este capítulo, la educación se liga de diversas formas al poder coactivo de las comunidades científicas, más o menos concebidas en unas estructuras sociales concretas. En esa línea, algunos de estos analistas enfatizan la conformación de unos seres no sólo poco proclives a la crítica general, sino inmersos en esquemas y planteamientos que suponen, en el fondo, un gran distanciamiento de la realidad, una carencia de libertad efectiva y una falta de fundamentos para encontrar sentido a la propia existencia. Así, L. Fleck, al valorar la iniciación de los individuos en un «colectivo de pensamiento», no dudaba en hablar de «introducción didáctica autoritaria» y de «enseñanza puramente dogmática», donde se inculca un mundo cerrado en sí mismo y se ignora la conformación histórica real de ese saber. En el nivel genérico en que se mueve Feyerabend al distinguir tradiciones racionalistas y no racionalistas, sugiere como propuesta ideal que el individuo debe familiarizarse con el mayor número posible de alternativas para construir su verdad personal, pero estima que las posibilidades de hacerlo son difíciles. La enseñanza desde la infancia significa, a su juicio, un proceso de socialización y aculturización que profana las más nobles cualidades humanas y no ayuda en la eliminación de limitaciones para el logro de una libertad relativa. Dentro de ese papel, Feyerabend no duda en calificar a los estudiantes emergidos de la universidad como «ceros a la izquierda serviles que se esfuerzan inútilmente por identificar la fuente de su miseria y pasan el resto de sus vidas intentando encontrarse a sí mismos».17 Estas valoraciones no deben hacer olvidar que la búsqueda por el estudiante de su realización profesional inmediata, en detrimento de una formación integral y sin interés en la investigación, hace desarrollar formas de «crítica» muy alejadas e incluso opuestas a las reivindicaciones del filósofo austriaco.

Siguiendo la analogía común de equiparar la preparación en la ciencia moderna al aprendizaje de un oficio, B. Barnes (1986 y 1987) subraya el carácter subordinado con que el estudiante, al estilo de un aprendiz profesional, adquiere una competencia determinada en un terreno científico. Para ello, debe aprender conceptos y procedimientos rutinarios que se presentan de manera autoritaria, relegando otras opciones históricas o reelaborándolas en una especie de trayectoria hacia el conocimiento transmitido. Tal actitud excluye, de este modo, la verdadera crítica, y se presenta como una precondición necesaria para poder aplicar en el futuro, ya sin esfuerzo, las destrezas adquiridas. El mecanismo se incluye, por tanto, dentro de la tendencia a la especialización, a la división del trabajo, que ya recalcara A. Smith, pero conduce en sus formas más extremas –Barnes evoca el arquetipo del profesor lunático y distraído– a formas obsesivas de dedicación, a seres deshumanizados y mentalmente bloqueados.

Desde un esquema interpretativo no básicamente relativista, Miguel Martínez Miguelez, en El paradigma emergente, cuestiona los fundamentos de los sistemas de enseñanza al negar que los tan cacareados objetivos de estimular el sentido crítico y la creatividad se vean correspondidos en la realidad. Es más, no duda en afirmar que, al aparecer de forma espontánea, estos rasgos resultan perseguidos. Después de valorar la evaluación escolar como el medio más efectivo para desterrar la crítica y la divergencia, como también para ahogar las potencialidades creativas y preprogramar al alumno, Martínez Miguelez (1993: 40) realiza la siguiente reflexión:

La verdadera creatividad la favorece y propicia un clima permanente de libertad mental, una atmósfera general, integral y global que propicia, estimula, promueve y valora el pensamiento divergente y autónomo, la discrepancia razonada, la oposición lógica y la crítica fundada. Como podremos constatar, todo esto es algo que se proclama mucho de palabra, pero que se sanciona, de hecho, en todos los niveles de nuestras instituciones «educativas». Siempre es peligroso defender una opinión divergente. Los representantes del status toman sus precauciones contra esos «fastidiosos perturbadores del orden», contra esos «desestabilizadores del sistema». Por esto, no resulta nada fácil forjarse una opinión propia. Ello exige osadía intelectual, esfuerzo y valentía, y una personalidad muy segura, independiente y auténticamente madura.

Como veíamos más arriba, también un autor no relativista como J. Ziman (1981: 136-138) ve el proceso educativo como un entrenamiento previo a la aceptación del individuo en comunidades científicas, donde, pese a la insistencia en las excelencias del escepticismo y del espíritu crítico, se difunden prejuicios y creencias erróneas (Ziman no relativiza bajo ningún sentido la noción de «error»). El alumno recibe, en expresión de este comentarista, un álbum completo y esquemático de mapas e imágenes que asimila como prolongación del mundo del sentido común que comparte con la humanidad. Pero, dado el carácter simplificado y elemental de esas adquisiciones, lejos de procurarle una aproximación mayor a la realidad, ello puede extremar su distanciamiento de la misma.

Marcelino Cereijido (1994: 126) coincide ampliamente con los dos anteriores ensayistas al caracterizar la educación como instrumento de adoctrinamiento que restringe la imaginación y el sentido crítico, aunque también deplora el papel que otras instituciones juegan en la formación general de los individuos. Cuando tanto en la escuela como en la empresa se preconiza «creatividad», nos dice, es asimilando el concepto al de productividad: «se espera que resulte en producir algo para vender». Al insistir después en la importancia de esas cualidades en el quehacer científico, Cereijido (1994: 138-139) plantea que los propios directores de los trabajos pueden inhibir su desarrollo al encauzar estrictamente la labor según determinados parámetros, por ejemplo para desarrollar experimentos específicos. Pero, además, este autor argentino presenta en los siguientes términos la posibilidad de un cuadro formativo general bastante nefasto:

Claro que para ser investigador no basta con ser trabajador, estudioso, generoso, atento, aprovechar los congresos y tener la carcajada a flor de labios. El ingrediente principal es la creatividad, cualidad que si bien un buen mentor puede hacer despertar, estimular y enseñar a usar, difícilmente podrá desatrofiarle a un alumno que llega con veinticinco años de chatura, autoritarismo, padres y maestros castrantes y despóticos, televisión con cantitos comerciales, periodismo con lugares comunes, sacerdotes convencidos de que el misticismo humano está contenido en liturgias estupidizantes, falta de hábito por la lectura, tendencia a manejarse con frases hechas y que cree que discutir consiste en salir a porfiar con los prejuicios que se le fueron incrustando en el cerebro.

Como denotan las aseveraciones de Cereijido, el proceso de socialización de los miembros de la comunidad científica no concluye con la obtención del primer título universitario, sino que se prolonga en la incipiente tarea investigadora, que es la que verdaderamente abre las puertas para formar parte de esa entidad. A propósito del terreno de la historia, G. Noiriel (1997: 21-22) ha visto en la realización y defensa de la tesis doctoral el acto mediante el que, con la evaluación de los conocimientos, también se asegura el respeto del doctorando a las normas del colectivo profesional. La aceptación de este proceso por parte del neófito es tanto mayor en la medida que, mientras no se produce saturación en el nivel del profesorado, su subordinación al maestro garantiza el avance de su carrera. También G. Duby, como veremos, reparaba en el carácter «ritual» de este evento, convertido así en un punto obligado de paso y admisión para quienes manifiestan su voluntad de entrar en el colectivo.

6. La búsqueda de aceptación de un texto implica la utilización de múltiples recursos

Lejos de ser el resultado de un proceso lineal y perfectamente previsto de observación y experimentación que permita alumbrar verdades evidentes en sí mismas, el conocimiento científico se desarrolla mediante una movilización que abarca frentes diversos, procedimientos técnicos especializados, estrategias de negociación y búsqueda de numerosos aliados. El objetivo central es que los textos confeccionados sean bien recibidos y pasen a circular, en la mayor medida posible, como material de trabajo dentro de la comunidad científica. En último extremo, el culmen del proceso se produce si las conclusiones, la metodología u otro aspecto del texto se incorporan en los manuales de mayor difusión. Pero ello exige una destreza muy alta y una renuncia más o menos marcada a la libertad personal de expresión. Como acto en sí mismo, mostrar la verdad tal como se percibe no abre las puertas en ningún sentido y puede resultar contraproducente. Por el contrario, se hace necesaria la explotación de varios recursos, más numerosos si se trata de convencer no sólo a los miembros del colectivo, sino también a algunos sectores sociales y políticos que pueden apoyar y difundir el trabajo. El proceso también se complica porque, pese al entrenamiento y las pautas comunes, en cada texto no dejan de aflorar rasgos y valores propios, personales, y aparecen condicionamientos diversos, como los que provienen del material, las fuentes o la bibliografía empleados, que conducen a resultados únicos en cada caso. De este modo, nunca el lector real coincidirá exactamente con el imaginario ni, por tanto, se hallará una aquiescencia total ni una comprensión completa entre los compañeros de especialidad.

Los recursos que el científico utiliza para convencer son numerosos y difieren según la disciplina concreta. No en todas existen, por ejemplo, las mismas reglas en el uso del lenguaje, aunque la voluntad de hacer una ciencia universal hace preferir los estilos austeros y simples, lo que, por otra parte, en la actualidad, constituye una ventaja para los investigadores no angloparlantes dada la usual exigencia, también, de expresarse en inglés. Otras directrices se refieren al modo de presentar los argumentos propios, que deben conectarse a los parámetros generales establecidos, aunque ello pueda suponer su deformación y, por tanto, un alejamiento de lo que verdaderamente se desearía transmitir. En relación con esto, las citas se convierten en uno de los factores más característicos. Preferentemente, se convocan en el trabajo a grandes autoridades, a nombres de prestigio, aunque sus ideas sólo de forma marginal se relacionen con las expresadas o no se basen en profundas indagaciones personales sobre el tema. Como manifiesta B. Latour (1992: 33), especialmente interesado en estas estrategias técnicas, las citas pueden ser rutinarias, de mera identificación con un colectivo, o pueden resultar erróneas, estar mal interpretadas o no tener otro fin fundamental que el de alardear. En esa línea que, quizá, halla su culmen de artificiosidad si se usan algunos títulos sólo para el engrosamiento de la bibliografía final, también pueden actuar otros móviles sobrevenidos, como las relaciones de camaradería, la mayor difusión de determinados escritos o el mero azar. Al criticar los métodos bibliométricos de evaluación de la investigación, E. Primo (1994: 246), que también apunta el simple formulismo o la mera búsqueda de prestigio que a menudo orientan las citas, considera asimismo un elemento disuasorio: no se mencionan aquellos trabajos que pueden ensombrecer la originalidad del propio. También aquí se pueden sumar otros aspectos de carácter repelente: se eluden productos de desconocidos, no validados a través de los cauces «normales» del colectivo correspondiente, ni tampoco aquéllos que contrarían de forma contundente las ideas defendidas.

Pero, además de estas pautas y de esta colección de referencias, el texto debe venir a matizar o a aportar algo nuevo a lo ya acatado, sin contradecirlo de forma flagrante. Un cambio de tonalidad o de perspectiva puede ser suficiente y mucho más aceptable por la comunidad científica que un intento de fuerte ruptura. La labor es difícil por su paradoja interna: es necesario aportar algo y conviene parecer novedoso, pero, en el fondo, no se deben alterar sustancial-mente las verdades básicas vigentes. Además, la posibilidad de refutaciones, sobre todo al poder convocar a menos nombres de prestigio y apelar a menos pruebas, hace transitar al científico con cautela entre algunos argumentos y, en consecuencia, lo lleva a exponer varias ideas como hipótesis susceptibles de contraste o como fenómenos abiertos a una indagación posterior. De este modo, el investigador suscribe un seguro contra las críticas inevitables que aparecerán de ser tenido en consideración. La prudencia y la modestia se cargan, así, de un claro sentido racional.

Entre los recursos técnicos también destaca el uso de datos numéricos, con su apariencia de objetividad, y la inclusión de gráficas y tablas, que ordenan y esquematizan la realidad de acuerdo con criterios diversos. Según se concibe ampliamente, estos elementos permiten escapar de la tendencia a la especulación a que nos conduce el mero uso del lenguaje, de forma que, teóricamente, reproducen mejor la realidad y pueden compararse más fácilmente entre sí. Sin embargo, lo subjetivo también impregna la selección de unos u otros datos, su confección y su presentación. Además, numerosos aspectos trascendentes escapan a la posibilidad de medición y los que resultan proclives a la misma requieren siempre de unas u otras ideas, similares a las que operan sobre otros tipos de información, para realizar su interpretación.

En Ciencia en acción, Bruno Latour juzgaba el empleo de toda esta serie de recursos como estrategias dirigidas a callar y aislar a todo potencial disidente. Las verdades aceptadas y no cuestionadas son para él «cajas negras», similares a las de los artilugios técnicos, que, lejos de resultar de un proceso ordenado convencional, se construyen a partir de discusiones y desacuerdos. De ahí la necesidad en cada científico de buscar aliados técnicos –«inscripciones», según su definición– en apoyo de la postura propia. La captación de la atención hacia las conclusiones previstas pasa por acumular el máximo de cajas negras, de argumentos menos controvertibles e inscripciones que merezcan menos duda, porque el lector, en un comportamiento imprevisible y «exasperante», puede enfrentarse al texto de manera muy personal e incluso de forma errática, sin leerlo íntegro. De la misma forma que, en su labor, el científico contempla la literatura anterior a la luz de sus propios valores e intereses, también su trabajo será incorporado por otros mediante versiones personales. El texto puede ser rebatido, criticado, deformado o referido a la ligera, sin conexión con lo que se pretendía mostrar. Pero, como peor y más frecuente alternativa, en un mundo que nuestro autor juzga despiadado, el texto puede ser simplemente ignorado y su efecto, por tanto, resultar inocuo (Latour, 1992: 160): «La mayoría de las afirmaciones, de los autores, de los científicos, es invisible. Nadie los tiene en cuenta, nadie disiente. En la mayor parte de los casos, parece que ni siquiera se ha desatado el comienzo del proceso». Además, si otros incorporan un enunciado como «caja negra», no es sin alteraciones, sino sometiéndolo a un proceso progresivo de erosión y pulido, a una estilización muy fuerte que puede concluir en una mera referencia sintética sin alusión a su origen.

Estas observaciones de Latour revelan una débil fertilidad, cuando no una total esterilidad, de la mayor parte de trabajos que ven la luz. En principio, la mecánica rutinaria seguida en la confección continuada de textos en torno a una línea de investigación –con sus normas implícitas sobre acumulación de breves citas, criterios de autoridad, necesidad de destacar la aportación propia, etc...– explica que cada autor apenas comente con mínima exhaustividad otros ensayos. Pero, además, al ser tan alta la cantidad de trabajos editados, tan diversas las líneas de reflexión y tan común la falta de sintonía, no sólo se prescinde efectivamente de gran parte de lo publicado, sino que lo consultado queda indispensablemente sometido a procesos de selección, síntesis, estilización, traducción y mera evocación puntual.

7. La construcción del conocimiento científico no se entiende sin su medio social

Como hemos entrevisto en algunos comentarios, no es sólo la comunidad de especialistas, en última instancia, quien desde una perspectiva relativista explica la dirección del conocimiento científico. El medio social también sienta varias de las premisas básicas de ese desarrollo, aunque tal actuación no debe contemplarse, para varios de estos autores, como el mero influjo de un elemento exógeno o como un condicionante más entre otros, sino como una realidad consustancial a la propia gestación, validación y difusión de las ideas científicas. El contexto social no sólo vendría a ser importante por estimular el interés hacia determinados campos, sino que intervendría en la conformación de las pautas de reflexión y en la dirección de los contenidos. Esto, que supone negar que las diversas materias se rijan exclusivamente por unas bases racionales propias, parece claro en las ciencias sociales, pero también caracteriza a las naturales y exactas, aunque de una forma menos meridiana, más difícil de rastrear, que ha llevado a agudizar sus esfuerzos analíticos a algunos sociólogos.

Las conexiones de la ciencia con la sociedad se producen por dos tipos de factores distintos, aunque complementarios: por las necesidades de financiación y por la participación inevitable en unas determinadas concepciones ideológicas. En primer lugar, el desarrollo científico exige unos soportes –bibliotecas, laboratorios, archivos, viajes, material, publicaciones, etc.– que reclaman la financiación desde el medio social. Al depender su trabajo directamente del reclutamiento externo de recursos, el investigador –o algún miembro, si se trata de un equipo– debe desarrollar una labor continuada de negociación en foros diversos. Por ello, la actividad científica es inconcebible sin una actuación destinada a mostrar ante la sociedad –ante las instituciones, ante los poderes sociales– el carácter esencial del trabajo que se realiza. Para muchos investigadores de base, este papel puede ser poco importante, pero porque son otros miembros, preferentemente del colegio invisible, quienes actúan como intermediarios. Estos elementos se han convertido, en efecto, tanto en «líderes» de equipos de investigación como en depositarios de la confianza de las instituciones sociales y en delegados suyos a la hora de evaluar los proyectos, repartir ayudas, decidir publicaciones y, promover, en definitiva, los sustentos del colectivo. En esa tesitura, son estos miembros quienes llevan el protagonismo en las negociaciones «internas» y «externas», mientras otros pueden circunscribirse a las tareas de estudio y exploración. Este papel de intermediación de un sector de la comunidad científica resulta tanto mayor en la medida que a los agentes sociales no les interesa de manera directa gran parte de los trabajos que se elaboran ni se demanda de ellos la resolución de problemas.

Al hacer derivar de esa necesidad de apoyos internos y externos la presión para publicar, la redacción de informes y solicitudes de dinero y la evaluación continuada de los resultados, M. Cereijido (1994: 149 y 159) presenta, como consecuencia, un marco enajenante y angustioso del desarrollo de la profesión, especialmente dañino si, además, concurren en el investigador problemas personales o si los resultados no llegan en la cantidad y calidad deseados. Por otra parte, la importancia de las estrategias de persuasión en la sociedad actual por parte de los especialistas, cuando ha aumentado sensiblemente su competencia por lograr financiación, conducía a F. di Trocchio (1995) a valorar un efecto altamente adverso: el gran desarrollo reciente del fraude y de la manipulación de datos.18 También E. Primo (1994: 106-107) descubría estos comportamientos no sólo entre quienes tratan simplemente de aprovechar las modas, sino también entre investigadores bien preparados, por la lentitud en la obtención de resultados publicables, bajo la intención de reforzar las conclusiones o para ocultar determinados aspectos a un competidor. Con la falsedad de datos, varios analistas presentan otra consecuencia indeseada: la apropiación, como personales, de ideas ajenas, ya posible mediante su mera incrustación en el discurso propio sin mencionar su origen o inspiración. Sin embargo, más allá de los casos más flagrantes, ¿no resulta difícil diferenciar muchas veces estos aspectos como «anomalías» cuando, en la práctica «normal», todo investigador interviene sobre su objeto de análisis, acomoda los datos y adopta como suyas varias ideas de otros miembros del colectivo?

Pero, por otra parte, además de la necesidad estratégica de ganar adeptos en la sociedad, en su formación especializada y en su vida el investigador, como todo ser humano, experimenta un proceso de socialización, es decir, recibe ideas y valores que se proyectan sobre su trabajo. Incluso resulta especialmente vulnerable ante los criterios ideológicos dominantes, dado que su disidencia puede significar su marginación y de su comunión básica con los mismos, en esencia, pueden emerger las condiciones iniciales de su éxito. En realidad, este aspecto puede constituir una de las premisas previas para que las necesidades de financiación y apoyo externo apuntadas en los párrafos anteriores se vean complacidas. El filtro es, pues, doble: deben considerarse las exigencias y criterios de la comunidad científica, pero también, solapados a los mismos, los dimanados de unas estructuras sociales e institucionales determinadas. Ahora bien, si el científico social no puede sustraerse a valores e ideas presentes en su entorno global, no ocurre lo mismo con el natural, aunque también se verá condicionado al observar cuestiones con un significado social, como algunas relativas a la naturaleza humana, o de forma indirecta en otras diversas circunstancias.

El tema de las conexiones entre ciencia y sociedad ha sido objeto de enfoques concretos muy distintos. Un punto de partida fundamental lo ha constituido la sociología del conocimiento, especialmente vinculada a K. Mannheim, que a su vez se inspira en parte en la interpretación marxista. Bajo un concepto «total» de ideología que llegaba más allá de la noción que la relacionaba con la conciencia de clase, este autor consideraba que todo el pensamiento –salvo en matemáticas y en parte de las ciencias naturales, capaces de una observación imparcial y desinteresada– está arraigado en una determinada situación social.19 Los sociólogos del conocimiento científico tratarían de vencer la resistencia de las ciencias naturales y exactas a dejar traslucir tras sus contenidos condicionantes sociales y profesionales, pero bajo perspectivas que, aunque centradas en la importancia de los intereses, se alejan ya del esquema marxista basado en la dicotomía infraestructura-superestructura.

La posición ambigua de Marx y de Engels ante las ciencias, al destacar de formas distintas el influjo social y vislumbrar a la vez las posibilidades del objetivismo, ha hecho que se apele a ellos para sustentar argumentos diversos. Aunque sería para subrayar después que la ciencia y la técnica habían devenido en el componente ideológico fundamental en el capitalismo avanzado, J. Habermas (1983: 46-49) resumía la postura de ambos autores afirmando que reconocían como vertientes de la ideología la religión y la moral –y menos evidentemente el arte y la literatura–, mientras la ciencia y la técnica serían «integrantes del potencial de las fuerzas productivas». Para Marx y Engels, el interés de la burguesía había conducido al gran desarrollo de las ciencias naturales y de la técnica en el mundo occidental, pero esa misma clase había difundido una imagen falsa de la realidad social. Tras evocar su conocida convicción de que «las condiciones económicas de producción... pueden determinarse con la precisión de las ciencias naturales», J. Keane (1992: 258-259) veía a Marx sumándose a la suposición positivista, comtiana, de un conocimiento universal basado en la observación, la precisión conceptual y la exactitud metodológica. Para el pensador judeoalemán, resultaba posible alcanzar unos planteamientos objetivos de la realidad social, distintos a los que suponía el enmascaramiento de la ideología burguesa, que permitirían efectuar predicciones, controles y progresos reales del mismo modo que en las ciencias naturales. Al destacar la importancia de la evolución social para entender el presente, frente a la ficción del liberalismo económico de un mundo estable, con leyes naturales que abocaban al equilibrio, la historia aparecía para Marx, en particular, como verdadera ciencia liberadora (Lesourd y Gérard, 1964: 124).

En general, dentro del esquema marxista conocido como «ortodoxo», que hace derivar la cultura, como superestructura, de la realidad social, la ciencia –en particular, la ciencia social– se convertía en uno de los espacios fundamentales de la sociedad capitalista que reclamaba transformación. Se entendía que, si el desarrollo capitalista impedía la evolución natural de la ciencia, éste sería posible en un marco socialista. En la práctica, lejos de desembocar en un nuevo clima de libertad científica en el área de países comunistas, esta denuncia, que lejos de suponer el rechazo del objetivismo venía a pregonarlo como lógica y excelsa aspiración, conduciría a nuevas formas de rigidez, sobre todo en la época estalinista. En el fondo, como revelaba A. W. Gouldner (1978: 72-73), pero con unas consideraciones extensivas a otras formas de pensamiento, el marxismo no podía renunciar a sus pretensiones objetivistas ni juzgar también su propio discurso condicionado por el contexto social, porque ello habría debilitado su capacidad de adhesión y de acción: «El relativismo puede alentar la tolerancia mundana de diferentes dioses y desalentar los sacrificios costosos por las propias creencias, pues se piensa que están lejos de estar seguras».

De particular trascendencia resultó, en la línea marxista que relacionaba el desarrollo científico con el interés de la burguesía, la contribución sobre el pensamiento de Newton que el soviético B. Hessen presentó en el segundo Congreso Internacional de Historia de la Ciencia, celebrado en Londres en 1931.20 Aunque explicaba las preocupaciones científicas del físico inglés bajo el acicate que suponía el desarrollo industrial, Hessen no dejaba también de concebir sus resultados y teorías como consistentes con la realidad. De forma general, también elaboró una postura de este tipo John D. Bernal, especialista en cristalografía que indagaría asimismo en otros capítulos de las ciencias naturales. En Historia social de la ciencia,21 este autor relacionaba el desarrollo científico en el mundo occidental con la búsqueda de dominio social y con el interés militar de gobiernos y monopolios. Si bien no manejaba similar sutileza en su análisis sobre la situación del mundo comunista, que presentaba como contraste, Bernal, que había colaborado activamente como asesor del gobierno británico durante la Segunda Guerra Mundial, se erigiría en crítico de la orientación militar de la ciencia. Frente a la creencia en la mera experimentación, destacaba el influjo directo del medio social e intelectual en la conformación de teorías, llegando a asimilar el proceso, como otros analistas, al de la difusión de la filosofía o la religión. Pero ello no lo llevaba a negar que las ciencias, especialmente las naturales, fueran incapaces de captar de forma neutral la realidad. Si este autor suscribe la idea del atraso de las ciencias sociales respecto a las naturales es, en parte, por su mayor «vinculación con actividades de personas interesadas y no con el mundo material indiferente». Para él, la experimentación es más difícil en los estudios sociales por la existencia de restricciones derivadas del respeto a la propiedad privada, a los intereses creados y al beneficio. Así, la iniciativa de desarrollo del valle del Tennessee, en el marco de la crisis de los años treinta, no se habría repetido «a causa de su mismo éxito»,22 de modo que, en general, sólo se podían afrontar experiencias triviales. También recalca la dificultad de examinar unas realidades que, a diferencia de los fenómenos naturales, están sometidas a un cambio continuo. Se refiere, en este sentido, como ejemplo, al tipo de análisis que mantenían muchos economistas en la tercera década del siglo XX (Bernal, 1973: 248): antes que como productos naturales de la evolución interna del capitalismo, estos analistas consideraban el imperialismo, los monopolios y las restricciones estatales como obstáculos externos indeseables para una economía libre.

Inspirado por argumentos de Marx, otro autor, Stefano Sonnati (1983), estimaba que el desarrollo burgués y el científico resultaban paralelos. Su explicación se extendía a todo el espectro de la historia de la humanidad. Desde la Antigüedad, aunque los científicos trabajaran de forma normalmente aislada, el poder político se había servido de ellos, apreciando especialmente su papel en el desarrollo de la fuerza militar. Pero fue sobre todo desde el siglo XVI cuando la investigación progresó de la mano de una ascendente burguesía que, así, sobre todo mediante la conexión entre ciencia y técnica, encontraba nuevos caminos de enriquecimiento. Ese impulso, que suponía una institucionalización progresiva de la ciencia, toparía con la resistencia de la vieja jerarquía eclesiástica y civil, reacia a consentir que el hombre pudiera juzgar a través de su propia razón y cuestionar, así, el viejo orden social. Sonnati, que cita el conocido pasaje donde Marx alude al gran impulso que la burguesía propina a las fuerzas productivas, entiende ese estímulo, ante todo, como un fomento externo, fundamentalmente financiero, en forma privada o pública, de una labor cuyos procedimientos y contenidos perfilan los propios científicos. Pero, a la vez, en una manifestación de relación más profunda, el interés burgués y los afanes nacionalista e imperialista se proyectan en el siglo XIX sobre las tesis evolucionistas que Darwin trazó influido por Lamarck: mediante ellas, no sólo pierden sustancia las ideas de estirpe y sangre de la vieja nobleza, sino que se legitiman, como comportamientos naturales acordes con la «lucha por la existencia» de las especies animales, la competencia entre industriales y la rivalidad entre estados. Para el autor italiano, en el siglo XX, tanto en el mundo capitalista como en el comunista, aunque con marcadas diferencias, la ciencia pierde su contexto de libertad original y de cosmopolitismo para subordinarse al interés pragmático y a las programaciones del poder político.

En España, Carlos Paris (1992: 67-70) ofrecía una visión singular también de eco marxista que conecta ampliamente el conocimiento científico y el general con las estructuras sociales y políticas. Para este autor, en toda formación cultural existe un «saber oficial» en manos de grupos de profesionales –chamanes, filósofos, clérigos, sabios modernos– que codifican sus procedimientos y negocian de forma variada sus relaciones con la clase económica y política dominante. Aunque, de esta forma, tal colectivo puede actuar como servidor de esta clase, también puede asimilar aspectos de las subculturas o nueva cultura de las clases dominadas. A la vez, ese grupo intelectual puede asumir un papel rector o liberador, como denotan el proyecto de una república platónica o, en España, las actitudes ilustradas tardías de la Institución Libre de Enseñanza. Bajo el dominio del saber hegemónico transcurren otros saberes más o menos reprimidos o marginados, aunque también pueden ser asimilados parcialmente. Como ejemplo de esto último, C. Paris alude, precisamente, a la posición difícil, como «fugitivos», de los primeros científicos frente al saber oficial de las universidades.

Entre los científicos naturales españoles que han valorado con rotundidad las conexiones entre sociedad y ciencia, en términos también de estímulos y contenciones externos, se encuentra Javier Tejada (1984). Frente a la concepción utópica de los físicos que actúan de forma independiente, este ensayista arguye que las estructuras económicas y políticas marcan su actividad, sus medios y sus tipos de investigación. El sistema social que en la física conforman investigadores, técnicos, bibliotecarios y administradores traduce la estructura social en que se enmarcan. Las discrepancias entre científicos, políticos, economistas y otros sectores derivan, en el fondo, de su divergencia respecto al modelo social a alcanzar. El ideario desarrollista que, en particular, domina en el mundo occidental promueve un tipo de física que beneficia, sobre todo, a determinados intereses del sistema económico y político. A la vez, la especialización creciente en que desemboca el influjo de la industrialización en la investigación científica conduce a un alejamiento de los problemas reales de la sociedad.

Varios de los autores relativistas mencionados en los puntos anteriores subrayan la incidencia del medio social de formas diversas, aunque normalmente sin considerar como marco expreso de referencia, al modo marxista, las estructuras capitalistas y el subsecuente predominio social e ideológico de la burguesía. Para L. Fleck, además del colectivo de pensamiento y del individuo, en el desarrollo del conocimiento también interviene el medio social, dada su distinta receptividad en cada momento. B. Barnes también enfatiza, con el papel coactivo de la comunidad científica, el criterio de agentes externos con poder, es decir, de intereses económicos y políticos, que influyen en el carácter contingente y efímero, no inmutable, del conocimiento generado. Como veíamos, Woolgar (1991) venía a destacar el carácter social de la ciencia por la importancia de las negociaciones internas, pero valoraba a la vez las estrategias a que abocaba la necesidad de captación de recursos y apoyos externos. En una reflexión sobre los estudios sociológicos del laboratorio, Karin Knorr-Cetina (1995: 200) apuntaba asimismo unas relaciones significantes de los científicos que no se constreñían al ámbito interno de los compañeros de especialidad, sino que se extendían a agencias de financiación, administradores, representantes de industrias, editores y gerentes de sus institutos. Para esta autora, de la misma manera que los especialistas adoptan actuaciones al margen de la que supone la investigación en sí, en el desarrollo de ésta también pueden influir agentes externos:

Es más, los científicos, incluso los colegas de especialidad, pueden interactuar cotidianamente en papeles «no-científicos» en los cuales administran dinero o deciden carreras profesionales. Del mismo modo, un funcionario del gobierno o un representante de una empresa proveedora puede negociar con un científico especialista los métodos usados en un proyecto de investigación o las interpretaciones adecuadas de una medición.

En su seguimiento del científico en su búsqueda de aliados, Bruno Latour se refiere a los de carácter humano junto a los de carácter técnico. Como tanto un artículo como un laboratorio pueden no despertar interés alguno y, por tanto, no encontrar apoyos ni disidentes, el especialista tiene que buscar aliados sociales que suscriban y participen en la construcción de su hecho científico. Por ello, el investigador debe actuar como sagaz negociador en la esfera social. De este modo, se produce una paradoja: el científico que trabaja de forma independiente es, en realidad, aquél cuyos intereses se alinean con los de otros sectores sociales y otros científicos, mientras, si carece de tales vínculos y se aísla, perece inmediatamente como especialista. Conseguir reclutar intereses es necesario para formar parte del conjunto de científicos a los que se atribuye el demiúrgico poder –tras el que se oculta la distinta capacidad estratégica en las controversias– de acertar en su exploración de la naturaleza o de la sociedad. Al tener que lograr ese apoyo social y velar a la vez para que no se desfiguren sus afirmaciones, el científico trata de identificar con su trabajo los intereses de distintos sectores mediante lo que Latour llama «traducción». En contraposición al popular «modelo de difusión», el de «traducción» supone negar que por un lado actúen la ciencia y la técnica y por otro, por separado, la sociedad, que, por el contrario, quedan vinculadas entre sí por asociaciones o cadenas heterogéneas. No cabe la distinción externo-interno como mundos separados o que, a lo sumo, se influyen mutuamente, sino que ambos espacios interactúan entre sí, se traban, se constituyen a la par. Aunque se justifique un trabajo como de interés social, es la constitución de esas redes, tras negociaciones más o menos arduas, lo que garantiza el éxito de un hecho, de una teoría, de una predicción o de una máquina. Al margen de tales redes, ninguno de estos elementos tiene vitalidad alguna y su perforación explica los fracasos.23

En una línea próxima a Latour, Torres Albero (1994: 106-112) subraya la importancia de la negociación política tanto dentro de la propia «cámara sagrada de la ciencia» como en el marco social. Este sociólogo valora, en particular, los aspectos de rivalidad en que desemboca esa actuación. Al perseguir imponer sus versiones del mundo como puntos de paso obligado para otros, los científicos niegan viabilidad a rutas alternativas y tratan de impedir su difusión. Torres Albero (1994: 107-108) interpreta básicamente así, en función de la oposición de tradiciones, un panorama de constantes y obstinadas obstrucciones, donde también podría haber valorado otros móviles circunstanciales:

El recurso a la política, para obtener el control en la vida cognitiva científica, implica una serie de estrategias sociales ya señaladas, pero que afectan también a los aspectos sustantivos, tales como las presiones a los editores o árbitros para que se acepten o rechacen determinados artículos u otras publicaciones, las tácticas para obtener fondos para las propias investigaciones y para negar o retirar la financiación al contrario, las maniobras para obtener firmas para apoyar o rechazar determinadas posiciones o documentos, las habilidades para intentar persuadir a la comunidad de que el trabajo de los otros es patológico, etc...

Pierre Bourdieu (2003: 104-105) también destaca la dependencia que la ciencia tiene de los recursos financieros y administrativos para su realización, así como la pugna entre investigadores en que ello desemboca y el papel arbitral que desempeñan las instituciones controladoras de los recursos, mediatizadas por miembros de la propia comunidad científica. Esa subordinación y, por tanto, el tiempo individual o colectivo en la búsqueda de subvenciones, empleos, contratos, etc. varían, a su juicio, según disciplinas: mientras resultan notables en algunas como la física y la sociología, son nulos, escasos o secundarios en otras como la historia y las matemáticas. Pero esta distinción de Bourdieu, en todo caso, no revela unas mayores facilidades de las segundas para su desarrollo, sino al contrario, precisamente, por presuponérseles menor valor práctico, un más bajo interés por parte de esos agentes externos que lo complica. De cualquier forma, mediante vías más directas o más indirectas, el apoyo y la consideración externos resultan importantes para los trabajos de todas las especialidades, que sólo cobran relieve, en último término, a raíz de su estimación social.

En general, la interpenetración entre la sociedad y la ciencia ha conducido a una mutua legitimación donde la segunda aparece como servicio general y la primera como gran beneficiaria. Pero varios autores han rechazado esta justificación al vislumbrar el peso que juegan determinados intereses en uno y otro ámbito y negar, por tanto, que la ciencia desempeñe un papel neutral de tipo quirúrgico o estimulante. Al resaltar la importancia del contexto social, Chalmers (1992: 161) llega a denunciar como un efecto adverso, derivado de la confianza ofrecida a la ciencia, rayana en mixtificación, la presentación como cuestiones científicas –especialmente en el análisis económico, pero también en las propias ciencias naturales– de problemas de neto carácter político y social.

G. Fourez (1994) no sólo rechaza el carácter neutral de la ciencia, sino que la conecta directamente, en el mundo occidental, al interés de la burguesía. Este autor considera que a la idea de las ciencias como producción cultural en sí, que implica una concepción –una poética– sobre el mundo y un placer estético al estructurarlo a partir del espíritu, debe sumarse su poder ideológico, es decir, su papel como elemento legitimador más importante de las modernas sociedades industriales. Determinados conceptos –Fourez lo ejemplifica con el término «desarrollo económico»– se dan como obvios, como objetivos y eternos, cuando, inevitablemente, han sido construidos en un contexto histórico determinado y son siempre discutibles. Frente a las conexiones anteriores con la naturaleza, el proyecto de control y dominio del entorno por la burguesía conduciría a visiones del mundo independientes de los sentimientos y a una observación de la realidad como objeto de cálculo, previsión y dominio. Todo se convierte en mensurable y las particularidades desaparecen en concepciones que interpretan toda la realidad como plasmación de leyes generales. Sólo determinados problemas recientes no resueltos por las ciencias e incluso acentuados por ellas –contaminación, energía, armas, problemas sociales, Tercer Mundo...– llevarían a algunos sectores a cuestionar esa actitud de dominio y a buscar nuevas formas de contacto con la naturaleza.

La crítica a la ciencia y la presentación de alternativas por parte de G. Fourez se encuentra en la línea con que Arne Naess, en 1979, comentara un artículo donde Feyerabend exponía sus tesis básicas. El filósofo noruego concluía este trabajo evocando una serie de alegatos, expuestos a discusión, que denunciaban la alianza entre los científicos y cualesquiera regímenes políticos que les ofrecieran compensaciones, así como su acatamiento mayoritario de la sociedad de clases, su escaso carácter autocrítico, su apoyo a la tecnocracia y su contribución al despilfarro. En su texto, Naess también se refería, secundando a Feyerabend, a sectores sociales que, como los pescadores ante los proyectos de edificación, podían ofrecer mejor información y teorías más relevantes que los expertos. Además, en algunos casos, los caros proyectos científicos, especialmente gravosos en países subdesarrollados, sólo producían escasas conclusiones que ya eran de dominio público entre los afectados. Pero, a la vez, Naess (1979: 52-53) situaba a Feyerabend, y con él su talante crítico, en un contexto personal especial, de elevado prestigio, «dentro del aparato ambiental de la física cuántica», ajeno, por tanto, a un tipo de ciencia minoritario, pero significativo:

Mucha de la investigación social e histórica de la oposición de izquierdas tiene prácticamente todas las características que Feyerabend encuentra a faltar en lo que él llama «ciencia»: los investigadores tienen poco respeto por la metodología pedante, creen implícitamente en el «todo vale», se dedican a la reforma radical o a la «revolución», sus pretensiones «científicas» son moderadas, exaltan otras culturas distintas de la industrial, ponen el acento en aspectos no intelectuales de la racionalidad, luchan contra el elitismo y contra el dispendio que supone la jerárquica ciencia oficial.

Para el filósofo noruego, preocupado por cuestiones semánticas, por el ecologismo o el pacifismo de Gandhi, la ciencia dominante se explicaba, en buena medida, dentro de una determinada sociedad y, por tanto, el cambio científico exigía previamente del cambio social. Su texto muestra todos los signos de una época en que la utopía, aunque distante, alentaba en alto grado la pluma de algunos teóricos.

8. El relativismo no aboca al caos. Detractores y esperanzas

Son varios los autores que, aun conectando a veces con las posturas relativistas en algunos puntos, han abominado de ellas por considerar que sólo pueden generar desorden e incertidumbre. Para estos pensadores, negar la posibilidad de progreso lineal en el conocimiento sólo puede provocar efectos adversos para el desarrollo de la ciencia y de la sociedad. En última instancia, lo que erigen en común estos críticos del relativismo es la idea de que sí resulta posible captar o, al menos, acercarse a una verdad externa por encima de los elementos subjetivos que pulsan sobre el individuo. El objetivismo no constituye, para ellos, una pretensión inalcanzable y el desarrollo científico efectivo pasa por una aproximación máxima al mismo.

En general, las críticas al relativismo se han sucedido desde posiciones teóricas y especialidades distintas, a veces con alto grado de indignación. Ya antes, en notas de pie de página, nos hemos referido a algunos comentarios con los que Chalmers y Ziman trataban de autocontenerse en su tono relativista. En la crítica que de forma breve desarrolla Scott Gordon (1995: 712), plantea, como observación preliminar, la necesidad de no identificar el desarrollo científico con el descubrimiento de verdades apodípticas, de lo que derivaría, si resultara posible, la muerte de la ciencia. El acceso absoluto a la verdad no existe, pero sí la posibilidad de acercarse a ella. Aunque reconoce el poder que la ideología y las creencias pueden tener en el desarrollo científico, especialmente en las ciencias sociales, considera que es posible desterrarlos y construir teorías y conceptos asépticos. El estilo lingüístico que destacaba D. N. McCloskey no es para él una actuación consustancial dirigida a persuadir y embaucar al oyente, sino una estrategia para aclarar y simplificar. Bajo una actitud bastante complaciente con la dinámica seguida por las ciencias en el mundo occidental, Gordon deplora los sistemas de control organizados por los propios científicos, se aleja de las concepciones sobre el «ineludible» colegio invisible y confía en la libre competencia de la investigación para alcanzar la objetividad. En esa línea, rechaza también la idea de la inconmensurabilidad de paradigmas, puesto que algunos de ellos deben aproximarse más que otros a esa realidad objetiva y, en ese sentido, como en los planteamientos de Popper y Lakatos, resulta posible compararlos.

Robin Dunbar (1999), aunque crítico con los argumentos de Popper, rechaza también tan ostensiblemente las actitudes relativistas que no duda en relacionarlas con una «indolencia intelectual» de fondo y un camino hacia lo que negativamente juzga como un verdadero «anarquismo intelectual». Al advertir sobre sus riesgos, y en particular sobre las formas más extremas del postmodernismo, este autor entendía que era en las ciencias sociales e históricas donde tales posturas estaban causando mayores estragos, afectando, a su vez, a la confianza en las ciencias naturales. A su juicio, mediante estas actitudes, se desembocaba en una mera presentación acrítica de teorías, sin primar ninguna como más plausible y dejando al lector plena libertad de elección. Aunque acepta el recurso a la negociación en los científicos, niega que se trate de compromisos similares a los de los precios o a los de tipo diplomático. Por el contrario, ve estas negociaciones como debates donde se llega a un acuerdo, tras honestas argumentaciones y tras convicciones plenas, sobre determinados aspectos o pruebas (cuyos perfiles no considera variables según la tendencia). Pero, por otra parte, en una línea de negociación externa que podrían suscribir los autores relativistas, Dunbar alude a la difusión de mitos con el fin de conseguir financiación pública. En la búsqueda de convicción entre otros científicos, no duda, también, en considerar los artículos como verdaderas proezas que comprimen –puede pensarse que ignorándolas o simplificándolas– las disputas, que hacen olvidar los intentos fallidos que llevaron a callejones sin salida y que logran aparecer como explicaciones coherentes y entretenidas.

Federico García Moliner, en su libro La ciencia descolocada (2001), se mueve también bajo un cierto eclecticismo. Por un lado, niega la existencia de una ciencia neutral, ajena a intereses sociales e ideológicos, y valora la trascendencia de la negociación, de la adaptación a las modas y del recurso al «eufemismo» en los proyectos de investigación para conseguir apoyos externos. Pero el cariz relativista de estas y otras afirmaciones se desnaturaliza un tanto al atribuir un carácter anómalo y negativo –no consustancial e ineludible– a estos comportamientos. Aunque no cabe pensar en verdades incuestionables, García Moliner considera posible un progreso continuado a partir de la evidencia experimental y atribuye a los distintos trabajos una calidad y una validez en sí mismas, sin estimarlas condicionadas por la tradición desde la que se juzga.

Uno de los autores que ha arremetido de forma más despectiva y continuada contra las visiones relativistas, erigiéndose en fuerte defensor del cientifismo, ha sido Mario Bunge. El físico y filósofo argentino no acepta totalmente la caracterización popperiana de la ciencia basada en la falsabilidad, refutabilidad y crítica de las hipótesis, por considerar que elude el sentido básicamente verificacionista que guía al científico. Como opción, presenta una serie de criterios –capacidad de predicción, técnicas experimentales y matemáticas, rechazo de criterios de autoridad, etc.– (Bunge, 1985b: 28-29) que lo llevan a distinguir entre ciencias maduras, emergentes, estancadas, heterodoxas y pseudociencias. Entre estas últimas quedarían, junto a un campo cuyo objeto de interés no es nada tangible, como es la parapsicología, otros cuyos enfoques interpretativos juzga meramente especulativos y alejados de la realidad, como el psicoanálisis, el conductismo y, precisamente, los estudios relativistas sobre ciencia y tecnología. Tampoco estima como verdaderas ciencias las economías neoclásica y marxista, que se habrían quedado ancladas en torno a una realidad capitalista propia del siglo XIX y tendrían meramente un sentido «escolástico» e ideológico, de confirmación o destrucción del capitalismo en cada caso.

A nuestro juicio, salvo en el caso de la parapsicología, la astrología y otros campos no racionalistas, los enfoques que Bunge rechaza no suponen sino formas determinadas de enfrentarse a procesos complejos y no mecánicos, especialmente recalcitrantes a interpretaciones, delimitaciones y conceptualizaciones únicas. Lo ideológico resulta, en nuestra consideración, consustancial a las ciencias sociales y a determinados aspectos de las naturales, dada la necesidad de desarrollar una concepción sobre la realidad social. Por lo demás, el análisis en estas esferas no se ha desplegado bajo el cetro inamovible de idolatradas autoridades. Así, por ejemplo, sin seguir literalmente todos sus esquemas, las propuestas de Freud han servido para valorar en los rasgos y en los conflictos psíquicos la importancia de las normas interiorizadas, de las vivencias del pasado y de su sello en el inconsciente (categoría no delimitada orgánicamente, pero tampoco de base inmaterial, contra lo que Bunge señala). La economía marxista, y también, en parte, algunas líneas conectadas a la neoclásica, no dejaron de inspirar pronto nuevos enfoques, muy distintos entre sí y alumbrados por ideologías contrapuestas, que recogían aspectos como el peso de la gran empresa, el desarrollo de nuevos desequilibrios y el papel del Estado. La alternativa de Bunge (1985a, 1985b) de observar la realidad económica y aplicar unas técnicas apropiadas de planificación, reservando cierto papel a la competencia, no deja de aparecer también condicionada por sus propias pautas ideológicas –en un contexto preciso– y hallará frente a sí criterios distintos. Contra lo que advierte en otros escritos (Bunge, 2000: 229), tampoco la idea de un Estado del Bienestar constituye una propuesta neutral, libre de connotaciones ideológicas, que pueda superar en sí misma las posiciones enfrentadas en la lucha de clases, como han revelado tanto sus valoraciones como instrumento al servicio del sistema capitalista como, en sentido muy diferente, las críticas neoliberales contra el mismo. Más allá de esa hipotética neutralidad y de esa armonía resultante, un autor como C. Offe (1990: 142) resaltaría la contradicción que el capitalismo encuentra bajo el Estado del Bienestar: si por un lado la política social y asistencial desalienta la acumulación privada de capital y las ventajas empresariales en el uso de la mano de obra, por otro las condiciones económicas y sociales de la economía industrial requieren su desarrollo y harían que su desaparición tuviera efectos explosivos y paralizantes.

Pero aquí, obviamente, nos interesan los comentarios de este autor (Bunge, 1985a: 71-74; 1985b: 97-107; 2000: capítulos 8-10) contra el relativismo y, sobre todo, contra lo que llama posturas «sociologistas», que él de antemano desautoriza alegando que, como sofistas dispuestos a discutir temas que no conocen, suponen una fórmula cómoda de profesión y de crítica sin aprender previamente ninguna ciencia y sin seguir los dictados de la razón. Es cierto que las visiones relativistas se han afincado como líneas de investigación capaces de ofrecer sus propias simplificaciones y de garantizar salidas profesionales, pero, mediante ello, no dejan de comportarse como las demás especialidades. Ya J. M. López Piñero (1976: 149-150), al observar la polémica entre «internalistas» y «externalistas» en el estudio de la actividad científica, identificaba las distintas vías interpretativas con lo que, ante todo, serían distintas líneas de especialización en marcha. La sociología del conocimiento científico constituye, en este sentido, una línea ya altamente asentada que cuenta con sus propios esquemas previos para afrontar el análisis. Pero, aun así, las perspectivas relativistas se enfrentan a particulares inconvenientes por su choque con las visiones más difundidas y legitimadoras sobre la ciencia, que Bunge tan bien representa y que colman en mejor medida las esperanzas de la población. Por otro lado, aparte de que las ciencias impregnan tantas facetas de la sociedad que permiten forjarse juicios diversos a los no especialistas en ellas, entre los investigadores relativistas se ha extendido la obligación de penetrar a fondo en áreas muy distintas a aquéllas en que se han formado, por lo que no cabe considerarlos meros especuladores oportunistas y acomodaticios.

Si Feyerabend sugería que fueran los ciudadanos, como pagadores de impuestos, quienes decidieran sobre las materias científicas y no científicas que debían incorporarse al sistema educativo, Bunge (1985b: 67-68) invierte el sentido de la apelación y juzga como un verdadero despilfarro y un engaño al contribuyente una escuela pública con tal orientación. Pero, como decimos, este ensayista no rechaza como imposturas simplemente las tradiciones que el primero considera no científicas, sino también todas aquéllas que, a su juicio, distan de observar y analizar de forma neutral la realidad, como operación noble que verdaderamente da sentido a la ciencia. Bunge agrupa a todos ellos bajo una definición común y simple como charlatanes que sustituyen la creencia en la realidad por convenciones y falsedades similares a las de otros aspectos de la cultura como el arte. Los contempla, por ello, como un grupo oscurantista que se opone al progreso científico con la misma intensidad con que puede hacerlo un fundamentalista religioso o un político meramente pragmatista. Por un lado, rechaza un «realismo ingenuo» que contemple la percepción como mera proyección de la realidad y admite, siguiendo el criterio psicológico inaugurado por Helmholtz, que, con los estímulos externos, también intervienen el estado interno y las experiencias pasadas del sujeto perceptor. Pero esto no significa que quepa negar todo papel a la realidad externa, que ésta no resulte cognoscible ni que tengan similar valor relativo todas las experiencias de percepción. Los propios escépticos, nos dice, se comportan en su vida real dando por sentado que existen conocimientos verdaderos.24 Las creaciones científicas, para Bunge, no pueden ser vistas como el producto convencional de un colectivo, sea la sociedad (al estilo de Hessen) o sea la comunidad científica (al estilo de Fleck). Son individuos dotados de cerebros los que, valiéndose del conocimiento acumulado y aprehendido, desarrollan unas u otras ideas. Existen limitaciones para el desarrollo científico –falta de información, capacidad cerebral insuficiente y, sobre todo, obstáculos sociales e ideológicos–, pero ello no obsta para su perfeccionamiento y desarrollo lineal, sobre todo en la medida que el clima social resulte más favorable. Bunge tampoco acepta, pues, la idea de «inconmensurabilidad» y alude, para ello, al modo como en física se comparan los conceptos de teorías rivales y se comparten, por debajo de los aspectos en desacuerdo, algunos otros elementos. Para él, por tanto, la sociedad condiciona el pensamiento del individuo, pero no lo determina. En nuestro planteamiento alternativo, un colectivo no es tampoco un sujeto pensante y una tradición científica no es una emanación mental, pero sí suponen formas de canalización de las ideas y pautas de trabajo que cada miembro puede desarrollar. En ese marco, caben aportaciones e innovaciones individuales, pero su asimilación, lejos de resultar de la mera evidencia que se desprende del contraste de las teorías con la realidad, exige una disponibilidad positiva en el seno de la comunidad científica. Por ello, el innovador en cuestión debe movilizarse y desarrollar estrategias diversas que lo remiten, básicamente, de nuevo, a la propia tradición de partida, conteniendo las posibilidades de ruptura.

Aunque bajo advertencias, argumentos y grados distintos, la propuesta final de muchos relativistas –incluyendo en cierto grado al propio Feyerabend– no dista tanto de la que planteaba Bunge (1985b: 196-204) al reclamar un protagonismo efectivo de los científicos en las políticas de desarrollo. Unos y otros, al menos, coinciden en presentar al científico como una de las voces autorizadas para debatir sobre problemas, pero sin excluir la participación de otros elementos sociales, como premisa para un funcionamiento democrático efectivo. Bunge no deja de valorar la responsabilidad personal del científico, que debe sustraerse a presiones éticamente reprobables, así como la necesidad, para que las investigaciones resulten provechosas, de que se ejerza el control adecuado y se aplique «una dosis de tecnología social». Considera que esto exige una reorientación ideológica y una mayor participación popular en la administración pública, pero elude prácticamente, señalando «que no viene al caso», el hecho de que existan intereses que se opondrán a esa reorientación.

Por otra parte, Bunge (1985a: 169-170), además de los problemas de despilfarro y otros de índole ética, advierte también de las limitaciones que, de cara a unos programas eficaces, se producen en el seno de la comunidad científica al primar como objetivos prioritarios la obtención máxima de subsidios y la publicación de trabajos para engrosar el currículum. Sin embargo, a diferencia de Latour y otros relativistas, parece concebir estas cuestiones como problemas sobrevenidos, prescindibles, y no como elementos consustanciales al desarrollo de este cuerpo de profesionales en el marco social. Además, en realidad, tampoco la detección del problema es similar, puesto que, a fin de cuentas, el teórico argentino critica la fuerza de tales intereses por entender que merman la originalidad de los trabajos y su contribución efectiva a la sociedad, mientras, para el relativista, estos otros aspectos no resultan claramente discernibles y diferenciables en sí mismos. Ni uno ni los otros coinciden en este punto con la visión más difundida entre los científicos y en el exterior, que, de forma evidente y mientras no se desarrollen actuaciones fraudulentas o actúen otros «factores exógenos», correlacionan el valor de un trabajo con los subsidios recibidos y con las publicaciones logradas, clasificadas según su grado de impacto. De hecho, con los aspectos que vinculan al autor a una u otra tradición, que ya propician un mayor o menor éxito en estos terrenos, ello es lo que priva en los procesos de selección, consolidación y evaluación del personal investigador antes que intentar aquilatar de forma concienzuda –aunque tampoco concebible al margen de criterios subjetivos– el trabajo desarrollado.25

Un autor también muy crítico con las posturas relativistas, aunque de una forma breve, despectiva y a veces irónica, es el también argentino Marcelino Cereijido (1994), que se apoya, en parte, en argumentos de Bunge. Aunque no deja de referirse varias veces a los efectos negativos que la ciencia occidental ha tenido en el planeta, este investigador enjuicia muy positivamente el potencial de la ciencia en la mejora de la sociedad y considera que las posturas que aglutina como «postmodernistas» suponen una nueva forma de oscurantismo, con sabor a Contrarreforma, tanto más paradójicas en países subdesarrollados que no han llegado a estar «modernizados». Precisamente, para él, el problema fundamental en el desarrollo científico de estos países es, antes que el financiero o la falta de reconocimiento en el mundo desarrollado, la insuficiente valoración social y política interior de la ciencia, que las posturas relativistas vendrían a secundar sobre nuevas bases. En el Tercer Mundo, nos dice, como resultado de unas mentalidades reacias al racionalismo, de una falta de «ideología científica», no se ha logrado desarrollar un apartado técnico eficiente y se han acentuado las diferencias económicas respecto al primero. Las corrientes relativistas, en ese contexto, no vendrían a suponer sino una complicación adicional. Para Cereijido (1994: 66) es incuestionable, con M. Polanyi, que en el conocimiento científico de un individuo pesan factores personales como su preparación previa, su entrenamiento, las claves que detecta inconscientemente, etc., pero ello no significa que no juegue papel alguno el mundo externo y no existan puntos en común en las percepciones. La contemplación de la realidad por los intelectuales se ampara en esquemas de origen social que a veces pueden resultar muy estrechos, pero ello no implica que la investigación y el saber sean mera consecuencia de negociaciones, compromisos o «paradigmazos impuestos por mafias académicas». Por otra parte, Cereijido sustituye el criterio básico del amor a la verdad en el científico por otro no menos sublime: el de escapar a la angustia que produce lo desconocido mediante la sistematización de la información y la creencia de que lo que se conoce es lo real.

A nuestro juicio, en primer lugar, la visión de Cereijido parece acentuar demasiado la responsabilidad que en el subdesarrollo económico tiene, de forma autónoma, el menor desarrollo científico. Aunque no deja de incrustar en algún caso el papel que en el atraso tienen las oligarquías interiores y, con más frecuencia, el de los países avanzados, estos factores aparecen bastante desdibujados. En realidad, la insistencia en esa división entre primer y tercer mundo, como categorías muy separadas, impide vislumbrar, por un lado, las semejanzas generales, y, por otro, la variedad de casos en una y otra situación: se trata, de hecho, siempre, en ambos espacios, de países marcados por una estructura y una dinámica capitalistas, que se resuelven bajo manifestaciones diversas tanto por factores internos como por las interacciones externas que se producen. Por otra parte, no queremos dejar de insistir en otra cuestión: el relativismo no supone, básicamente, negar las posibilidades del desarrollo científico, sino que, ante todo, preconiza cautela ante un cientifismo absoluto, promueve un sentido crítico por parte de la sociedad y nubla, eso sí, la idea de la ciencia como ámbito ordenado donde la comunicación interna resulta fluida y el progreso es la meta unívoca e incuestionable.

En general, ante toda esta serie de visiones críticas, queremos concluir enfatizando algunas ideas y formulando algunos comentarios. Es cierto que, en algunos planteamientos, las posturas relativistas diluyen la posibilidad de progreso científico en función de la variedad de teorías alternativas disponibles, como en el caso de Feyerabend, que incluso, aunque quizás de forma más provocativa que efectiva, colocaba en el mismo plano las tradiciones de carácter racional e irracional. La idea de que diversos aspectos sociales y profesionales marcan direcciones distintas en el desarrollo de las teorías constituye, en realidad, un punto poco propicio para comparar y optar por una de ellas como más próxima a la verdad. Con frecuencia, ni siquiera la verdad final constituye una perspectiva única, puesto que a partir de valores diferentes se generan objetivos explicativos distintos. Pero esto no significa un rechazo tajante de las posibilidades de progreso y de discernir entre enfoques ni, menos, que los autores relativistas constituyan, como Bunge alega, un «caballo de Troya» para destruir la ciencia. Por lo pronto, al margen de sus intenciones de autorreflexión, los relativistas deben considerar sus propias visiones, al menos, como mejores y más «objetivas», como reflejan al argumentar minuciosamente en su defensa y compararlas con otras, aunque sea en términos difusos. Pero, además, aunque se destaque la existencia de varias formas de percepción y de pautas previamente trazadas por la comunidad científica en un contexto social, ello no significa que la realidad externa no juegue papel alguno como campo de referencia. Las premisas marcan cauces a la percepción, pero es la realidad externa la que circula por ellos, la que se analiza o se ignora, la que induce también en parte al acuerdo o no permite salir del desacuerdo. Por otra parte, si se considera que son diversas y contingentes las posibilidades de desarrollo del conocimiento científico, no es por una cuestión de voluntades o veleidades en abstracto que puedan desembocar en tantas posiciones como individuos intervengan, sino porque existen diversos elementos –marco social, ideologías, negociaciones, inercias inevitables, rumbos previstos de innovación, etc.– que actúan como condicionantes fundamentales. Las concepciones científicas no se siguen de forma indefectible en función de unas u otras preferencias personales, sino que se relacionan con diversos factores y se aceptan mediante procesos donde juega un papel fuerte el inconsciente. La crítica y el debate, además, vienen a formar parte consustancial de las negociaciones, sin que en ello pueda prescindirse de la realidad, aunque sea para deformarla burdamente.

A nuestro juicio, aceptar el enfoque relativista de la ciencia no supone, contra la opinión y los temores posibles, un abocamiento hacia el caos, hacia la inseguridad y hacia la arbitrariedad. Aunque guiado por su defensa de las tradiciones irracionales, Feyerabend (1982: 91-92) realiza una defensa tan sugestiva como la siguiente:

¿En qué consiste el relativismo, que parece sembrar el temor a la divinidad dentro de cada cual?

Consiste en darse cuenta de que nuestro punto de vista más querido puede convertirse en una más de las múltiples formas de organizar la vida, importante para quienes están educados en la tradición correspondiente, pero completamente desprovisto de interés –y acaso un obstáculo para los demás. Sólo unos pocos están satisfechos de poder pensar y vivir de una forma que les agrada, sin soñar en imponer obligatoriamente a los demás su tradición. Para la gran mayoría (que incluye a los cristianos, los racionalistas, los liberales y buena parte de los marxistas) existe una única verdad que debe prevalecer. La tolerancia no se entiende como aceptación de la falsedad codo a codo con la verdad, sino como trato humanitario a quienes desgraciadamente están sumidos en la falsedad. El relativismo pondría fin a este cómodo ejercicio de superioridad y, por tanto, a la aversión.

No está claro que este planteamiento literal, pese a su talante abierto y democrático, pueda abocar a situaciones menos adversas que las que este pensador deplora por la primacía del sistema racionalista. El irracionalismo abarca vertientes bastante negativas para el género humano o para algunos sectores del mismo. Pero, si se reclama una libertad amplia de pensamiento, que suponga liberación de reglas estrictas, y la ciencia deja de verse como una panacea neutral contra todos los problemas, la sugerencia cobra especial interés. En realidad, Feyerabend no llega en su marcado relativismo a rechazar el papel de los científicos en la sociedad, pero sí contempla la necesidad de que los ciudadanos controlen su comportamiento y participen en las decisiones que les conciernen. En una línea próxima, aunque marcada por el análisis de las conexiones sociales, son varios los autores que, como G. Fourez, han defendido una posición importante para la ciencia, pero sin ignorar el carácter social y político –no susceptible, por tanto, de soluciones meramente técnicas– de los problemas. El científico puede ser escuchado, pero sus criterios no deben prevalecer ante cualquier otra consideración, puesto que, a fin de cuentas, también él esgrime determinados planteamientos políticos bajo sus argumentos técnicos. Las respuestas científicas aparecen, bajo esta nueva luz, como unas posibilidades abiertas al seguimiento, al rechazo, a la matización y a la renegociación en el propio seno social que las ha inspirado. El problema evidente que surge, en cualquier caso, es el de cómo organizar y ponderar la participación de cada elemento, de los científicos y de los no científicos. Por un lado, en la defensa de sus intereses y de sus criterios, los científicos hallan aliados en la sociedad y en las instituciones. Por otro, los ciudadanos se encuentran fragmentados en clases y grupos de interés que condicionan sus posturas ante las teorías y propuestas científicas. Pero, además, por otra parte, aunque del conjunto de la población emerjan colectivos experimentados capaces de plantear contrastes e influir positivamente en algunas alternativas, los criterios de la mayoría respecto a muchos problemas vienen modelados, precisamente, por las visiones que de forma vulgarizada y más convencional que en sus trabajos especializados difunden los propios científicos.

La idea de que los criterios del experto constituyen una postura más en un debate que debe implicar a los afectados se encuentra, en realidad, muy arraigada en sectores profesionales y políticos de orientación diversa que, con sus efectos positivos, también contemplan riesgos diversos en la ciencia.26 Mediante estas ideas, se entra en un terreno donde es difícil hallar el punto idóneo de equilibrio. Puede aceptarse, con Cereijido, que la capacidad de interferencia social explica límites como los que las distintas Iglesias, con sus valores y sus concepciones especiales, han puesto históricamente sobre el desarrollo científico. Pero ello no es óbice para otorgarle a la ciencia un papel privilegiado, al margen del debate político y social. Desde la órbita de la economía, la necesidad de diálogo era resaltada por un autor como Arthur C. Pigou (1973: 124-125) cuando, tras comparar los sistemas capitalista y socialista, trataba de presentar unas conclusiones. En esta fase, el economista británico no rehuía decantarse por una fórmula que, aunque capitalista en sustancia, incluía una serie de elementos de aplicación gradual –nacionalizaciones, planificación de inversiones, impuestos de herencia y de la renta, etc.– para «disminuir las escandalosas desigualdades de fortuna y de oportunidades que afean nuestra civilización». Pero, previamente, no dejaba de presentar tales sugerencias como «cuestiones de fe» personales sobre las que él, como especialista académico más o menos «enclaustrado», no tenía la calificación, experiencia y sensibilidad de quienes afrontaban directamente los problemas.

Además de apoyar esa línea de no considerar infalibles ni neutrales los criterios dimanados de la investigación, el relativismo ofrece unas nuevas perspectivas generales al científico que se enfrenta ante cualquier tipo de realidad, que deja de ser algo perfectamente definible y abarcable. Es difícil valorar las posibilidades y las consecuencias de este nuevo ideario, dado que su eco real, efectivo, ha sido escaso si se exceptúa la repetida observación de sus premisas –aunque mediante cauces al uso, a menudo como un paradigma más– por los propios sociólogos del conocimiento científico y algunos teóricos de otras áreas. Los paradigmas, tradiciones o estilos prosiguen sus andaduras sin relacionarse entre sí, o con pequeños ámbitos de intersección. Las comunidades científicas, o mejor, los colectivos dentro de las mismas, siguen imponiendo sus métodos, sus conceptos, sus esquemas interpretativos, sus vías de trabajo. Las teorías y los argumentos explicativos siguen considerándose mejores o peores en función de su hipotética aproximación a la realidad y no se valora su tránsito por patrones altamente predefinidos y negociados. Por todo esto, resultan características aún las apelaciones al poder independiente de la evidencia, la creencia de la relevancia en sí de los datos, la presentación de una línea como la más prometedora por su propia naturaleza, las acusaciones de reduccionismo y de deficiencias sobre otros enfoques, las peticiones de contraste empírico de las teorías y toda una variada serie más de lugares comunes de una concepción de la ciencia que, pese a sus posibles matices, sigue basada esencialmente en el objetivismo.

Además de parecer atacar la legitimidad de la ciencia entre quienes siguen admitiéndola como conjunto de métodos racionales para interpretar la verdad, el relativismo no puede satisfacer a una sociedad pragmática que aplaude las convicciones sólidas y confía en soluciones claras para problemas plenamente discernibles. Lo que se reclama es encontrar seguridades, certezas, no difundir que caben varios planteamientos alternativos y consolidar la duda como verdad más perentoria. ¿No conduce el relativismo necesariamente a una situación de desesperanza y desasosiego? Si es imposible captar la realidad de forma absoluta, ¿qué se puede hacer? ¿Queda en entredicho la labor de los científicos? ¿Es inútil buscar soluciones a problemas tras identificarlos previamente? La situación no es tan exasperante. No es posible aprehender una realidad absoluta a la que, en principio, ya hay que señalarle unos determinados límites, pero sí se pueden seleccionar aspectos, definirlos y tratar de buscar la explicación más próxima posible, aun a sabiendas de que determinados procesos –especialmente dentro de las ciencias sociales, pero también en las naturales– no podrán aceptarse nunca de forma fehaciente. De la validez de gran parte de las respuestas nunca podremos tener constancia firme, dado que siempre caben otras posibilidades apoyadas con otras «pruebas». Por supuesto, las discordias pueden ser aún mayores, puesto que pueden darse ya en la misma identificación de los problemas y en la ponderación de sus consecuencias. Pero, como en la vida cotidiana, aceptaremos tanto la controversia como la incomunicación como realidades ineludibles del quehacer científico. Aunque defendamos nuestros métodos y nuestras teorías con tesón, no será ya atisbándolos como únicos verdaderamente significantes ni juzgando como prescindible todo lo demás. Entenderemos también que, si utilizamos determinados caminos y defendemos determinadas ideas, es en buena medida porque diversos factores contextuales, inextricablemente unidos entre sí, sustentan nuestro pensamiento.

Bajo este nuevo tono, nuestro trabajo tendrá una menor apariencia de «objetividad» y seguridad, pero representa una postura más realista si consideramos que tales rasgos constituyen meras falacias, meras máscaras, meros productos de un autoritarismo primario. Nuestro trabajo será más libre, menos rígido, y reconocerá el carácter humano que otros no quieren advertir en el suyo propio. La conciencia sobre los grilletes que nos imponen nuestras líneas de reflexión, sobre nuestras inevitables deformaciones y desvíos, nos podrá ofrecer caminos más apropiados para aproximarnos a esa «verdad imposible». Asumiremos que nuestro enfoque no deja de suponer una visión personal y contingente, aunque muy marcada por ideas anteriores. Analizar dentro de las ciencias sociales, en particular, supone generalizar, aplicar categorías y buscar tendencias, procesos lineales, relaciones causa-efecto, conexiones de factores y fenómenos, y todo ello, ante unas realidades caóticas, heterogéneas y confusas por su propia sustancia, implica simplificar en mayor o menor medida, olvidar matices, primar unos aspectos respecto a otros, deformar mediante énfasis y olvidos. A través de la asunción de estas ideas, ganaremos estímulo y de forma paradójica, finalmente, también otra clase de seguridad: la de saber que transitamos por caminos personales y aproximativos, que necesariamente estarán más o menos acordes con los desarrollados por otros investigadores ubicados en sus particulares contextos. El debate, mediante estos nuevos procedimientos, podrá realizarse en mayor medida con los diletantes y, en general, con los no especialistas, sobre todo al aceptar que los «expertos» no están libres de intereses, pautas convencionales, pulsiones irracionales, susceptibilidad ante la propaganda y resortes de sentido común. Incluso el diálogo con autores del pasado podrá ser mayor y no limitarse al que tiene lugar con aquéllos considerados «clásicos» o «más novedosos» en su momento. Las teorías y los argumentos desarrollados en otras etapas de la historia no se repudiarán como modelos superados y barridos por el progreso de las ideas, sino que se contemplarán como visiones condicionadas por sus circunstancias como las nuestras lo están por el marco social y cultural en que nos movemos.

El papel del análisis científico no queda repelido a través de las tesis relativistas, ni siquiera en los términos más iconoclastas de Feyerabend, aunque aparece modificado y convertido en un elemento más de cara a la comprensión del mundo, la solución de problemas y la búsqueda de mejoras. No se está negando validez al hecho de que los científicos formulen sus propias propuestas, pero tampoco se confía en ellas de forma ciega. Se solicita cautela, debate y contraste en un panorama amplio que no incluya sólo a los especialistas. Aunque de ahí no brota una situación altamente optimista, tampoco se ha dibujado un marco de desesperanza. Pocos autores en su pesimismo llegan, como Latour y Woolgar (1986: 305), a restar utilidad a su propio trabajo y estimarlo no convincente a partir de la línea relativista que han seguido. Dos sociólogos españoles, J. M. Iranzo y J. R. Blanco (1999: 29), al presentar el libro que fusionaba sus tesis, manifestaban su confianza en que su estudio, como reflejo de sus personales experiencias y no de verdades absolutas, resultara útil para los lectores en la construcción de sus propias ideas. Al final, estos autores (Iranzo y Blanco, 1999: 386) consideraban que, a la luz de las nuevas concepciones, podía descubrirse una nueva primavera intelectual que aumentaría la participación en la producción y gestión del conocimiento. Feyerabend (1984: 81-83), por su parte, al mostrar su animadversión hacia los científicos, filósofos, políticos, educadores o cuantos tratan de imponer sus esquemas desde los pedestales en que ellos mismos se han erigido, no presentaba sus propuestas como una guía objetiva a seguir, sino como opiniones subjetivas susceptibles de fomentar la libertad y la independencia de los lectores, incluyendo la independencia para rechazar tales sugerencias.

1. En un discurso pronunciado en 1990 en un encuentro de la Philosophy of Science Association, Kuhn (2002: 114-115) manifestó que su idea de inconmensurabilidad había surgido, en realidad, al leer textos antiguos e interpretar que sus pasajes aparentemente sin sentido no se debían a confusiones o errores, sino a los significados específicos que recibían algunos términos, distintos a los actuales. La captación de esos conceptos del pasado y la identificación de sus referentes, por tanto, hacían posible la comprensión desde el presente y propiciaban, con la habilidad requerida, la traducción y la comunicación.

2. Después de la guerra, durante la que permaneció en dos campos de concentración, Fleck se dedicó a la investigación médica, dejando en segundo plano su interés por la teoría de la ciencia. Además, su libro no formó parte del patrimonio intelectual exportado a los países anglosajones, más receptivos a los planteamientos legitimadores de Popper. Sólo al diversificarse la discusión tras la publicación de Las revoluciones científicas por Kuhn en 1962, un año después de la muerte de Fleck, su obra, citada en el prólogo de aquella otra, empezó a despertar interés.

3. He aquí uno de sus más contundentes juicios al respecto (Feyerabend, 1982: 98-99): «Es hora de que nos demos cuenta de que los intelectuales no son más que un simple grupo bastante codicioso que se mantiene unido por una tradición especial y un tanto agresiva, con los mismos derechos que los cristianos, taoístas, caníbales o musulmanes negros, pero carente por lo general de la comprensión humanitarista que éstos tienen».

4. En una línea discursiva distinta, L. Á. Rojo (1984: 52-53) también encontraba la variedad, las ambigüedades y las contradicciones como algo común entre los grandes pensadores y científicos sociales, juzgando que sus obras nunca constituyen totalidades cerradas y coherentes y se muestran especialmente sensibles a las posibilidades que brinda el contexto en cada momento. En concreto, este autor comentaba este aspecto a propósito de las ideas de Keynes, donde encontraba tanto defensas reiteradas del libre comercio como de vías proteccionistas, ataques a la inflación y sugerencias de políticas expansivas que hacían caso omiso de este problema, y referencias favorables a la planificación de los años veinte junto a críticas del New Deal estadounidense.

5. Woolgar (1991: 136) dirá: «La naturaleza y la realidad son los subproductos de la actividad científica, más que sus elementos determinantes. Esto nos capacita también para ver cómo la ciencia está impregnada de política, no en el sentido restringido de las cuestiones de financiación o de los intereses comerciales o gubernamentales, sino respecto a una completa gama de estrategias retóricas, de argumentación, de movilización de recursos, etc. Las negociaciones sobre lo que debe considerarse una prueba en ciencia no son menos desordenadas que cualquier discusión política entre abogados, políticos o científicos sociales».

6. He aquí su testimonio literal (McCloskey, 1990: 73): «La búsqueda de la Verdad es una mala teoría de la motivación humana y no es eficaz como imperativo moral. Los estudiosos de las ciencias humanas buscan la persuasión, la belleza, la resolución del desconcierto, la conquista de los detalles recalcitrantes, la sensación de un trabajo bien hecho y el honor y los ingresos del cargo».

7. En realidad, en una línea parecida, son varios los autores que han vinculado el monetarismo, especialmente impulsado por M. Friedman, a intereses concretos. J. M. Jordán (1979: 55-64), que veía tras esta doctrina una nueva forma de liberalismo y de sublimación –por ejemplo, al explicar la inflación sin valorar el proceso de oligopolización y los estrangulamientos estructurales–, lo conectaba al interés del gran capital estadounidense y de las oligarquías sudamericanas. Al identificarlo como «economía escolástica», M. Bunge (1985b: 109-110) también descubría, tras un aparente análisis científico, una forma de ocultar la realidad y actuar al servicio de intereses bancarios. Al ser uno de los elementos pujantes del neoliberalismo, también los críticos generales a esta doctrina, como J. F. Martín (1995: 201-229) y P. Montes (1996: 87-89), denunciaban distintos tipos de connivencias con los poderes económicos, incluyendo –como manifestación primaria de la lucha de clases– el propio interés en mantener un marco económico depresivo para minar las reivindicaciones salariales. Mas recientemente, para J. Stiglitz (2004: 44), las políticas de austeridad sugeridas a los países subdesarrollados por el FMI, de base también monetarista, aparecen inspiradas, en el fondo, por los sectores financieros de los países industrializados.

8. Ziman (1981: 21) afirma lo siguiente: «En primer lugar, debido a su educación formal y a su experiencia investigadora, casi todo científico se apoya en la concepción del mundo de su época y felizmente no puede dar su asentimiento a enunciados que están en evidente discrepancia con lo que se ha aprendido y con lo que ha llegado a encariñarse. La consecución de acuerdo intersubjetivo raras veces es lógicamente rigurosa; hay una tendencia psicológica natural en cada individuo a estar de acuerdo con la mayoría y a seguir fiel a un paradigma que anteriormente tuvo éxito, incluso si se encuentra con elementos de juicio contrarios».

9. Por ejemplo, Berger y Luckman (1998) e Ibáñez Gracia (coord.) (1988).

10. Sin embargo, en otra obra posterior, Chalmers (1993) se afanaba en advertir, como matización a su anterior relativismo, que existía la posibilidad de avanzar en el conocimiento siempre falible y mejorable del mundo real.

11. Para Feyerabend (1982: 102-103), el avance que en determinadas direcciones logran los científicos bloquea el progreso en otras. Por eso, con referencias a autores como Galileo, cuyo desconocimiento de teorías asentadas pudo resultar positivo en su investigación, concluye: «Así pues, la ciencia necesita tanto la estrechez de miras que pone obstáculos en el camino de una curiosidad desenfrenada como la ignorancia que hace caso omiso de los obstáculos o es incapaz de percibirlos. La ciencia necesita tanto al experto como al diletante».

12. El testimonio de Feyerabend (1989: 129-130) adquiere aquí un carácter dramático: «Un especialista es un hombre o una mujer que ha decidido conseguir preeminencia en un campo estrecho a expensas de un desarrollo equilibrado. Ha decidido someterse a sí mismo a standards que le restringen de muchas maneras, incluidos su estilo al escribir y al hablar. [...] Esta separación de ámbitos tiene consecuencias muy desafortunadas. No sólo las materias especiales están vacías de los ingredientes que hacen una vida humana hermosa y digna de vivirse, sino que estos ingredientes están también empobrecidos, las emociones se hacen romas y descuidadas, tanto como el pensamiento se hace frío e inhumano. En verdad, las partes privadas de la existencia sufren mucho más que lo hace la propia capacidad oficial. Cada aspecto del profesionalismo tiene sus perros guardianes; el más ligero cambio, o amenaza de cambio, se examina; se emiten advertencias, y toda la maquinaria de opresión se pone inmediatamente en movimiento con objeto de restaurar el statu quo».

13. Esta serie de reflexiones no le impide a este autor confiar en las posibilidades de un conocimiento objetivo. En una obra posterior a la considerada hasta aquí, Ziman (1986: 72-73), tras presentar la labor científica como una creación de «mapas convencionales» sobre la realidad, afirma que el convencionalismo «no explica la experiencia vívida de la investigación como exploración, en la que se descubren –y no meramente se estudian o se construyen de manera artificial– reinos de hechos y conceptos que antes eran desconocidos». Más adelante, Ziman (1986: 132) se opone al relativismo extremo del «programa fuerte»: «Los científicos no se limitan a “fabricar” conocimiento por encargo y a “negociar” esquemas interpretativos como si fueran contratos comerciales. La naturaleza no es tan maleable y la comunidad académica no funciona del mismo modo que un bazar oriental, donde se puede hacer que todo pase».

14. Al descubrir en la teoría de Kuhn la idea de que la «ciencia normal» no tolera la disidencia o el desacuerdo básicos, Katouzian (1982: 149-150) deduce una serie de implicaciones o hechos: «El primero es que una idea aparentemente inusual será probablemente rechazada con desprecio; en segundo lugar, que la publicación de tal idea tendrá buenas posibilidades si la reputación del autor ya ha sido establecida; tercero, que cualquier sinsentido de un autor “establecido” puede tener mayores probabilidades de ser publicado que cualquier contribución razonable de un autor desconocido». Después, suma otra posibilidad: aunque la idea «amenazante» de un autor establecido sea publicada y contestada sin fortuna con argumentos propuestos por el colegio invisible, la comunidad científica seguirá aferrada al paradigma dominante como si nada hubiera ocurrido.

15. Noiriel explica el éxito de Febvre y el fracaso de Bloch en el Colegio de Francia por su recurso a estrategias distintas. Mientras el segundo se niega a realizar concesiones, el primero lo hace, sobre todo, mediante la adopción de un título de proyecto que lo presenta como defensor de la tradición de la historia moderna francesa. En el apartado siguiente a estas consideraciones, este autor (Noiriel, 1997: 264-267) describe Combates por la historia, la conocida recopilación de artículos de Febvre, como una vasta operación de reescritura y reacomodación de trabajos que, en su presentación original, se corresponden con una figura menos inconformista que ha tenido que suscribir compromisos con el poder para ocupar posiciones dentro de él. Tras observar las peripecias de la trayectoria profesional de Bloch en París, C. Fink (2004: 183) también advierte de los límites que en sus aspiraciones pudieron suponer tanto las actitudes antijudías como su inconformismo intelectual. En toco caso, esta autora manifiesta la gran dificultad que suponía entrar en el codiciado Colegio: se necesitaba, en sus palabras, «una combinación de prestigio intelectual, contactos profesionales y buena suerte».

16. Por ejemplo, Linares (1966), Cámara (1984), Gómez Herráez (1993) y Capitán (2000).

17. Aunque parece atribuir al sistema educativo un poder coercitivo independiente del sistema social, Feyerabend (1982: 207) todavía llega más lejos en esta crítica: «Lo que descubren al cursar sus estudios es que el “pensamiento responsable” es en realidad falta de perspectiva, que la “competencia profesional” es en realidad ignorancia y que la “erudición” no es más que estreñimiento mental. De este modo, la enseñanza primaria se une a la enseñanza superior para producir individuos sumamente limitados y esclavizados en sus perspectivas, aunque no por ello menos resueltos a imponer límites a los demás en nombre del conocimiento».

18. En realidad, F. di Trocchio consideraba consustanciales al desarrollo científico el recurso a la mentira y la adulteración personal de los datos, pero no simplemente por ese interés privado, por la búsqueda de prestigio o por el afán de desacreditar al adversario, que abocarían a lo que él designa como «estafas vulgares» de fácil desenmascaramiento. A partir de la idea popperiana de que nunca resulta posible demostrar de forma concluyente la veracidad de una teoría, este autor estima también característico el recurso a la falsificación por parte de «genios desinteresados» que sólo así pueden lograr la aceptación de sus ideas en interés de la ciencia. Se trataría, en estos otros casos, de sublimes argucias, de recursos retóricos para convencer en aras del progreso científico, por lo que merecen el mejor juicio por parte de este ensayista.

19. Horkheimer, en Lenk (comp.) (1982: 247), Berger y Luckmann (1998: 23) y Mulkay (1995: 19).

20. Entre los textos que observan esta aportación desde distintos prismas, figuran Bernal y otros (1968), Medina (1995: 73), Mulkay (1995: 19), Bunge (2000: 230-231, 247) y Pardo (2001: 180-182).

21. Este libro apareció por primera vez en plena Guerra Fría, en 1954. Bastante antes, en 1939, Bernal ya había publicado otra obra, La función social de la ciencia, donde defendía la necesidad de planificación en este ámbito. Sostendría sus reflexiones en publicaciones, conferencias y encuentros diversos. En la introducción del libro de homenaje que se le dedicó en 1964 (Bernal y otros, 1968), Goldsmith y Mackay presentaban su departamento en Londres como centro de celebración de «consejos de paz y de guerra, académicos, políticos y científicos».

22. Con este criterio, a propósito de la experiencia del valle del Tennessee, coincidían Baran y Sweezy (1973: 134) al considerar que había sido su éxito, precisamente, el que condujo al desarrollo por parte de los grupos oligárquicos de una política de crítica, obstrucción e impedimento de iniciativas similares. Al hablar de experimentación en ciencias sociales, Bernal piensa, como se ve, en el ensayo de fórmulas alternativas al capitalismo liberal.

23. Latour aplica esta situación tanto a las ciencias naturales como a las sociales. De este modo, a propósito de la economía, concreta lo siguiente (Latour, 1992: 242): «El estado de la economía, por ejemplo, no puede emplearse de forma no problemática para explicar la ciencia porque él mismo es el resultado tremendamente controvertido de otro tipo de ciencia: la económica» (obtenida a partir de cientos de centros de estadística, de cuestionarios, de encuestas e investigaciones y de un procesamiento de los datos en centros de cálculo). Del mismo modo, la definición de sociedad se gesta en los departamentos de sociología, en los periódicos y en los centros de estadística: cuestionarios, archivos, investigaciones, artículos, congresos... y es el acuerdo emergido de esos espacios el que cierra las controversias. «Esos resultados –nos dice– también perecerán si salen al exterior de las finas redes tan necesarias para su subsistencia». Un símil final resulta aclarador (Latour, 1992: 243): «La situación es exactamente la misma para las ciencias que para el gas, la electricidad, la televisión por cable, el suministro de agua o el teléfono. En todos los casos tienes que estar conectado a costosas redes que a su vez deben mantenerse y extenderse».

24. Bunge (1985a: 42) observa una especie de farsa en el comportamiento de los relativistas (antirrealismo en el mensaje de su cátedra, cordura y realismo en su vida cotidiana). Bajo su perspectiva altamente dicotómica en torno al dilema realismo-antirrealismo, tampoco entiende la aceptación recibida por este grupo: «Permítaseme insistir en esta curiosa dualidad o esquizofrenia intelectual. Mientras en la vida diaria desconfiamos de los fantasistas y proyectistas, en el terreno filosófico tratamos respetuosamente a quienes no creen en la realidad del mundo exterior o en la posibilidad de conocerlo. En particular, tratamos con deferencia a los colegas que niegan que la ciencia y la técnica modernas sean superiores a la superchería. Para peor, hay quienes interpretan el antirrealismo filosófico como signo de ingenio y profundidad, no de desequilibrio mental, de ignorancia, o de deseo de llamar la atención».

25. Pese a que no valora la existencia de tradiciones rivales, E. Primo (1994: capítulo 4) examina la variedad de circunstancias y problemas que conllevan tanto la presión para publicar (el «publica o perece») como los filtros ideados para su logro (el sistema de referees, especialmente gravoso para investigadores noveles y desconocidos). Más adelante, este autor (Primo, 1994: 246), que entiende que dicho sistema inhibe de abordar trabajos con resultados a largo plazo o con riesgos altos de fracaso, propone una alternativa no basada sólo en estos criterios, aunque no desprovista de problemas: «Así, la evaluación del mérito de una labor no puede basarse exclusivamente, ni aun principalmente, en criterios bibliométricos; nada puede sustituir a la visita, la entrevista, la conversación y la estimación directa del trabajo que se realiza. Un investigador experimentado aprecia rápidamente si un grupo trabaja bien o mal, poco o mucho, si lo hace con entusiasmo, si sus objetivos son elevados o mezquinos y si los medios que tiene se aprovechan con alto o bajo rendimiento; y esto es lo que hay que juzgar principalmente, independientemente de que publique poco o mucho».

26. Por ejemplo, algunas colaboraciones en Nombela (ed.) (2004). En la introducción, el propio editor se refiere, entre los posibles efectos adversos de la ciencia, a su capacidad destructiva, su contribución a la acumulación de poder o su acentuación de las diferencias sociales.

El pasado cambiante

Подняться наверх