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Prólogo PSIQUIATRÍA Y CULTURA

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Las relaciones de la psiquiatría con la cultura son elocuentes y a la vez antagónicas. Por una parte, decimos que las prácticas psiquiátricas y los discursos teóricos que las legitiman son siervos del momento. Bajo una aceptación general reconocemos que la psiquiatría es hija de la cultura a la que pertenece, si entendemos por cultura los modos de vida de una época en relación a las creencias, las técnicas, las costumbres, el arte, el derecho o los códigos morales vigentes. Probablemente, nadie movería un dedo para contrariar o refutar esta idea.

Por otra parte, podemos sostener con la misma firmeza que la psiquiatría presente es radicalmente inculta, si nos referimos ahora a su relación con el conjunto de los conocimientos de su tiempo. Inculta en cuanto que se desentiende del pensamiento de la locura y de las influencias del pasado que corrigen su tradicional déficit de sabiduría. Salvo en algunos foros, reducidos y marginales, ya no existe la intención de enlazar las ideas de la psiquiatría con las nociones que provienen del resto de las ciencias humanas: psicoanálisis, antropología, lingüística, historia, literatura o filosofía. La psiquiatría, tras sus esponsales con el positivismo científico, ha dado la espalda al deseo de saber sobre la locura, enterrando la curiosidad y despreciando la inteligencia. Y si me atrevo aquí a sostener una afirmación tan redonda, tan tentada de exageración y tan sospechosamente dogmática, es porque me siento protegido por la corrección y pertinencia del libro al que estoy invitado como prologuista. Porque, para poner límites a la ceguera doctrinaria de la ciencia, nacen libros como el de José María Álvarez, quien, en vez de limitarse al estudio abstracto del presente, se propone insertar la psicopatología en el monumento de saber que nos precede. Su texto no se aviene a inclinar la reflexión ante el modelo de la evidencia, o a dar por bueno el último invento experimental, ni siquiera se contenta con alinear opiniones más o menos eruditas según un orden cronológico, sino que nos enseña el modo como unas ideas vienen determinadas por las anteriores, descubriéndonos la manera como la ciencia psiquiátrica ha tomado posesión de su dominio en un ambiente de confrontaciones y fidelidades entre las distintas escuelas.

Si, bajo la celosa protección que me concede La invención de las enfermedades mentales, iniciamos nuestro análisis por la parte culta de la relación, cumpliendo de este modo indirecto con el homenaje al autor que es todo prólogo, descubrimos enseguida cuatro dominios de influencia de la cultura que localizamos de momento en relación con los siguientes supuestos: con los cambios de la demanda, con el perfil de las enfermedades, con la rehabilitación de las psicosis y, por último, con los estilos de interpretación del malestar.

Respecto a la primera, es evidente que el signo que identifica la demanda actual es la profusión disparatada de consultas. De constituir un hecho vergonzoso, que era ocultado como un signo de pudorosa lasitud, hemos pasado a un consumo abusivo y casi ostentoso. Ya no se enjuicia como una debilidad ir a pedir ayuda a un centro de salud mental, sino más bien como el obligado ejercicio de un derecho a la salud. Lógicamente, a la par que este gesto social se hipertrofiaba, el sentimiento de autonomía y resistencia moral ha caído a niveles muy bajos. Se busca la tutela hasta en los asuntos que creíamos más naturales y gobernables para cualquiera, mientras la dependencia psicológica ha crecido en pocos años hasta extremos difíciles de prever.

La tolerancia con las debilidades y la generosidad impotente con las propias flaquezas son un signo de los tiempos. Para algunos, semejante fragilidad se encuentra en relación con esa atonía del padre que han señalado repetidamente los psicoanalistas, o con la liquidez de los discursos destacada por los sociólogos. Sin olvidar, como otra contribución explicativa, la debilidad del pensamiento propia de nuestra filosofía. Sin embargo, no conocemos los efectos que en la conducta hayan de aportar a largo plazo estos cambios en los fondos íntimos de la persona. Amos Oz comentaba no hace mucho que quizá el peor efecto de la globalización era la infantilización del género humano, pero desconocemos las consecuencias de esta reniñez obligatoria. Aunque, a decir verdad, no es imposible que terminemos sorprendidos porque una sociedad más infantil y dependiente acabe comportándose de un modo mucho menos bárbaro y violento que el maduro, autoritario y sangrante siglo XX.

En segundo lugar, la expresión social de la enfermedad es también esclava de los cambios culturales. Hemos aprendido que la sociedad de consumo indujo unas estrategias del deseo exigentes e insaciables, cuya primera consecuencia es la inestabilidad psicológica, la ansiedad y esa intolerancia al duelo, la depresión y la frustración que tan acertadamente nos caracteriza. Una vez instaurado el derecho a la felicidad como una exigencia irreemplazable, cualquier fallo, lentitud o tropiezo del deseo nos vuelve pacientes de la psiquiatría con excesiva facilidad. Al fracaso de las relaciones afectivas contribuye el carácter automático de los deseos propio de la sociedad de consumo, donde todo se desea de repente y bajo una exigencia inmediata que no conoce la demora subjetiva que imponen los demás cuando, en vez de consumirnos unos a los otros como objetos del mercado, se trata de querernos con tiempo por delante y recuerdos a la espalda. Llegar a considerar la simple tristeza como una enfermedad, o incluso someter la depresión al modelo nosológico tradicional es un reflejo exacto de nuestra indolencia ante las responsabilidades subjetivas y una consecuencia de ese paralelismo que llegamos a establecer entre el deseo y los hábitos de consumo, pues el capitalismo, como una cultura de afirmación diferencial, se lee bajo el lenguaje del deseo con la misma conformidad con que la realidad se somete al lenguaje de las matemáticas.

Hija de nuestro tiempo es también la esquizofrenia. Pese al auge positivista, siguen siendo poderosos los argumentos que alejan la esquizofrenia del modelo de las enfermedades físicas y la incluyen entre las perturbaciones de raíz histórica. En realidad, la antigua melancolía se tornó esquizofrenia cuando los cambios de la división del hombre alumbraron una nueva mentalidad, amenazada por un fracaso específico que ha poblado la conciencia del psicótico de voces, aislamiento, persecución y omnipotencia. Buena prueba de esta metamorfosis la encontramos en la fundada sospecha sobre si la esquizofrenia, en vez de contentarse con ser la enfermedad natural que con tanto celo nos anuncian, no es sino el reflejo de los excesos de la escisión del hombre, que cambia con los tiempos y acusa en su fractura el efecto de la época. No es descabellado pensar que, en el nuevo aposento de la conciencia que descorre la modernidad, el individualismo creciente o las nuevas formas de privacidad hayan inducido una división de la conciencia más acusada e incongruente, tanto que obligue al yo a fragmentarse más a menudo y más expeditivamente.

Se ha llegado incluso a definir la esquizofrenia como un síntoma de la modernidad. Pero no sólo por considerarla como una perturbación bastante reciente en nuestra historia, sino por entenderla como un síntoma nuclear —epistemológico y social— de la ciencia moderna, que sería capaz de dar cuenta racional de cualquier cosa menos de esa consecuencia ciega y muda de sí misma. Los síntomas —que no deben confundirse aquí con los defectos del saber incompleto— señalan el límite del conocimiento de cada uno, y para la ciencia ese límite interno se llama esquizofrenia. La esquizofrenia, desde ese punto de vista, es el nombre que damos a la experiencia humana que sobrepasa por dentro a la ciencia. Por ese motivo, porque no hay ninguna posibilidad de que la ciencia nos provea de información sobre la causa última del proceso, se vuelven vanos y ridículos los constantes anuncios de una hipótesis causal definitiva. No hay año, en efecto, que no se anuncie el significativo descubrimiento final de su explicación, ignorando que la esquizofrenia se sitúa siempre, por principio, en el otro borde del conocimiento, más acá de la causa y más allá de la ciencia.

La cultura, en tercer lugar, nos ha dejado como obsequio de la actualidad un indudable avance en el dominio de la asistencia. Pese a todos sus defectos, incluido el escaso desarrollo de sus prometedores planes, nunca se mostraron más eficaces los dispositivos asistenciales ni fue más coherente su organización. Sucede como si se hubiera establecido un curioso paralelismo, inversamente proporcional, entre la eficacia asistencial y la incultura psicopatológica a la que aludíamos. Nada hay más representativo de la psiquiatría reciente que ese sorprendente matrimonio de riqueza y pobreza, de acierto asistencial y reducción teórica. Si nos fijamos por ejemplo en los dispositivos de rehabilitación de cualquier Comunidad, observamos que en ellos cohabitan, las más de las veces, un conjunto de programas rehabilitadores sumamente eficientes con una psicopatología famélica que apenas acierta a interpretar ningún síntoma fuera de su descripción conductual.

La sorprendente circunstancia proviene de una diabólica coincidencia. Por un lado, del abandono del interés por el sentido de los padecimientos, y, por otro, del éxito debido a cuatro acontecimientos terapéuticos fácilmente observables en la mayor parte de los establecimientos rehabilitadores. A saber: la suficiente atención humana y hostelera de los enfermos, el respeto a su libertad, el efecto apaciguador de los psicofármacos y, por último, el énfasis prestado a la actividad como eje nuclear de todos los programas. Estos cuatro pilares se han mostrado tan apropiados que, con razón, el paradigma dominante de la psiquiatría actual se ha denominado recientemente, en la «Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud», paradigma de la recuperación, pues nada representa mejor a nuestra disciplina que las cotas rehabilitadoras conseguidas, aunque este éxito se haya logrado sacrificando como nunca la comprensión de los enfermos. Jamás el interés por la psicopatología pasó por horas más bajas e incultas ni la rehabilitación logró un éxito más convincente.

La teoría psicopatológica se ha convertido en un campo árido y simplificado hasta límites impensables. No comprendemos a los enfermos, ni nos interesa mucho hacerlo, ni desarrollamos los modelos necesarios para conseguirlo. Sabemos asistir a los psicóticos pero no descifrarlos ni tratarlos en el sentido lato de trato más que de tratamiento. En cierto modo, la psiquiatría actual ha renunciado a entender a la gente. Para algunos de nosotros cada vez es más costoso soportar el discurso de la disciplina —nuestro propio discurso—, como si hubiera que dar la razón a Bellow cuando, en Herzog, llama reductores de cabezas a los psiquiatras por su consabida estrechez de miras.

Así las cosas, hay que recordar que conocer un síntoma no es reducirlo a lo simple, sino desenvolver su complejidad: volverlo patente en vez de simplemente evidente, como pretenden algunas corrientes evidencialistas. No obstante, hay que reconocer que el énfasis en la acción como escenario terapéutico principal aporta elementos significativamente beneficiosos, que justifican el ahorro de conocimiento y la menguante curiosidad. Para probarlo basta con que consideremos la acción como precursora del deseo, como una anticipación que permite al psicótico condescender parcialmente con ese elemento que tanto le compromete. Al proponer la actividad como conveniente sustituto del deseo, evita un territorio más personal y reduce la posibilidad de arriesgarse en las fuentes deseantes de lo invasor y persecutorio.

Ahora bien, si el paradigma de la recuperación representa el lado más noble de las prácticas psiquiátricas actuales, lo que podríamos llamar paradigma de la indicación da cuenta con directa exactitud de la pobreza psicopatológica contemporánea. Lo que rige el conocimiento, según este nuevo paradigma, es el ámbito de indicación de los medicamentos y el discurso al que obliga. Bajo esa propuesta, precisamente, se ha ido diluyendo la psicopatología. No sólo seguimos inmersos en el modelo nosológico, mejor o peor disfrazado, sino que, por añadidura, han dejado de interesar las enfermedades precisas. La vaguedad de términos como trastorno o similares es más útil que nunca, pues facilita que el diagnóstico sea lo más impreciso posible, que se extienda a los mayores campos imaginables y que se prolongue en el tiempo todo lo que pueda. De este modo, se amplía la indicación del psicofármaco mientras se tiende conceptualmente a cronificar las enfermedades todo lo que den de sí, logrando que la sintomatología no prescriba y que, al tiempo, no se deje de prescribir. Las estructuras clínicas se estiran como goma de mascar, buscando que el tratamiento dure indefinidamente y alcance al número más amplio de personas. Se entiende, por consiguiente, que los estados límites y el trastorno bipolar sean hoy los principales protagonistas del nuevo paradigma, pues son las afecciones de fundamentos y límites más imprecisos y, por lo tanto, las que mejor colaboran con esta estrategia indicativa. Pero no sólo se estiran las indicaciones hacia adelante sino que también se propone hacerlo hacia atrás. La eclosión de los tratamientos precoces ha permitido adelantar la edad de las prescripciones, tratando de imponer con mil argumentos una suerte de vacunación neuroléptica, que no se sabe si beneficia más al supuesto paciente o a la economía de la empresa que promueve y financia la iniciativa.

Luchar contra la incultura exige aportar a la psicopatología todos los elementos del saber a su alcance y no reducirla al fatuo positivismo presente, donde la industria farmacéutica dicta a su antojo comercial las vicisitudes y el modelo de los síntomas, ya sea de la mano de sus ideólogos o del delegado comercial de cada laboratorio que, durante sus visitas, da a sus clientes una clase orientativa. Es evidente que el idilio actual de la psiquiatría con la biología ha conducido al suicidio teórico de la psicopatología.

Hay que reconocer, sin embargo, un beneficio indirecto en el dominio indicativo del paradigma, pues la psicofarmacología, junto a transformarnos en simples prescriptores y deformar y simplificar a la carta nuestra disciplina, ha tenido el éxito que es justo reconocerle y, de paso, ha convertido al loco en un gran consumidor y, por lo tanto, en alguien interesante para el modelo económico capitalista. Si los enfermos psíquicos no consumieran tanta botica, y lo hacen a la cabeza del resto de las especialidades, dudo que la psiquiatría hubiera alcanzado el desarrollo que conocemos.

Mientras pase una gran cantidad de dinero por nuestra prescripción, no es de temer ni la pérdida de la legitimidad médica de la profesión, que tantas confrontaciones ha propiciado, ni el retorno de los locos al depósito manicomial, que siempre amenaza como un fantasma recurrente en perspectiva. No obstante, a cambio de estas seguridades, la industria farmacéutica nos ha convertido en sus súbditos, y nos impone un modelo de conocimiento mediocre y fastidioso a través de esos personajes ciertamente siniestros que llama líderes de opinión y que mantiene a doble sueldo bajo su hegemonía. Si por el sistema fuera, es evidente que nos limitaríamos a diagnosticar, prescribir y, si acaso, gestionar la invalidez temporal, que busca en la causa psíquica uno de los motivos más inciertos y cuestionables de baja laboral que nos corresponde tramitar. Para nuestro desdoro, cada vez es más frecuente que los psiquiatras deriven los pacientes al psicólogo clínico en cuanto insisten en explicarse y hablar, y, lo que resulta más contradictorio, que cedan al neurólogo todas las patologías mentales de causa biológica conocida, quedándose con las de causa desconocida, para las que, no obstante, defienden a ultranza una causa orgánica para precaverse de otras preguntas. De este modo tragicómico, el desconocimiento de la causa acaba trasladándose a la regresiva ignorancia del profesional.

Hoy en día, la gran institución opresora —como subrayó Foucault— ya no es el hospital psiquiátrico sino el discurso de los aparatos ideológicos de la psiquiatría. El gran edificio aprisionador y enajenante es el poder del discurso y la violencia simbólica generada a través de la formación de los profesionales, las prácticas clínicas propuestas y la confección de protocolos, escalas y guías. Ejercemos la fuerza de la opinión y la violencia del nombre: la violencia del diagnóstico, en definitiva. En ese dominio hay que localizar el aireado problema del estigma que tanto pretendemos combatir pero que, en el fondo, no cesamos de generar. Al estigma contribuimos con el furibundo valor que concedemos a los diagnósticos. Nuestra contribución proviene de la facilidad con que colaboramos en imponer a los simples malestares el sello de la enfermedad, y la ligereza con que elevamos cualquier molestia a categoría diagnóstica.

Hemos olvidado demasiado pronto que la alineación mental es inseparable de la social. El estigma, en este sentido, no es nada más que lo que antes —con un vocabulario marxista— se llamaba alineación, si se le resta y desprovee, tibiamente, de la denuncia social contra la propia psiquiatría. Hoy el estigma sólo se plantea como quien corrige un inevitable efecto secundario que, buscando el mayor beneficio del paciente, no se pudo evitar.

En realidad, la lucha contra el estigma por parte de la psiquiatría no puede plantearse proponiendo un cambio de la apreciación social, tarea inalcanzable para nosotros, sino a través de dos medios que tiene mucho más a su alcance. El primero, potenciando los servicios asistenciales y, principalmente, extendiendo los recursos laborales de los enfermos. El segundo, cuidando el primor de la psicopatología, proponiendo de nuevo la comprensión y el sentido subjetivo del síntoma. La síntesis de ambas operaciones se resume en un límite que circunscribe como ningún otro elemento la ética de la clínica: me refiero a la aceptación de que ni todo es diagnosticable ni todo está sujeto a curación. No es conveniente bautizar técnicamente cuanto hace sufrir, ni proponerse la rectificación de todo aquello que se considera anormal y patológico.

Nos domina una monotonía curativa, reparadora y normalizadora sobre la que nunca está de más forzar algo la duda. Ni todo dolor es enfermo ni toda enfermedad es tratable. Laclos sostuvo que «cuando las heridas son mortales, todo remedio es inhumano». Advertencia que, aunque resulte desmedida en nuestro campo, no debe olvidarse nunca ante la locura y los remedios que se proponen. Se habla mucho de la adherencia al tratamiento y poco de los locos que mejoran solos. Algunos lo hacen hasta sin tratamiento farmacéutico.

El derecho a estar loco, aunque necesitado de limitaciones como todo derecho, nos recuerda que hay que respetar los planes que los psicóticos trazan consigo mismos, sin necesidad de llevarlos a nuestro terreno como único objetivo. Porque hay algo que debemos tener siempre presente, y es que a los locos les gusta estarlo. Es una suposición que nos cuesta asimilar. Y más cuesta respetar. Los locos no rechazan el tratamiento por obstinación o porque entiendan mal el fin que se les propone. También sucede que lo rechazan porque simplemente desprecian su beneficio. No les compensa. Hay un amor a los síntomas y a la repetición que está por encima del beneficio que a menudo les proponemos.

El supuesto sufrimiento de los enfermos no es absoluto. Sufren, pero quizá no tanto ni del modo como compasivamente nos imaginamos. En la actualidad sorprende lo que se tardó en concebir que sufrieran pues, de hecho, hasta Guislain, en su Traité sur les phrénopathies de 1835, no se defendió o descubrió el dolor moral de los alienados. Esquirol lo había insinuado, pero no había pasado de sugerirlo. Con anterioridad se pensaba que el loco vivía en un mundo de fantasías de acuerdo con sus preferencias o sencillamente animalizado. Eso explica, sin recurrir a ninguna perversión moral, las visitas que los curiosos burgueses realizaban a los asilos. No visitaban tanto el sufrimiento como la extravagante felicidad. Hoy, por contra, hemos pasado al extremo opuesto, y vemos tanto dolor en las psicosis que enseguida tendemos a un intervencionismo reparador y terapéutico.

Recordemos, sin embargo, que el síntoma es una mezcla de placer y poder que puede conducir al psicótico a perseguir la crisis desesperadamente, porque la crisis es su verdad y su gozo. Su única verdad. Como sabemos desde Freud, el delirio es una tentativa de curación, y la persecución, la única compañía del paranoico. Los síntomas son un refugio imprescindible. En palabras de Cicerón «la tristeza se sufre por propia voluntad y criterio», y hoy hay que tener mucho cuidado cuando se pronuncia esta sabia opinión, que engrandece el ánimo estoico del autor, y casi pedir disculpas por ello, pues mucha gente puede molestarse y darse por aludida. Pero, en el fondo, toda locura es poseedora de un ven que resume la llamada amorosa a los síntomas para que retornen a protegernos. Al célebre psicótico y premio Nobel de Economía John Forbes Nash le debemos la siguiente reflexión: «La idea de que los enfermos mentales sufren mucho no es tan sencilla. La locura también es un modo de huir».

Sea como fuere, no hay que intentar salvar a la gente a cualquier precio. Todo hombre es un fin en sí mismo que debe ser respetado tal y como está. La libertad no puede imponerse. La libertad impuesta no es una liberación sino el signo más genuino del totalitarismo. Nunca debemos olvidar el reproche lanzado por Artaud a su psiquiatra, el Dr. Ferdière, para que entienda lo que llama su poesía: «Tratarme como delirante es negar el valor poético del sufrimiento que desde la edad de quince años surge en mí ante las maravillas del mundo, y de este sufrimiento admirable del ser es de donde he sacado mis poemas y mis cantos. ¿Cómo no consigue amar en la persona que soy lo que ama usted en mi obra? Es de mi yo profundo de donde saco mis poemas y mis escritos y a usted le gustan. Le suplico que recuerde su verdadera alma y comprenda que una serie más de electrochoques me aniquilaría».

Este punto de vista hay que tenerlo en cuenta y sumarlo siempre al más convencional e ingenuo que nos suele servir de guía. Tampoco hay que tomarlo de forma exclusiva, pero la clínica consiste en aportar también esa tonalidad al tratamiento. No es otra la lección que yo he creído extraer del libro que el lector tiene delante. Ésa es la sabiduría a la que los textos y el trato diario con José María Álvarez me animan, a conocer que cada caso es un riesgo que rompe con la posibilidad de generalización científica, ni deductiva ni inductiva. Cada enfermo es un experimento que desmiente lo que sabíamos y que nos invita a seguir aprendiendo del resto de los saberes que moldean la cultura. Tal es el momento por excelencia de la clínica. El substrato último de la presente Invención, ya en su comienzo, que tras este sumario prólogo llama a las puertas de la lectura.

FERNANDO COLINA

La invención de las enfermedades mentales

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