Читать книгу La invención de las enfermedades mentales - José María Álvarez - Страница 9
ОглавлениеEntramada en la quintaesencia de nuestro pensar y sentir, la locura ha modulado los movimientos y destinos humanos desde la noche de los tiempos, acompañándonos desde entonces como lo hace nuestra propia sombra. Cuando han transcurrido ya más de dos siglos desde el nacimiento oficial de la psiquiatría en su más rudimentaria versión, el alienismo, nuestras prácticas parecen asentarse hoy en día sobre un confortable conocimiento de las manifestaciones y los mecanismos de esa otra cara de la razón que el discurso positivista ha delimitado bajo la rúbrica de las llamadas «enfermedades mentales». Bienestar, satisfacción, seguridad, optimismo, incluso petulancia son en la actualidad los sentimientos que predominan en nuestra comunidad de especialistas en salud mental. Amparado en las conquistas semiológicas y nosográficas de la clínica clásica, en los efectos derivados de los tratamientos farmacológicos y las técnicas psicoterapéuticas, sabedor de la estela de sentido que arrastra cada síntoma y al corriente también de las leyes que gobiernan el aparato psíquico tal y como fueron desveladas por la penetración psicoanalítica, el conjunto de nuestros conocimientos parece gozar, ciertamente, de buena salud. Apenas se contempla su historia, sin embargo, la visión contemporánea de la locura se revela parcial, quizás sesgada, pero indudablemente sujeta a forzamientos y espejismos cuyos logros y deficiencias resulta necesario rastrear, localizar y enjuiciar.
Al igual que en nuestra práctica cotidiana del caso por caso, también en la investigación psicopatológica precisamos recurrir a la articulación de la clínica y la historia;1 del mismo modo que es posible desvelar el secreto de un síntoma o de un trastorno siguiendo con método y pericia los pliegues que lo conforman hasta su punto más encarrujado, igualmente factible nos parece el hecho de desentrañar los fundamentos y los avatares que han determinado las presentes construcciones teóricas sobre la patología mental. Tal es el presupuesto inicial del que arranca nuestro proyecto. Su desarrollo cabal aconseja pulsar la solidez de este saber siguiendo el itinerario histórico de la edificación de las enfermedades mentales, entendidas como un efecto inducido por el discurso científico sobre la locura en su sentido más tradicional y antropológico. Esta tarea sería parcial si no tuviera en cuenta el lugar desangelado en el que se arrincona al loco al convertirlo en enfermo; restituirle su palabra y comprometerlo con la búsqueda de su remedio es el otro polo que guía nuestras reflexiones.
MODELOS DEL «PATHOS»
Locura, alienación y enfermedad mental son términos que suelen usarse en ocasiones como sinónimos; aunque con acepciones distintas, todos ellos demarcan un campo más o menos coincidente. Puestos en ese orden cronológico, no obstante, dichos conceptos evidencian a nuestro parecer un proceso de depuración, un esfuerzo de restricción y también un anhelo de ocultación tendente a encorsetar la locura dentro del modelo de la patología médica, empeño llevado a cabo mediante su asimilación a las enfermedades mentales. Examinemos ahora con mayor detalle los resultados de esa transformación, revisando para ello las más importantes visiones actuales de la patología mental que convenimos en denominar «psicótica».2
Tan pronto como franqueamos los confines del alienismo y, con una fugaz mirada, contemplamos los discursos elaborados a lo largo de los veinticuatro siglos precedentes acerca de la locura y los locos, resulta imposible no percatarse de la dimensión tan tradicional en la que se asientan las teorías y prácticas contemporáneas; también llama la atención la persistencia de ciertas paradojas recreadas por el conjunto de esos conocimientos. Frente a la locura y los locos, los estudiosos y prácticos se dividen desde antaño en dos posiciones tan contrarias como irreductibles: se alistan unos —los somaticistas— en las filas que defienden un discurso eminentemente médico; optan otros —los psicologistas— por apoyarse en los referentes tradicionales de la filosofía.3 Los primeros atribuyen la aparición de la locura al sustrato material que soporta la afectividad, la volición y la ideación, y especializan sus tratamientos en la vertiente de enfermedad que cohabita con la sinrazón; los segundos asignan un valor preponderante al alma o al psiquismo en la causalidad de la locura, a la par que promocionan remedios tendentes a atemperar los excesos pasionales, a armonizar los desequilibrios morales o los oscuros desvaríos sobrenaturales de la razón.4
Tales orientaciones proponen, a menudo, una visión diferente del pathos: una más negativa y otra más positiva. La negativa destaca por encima de todo su dimensión deficitaria, característica principal del modelo de las enfermedades médicas; la positiva, por el contrario, tiende a acentuar la vertiente creativa o reconstructiva, concibiendo la locura como drama personal o como verdad trágica. Asimismo, la primera de estas visiones acostumbra ir de la mano de aquella otra que concibe la locura como una desgracia inevitable, esto es, como un proceso que se pone en marcha sin contar con el sujeto. En la dirección opuesta caminan quienes consideran determinante la participación del loco en su locura, haciendo de ésta alguna forma de insana defensa, de zigzagueante huida o de abrupta estrategia. Cuerpo y alma, naturaleza y cultura, cerebro y mente, materia y pensamiento, neurotransmisor y lenguaje, biología y biografía, sean cuales sean los términos que se usen, esta división de los modelos desde los que se han pergeñado las lucubraciones sobre la locura ha constituido una constante desde tiempos inmemoriales.5
Como es natural, posiciones tan distintas ante los mismos hechos acarrean consecuencias directas sobre los dos grandes pilares de la clínica, esto es, sobre la psicopatología y la terapéutica. Limitando por el momento nuestros comentarios a la psicopatología, conviene advertir que también en este ámbito se perfilan dos grandes enfoques: la psicología patológica y la patología de lo psíquico.6 La primera se ha especializado en analizar las experiencias singulares del trastornado, privilegiando el determinismo inconsciente de los síntomas, su sentido y su causalidad psíquica, los mecanismos patogénicos específicos y la particular conformación clínica que el sujeto imprime a su malestar; conforme a su elaboración epistemológica, esta orientación de la psicopatología es inseparable de una psicología general que dé cuenta del funcionamiento subjetivo y de las leyes que lo constituyen y rigen, por lo que resulta —como escribió Freud— «indispensable también para entender lo normal».7 La patología de lo psíquico, en cambio, muestra mayor predilección por los procesos psíquicos conscientes y su soporte material; mas al concentrarse sólo en la valoración de los datos semiológicos de cara a establecer un diagnóstico, prescribir un tratamiento y prever una posible evolución de la enfermedad, renuncia a una comprensión cabal y deja de lado la correlación entre las manifestaciones patológicas y los mecanismos generales del psiquismo humano.8
Muchas son las diferencias que separan ambos puntos de vista, como se mostrará en los desarrollos que siguen. Pero conviene indicar ahora que sólo partiendo de la psicología patológica es posible servirse del conocimiento procurado por la locura para profundizar en la esencia de lo humano. Esta línea de investigación ha sido particularmente fructífera en el campo psicoanalítico. Así lo entendió Lacan, en 1946, cuando propuso: «Y el ser del hombre no sólo no puede ser comprendido sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su libertad».9
LO «OTRO» DE LA RAZÓN
Menospreciada en la reflexión psicopatológica actual, la locura ha sido considerada desde la Antigüedad como «lo otro de la razón».10 Hoy en día es imposible referirse a ella sin sacar a colación la tesis doctoral de Michel Foucault Histoire de la folie à l’âge classique; tal es la trascendencia que dicha obra ha adquirido para los investigadores, ya sea para inspirarse en ella o para rebatirla. Soslayando por el momento el eje más conocido de dicha investigación, el eje institucional y de las prácticas, esta obra nos invita a considerar el entramado que la locura y la razón han tejido desde la Antigüedad hasta los albores del siglo XIX. Más que excluirse, ambas nociones aparecen en los argumentos del autor animadas por fuerzas que las integran, las complementan y las fecundan recíprocamente; la locura, en suma, se nos presenta como una manifestación indeleble de las «heridas humanas», según la afortunada expresión de Fernando Colina.11 De esta manera, la cordura y la locura, la razón y la insensatez, se hermanan y conjugan hasta conformar cuanto de humano atesoran nuestros destinos y experiencias: «la locura es un momento duro pero esencial en la labor de la razón; a través de ella, y aun en sus victorias aparentes, la razón se manifiesta y triunfa. La locura sólo era, para ella, su fuerza viva y secreta».12
Bien es cierto que Foucault no aportó ninguna definición concreta de la locura; su sentido, sus límites e imbricaciones con la razón han variado a lo largo de los siglos, pero hasta el nacimiento de la psiquiatría siempre la locura ha hincado sus fauces, de una u otra forma, en el corazón de la razón. El autor argumenta su propuesta después de comparar la visión que se tenía de la locura en la Edad Media —presente e integrada en la vida cotidiana— y la que se consolidó en la Edad Moderna al convertirse en un asunto de la psiquiatría, la cual excluyó la locura de esa cotidianidad mediante el encierro de los locos. De este modo, Foucault considera que la psiquiatría consiste en «un monólogo de la razón sobre la locura», ahora reducida al silencio; su obra, en este sentido, pretende reconstruir «la arqueología» de este silencio.
Esta visión articulada, entretejida y dialéctica, «mera función de un binomio formado por la razón y la insensatez»,13 ha levantado no pocas ampollas en algunos de los próceres del discurso psiquiátrico, más proclives a separar taxativamente una de otra y más empeñados en considerar esta experiencia humana únicamente en su dimensión mórbida.14 Sin embargo, algo de este binomio no deja de insistir y manifestarse al margen de la enfermedad; «quizás el tesón positivista no sea más que un síntoma propio de su presencia indesplazable».15 No obstante, al margen de la ortodoxia psiquiátrica emergieron otros discursos que —como el psicoanálisis,16 la psiquiatría transcultural, la psiquiatría dinámica y la antipsiquiatría— han recuperado en cierta medida esa dimensión antropológica que entraña la locura.
En su conjunto, la investigación foucaultiana muestra que la oposición entre razón y locura, tan asentada en el pensamiento actual, se inserta en una larga serie en la que lo normal se opone a lo patológico: «Para poder decir de un criminal que es un caso patológico es preciso comenzar diciendo que está loco, después diremos que los locos son enfermos mentales, por lo tanto, que son casos patológicos, etc. De esta manera lo criminal puede entrar en la categoría de lo patológico. En otros términos, la oposición locura-razón funciona como una oposición de recambio que pretende traducir todas las antiguas oposiciones de nuestra cultura en la oposición mayor, soberana, monótona, entre normal y patológico».17
El encumbramiento y la soberanía de la razón, propiciados por la Ilustración,18 terminaron por deshacer, inevitable y definitivamente, la compleja homeostasis que venía trabándose en el seno del binomio razón-locura. Ese «acontecimiento clásico», como lo denominó Foucault, aportó los referentes adecuados para establecer, cada vez con más firmeza, la incompatibilidad entre una y otra. Sin embargo, tan concluyente demarcación halló no pocos escollos en el devenir de la psicopatología psiquiátrica. Buena prueba de ello, como veremos más adelante, la encontramos en los debates suscitados a propósito de las locuras parciales, también en el destino marginal que el discurso psiquiátrico acordó conferir a la paranoia, incluso en el estatuto clínico evanescente de la llamada «esquizofrenia latente».
Bien pudiera ser que todos los momentos cumbres del racionalismo hayan propiciado cuando menos un estiramiento, acaso una hendidura, en el mencionado binomio. En ese sentido, Foucault y otros autores han datado en la «Primera» de las Meditaciones metafísicas de René Descartes el primer corte, la primera escisión radical entre locura y razón en la época moderna: «Pero —escribió Descartes—, aun dado que los sentidos nos engañan a veces, tocante a cosas mal perceptibles o remotas, acaso hallaremos otras muchas de las que podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como, por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este papel en mis manos, o cosas por el estilo. Y ¿cómo negar que estas manos y este cuerpo son míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos cuyo cerebro está turbio y ofuscado por los vapores de la bilis, que aseguran constantemente ser reyes, siendo pobres, ir vestidos de oro y púrpura, estando desnudos, o que imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio? Mas los tales son locos, y yo no lo sería menos si me rigiera por su ejemplo».19
De manera que, al calificarlos de «locos», Descartes cortó los vínculos tradicionales entre razón y locura, inaugurando la visión moderna en la cual el alienismo y la psiquiatría forjarían en el futuro sus edificios nosográficos.20 Dejando al margen estas consideraciones, lo cierto es que todos los esfuerzos tendentes a arrancar la locura de la razón han propiciado el encierro, la custodia y el tratamiento de los locos.
En efecto, fue a partir del siglo XVII —así lo relata Foucault bajo la enfática fórmula «gran encierro»— cuando el aparato legal propició el confinamiento de aquellos sujetos que alteraban el buen orden social. Un gran número de mendigos, vagabundos, pobres, excéntricos, viejos, chalados, raros y lunáticos fueron conducidos a establecimientos de reclusión, y no tanto para ser atendidos allí si lo requerían sino para proteger a la sociedad de esos parias improductivos.21 Se trataba supuestamente de rectificar la locura, es decir, de tornarla más social y más productiva según la moral al uso, cosa que sucedió precisamente cuando la burguesía estaba en vías de constituirse.22 Quienes eran hacinados en alguno de aquellos Hospitales Generales recibían el mismo trato que las bestias, pues el hecho de haber perdido la razón equivalía a la desaparición de su esencia humana.
Jean Colombier, inspector general de los hospicios y prisiones francesas, redactó en 1785 un informe conmovedor en el que resumía el estado de los trastornados que habían sido confinados en alguno de los establecimientos asilares: «Miles de lunáticos son encarcelados sin que a nadie se le ocurra aplicarles el menor remedio. A los que están medio locos se les mezcla con los que están totalmente trastornados, a los violentos con los pacíficos; a algunos se les encadena, mientras que otros andan libres por la prisión. Por último, a menos que la naturaleza venga en su ayuda para sanarlos, su sufrimiento dura toda la vida, porque desgraciadamente la enfermedad no mejora, sino que se agrava».23 Siguiendo esta misma tendencia de silenciar a los sujetos cuyos actos y dichos desentonaban con la armonía social, en esa misma época se ordenó encarcelar en la Salpêtrière a las prostitutas y las madamas que gobernaban los lupanares;24 mas ningún remedio se proponía a esos descarriados que no fuera su reclusión y custodia. Pero después de tanta coerción, ostracismo y brutalidad, a finales del siglo XVIII se produjo en varios países de Europa un movimiento de corte filantrópico que revolucionó la asistencia a los alienados. W. Battie, V. Chiarugi, J. Daquin, W. Tuke, Ph. Pinel y su ayudante J.-B. Pussin fueron los principales promotores de esta humanización asistencial.25 A la par que la locura ingresaba en los dominios de la medicina, los establecimientos destinados únicamente al encierro dieron paso al nacimiento de los asilos especializados en la custodia y el tratamiento de los alienados, paulatinamente sepa rados de los otros parias que mancillaban con sus conductas el silencioso discurrir social.26 Muchos de aquellos primeros manicomios surgieron de iniciativas privadas, especialmente en Gran Bretaña donde, hacia 1800, se habían concedido alrededor de cincuenta licencias. Se tratara de asilos públicos o privados, las prácticas desarrolladas en su interior —en especial las destinadas al manejo de los internos— contribuyeron de manera determinante al surgimiento del alienismo y la futura psiquiatría.
Fue en este contexto donde se inventó el llamado «tratamiento moral», importado por Pinel e instaurado en los asilos de Bicêtre (1793) y la Salpêtrière (1795) tras su «gesto» libertador.27 Se pretendía con dicha terapéutica moderar las pasiones y destruir los delirios a partir del trato amable (la douceur), la persuasión y el respeto a la autoridad del médico; se anhelaba, en definitiva, hacer del loco un buen ciudadano, un sujeto productivo y autodisciplinado.28 Pese a que ha llovido mucho desde entonces y que el alienismo se ha convertido en una reliquia de la historia de la clínica, no conviene olvidar la valentía mostrada por Philippe Pinel con su «gesto» inaugural. Tal como recogen Paul Bru y Scipion Pinel, el profesor Pinel había solicitado a las autoridades, en repetidas ocasiones, autorización para suprimir el uso de jaulas y grilletes en el manicomio de Bicêtre. En contestación a esas solicitudes, Couthon, miembro de la Comuna, visitó el asilo y, horrorizado por lo que allí vio, le dijo a Pinel: «Ciudadano, ¿no estás tú también loco al querer desencadenar a semejantes animales?». «Tengo la convicción —respondió Pinel— de que estos alienados no son tan intratables como para privarles del aire y de la libertad [...]».29
Franqueada la segunda mitad del siglo XIX, la visión de la alienación como un trastorno anímico causado por las pasiones y modificable por el tratamiento moral perdió todo su empuje. En adelante, los prometedores descubrimientos anatomopatológicos de Bayle se tornarían pura quimera y, a falta de mayores concreciones organogenéticas, la investigación psiquiátrica en materia etiológica comenzó a pergeñar intangibles lucubraciones centradas en la degeneración hereditaria. Mas en todo ese proceso, sin prueba alguna que lo avalara, la locura fue por completo desplazada al territorio de la enfermedad.30 De este modo, a lo largo del siglo XIX se produjo un doble movimiento con resultados paradójicos: los locos previamente encerrados habían sido liberados de sus cadenas, pero ese mismo «gesto» filantrópico ocasionó una nueva, más férrea y sutil atadura que encadenaba al loco a la psiquiatría y a su «enfermedad mental»; su locura había dejado de pertenecerle en la medida en que su cerebro y su dotación genética eran los responsables de sus dichos y de sus actos.
PHILIPPE PINEL Y EL ALIENISMO
Todo este proceso innovador, primero nosológico (asimilación de la locura a la alienación), más tarde institucional (creación del asilo), terapéutico (promoción del tratamiento moral) y legal (Ley del 30 de junio de 1838), es inseparable en la clínica francesa de un nombre y un texto: Philippe Pinel y su Traité médico-philosophique sur l’aliénation mentale ou la manie, publicado por primera vez en octubre de 1800. La novedad y pertinencia de sus aportaciones se resumen en las palabras que siguen de Claude Michéa: «Antes de Pinel, el análisis no había penetrado en el dominio de la patología mental».31 Su concepción de la alienación mental y su clasificación natural y metódica superaron con creces las visiones arbitrarias e incompletas de Boissier de Sauvages y de Cullen. Además, como argumentó Antoine Ritti, «él demostró que la locura, esta enfermedad reputada de incurable, podía vencerse mediante un tratamiento racional y humano».32 Piadoso, culto, modesto, tímido en exceso, distraído, de corta estatura y voz frágil, Philippe Pinel (1745-1826) despertó como pocos la veneración de sus alumnos, que se preciaban de pertenecer a «la escuela de Pinel», como se decía en su tiempo. Sin embargo, los innumerables elogios con que se le agasajó en vida y se honró después su memoria, no pueden ocultar el olvido de su principal mensaje acerca de la implicación del loco en su locura y, por ende, en sus posibilidades de remediarla.
Una fugaz mirada sobre los primeros pasos del discurso alienista nos perfila un modelo nosológico unitario de la patología mental y un ángulo de observación esencialmente sincrónico o «fotográfico».33 De entrada, Philippe Pinel propuso sustituir el término folie por el de aliénation mentale, «porque el alienado está fuera de sí mismo».34 Defendida con el brío que caracteriza a los pioneros y con argumentos madurados mediante la experiencia, esta propuesta debe valorarse como un intento de introducir la locura en los dominios del discurso médico y de acotar su inespecífico ámbito semántico, ya que el término folie podría adquirir una «amplitud indeterminada y extenderse a cualquiera de los errores y extravagancias de que es susceptible la especie humana, lo que, gracias a la debilidad del hombre y a su depravación, no tendría límites».35 Para él y para sus epígonos la alienación nombraba un proceso único que aglutinaba no sólo las posibles y profundas variantes mórbidas sino también los estados de afectación moral que inducen una pérdida de libertad consecutiva a las lesiones del entendimiento.36
Su legado se sitúa, no obstante, a medio camino entre la concepción tradicional de la locura y la estrictamente médica promovida por la ideología de las «enfermedades mentales». Se advierte en ella una amplia conjunción de influencias, en especial las doctrinas sobre las enfermedades del alma y las pasiones alumbradas por los filósofos morales de la Antigüedad —sobre todo las desarrolladas y compiladas por Cicerón—,37 pero también la tradición médica renacentista y la dimensión social del hombre expresada por J.-J. Rousseau en su Contrato social,38 así como las nuevas tendencias de la medicina de su tiempo, la cual practicaba y enseñaba.39 Al reunir así la filosofía moral y la medicina,40 Pinel definió un espacio en el cual las pasiones se anexaban a la medicina, sustituyendo de este modo la tradicional filosofía moral por la moderna medicina filosófica, esto es, el alienismo.
Ese extravío de la razón denominado aliénation mentale, según Pinel, «expresa en toda su extensión las diversas lesiones del entendimiento; pero de nada servirá si no se analizan sus diversas especies y si no se las considera separadamente para deducir aquí las reglas de su curación, y las del gobierno interior que se ha de observar en los hospitales de locos».41 Esta simple frase condensa el conjunto del proyecto alienista: como cualquier otra enfermedad, la alienación debe ser examinada en todas sus variedades; de igual modo, el alienado, como enfermo que es, requiere un tratamiento específico y un establecimiento sanitario especializado.
Sin embargo, el mismo movimiento que incluyó la locura en los dominios y modelos de la patología médica no pudo evitar que muchos médicos miraran con recelo las propuestas de los alienistas. Se trata de un efecto paradójico que no ha dejado de manifestarse en el devenir de la psiquiatría, pues por más científica que se pretenda no puede renunciar a esa cuna conformada con las mimbres de la filosofía moral, la vertiente social de su práctica y la ciencia positiva. En efecto, el modelo unitario de la alienación contrastaba con la extensa nosografía construida por la medicina para nombrar y describir las enfermedades; además, ni los propios teóricos del alienismo consideraban que el substrato etiológico se hallase necesariamente en una alteración anatomopatológica, ni tampoco que las variadas terapéuticas de los internistas sirvieran a los alienados pues a todos se les aplicaba el mismo tratamiento moral; por último, ni siquiera el hospital general se consideró apropiado para acogerlos. De esta manera, este primer intento de medicalizar la locura bajo la forma de la alienación mental se reveló, paradójicamente, más próximo a aquellas concepciones populares de las que Pinel tanto se esforzó en separarla.42
En el ámbito nosológico la obra de Philippe Pinel se nutre especialmente de sus incuestionables dotes de observación. Receloso de las construcciones especulativas y confiando en la infalibilidad de su mirada, Pinel se mantuvo fiel a las directrices de Condillac y el grupo de los Ideólogos.43 Como buen empirista, se esforzó en captar los fenómenos morbosos inequívocos y necesarios para conjuntar las «especies clínicas».44 A medio camino entre la Ilustración y la medicina anatomoclínica, su interés osciló entre la dimensión aprehensible y concreta del síntoma y una cierta preocupación por barruntar la supuesta lesión anatómica.45 Sin embargo, aunque Pinel practicó autopsias como todos los médicos de su tiempo, siempre mostró una elocuente reserva a la hora de valorar tales hallazgos; en este sentido, parece probable que sus anhelos anatomopatológicos se limitaran a dotar de cierta objetividad su nosotaxia more botanico. Una buena prueba de su parecer se aprecia en el siguiente comentario: «Sobre un total de treinta y seis autopsias realizadas en los hospicios, aseguro que no he hallado en el interior del cráneo más de lo que se observa en los cadáveres de aquellos sujetos que murieron de epilepsia, de apoplejía, de calenturas atáxicas o de convulsiones, y siendo esto así, ¿qué luces nos pueden comunicar estos movimientos para tratar de la alienación mental? Últimamente he visto un tumor esteatomatoso del tamaño de un huevo de gallina en la parte media del lóbulo derecho del cerebro. Acaso se creerá que hablo de la cabeza de un loco, pero me apresuro a prevenir contra juicios precipitados; y puedo asegurar que la persona estaba hemipléjica, que hacía dos años que se había dado otro golpe en la cabeza, y que jamás manifestó el menor extravío ni desorden de sus ideas. ¡Qué ocasión para comentarios y explicaciones, si esta persona hubiese estado loca al mismo tiempo! Pero también, ¡qué nuevo motivo para proceder con circunspección y reserva a la hora de pronunciarse sobre las causas físicas de la alienación mental!».46
El conjunto de sus contribuciones médicas fueron publicadas en 1798 con el título Nosographie philosophique ou Méthode de l’analyse appliquée à la medicine. Amante de las clasificaciones, como imponía el espíritu de su tiempo,47 Pinel abrió el segundo volumen de esta obra con un estudio dedicado a las «neurosis». Se detallan en éste cuatro tipos de afecciones: las «vesanias o enajenaciones del alma no febriles», los «espasmos», las «anomalías locales de las funciones nerviosas» y las «afecciones comatosas»; el primer tipo, las vesanias, está a su vez subdivido en cuatro agrupaciones: hipocondría, melancolía,48 manía49 e histerismo. Dos de éstas, la manía y la melancolía, serían detenidamente estudiadas en su gran obra psiquiátrica, el Traité médico-philosophique sur l’aliénation mentale ou la manie publicado en 1800. Este texto, que puede considerarse como el primer tratado moderno de psiquiatría, nos presenta a la manía como la forma más frecuente de alienación, incluso como el modelo por excelencia de alienación en la medida en que puede remitir mediante el tratamiento moral.
Causada unas veces por determinadas predisposiciones hereditarias y otras por acontecimientos exteriores y emociones violentas, la aliénation mentale nombra un proceso morboso único en el que se reúnen las más llamativas alteraciones de la voluntad y del entendimiento siguiendo un orden gradual, de más leves a más graves: mélancolie ou délire partiel, manie ou délire généralisé, démence y, finalmente, idiotisme: «Un delirio, más o menos acentuado referente a casi todos los objetos, se asocia, en bastantes alienados, a un estado de agitación y de furor: eso es lo que constituye propiamente la manía. El delirio puede ser exclusivo y limitado a una serie particular de objetos, con una especie de estupor y afectos vivos y profundos: tal es lo que se llama melancolía. En ocasiones, una debilidad general afecta a las funciones intelectuales y afectivas, como sucede en la vejez, y constituye lo que se llama demencia. Por último, una obliteración de la razón con fases bruscas y automáticas de arrebato es a lo que se da la denominación de idiotismo. Tales son las cuatro especies de extravíos que describe de forma general el nombre de alienación mental».50
Estas cuatro caras de la alienación constituyen el fundamento esencial de gran parte de los desarrollos nosográficos que ocuparían a los clínicos franceses a lo largo de los ciento treinta años posteriores. En efecto, como parcialmente podrá apreciarse en los capítulos que siguen, la melancolía será el marco genuino del que descollarán los «delirios crónicos», la melancolía simple y la delirante, descritas por Séglas, y las formas delirantes hipocondríacas recogidas por Jules Cotard; de la conjunción de algunas variedades depresivas de la melancolía con los estados recurrentes de paroxismos maníacos, la locura maníaco-depresiva; de una pequeña parte de la demencia, la démence précoce de Morel, ámbito muy próximo a la Hebephrenie de Hecker, modelo nosológico que constituirá el núcleo de la Dementia praecox kraepeliniana; lindando también con algunas caras del idiotismo, la démence aiguë de Esquirol, la stupidité de Georget y la confusion mentale primitive de Chaslin.
Dejando a un lado las dos caras más severas de la alienación, la demencia (debilitamiento intelectual generalizado, ausencia de juicio e ideación sin conexión) y el idiotismo (abolición total del entendimiento), examinaremos ahora la melancolía y la manía. Amén del tono taciturno y meditabundo, la melancolía pineliana se define básicamente por la presencia de un delirio parcial, exclusivo o circunscrito a un «único objeto que parece absorber todas sus facultades». Este tipo de delirio puede, cuando menos, adquirir dos grandes formas, sea la del orgullo extremo o la del abatimiento pusilánime al tiempo que una profunda desesperación; en contados casos, ambas variedades pueden incluso alternarse.51
La manía, por su parte, muestra dos formas bien caracterizadas: la manie sans délire y la manie délirante. La forma sin delirio destaca por los accesos o paroxismos periódicos debidos a una perversión de las funciones afectivas, y se desarrolla sin alteraciones del juicio; su peligrosidad resulta dramáticamente llamativa. La manía delirante, en cambio, puede ser continua o periódica; ambas se originan siempre a partir de una alteración del entendimiento que ocasiona cuantos desarreglos del humor pudieran suscitarse: «La manía, la más frecuente de las especies de alienación, se distingue por su excitación nerviosa o por una agitación extrema llevada en ocasiones hasta el furor, y por un delirio general más o menos marcado, algunas veces con juicios extravagantes, o igualmente un trastorno completo de todas las operaciones del entendimiento».52
Además de su esencia nosológica unitaria, la noción de aliénation mentale inventada por Pinel resulta inseparable de la antigua noción de pasiones, esas fuerzas turbadoras que trastornan la razón —«impulsos violentos», a decir de Plutarco;53 «cánceres de la razón», las denominó Kant—,54 esas «perturbaciones del espíritu, que hacen miserable y amarga la vida de los necios»,55 en palabras de Cicerón, quien distinguió cuatro géneros con numerosas subdivisiones: tristeza, temor, deseo y hedoné o «gozo». Al haber destacado con anterioridad la importancia de la doctrina moral de Cicerón en la obra psiquiátrica de Pinel, pretendíamos allanar el terreno para evocar la tesis ciceroniana de que la causa de las enfermedades del alma ha de atribuirse principalmente a errores o malas decisiones, es decir, que la responsabilidad del sujeto está implicada en su causa. Cicerón, tan elogiado por Pinel,56 no vacila lo más mínimo sobre este asunto: «Las dolencias corporales pueden acontecer sin culpa alguna, pero no las del alma, porque aquí las enfermedades y las pasiones sobrevienen siempre como consecuencia de una desviación de los dictados de la razón».57
Inseparable del aspecto antes apuntado, Pinel consideró que en el seno de la alienación existe siempre un germen de razón indestructible, incluso en los casos de accesos maníacos, tal como indicó en la siguiente observación de un alienado que «gozaba, por lo demás, del libre ejercicio de su razón; aun durante sus paroxismos, respondía directamente a lo que se le preguntaba, sin advertirse ninguna incoherencia en sus ideas, ni señal alguna de delirio, y conocía íntimamente incluso todo el horror de su situación, [...]».58 Por tanto, a nuestro parecer, los dos pilares que sostienen la visión nosológica de Pinel —la doctrina estoica de las pasiones y la persistencia de razón en la alienación— favorecen una concepción de la alienación como un trastorno que no arrasa completamente la subjetividad. Al ser esto así, en buena lógica, pueden albergarse posibilidades de remediarla mediante el tratamiento moral, el cual implica siempre el ingreso en el asilo, la realización de trabajos provechosos y la consideración de esos restos de razón que la alienación no termina de arrasar.59
En efecto, merced a esa llama de cordura que alumbraba en el fondo de cada alienado, era factible la comunicación y la relación terapéutica con esa nueva figura del saber y del poder encarnada por el médico alienista; el alienado, aunque enfermo desprovisto de su identidad y de su libertad moral, conservaba aún un pie en el mundo de los cuerdos civilizados. Además, dado que las pasiones se desbordaban hasta el extremo de transformar a la persona en un extraño para sí mismo, resultaba acertado esperar que, reconduciéndolas a un nuevo estado de armonía, el entendimiento recobrara el orden y la claridad que había perdido. Hegel, el sabio de la época, supo captar con precisión ese vestigio de razón que seguía cohabitando con la alienación. Prueba de ello es que, en 1817, escribió: «Por consiguiente, el verdadero tratamiento psíquico retiene también el punto de vista de que la locura no es una pérdida abstracta de la razón, ni por el lado de la inteligencia ni por el de la voluntad y la responsabilidad de ésta, sino que es sólo locura, sólo contradicción en la razón todavía presente, del mismo modo que la enfermedad física tampoco es una pérdida abstracta, es decir, total de la salud (eso sería la muerte), sino una contradicción en ella. Este tratamiento humano, esto es, un tratamiento tan benevolente como racional (Pinel merece el mayor reconocimiento por los méritos que ha contraído a este respecto) supone que el enfermo es racional y tiene ahí el asidero firme por el cual el tratamiento prende en el enfermo, del mismo modo que en lo corporal el asidero es la vitalidad que en cuanto tal contiene salud todavía».60
A la luz de los trabajos de Michel Foucault y sus numerosos comentaristas, el «gesto» liberador de Pinel y su loable espíritu filantrópico —según rezaba la mitología post-revolucionaria— han devenido en la actualidad motivo de un decidido cuestionamiento,61 pues el mismo acto que liberó a los alienados de sus jaulas y grilletes los sujetó a la enfermedad, al asilo y a la disciplina psiquiátrica. Mas siendo esto así, no conviene olvidar la decidida defensa llevada a cabo por Pinel de la humanidad insobornable del loco y de sus recursos terapéuticos, los cuales sólo pueden ponerse en marcha cuando se confía en esos restos de razón que siguen perviviendo en la alienación.
LA TRANSICIÓN INTRODUCIDA POR ESQUIROL
Tales son los ecos que resuenan en la obra de su alumno Jean-Étienne-Dominique Esquirol (1772-1840), aunque en sus postreros escritos se pone de relieve la distancia que lo separa del venerable maestro Pinel y se columbra el germen de la nueva mentalidad que terminaría por adueñarse de la psiquiatría. Tiene razón Rafael Huertas cuando advierte que la obra de Esquirol no es uniforme y que pueden diferenciarse en ella dos etapas. Nos muestra la primera, representada por su tesis doctoral sobre las pasiones, al joven alienista refrendando las posiciones de su maestro y practicando con entusiasmo el tratamiento moral, cuyos éxitos le parecen más que evidentes; en la segunda, coincidente con su madurez clínica y sus precisiones semiológicas sobre las alucinaciones, se revela un mayor escepticismo en lo que atañe a la terapéutica de la locura y se vislumbra cierta querencia por los aspectos médicos del pathos.62
Pese a sus imperfecciones, lagunas y falta de sistematización,63 el conjunto de sus trabajos transmiten ante todo su vocación asistencial y terapéutica, esto es, su propensión a aliviar el mal de los náufragos de la locura: «Debía fantasear, sobre todo, con el mal que era urgente aliviar y con el bien que la Providencia le había llamado a realizar», según las palabras pronunciadas por J.-P. Falret ante su tumba.64
Destinado en principio al sacerdocio, como Pinel, Esquirol reafirmó su vocación por la medicina cuando en su juventud comenzó a ejercer en la Salpêtrière, manicomio que por aquel entonces albergaba unas seis mil mujeres enfermas o locas. De constitución delicada y frágil, los biógrafos lo describen como sensible, bondadoso, expansivo, piadoso, modesto y tendente a la ensoñación.65 Fue un gran viajero, lo que le permitió conocer los asilos franceses, ingleses, alemanes e italianos. Hizo así acopio de múltiples experiencias que tanto habrían de servirle en sus quehaceres de asistencia y organización de las instituciones de alienados.
Teniendo en consideración el conjunto de sus escritos, el legado de Esquirol se sitúa en la transición del alienismo y la ideología de las enfermedades mentales, esto es, entre su maestro Pinel y su alumno J.-P. Falret. En nuestra opinión, esa posición se pone de manifiesto tanto en los pequeños detalles como en el trasfondo de sus argumentos. Téngase presente, en primer lugar, que a la hora de titular su obra compilatoria —publicada en 1838— eligió el término maladies mentales y no aliénation mentale, pese a que en sus primeros artículos es de uso frecuente «alienación» o «locura»; en segundo lugar, su ambiciosa propuesta —publicada en 1819— de sustituir el término tradicional de ‘melancolía’ por el de ‘lipemanía’, cambio que lleva implícito el anhelo de enfocar el pathos desde un discurso médico y científico, en el cual deben tenerse en cuenta tanto los determinantes morales como los físicos;66 por último, Esquirol calificó de «géneros» lo que Pinel había nombrado como «especies», variación que trasluce una concepción plural de la patología mental, cosa que pone en entredicho la concepción de la alienación mental como un proceso unitario, y aboga en favor de que en ese marco común se agrupen entidades nosológicas específicas y diferenciadas.67 Sin embargo, echando mano de múltiples argumentos, Esquirol sigue defendiendo con firmeza un pilar esencial del discurso alienista de Pinel; se trata de la existencia de locuras parciales, asunto que —como mostraremos más adelante— concitará diversos debates entre el alienismo y la nueva concepción de las enfermedades mentales.
Su primera gran obra fue la tesis doctoral Les passions considérées comme causes, symptômes et moyens curatifs de l’aliénation mentale,68 defendida en 1805. Nacidas de apremiantes e insoslayables necesidades, son las pasiones exaltadas e incontrolables las que acarrean la locura; así, la cólera y el ímpetu se transforman en manía y en lipemanía, el amor se torna en erotomanía, etc. Pero al tiempo que las pasiones son la causa esencial de la alienación, ellas mismas deben servir para el tratamiento de los enfermos: «Las pasiones no son sólo la causa más común de la alienación, sino que poseen con esta enfermedad y sus variedades relaciones sorprendentes. Todas las clases de enajenación tienen su analogía y, por así decir, su tipo primitivo en el carácter de cada pasión».69 Algunas páginas más adelante, después de señalar nuevamente la vinculación consustancial que une las pasiones con la «alienación» —bien sea porque la provocan o porque la acompañan—, Esquirol se pregunta: «¿cómo se ha podido hasta ahora desdeñar las pasiones para el tratamiento de este mal?».70
En realidad, Esquirol no aportaba nada original con esa vinculación causal y terapéutica entre pasión y locura, asunto del que los filósofos morales de la Antigüedad —en especial los pertenecientes a las escuelas helenísticas— se habían ocupado durante siglos.71 Siguiendo una orientación más aristotélica que estoica, más comprensiva y atemperadora que drástica y aniquiladora, Esquirol abogó por restituir el equilibrio de las pasiones antes que por su desaparición. Además de consejos, razonamientos, buenas palabras, la secousse («sacudida») puede reconvertir un estado de arrebato pasional en su contrario, justo aquél en el que se hallaba el loco antes de precipitarse en la enfermedad. En cualquier caso, sólo mediante el aislamiento, que se consigue ingresando al loco en el manicomio, podía llevarse a cabo el tratamiento, principio que, además de basarse en la experiencia, reposa también en «el conocimiento de las relaciones que unen esencialmente las pasiones con la alienación mental».72
La innovación nosográfica más importante desarrollada por Esquirol consistió en deslindar en dos ámbitos la melancolía de Pinel, conclusión refrendada además por el hecho de concebir la manie como un delirio general; es decir, las formas sans délire o razonantes no tienen en ella cabida y deben, por tanto, agruparse bajo la rúbrica de las monomanías.73 Este desglose de la melancolía pineliana en un polo depresivo (lypémanie) y otro expansivo y razonante (monomanie) sentaría las bases de la ulterior separación, emprendida por las generaciones futuras, entre los trastornos del humor (locura maníaco-depresiva) y los trastornos del juicio (delirios crónicos).
Por lo que respecta a la lypémanie, noción ampliamente expuesta en Des maladies mentales, Esquirol incluye en ella aquellos delirios parciales y crónicos caracterizados por una pasión triste, debilitante u opresiva: «Los lipemaníacos jamás se encuentran irrazonables, aún en la esfera de su delirio. Parten de ideas falsas, de principios ideales, pero sus deducciones están conformes con la lógica más severa. Para todo aquello que es extraño a su delirio, raciocinan como todo el mundo, aprecian perfectamente las cosas, juzgan bien a las personas y los hechos, pero sus hábitos, la manera de vivir del melancólico, ha cambiado como sucede siempre en el delirio, porque éste altera las relaciones naturales entre él y el mundo exterior; el que era generoso se vuelve avaro, el guerrero se hace tímido y pusilánime, el hombre laborioso no quiere trabajar; todos, desconfiados, están siempre en guardia con lo que se les dice, contra todo lo que se hace, hablan poco, dejando escapar algunos monosílabos cuando más; ocupados en un solo pensamiento, repiten sin cesar las mismas palabras, hay muy pocos que sean parlanchines; el charlatanismo no tiene otro objeto que dar quejas, recriminaciones, y manifestar sus terrores y desesperación».74
Piedra de escándalo para la mayoría de sus alumnos, la lypémanie —y sobre todo la monomanie, como veremos— ponían de manifiesto una concepción de la alienación a medio camino entre la locura clásica y la ideología de las maladies mentales; el lipemaníaco y el monomaníaco son al tiempo locos alienados en todo aquello que concierne a su certeza y cuerdos perfectamente razonantes en todo lo demás. Esta visión, que admite tan a las claras la existencia de algunas locuras parciales, sembró en el panorama psiquiátrico dos escollos que habrían de concitar en las generaciones venideras las más vivas polémicas: primero, la existencia o no de locos a medias, es decir, la posibilidad de que la razón y la locura pudieran cohabitar en un mismo sujeto; segundo, la responsabilidad o la irresponsabilidad del loco, aun siendo su locura supuestamente parcial. Volveremos sobre estas cuestiones al detallar las enseñanzas de J.-P. Falret, el gran ideólogo de las maladies mentales.
Soldada a su propia esencia e inseparable de su función social, la medicina alienista se vio compelida a pronunciarse sobre la responsabilidad penal de algunos «monstruos» criminales. Desde sus primeros pasos, el alienismo se hermanó con los legisladores para examinar tales cuestiones, así como para determinar los lugares específicos de tratamiento y pergeñar los procedimientos adecuados de cara a la interdicción de los alienados. De este modo, los alienistas comenzaron a orquestar una rudimentaria clínica diferencial que permitiera separar al sano del alienado y al loco evidente de aquel que siéndolo no lo parece;75 en esta coyuntura, el examen de los escritos de los alienados comenzó a adquirir gran importancia.76 Fue Esquirol un decidido colaborador de este ámbito médico-legal. En 1818 propuso la creación de una decena de asilos regionales;77 además, su activa participación en los prolongados debates que culminaron con la redacción de la Ley del 30 de junio de 1838, conocida como loi sur les aliénes,78 resultaría decisiva.
La visión francesa de la aliénation, finalmente, siguió un camino paralelo a la Einheitspsychose («psicosis única») de los clínicos de lengua alemana de esa época. Emparentadas ambas por la concepción unitaria de la patología mental grave,79 los autores del otro lado Rin doraton a su modelo de una dimensión temporal bastante ajena a los intereses iniciales de los alienistas franceses. Para Albert Zeller y, sobre todo, para Griesinger las lesiones emocionales y afectivas80 constituían siempre las formas de inicio de la Einheitspsychose, y sólo en el caso de que aquéllas no curaran aparecerían los trastornos intelectuales y la demencia terminal.81 Como podrá apreciarse en las páginas que siguen, la negación de la existencia de las locuras parciales sería usada por la psiquiatría de la segunda mitad del siglo XIX como una de las cargas más potentes para demoler el modelo de la aliénation mentale; de igual modo, como detallaremos en el siguiente capítulo, ese mismo ámbito psicopatológico —Paranoia, Verrücktheit y Wahnsinn— se revelaría incompatible con el modelo de la Einheitspsychose y resultaría también muy problemático para todos los intentos de elaborar una sistemática de las enfermedades mentales.
LA ENFERMEDAD DE BAYLE
Es momento ya de ocuparnos de unos hallazgos anatomopatológicos que cambiaron por completo el devenir del discurso psiquiátrico. Todavía bajo el imperio de las concepciones humanitarias y las prácticas morales de Pinel y Esquirol, un joven médico sin demasiada experiencia clínica conmovió con su tesis doctoral los cimientos más sólidos del incipiente discurso alienista. Antoine-Laurent-Jessé Bayle (1799-1858), sin dinero en el bolsillo pero pletórico de ilusiones, había llegado a París a los dieciséis años para estudiar medicina.82 Merced a la recomendación de su tío Gaspard-Laurent Bayle, médico de la Charité, consiguió entrar en el servicio de Laënnec y posteriormente, en 1817, obtuvo una plaza de interno en Charenton bajo la tutela de Royer-Collard, cuyas diferencias con Esquirol eran manifiestas.
Pese a su juventud, Bayle sabía bien hacia dónde orientar sus investigaciones: «Pronto estuve convencido de que el único medio de aclarar algún día las causas orgánicas de las enfermedades mentales, objeto particular que me había propuesto, era estudiarlas en lo posible de forma separada y aislada, convencido de que la costumbre de enfocarlas y describirlas en su conjunto no podía conducir más que a la confusión y a la contradicción».83 Además de la ambición y del singular talento, los notables resultados de su trabajo están en deuda con el magisterio ejercido por Antoine Royer-Collard y también con el tipo de pacientes atendidos en Charenton, entre los que se encontraban muchos combatientes de la armada.84
El interés de Bayle por los trastornos mentales decayó al cabo de una década; a partir de 1830, salvo contadas participaciones en debates sobre la parálisis general, apenas se ocupó de la neuropsiquiatría.85 No obstante, durante los contados años que se dedicó a este tipo de investigaciones, construyó el paradigma neuropsiquiátrico que habría de despertar la fascinación de las siguientes generaciones de alienistas. Este influjo contribuyó decisivamente a reorientar la investigación psicopatológica hacia la neuropatología, lo que supuso una transformación definitiva de la locura clásica en una enfermedad del cerebro y sus membranas. El valor más esencial que contiene su obra radica en el hecho de haber conseguido elevar su arachnitis chronique a la categoría de modelo y estandarte sobre el que las generaciones futuras edificaron una clínica de las enfermedades mentales. La sordera ante la locura y el desinterés por el loco es el precio que se sigue pagando por tal conquista.
Cuatro son los trabajos importantes de Bayle dedicados a la patología mental: Recherches sur l’arachnitis chronique, la gastrite et la gastro-entérite chronique, et la goutte, considérées comme causes de l’aliénation mentale (1822), Nouvelle doctrine des maladies mentales (1825), Traité des maladies du cerveau et de ses membranes (1926), y la Memoria presentada a la Academia de Medicina titulada «De la cause organique de l’aliénation mentale accompagnée de paralysie générale» (1854).86 Los tres primeros fueron escritos en un lapso breve de tiempo. Si exceptuamos su investigación doctoral, donde se advierte cierta modestia, las posteriores conclusiones que fue pergeñando adquirieron paulatinamente un tono más bien infatuado, incurriendo en una generalización excesiva de lo que en principio no eran más que comprobaciones muy específicas. La última de sus contribuciones, escrita más de treinta años después de haber publicado las primeras investigaciones y teorías, constituye una elegante reivindicación de su descubrimiento y una aclaración de sus averiguaciones pretéritas. Apenas en esas tres décadas, mientras Bayle se rodeaba de libros, el hechizo de la organogénesis había subyugado a la patología mental y cautivaba a los jóvenes alienistas, que se entregaban con denuedo a la búsqueda de la causa morfológica siguiendo las directrices de la mentalidad anatomoclínica.87
Su tesis Investigaciones sobre la aracnoiditis crónica, la gastritis y la gastroenteritis crónica, y la gota, consideradas como causas de la alienación mental, escrita a los veintitrés años, estudia sucesivamente esas cuatro enfermedades; cualquiera de ellas podría —a decir del autor— causar la alienación mental, modelo nosológico unitario en que seguía creyendo. Las páginas más célebres y discutidas están dedicadas a la aracnoiditis crónica. Sobre esta enfermedad, Bayle presenta únicamente seis observaciones clínicas, todas ellas basadas en pacientes asilados en Charenton. Añade a dichas observaciones las correspondientes comprobaciones anatomopatológicas extraídas de las autopsias que él mismo realizó con la colaboración de Robert Roche.88 A pesar de tan precaria casuística, la investigación llama la atención por su gran calidad; el estilo descriptivo es preciso y brillante al mismo tiempo.
El conjunto sintomatológico de la arachnitis chronique es reducido por Bayle a dos órdenes de fenómenos articulados y dependientes: los signos motores, que se manifiestan en una parálisis general e incompleta, y los trastornos de las facultades intelectuales. Ambos grupos de fenómenos se desarrollan al mismo ritmo y en la misma proporción, lo que permite diferenciar tres períodos en la evolución de la enfermedad. En el primero, la pronunciación de palabras está sensiblemente afectada (distaría) y la manera de caminar es insegura; el desorden del entendimiento se evidencia en un debilitamiento de la inteligencia, en un delirio megalomaníaco que domina al enfermo, y casi siempre se acompaña de exaltación del estado de ánimo.89 En el segundo período, los movimientos de la lengua y de las extremidades muestran las mismas o aun mayores dificultades y torpezas que anteriormente; el delirio se torna maníaco y general, y se acompaña frecuentemente de ideas predominantes; se producen, además, estados de agitación que pueden llegar hasta el furor más incontrolable y violento. Por último, el tercer período se caracteriza por un estado de demencia y un agravamiento de la parálisis general e incompleta: la palabra es trémula, se expresa en balbuceos, y resulta casi o totalmente incomprensible; el caminar es vacilante, tambaleante, incluso imposible; las excreciones no se controlan; el entendimiento, en extremo debilitado, no retiene más que un puñado de ideas completamente incoherentes, unas veces más vagas y otras más fijas; por lo general el enfermo está calmado, pero de vez en cuando puede agitarse. Este período concluye con una parálisis poco más o menos completa de todos los movimientos voluntarios y un estado de idiotismo consumado. Pero no todos los enfermos transitan por los tres períodos. Hay algunos casos en los que puede faltar el segundo, o presentarse incluso una agitación espasmódica, continua o periódica. También en ocasiones sobrevienen a lo largo del tercer período ataques de congestión cerebral que se acompañan de pérdidas de conocimiento, a veces de movimientos convulsivos o incluso de ataques epileptiformes.
Estas comprobaciones relativas a la evolución conjunta y articulada de los trastornos mentales (intelectuales) y de los trastornos motores condujeron a Bayle a la conclusión de que se trataba de una única enfermedad: la aracnoiditis crónica. Tal conclusión motivó que este autor se opusiera radicalmente a las ideas de Esquirol y sus discípulos de la Salpêtrière, pues éstos coincidían en considerar que los trastornos paréticos sobrevenidos en el curso de la locura eran síntomas añadidos, accidentales o secundarios, pero no uno de sus componentes esenciales.90
A la hora de especificar la causalidad de la aracnoiditis crónica se aprecia el tono recatado y conjetural antes señalado. Ya se trate de causas predisponentes u ocasionales, la congestión cerebral es para Bayle la causa necesaria y próxima; dicha congestión, ya sea súbita o lenta, es consecutiva a un aflujo excesivo de sangre al cerebro y a la piamadre.
Las conclusiones de esta primera aportación a la organogénesis se mantienen, por tanto, en el terreno de una correlación entre dos grupos de síntomas y los hallazgos de alteraciones meníngeas en las autopsias. Toda la pretensión de Bayle se limita a demostrar, y es así como concluye su investigación, que la aracnoiditis crónica es una enfermedad que causa un tipo de alienación mental sintomática. Algunos años después Requin denominaría a esta afección paralysie générale progressive, término que se sigue conservando hoy en día para recordar la enfermedad de Bayle.
Apenas tres años más tarde, empero, el recato dio paso a la vanagloria y la circunspección a la petulancia; ese es el tono que inunda las escasas cincuenta y dos páginas que componen su Nouvelle doctrine des maladies mentales.91 A pesar de tan pretencioso título, Bayle se ocupa sólo de la aracnoiditis crónica. En esta ocasión, el delirio megalomaníaco es considerado como signo necesario para definir la enfermedad y diferenciarla de otras en su período inicial. Esta precisión conlleva inevitablemente algunas matizaciones sobre la evolución: en el primer período se conjugan la megalomanía y la parálisis general e incompleta; los dos períodos siguientes son subdivididos respectivamente a fin de precisar los grados deficitarios, tanto los demenciales como los paralíticos. No obstante, el autor muestra aún cierta cautela a la hora de proponer una generalización de la causalidad orgánica a todo el campo de la patología mental.
La muerte de Antoine Royer-Collard, catedrático de Medicina Legal y maestro e inspirador de estas investigaciones, acaecida a finales de 1825, supuso la expansión ilimitada de estas consideraciones etiológicas. Bayle se sumió en la redacción de una obra ambiciosa y de corte propagandístico, proyectada originalmente en dos volúmenes. Sus propósitos no alcanzaron a materializarse en su totalidad, ya que tan sólo llegó a salir de la imprenta un tomo dedicado por entero a la alienación mental con parálisis general e incompleta derivada de una meningitis crónica.92 Su punto de partida volvió a ser el mismo que en las investigaciones anteriores, pero en esta ocasión, fuera de la tutela crítica y prudente del maestro, la tendencia a generalizar la causalidad orgánica a la gran mayoría de los trastornos mentales se despliega sin la menor mesura. «Persuadido —escribió en el Preámbulo—, pese a la opinión contraria de algunos médicos célebres, de que la anatomía patológica debe aportarnos los materiales principales para la solución del problema de la naturaleza de las enfermedades mentales, he puesto el mayor de los esmeros en las autopsias de los alienados que han muerto».93
Esta consideración causal, foco de encendidas y rancias querellas entre partidarios y adversarios del mito cerebral,94 había sido pocos años antes defendida con tesón por Chiarugi y con vehemencia por Jacobi; tal consideración hallaría su expresión más sólida alrededor de los años cincuenta del siglo XIX en la obra La patología y terapéutica de las enfermedades psíquicas de W. Griesinger. Pero este ámbito de la investigación neuropsiquiátrica carecía, hasta los trabajos de Bayle, de prueba alguna que sirviera de soporte a tales elucubraciones. En ese sentido su obra supuso el acicate necesario que precisaba esta visión teórica e ideológica, pues hasta el momento de la publicación de su tesis, los defensores de esta orientación no podían aportar ninguna comprobación material que robusteciera el puñado de conjeturas y especulaciones que animaban sus investigaciones. Bayle, en cambio, aportó pruebas clínicas y objetivas toda vez que sus observaciones demostraron la correlación existente entre ciertos síntomas mentales y algunas alteraciones paréticas a lo largo de una evolución bien caracterizada. Mas esta concreción clínica no habría bastado por sí misma sin la rúbrica anatomopatológica pertinente, pues aunque las autopsias eran práctica común entre todos sus coetáneos, ninguno había hallado, como sí hizo él, las alteraciones macroscópicas de las membranas que recubren el cerebro. Estos descubrimientos fueron absolutamente determinantes para que se produjera la soldadura definitiva entre la patología mental y la neurología. Las nociones clásicas de folie o de aliénation, como prefería denominarla Pinel, fueron engullidas por el nuevo concepto de maladies mentales, iniciándose ahí una nueva singladura que polarizaría las directrices a seguir por las futuras generaciones de alienistas y psiquiatras.
Al igual que había propuesto con anterioridad Chiarugi y defendían también los Somatiker alemanes, Bayle definió las enfermedades mentales como un síntoma de una alteración cerebral. Pero a diferencia de los anteriores, él precisó que esa alteración consistía concretamente en una inflamación primitiva de las membranas del cerebro (meningitis crónica). Conforme a este hecho novedoso, consideró que la mayoría de formas de aliénation antaño descritas por Pinel y Esquirol se incluían en esta concepción etiológica. Quizás como última concesión a Esquirol y sus discípulos, Bayle dejó fuera de sus maladies du cerveau et de ses membranes algunas variantes de monomanía y de melancolía, a las que continuó considerando como una consecuencia primitiva de una lesión profunda y duradera de las afecciones morales y de un error dominante que somete a la voluntad y es la base de estos delirios parciales. No obstante, aun en estas excepciones, Bayle trató de despejar las influencias físicas que intervienen en la vida anímica: factores constitucionales, hereditarios, etc.
Tras la publicación del Traité des maladies du cerveau et de ses membranes, como advertimos antes, Bayle se desinteresó por la clínica mental. Su reaparición posterior en este campo fue muy limitada. Se produjo casi tres décadas después, y lo hizo al hilo de las polémicas y discusiones sobre la enfermedad que él había descrito al inicio de su carrera. En efecto, fue en 1854 cuando presentó a la Academia de Medicina su Memoria «De la cause organique de l’aliénation mentale accompagnée de paralysie générale». Para entonces, la mayoría de los autores concordaban en la sintomatología y la evolución de la alienación paralítica; no todos, en cambio, atribuían a Bayle el mérito de haber sido el primero que la describiera.95 La controversia se suscitaba, sin embargo, a la hora de asignarle una causa específica. Bayle siguió fundamentando, en este opúsculo, su concepción etiológica arguyendo la congestión cerebral: el cerebro está comprimido a causa de la repleción sanguínea de los vasos y está irritado por los puntos de flogosis de las membranas; es esta congestión la responsable del surgimiento de la parálisis general y del debilitamiento intelectual, mientras que el delirio y la exaltación están provocados por la irritación cerebral. Con la misma rotundidad que en sus obras de juventud, Bayle continuó afirmando: «De acuerdo con los hechos por mí observados [...], la alienación mental paralítica es el síntoma de una meningitis crónica primitiva, a la que se añade con frecuencia una encefalitis consecutiva de la sustancia cortical de las circunvoluciones cerebrales».96 Por lo que atañe a los tres períodos que componen el curso de la enfermedad, guardan éstos una estrecha relación de dependencia con la intensidad de las congestiones que puedan sobrevenir.
Las discusiones sobre la causalidad específica de la parálisis general continuaron hasta bien entradas las dos primeras décadas del pasado siglo.97 Resulta cuando menos sorprendente la avidez con que se asimilaron las correlaciones de Bayle entre síntomas, evolución y lesiones anatomopatológicas pues, tal como pudo averiguarse años después, ni los síntomas y la evolución eran tan específicos, ni los hallazgos en las necropsias fijaban una etiología tan concreta. En efecto, para algunos clínicos la sintomatología de la parálisis general podía remedar cualquiera de los síndromes psiquiátricos conocidos: delirios sistematizados expansivos o depresivos, cuadros alucinatorios polisensoriales, euforia, tristeza, formas circulares, etc. «El paradigma que propone la enfermedad de Bayle, al final del siglo XIX y al inicio del XX, no es pues, como se cree demasiado a menudo, una evolución psiquiátrica propia que remite a una anatomía patológica precisa y a una etiología específica, pues los signos psiquiátricos que en ella se encuentran pueden simular cualquiera de los síndromes conocidos, las lesiones no son idénticas ni en su soporte ni en su histología, y el papel de la sífilis continúa siendo discutido, y, cuando se lo admite, es al lado de otros factores».98
Más acusada es, si cabe, la falta de especificidad etiológica defendida por Bayle con su concepción de la congestión del cerebro y sus meninges. Todo su programa de investigación anatomista estuvo orientado hacia el descubrimiento de las causas orgánicas de la enfermedad mental, marginando la indagación de las causas llamadas morales. Pero el papel de la sífilis se le escapó por completo. A pesar de haberlo constatado en tres de las seis observaciones que contiene su tesis, no le atribuyó la importancia esencial que le acordaron postreras investigaciones.99 Los argumentos más decididos sobre la etiología sifilítica fueron propuestos por Alfred Fournier en 1870, doce años después de la muerte de Bayle. Fournier, que no era alienista sino catedrático de enfermedades de la piel y sifilíticas, aportó las comprobaciones imprescindibles para demostrar que los procesos sifilíticos tardíos se complicaban habitualmente con «pseudoparálisis generales».100 Pero esta aportación, que se revelaría incuestionable, encontró la férrea oposición de algunos psiquiatras y neurólogos contemporáneos. Sin embargo, las investigaciones posteriores no pudieron por menos que darle la razón. Esas confirmaciones llegaron primero de la mano de los métodos de análisis serológicos o la reacción de Bordet-Wassermann, y más tarde y de modo definitivo con el hallazgo realizado por Noguchi, en 1913, del treponema pallidum en el cerebro de los paralíticos generales. Este descubrimiento del origen sifilítico de la parálisis general constituyó, a decir de Emil Kraepelin, «el progreso más importante que se haya realizado hasta el momento» en relación con las condiciones de aparición de las enfermedades mentales.101 Las terapéuticas biológicas, sobre todo tras la utilización de la penicilinoterapia propuesta por Mahoney en 1943, hicieron de esta forma de neurosífilis una rareza clínica que escapó por completo a los dominios de la psiquiatría —excepto en su valor histórico— y vino a engrosar un capítulo más de la neurología.
Así fue como, con el correr de los años, la etiología cerebral meníngea atribuida por Bayle a aquellas alteraciones mentales y paréticas que dieron cuerpo a la concepción de la parálisis general resultó incorrecta, a pesar incluso de las pruebas materiales obtenidas en las autopsias. Analizando desde el momento presente los entresijos históricos de la arachnitis chronique o parálisis general, es preciso destacar que esa enfermedad, que contribuyó como ninguna otra a afianzar la investigación somática de la medicina mental, contenía un error de apreciación precisamente en su aspecto más novedoso, el etiológico. A pesar de ello, la semilla de la ideología que terminaría por arrinconar a la psiquiatría humanista estaba ya sembrada y el modelo organicista forjado en torno a la parálisis general acabaría por seducir a un buen número de clínicos posteriores. Pero a diferencia de las pruebas materiales aportadas en su día por Bayle, las siguientes generaciones de psiquiatras hubieron de conformarse con la esperanza de inminentes y definitivos hallazgos que demostrarían la naturaleza cerebral de las enfermedades mentales. Esta orientación de la medicina mental fue así abismándose en la nebulosa del anhelo de una causalidad orgánica que, cual fantasma al alcance de la mano, siempre se resistía a ser apresada por hallarse un paso más allá. Muchos de estos entusiastas de la patología cerebral propugnaron una futura absorción de la psiquiatría por la neurología, empeño que, de llegar a realizarse, estrecharía cada vez más los dominios de su ciencia. Aciago destino el de esta forma de psiquiatría que cuenta sus escasos triunfos por sonadas derrotas; en efecto, cuando se ha podido demostrar en toda regla —como en esta neurosífilis— la existencia de una enfermedad stricto sensu, son otras ramas de la medicina, y no la psiquiatría, las que desde ese momento se ocupan de su investigación y tratamiento.
No sabemos hasta qué punto el silencio, si no el rechazo, con el que se acogieron en un principio los trabajos de Bayle fue la razón más determinante que le llevó a abandonar la clínica mental, de la que se interesaba principalmente por el sustrato material. Pero la dinamita ya estaba colocada. Sólo faltaba que alguien pulsara el detonador; alguien, claro está, que dominara todos los terrenos de la clínica y estuviera dispuesto a barruntar un nuevo marco epistemológico. Este trabajo fue el asumido especialmente por Jean-Pierre Falret (1794-1870) y por Karl Ludwig Kahlbaum (1828-1899), si bien la obra de este último no llegó a calar en la misma proporción que la del francés, dado el escaso reconocimiento académico que alcanzó; de igual modo, pero con una repercusión aún menor, los trabajos de Paul Moreau (1844-1908), conocido como Moreau de Tours, respondieron también a esas expectativas.
Todos los investigadores de los fundamentos de la clínica mental parecen coincidir en situar la originalidad de Bayle en el hecho de haber reunido en una misma enfermedad trastornos físicos (motores) y mentales (delirios), hasta entonces considerados independientes.102 Pero esta simple combinación, por más que fuera descrita siguiendo una evolución decididamente típica, no habría conseguido fascinar —como lo hizo a sus contemporáneos— de no ser porque en las necropsias practicadas a estos enfermos se comprobaban ciertas alteraciones anatomopatológicas. Quiso el destino que ese joven médico empleara la metodología médica apropiada en el lugar idóneo, Charenton, el asilo que confinaba en aquellos días a un buen número de oficiales del ejército que habían contraído sífilis en alguno de sus destinos. Sucedió así que, por primera vez y no por muchas más, se había descubierto que determinados delirios megalomaníacos con alteraciones paréticas presentaban una inflamación meníngea (aracnoiditis crónica) verificada en la mesa de disección. Bayle descubrió de esta manera que se trataba de una enfermedad orgánica del cerebro y de sus membranas, una enfermedad que se adecuaba plenamente al anhelado modelo médico: una sintomatología en la que se articulaban fenómenos de dos órdenes, tanto los más toscos como los signos sutiles; una evolución que seguía inexorablemente tres fases; una causa orgánica, bien es cierto que no demasiado específica, que podía comprobarse repetidamente. Los jóvenes alienistas acogieron con avidez esta enseñanza revalorizada e impulsada por J.-P. Falret, cansados como estaban de las antiguas visiones de la locura (Pinel, Esquirol y Georget) y desazonados con los tratamientos morales que con tanto empeño había desarrollado François Leuret en su obra Du traitement moral de la folie.103 Pero sus esfuerzos y anhelos no se detuvieron ahí, dado que pretendieron multiplicar el descubrimiento de Bayle y extenderlo al conjunto de la patología mental. Entre esos márgenes tan estrechos y resbaladizos, la psiquiatría futura se orientó, ufana, hacia la edificación de una clínica de las enfermedades mentales.
El furor que capturó a los alienistas por hallar anomalías específicas corroboradas en las autopsias no obtuvo los resultados esperados, aunque se confiaba pacientemente que una técnica futura, más depurada, lograra tales correlaciones. Comoquiera que los estudios anatomopatológicos no aportaban lo esperado, los psiquiatras, a partir de J.-P. Falret especialmente, optaron por investigar el curso de la enfermedad, creyendo haber encontrado así el criterio definitivo para aislar enfermedades mentales independientes. El extremo de tal orientación de la clínica mental llegaría con la obra de Kraepelin. Con ella desaparece casi por completo la reflexión sobre la locura y el interés por el loco se torna inexistente; el enfermo mental cuenta en tanto que mancilla el buen funcionamiento social y en la medida que supone una carga para las familias, la sociedad y el Estado. Con todo, las enfermedades mentales independientes adquieren con Emil Kraepelin un valor absoluto. Como en décadas anteriores hiciera Falret, su atención se centrará en el seguimiento riguroso del supuesto curso natural de la enfermedad, limitándose incluso a las manifestaciones de sus formas de terminación.
J.-P. FALRET, EL IDEÓLOGO DE LAS ENFERMEDADES MENTALES
Conforme a lo apuntado unos párrafos más arriba, los presupuestos organogenéticos compendiados en la obra de Bayle y animados por las investigaciones de los anatomistas tardaron alrededor de tres décadas en implantarse como modelo en los dominios de la patología mental. El ideólogo fundamental de este proyecto de transformación de la folie o aliénation mental en maladies mentales fue J.-P. Falret. Su visión globalista e integradora terminó por limitar el predicamento de la medicina psicológica y por arrinconarlo en posiciones aisladas y marginales, promoviendo un efecto de conjunto comparable a la obra de Griesinger en la clínica alemana. Sin embargo, estos movimientos de reorganización sobrevenidos en el seno del discurso psiquiátrico entrañaron no pocas dificultades. Amén del escollo etiológico tantas veces infranqueable, muchos fueron también los inconvenientes a la hora de discriminar las cristalizaciones sintomáticas y las evoluciones propias de cada una de esas supuestas maladies mentales. Al ponernos en la piel de aquellos investigadores, no obstante, resulta comprensible que muchos cayeran en la tentación de considerar verdaderas entidades nosológicas independientes —en el sentido estrictamente médico— los síndromes descritos desde un punto de vista psicopatológico; sólo era cuestión de tiempo, se decía, que esas descripciones fueran ratificadas por la investigación biológica. El hecho podría justificarse si se tiene en cuenta que en aquellas décadas, en efecto, el rutilante progreso de las especialidades médicas —en especial la bacteriología y la anatomía patológica— contribuyó a descubrir la causa material de un buen número de enfermedades.
Conviene recordar que, en aquellos años, la escuela médica de París definía la enfermedad como un conjunto de signos físicos que evolucionan de manera típica y regular, correspondiendo cada uno de ellos a lesiones macroscópicas de un órgano que pueden ser verificadas por los métodos de observación activa al uso. Ahora bien, ¿cómo es posible trasladar tal concepto de enfermedad a la locura? Si desbrozamos la historia de la clínica mental y escrutamos con detenimiento esta cuestión, hallaremos distintas propuestas destinadas a hacerlo posible. Así, por ejemplo, en la segunda mitad del siglo XIX, a la zaga de J.-P. Falret, muchos psiquiatras pretendieron darle un fundamento a partir de una implicación muy simple inspirada en Thomas Sydenham: a cursos evolutivos idénticos, enfermedades mentales idénticas e independientes;104 otros, como Morel, construyeron nosografías decididamente etiológicas —es decir, basadas en relaciones causa-efecto— y enfatizaron a tal fin la dimensión hereditaria degenerativa, cuyo apoyo definitivo no descansaba en leyes biológicas sino que recurría al «pecado original», fuente primigenia de todas las futuras degeneraciones; a finales del siglo XIX y en los albores del XX, la mayoría, siguiendo la estela de Kraepelin, no vacilaron lo más mínimo en considerar sus agrupaciones como enfermedades propiamente dichas, sin importarles demasiado que, en materia de etiología, sólo contaban con meras conjeturas y no con resultados; algunos, más renuentes —es el caso de Jaspers—, se limitaron a considerar que la psicopatología debía ceñirse a individualizar síndromes precisos y dejar de gastar tiempo con altisonantes especulaciones causales; Chaslin y muy pocos más defendieron, desde una clínica admirable, una posición más escéptica centrada en delimitar únicamente tipos clínicos sin la pretensión de considerarlos enfermedades.105
Por lo general, dejando a un lado las perspectivas estadísticas y sociológicas, en lo que atañe a las concepciones de la enfermedad se perfilan tradicionalmente dos grandes posiciones. Una tiende a considerar la existencia real de las enfermedades —sean físicas o mentales—, argumento que se apoya en considerarlas como hechos de la naturaleza, esto es, como entidades naturales de un valor casi ontológico; en buena lógica, la misión del clínico consiste en aprehender y ordenar sus signos hasta fijar los tipos estables o permanentes de cada una de las enfermedades independientes, puesto que, como afirmaba Sydenham, «la naturaleza es uniforme y coherente al producir la enfermedad, hasta el punto de que una misma enfermedad ocasiona síntomas en su mayor parte idénticos en personas diversas». La otra, más hipocrática, se sintetiza en la máxima atribuida a Rousseau según la cual «no hay enfermedades sino enfermos», abogando así por una concepción de corte nominalista —ampliamente desarrollada por Locke— y destacando la dimensión funcional de la enfermedad; según esta perspectiva, por tanto, se considera un grave error confundir objetos o hechos de la naturaleza con los conceptos abstractos destinados a nombrarlos.106
También estas dos posiciones libran su particular contienda en el terreno de la clínica mental, donde resulta más evidente la ambigüedad y la fragilidad de la visión naturalista. Salta a la vista que los partidarios del naturalismo, uno tras otro, se precipitan al considerar enfermedades stricto sensu lo que en realidad no son más que datos obtenidos mediante la observación. En este sentido, concordamos con Paul Guiraud cuando afirma: «Desgraciadamente la psiquiatría no se ha beneficiado en las mismas proporciones que la medicina general de los descubrimientos hechos en el dominio de la etiología, de la anatomía y de la fisiología patológicas. Permanecemos confinados en el dominio de los síndromes clínicos sobre todo en la parte más importante y más interesante de la psiquiatría, a saber, el grupo de las psicosis maníaco-depresivas, de la hebefrenia y de los delirios. [...] Pues los psiquiatras clásicos, sobre todo Kraepelin y Bleuler, trabajando sobre síndromes clínicos los han considerado sin razón como enfermedades verdaderas».107 Parecería, por tanto, que los defensores del método científico se dejan arrastrar en este aspecto por lo que cabe considerar meros prejuicios, esto es, juicios precipitados que carecen de un conocimiento cabal. Mas su creencia en el sustrato material de la locura implicaba también que la asistencia y la investigación del pathos pertenecía en exclusividad al colectivo médico, lo mismo que los tratamientos físicos (sedantes, purgas, baños y sangrías) corrían de su cuenta.108
Da la impresión, al hilo de estas apreciaciones, que la noción de «enfermedades mentales» continúa siendo equívoca en sí misma. Su ambigüedad se debe sobre todo al hecho de carecer de las precisiones etiológicas necesarias; su fragilidad consiste en invertir completamente la lógica de los hechos morbosos, es decir, en proponer que la supuesta enfermedad determina, en esencia, las formas evolutivas y las cristalizaciones sintomáticas que de manera ineluctable habrán de sobrevenir al sujeto trastornado.109 Sin embargo, sea cual sea el prisma desde el que se abordan dichas dificultades y ambigüedades, el hecho fundamental reside en proponer un sujeto sometido y determinado por las leyes biológicas de la enfermedad: un sujeto al que se le secuestran tanto su responsabilidad y participación en su propia locura como sus capacidades de dirigir las maniobras para remediarla o limitarla; el sujeto ya no cuenta más que como paciente o como enfermo y, en el mejor de los casos, como testigo de la inercia a la que le somete su enfermedad. Tan evidentes nos parecen estas inconsistencias que nutren el concepto de «enfermedades mentales» que, en el caso de ser descubierta alguna causa física determinante, el calificativo «mental» sería sustituido, en ese mismo instante, por el del órgano responsable de la, entonces sí, enfermedad.
Es momento ya de examinar los fundamentos sobre los que Jean-Pierre Falret edificó su modelo de la clínica mental. Tras una exposición general de los hitos más relevantes en su carrera de investigador nos centraremos y desarrollaremos dos de ellos en especial: primero, su cerrazón en negar la existencia de las monomanías; segundo, su descripción de la folie circulaire. Ambos permitirán engranar nuestra argumentación y aclarar el valor ideológico que conferimos a su obra.110
Ciento cuarenta años después de la publicación de sus escritos psiquiátricos, la obra de Jean-Pierre Falret (1794-1870) se presenta a nuestros ojos con un extraño valor de actualidad. Una lectura superficial la tildaría de excesivamente ecléctica e integradora de posiciones demasiado heterogéneas, incluso adivinaría en ella la pretensión de elaborar un sistema que pudiera explicar el conjunto de la patología mental apelando a concepciones variopintas difícilmente conciliables. Estudiada más de cerca se aprecia una indiscutible jerarquía en sus formulaciones, una visión de conjunto más ideológica y metodológica que los resultados clínicos que aspiró a conseguir.
Formado en humanidades y en medicina, Falret inició su carrera profesional en el Hospital de los Niños Enfermos, pero muy pronto recaló en la Salpêtrière, donde trabajó y se formó a la sombra del por entonces anciano Pinel y sobre todo de Esquirol, a quien consideró su «maestro».111 El encuentro con estas celebridades parece haber determinado su vocación por el estudio de las enfermedades mentales, al que habría de consagrar el resto de su vida. Se añade a lo anterior una circunstancia personal que, tanto los biógrafos como él mismo, consideraron definitiva: «Aquejado, en 1812, de una fiebre tifoidea grave, estuvo en peligro de muerte. Con frecuencia, durante su carrera médica, hacía alusión al delirio agudo que experimentó en esa época y que, según decía, le había servido mucho para comprender el delirio crónico de la alienación mental».112
Junto a su colega y amigo F.-A. Voisin, en 1822 fundó el asilo de Vanves. Regresó a la Salpêtrière nueve años después en calidad de médico de la sección de idiotas. En 1841 asumió la dirección de la sección de alienados, cargo que ocuparía hasta un año antes de su muerte; en ese mismo año inició su enseñanza —sus famosas «Lecciones clínicas»—, que congregó a un número importante de asistentes. A lo largo de su dilatada dedicación a la clínica, salpicada por numerosas publicaciones, se destacan tres períodos sucesivos, marcados cada uno de ellos por una orientación bien definida y diferente: militante inicialmente en las filas anatomistas, más tarde ferviente paladín de las posiciones más psicológicas y, finalmente, en el período más productivo de su actividad científica, defensor convencido de lo que llamó lacónicamente su «posición clínica».
En 1822, el mismo año que Bayle defendió su tesis doctoral, Falret publicó la monografía De l’hypochondrie et du suicide. Manifestaba en ella sin tapujos, y contra la opinión de sus maestros, su defensa de la orientación anatomista: la anatomía patológica es la verdadera base científica de la medicina mental; las lesiones apreciables en el cerebro o en sus membranas bastan para explicar cualquier forma de alienación. Esta idea, preconizada ya por Gall, había encontrado numerosos adeptos en los médicos jóvenes (L. L. Rostan, A.-L.-J. Bayle, L.-F. Calmeil, F.-A. Voisin, A. L. Foville, entre otros). «En aquella época yo era —escribió Falret— a la vez anatomista y cerebralista. Creía firmemente que, en todos los casos sin excepción, se encontrarían en el cerebro de los alienados, o en sus membranas, lesiones apreciables tan marcadas y tan constantes que fueran capaces de dar cuenta, de una manera satisfactoria, de los trastornos tan variados de las facultades intelectuales y afectivas de la locura».113
Como muchos de sus colegas, Falret terminó desesperanzado por tanta búsqueda infructuosa. Pero su anhelo de investigador no se marchitó; si la lesión anatómica no daba la cara, quizás fuera más productivo localizar las «lesiones psicológicas». Llegado a este punto, nuestro autor se orientó hacia la psicología, tomando como referencia la escuela escocesa y la alemana, así como las ideas de algunos compatriotas como Jean Baptiste Parchappe, Félix-Auguste Voisin y Louis Delasiauve. Durante quince años indagó con perseverancia en las alteraciones de las diferentes facultades. «Pero el método psicológico aplicado al estudio de las alienaciones mentales no es únicamente nefasto cuando se trata de hacer semiología; se vuelve fecundo en consecuencias funestas cuando se pretende aplicarlo a otras ramas de la patología mental, a la etiología, a la nosología, e incluso a la terapéutica; también cuando se quiere, por ejemplo, explicar por la lesión de ciertas facultades, como la atención o la voluntad, el modo de producción de la locura o de las ideas delirantes; cuando se quiere clasificar, por un procedimiento psicológico, las diversas especies o variedades de locura; por último, cuando se pretende curar por medios psicológicos las ideas o los sentimientos de los alienados. No se está haciendo en estos casos únicamente psicología mórbida, sino que se tiene la pretensión de hacer medicina».114
Nuevamente desorientado y desengañado de las posiciones radicales de los anatomistas y los psicólogos, Falret concluyó que la única salida triunfante de la patología mental consistía en el estudio clínico y directo de los alienados; ése es el único medio que procura un «conocimiento exacto» de las afecciones y que proporciona los datos necesarios para explicar su etiología, su descripción, su clasificación, su pronóstico y su tratamiento. Fue en esta «fase clínica» cuando más insistió a sus alumnos en los principios a seguir en la observación de enfermos, en especial: evitar a toda costa escuchar a los locos como lo hacen los novelistas, tratando por tanto de separar la ficción de la realidad; no conformarse con el papel de secrétaire des malades,115 esto es, limitarse a anotar sus palabras y consignar sus actos, sino que es preciso un rol activo capaz de provocar las manifestaciones; conocer la enfermedad en su conjunto y no sólo en sus aspectos más llamativos; estudiar y caracterizar la individualidad enfermiza; detectar asimismo los faits négatifs, o, dicho en otros términos, constatar la ausencia de ciertos hechos que en condiciones normales deberían producirse; no deslindar un suceso de su entorno; considerar tanto los síntomas físicos como los morales; finalmente, observar en especial el curso de la enfermedad, sus oscilaciones y alternancias.116
Gusten más o menos estos principios destinados a la observación de enfermos, se considere acertada o no la búsqueda activa de los fenómenos patológicos, lo cierto es que toda observación está determinada por una teoría previa y por una posición ética del observador, las cuales filtran, seleccionan y jerarquizan lo observado. Estos aspectos que atañen a la propia subjetividad del clínico están más presentes aún en las ciencias humanas; por eso resulta difícil de concebir que en psiquiatría —encrucijada en la que confluyen el alma y el organismo, lo moral y lo social— un virtuoso observador sea capaz de cerrar a cal y canto las esclusas de sus deseos, ideales y prejuicios cuando se dispone a hacer ciencia. Y esto vale también para aquellos que, como Macalpine y Hunter, se muestran convencidos de que las enfermedades mentales nada tienen de psicológico, razón por la cual resulta una pérdida de tiempo tratar de entender los testimonios y los gritos de los locos.117
Falret parece empeñarse en ignorar este aspecto y confiar en una observación clínica al margen de cualquier directriz teórica; reconoce tan sólo que el hombre está compuesto de dos elementos distintos, el alma y el cuerpo, pero su unión indisoluble es la condición esencial de su existencia. No obstante, la jerarquía teórica a la que aludíamos más arriba asoma sin tardanza: «Según nuestro parecer, la modificación orgánica primitiva, desconocida en su esencia pero palpable en sus efectos, verdadera causa de las enfermedades mentales, da lugar en principio a lo que nosotros llamamos la aptitud para delirar. Pero el delirio, así producido en su conjunto, se desarrolla después según las leyes que le son propias, que no es posible prever a priori y que se deben a ese trabajo de la función sobre ella misma [...]. Diferimos, pues, de los médicos puramente psicólogos, en el sentido en que admitimos una modificación orgánica cualquiera como base indispensable de todas las locuras, pero diferimos además, posiblemente, de los médicos somatistas, pues, a nuestro juicio, esta lesión orgánica primitiva, apreciable o no, sólo da cuenta de la disposición general para delirar y no de la variabilidad infinita de los delirios, de la multiplicidad de sus formas, de sus matices tan numerosos y tan delicados, en una palabra, de todo eso que constituye el trabajo de la función sobre ella misma para la producción del delirio por el delirio».118 Así pues, se diga o no, se disimule o se suavice con disquisiciones más o menos brillantes que recuerdan el órgano-dinamismo, la posición de Falret es sumamente clara: la causa primera de las enfermedades mentales consiste en una alteración orgánica; de ella deriva la aptitud para la enfermedad; después de que todo esto sucede, la personalidad del enfermo interviene para dar a la enfermedad sus formas y matices particulares.
Amparándose en sus principios de la observación de enfermos, nuestro autor dirigió su mirada hacia el curso de la enfermedad, un aspecto nunca antes tan considerado por sus colegas, convirtiéndolo en el centro de su elaboración nosológica. «Lo que sería necesario sobre todo investigar es el curso y los diversos períodos de las especies verdaderas de enfermedades mentales, aún desconocidas hoy en día, pero que el estudio atento de las fases sucesivas de estas afecciones permitirá descubrir. La idea de forma natural implica, en efecto, la de un curso determinado y, recíprocamente, la idea de un curso posible de prever supone la existencia de una especie natural de enfermedad, que tiene su evolución especial. Ahí reside, en nuestra opinión, el progreso más considerable a perseguir en nuestra especialidad».119
Esta mirada global de los pasos por los que transita la locura introdujo una dimensión diacrónica que cambió por completo la perspectiva con que se la venía observando. Los mismos hechos se presentaban ahora con otra lógica y otros relieves, y la noción unitaria de aliénation, en singular, comenzó a resquebrajarse dando paso a la nueva noción plural de «enfermedades mentales» independientes. El párrafo que transcribimos a continuación muestra esta transformación imitativa de la patología médica ideada por Falret; lo uno da paso a lo múltiple, la alienación desaparece en favor de las enfermedades mentales y la clínica «fotográfica» es aplastada por la mirada clínica «filmográfica»: «Se ha querido estudiar la locura (folie) como una enfermedad única, en lugar de investigar este grupo tan amplio y tan mal delimitado de especies verdaderamente distintas, caracterizadas por un conjunto de síntomas y por un curso determinado. Este error fundamental ha sido, en nuestra consideración, el más nefasto progreso de la ciencia [...]. En efecto, no podríamos dejar de repetir una vez más que la locura no es una enfermedad única (maladie unique) sino que puede revestir las formas más diversas, infinitamente variables, según las variadas individualidades y circunstancias, dependiendo de la educación o del medio en el que hayan vivido los individuos afectados. [...] El progreso más serio que se pueda realizar en nuestra especialidad consistirá en el descubrimiento de especies verdaderamente naturales, caracterizadas por un conjunto de síntomas físicos y morales y por una evolución especial. Lamentablemente estamos muy lejos aún de haber conseguido este resultado tan deseable, ¡pero es hacia ese objetivo a donde deben tender todos nuestros esfuerzos!».120
Los resultados de esta mirada «filmográfica» no tardaron en aparecer. Enseguida Falret constató los caracteres habituales de las formas intermitentes de locura, creyó además haber descubierto una «forma nueva» a la que llamó folie circulaire y, finalmente, comprobó la existencia de la locura remitente con breves accesos. Ni la anatomía patológica, ni la psicología normal, ni tampoco la etiología, han podido ni pueden establecer la clasificación «científica» de las enfermedades mentales que se espera conseguir mediante el estudio clínico de los síntomas físicos y morales, «y sobre todo por el conocimiento profundo del curso de la enfermedad».121 A su juicio, en el estado actual de conocimientos, tan sólo se pueden considerar enfermedades mentales auténticas a la folie paralytique o parálisis general y a su folie circulaire; restan por perfilar aún completamente la locura epiléptica y los delirios debidos a intoxicaciones etílicas.
Fue así como la antigua noción de aliénation, entendida como un conjunto único en el que sobresalen diversas formas, sufrió un cuestionamiento tan profundo que terminaría por quedar reducida a un mero referente histórico ya superado. Con el paso de las décadas, el propio término llegaría incluso a adquirir una significación bastante contraria a la que se desprende de los textos de Pinel, hecho que se produjo al destacar la completa pérdida de razón por parte del alienado, de ese extranjero de sí mismo al que no cabía atribuir responsabilidad penal; otro tanto sucedería con el término aliéné, en adelante destinado a nombrar a «un individuo afectado de alienación mental, de manía, porque está fuera de sí mismo. Por ser incapaz de apreciar la moralidad y las consecuencias de sus acciones, un alienado no puede ser responsable de los actos que comete contrarios al orden social. Por la misma razón, no puede ejercer sus derechos civiles, [...]».122 Sucedió también que la noción de aliénation siguió empleándose en algunas ocasiones, aunque como sinónimo de maladie mental; es el caso de Morel y de Moreau de Tours, continuadores del modelo nosológico unitario pero explicado desde la perspectiva de las enfermedades naturales. Más próximo al espíritu de Pinel se sitúa el valioso ensayo de Albert Lemoine L’aliéné devant la philosophie, la morale et la société; de nuevo fue un filósofo el que, con su esfuerzo solitario, se sintió llamado a revitalizar la visión tradicional de la locura.123
NEGACIÓN DE LA LOCURA PARCIAL
Jean-Pierre Falret se sirvió en especial de la noción esquiroliana de monomanie para poner a prueba su metodología y dinamitar el edificio de las agrupaciones, ahora tildadas de sindrómicas, de sus maestros.124 Toda la argumentación crítica de Falret, teñida muchas veces de argumentos pomposos, se basa en la simple consideración de no dar crédito a la existencia de locuras parciales, locuras a medias o delirios sectorizados que coexisten con la razón; de este modo, la enfermedad mental debe ser completa o no es enfermedad. Se cierra así el círculo, iniciado en la Ilustración al romperse el binomio tradicional locura-razón, con esta nueva vuelta de tuerca por la cual se pretende transformar esa locura en enfermedades sin rastro alguno de razón.125
Siguiendo la psicología de las facultades y la división de la locura de Heinroth, en boga en aquellos días, Esquirol había discriminado tres tipos de monomanías: intelectuales (delirantes), afectivas e instintivas. «Unas veces el desorden intelectual está centrado sobre un objeto o serie de objetos circunscritos: los enfermos parten de un principio falso, del que indudablemente deducen principios lógicos, y consecuencias legítimas que modifican sus afecciones y los actos de su voluntad; fuera de este delirio parcial, sienten, raciocinan, obran como nosotros; las ilusiones, las alucinaciones, las asociaciones viciosas de sus ideas, las combinaciones falsas, erróneas y extravagantes, son la base de este delirio, que yo llamaría monomanía intelectual. Otras veces los monomaníacos no desatinan, pero sus afecciones y su carácter están pervertidos: por motivos plausibles, por explicaciones muy razonadas, justifican el estado actual de sus sentimientos y excusan las extravagancias de su conducta; esto es lo que los autores han llamado manía razonable, y que yo llamaría monomanía afectiva. Otras veces es la voluntad la que se encuentra ofendida: el enfermo, fuera de sus vías ordinarias, es arrastrado a cometer actos que la razón o el sentimiento no determinan, que la conciencia reprueba, que la voluntad no tiene fuerza para reprimir; las acciones son involuntarias, instintivas, irresistibles; esta es la monomanía sin delirio o la monomanía instintiva».126 Conjugándose con esta tripartición, Esquirol había clasificado además las monomanías según sus temas preponderantes: erotomanía, monomanía razonante, ebriomanía, piromanía, y sobre todo la discutida monomanía homicida.127
Contra la opinión de Esquirol y algunos de sus discípulos, especialmente E. Georget, y respaldando las voces enardecidas de la mayoría de los juristas, J.-P. Falret comenzó su batalla en dos frentes. Se ocupó de negar, en primer lugar, toda posibilidad de existencia de una afección que implicara a una única facultad. Radica aquí uno de los eternos debates de la psicopatología psiquiátrica, el cual, como se verá a propósito de la paranoia, permanece siempre en la sombra de cualesquiera que sean los desarrollos nosológicos y nosográficos que se elaboren. Pocos años antes, el médico A. Royer-Collard y el filósofo Maine de Biran se habían enzarzado en un provechoso debate que tenía por objeto este mismo aspecto:128 apelando a su experiencia clínica, Royer-Collard argumentaba que la razón puede perturbarse parcialmente, de acuerdo con cierta graduación, pero que en ningún caso cabe pensar que ella se pierde por completo, es decir, que el alienado jamás llegaría a ser un completo extraño para sí mismo; la opinión contraria es defendida por el filósofo: «Para un Maine de Biran, el yo es evidentemente susceptible de ser suspendido o abolido; es, en compensación, impensable que ese yo consciente pueda coexistir con las manifestaciones de algún tipo de orden psicológico que escape a su capacidad de integración [...]».129 Falret, por su parte, haciendo gala de argumentos muy meditados, pretendió primero mostrar la imposibilidad de que existiera una enfermedad ligada exclusivamente a una única facultad: «En nuestra opinión nada es más falso y contrario a la observación, tanto en el estado normal como en el enfermo, que esta fragmentación del alma humana en un cierto número de fuerzas distintas, susceptibles de obrar aisladamente y por tanto de presentar lesiones por separado; [...] no se pueden considerar como fuerzas especiales los diversos modos de la actividad humana, pues no son sino aspectos diversos de un mismo principio, indivisible en su unidad».130
En el segundo frente, Falret se esmeró en desentrañar la multiplicidad temática que conforma cualquier tipo de delirio, tarea que llevaría a cabo mediante una observación y un interrogatorio adecuados. La primera parte de su escrito «De la non-existence de la monomanie» denuncia los errores metodológicos de quienes la defienden y la escasez de «garantías científicas» que nos ofrecen. Muchos de sus casos ilustrativos —comenta Falret con cierta sorna— han sido extraídos de periódicos y revistas; incluso en la obra de Esquirol, muchos de sus ejemplos demuestran, al contrario de lo que pretenden, la existencia de delirios múltiples, cosa que confirma la imposibilidad de que exista un solo caso de delirio parcial restringido a un objeto exclusivo. Además, todos esos casos que se arguyen como paradigmáticos carecen de informaciones y de datos necesarios para ser valorados científicamente.131 El autor prosigue su examen en los dos epígrafes restantes enfatizando que la observación de enfermos, siempre que se realice adecuadamente y no se reduzca a consignar sólo los hechos más llamativos y relevantes, permite descubrir que la mudanza de la razón en la locura se realiza, en general, a través transiciones insensibles y motivadas; dicho con otros términos referidos a la monomanía: las ideas delirantes no son el sustrato primordial sobre el que se edifica el cuadro mórbido, sino que éstas se desarrollan a partir de un estado general que las preexiste. «El alienado, al inicio de su enfermedad, se encuentra en un estado general de vaguedad y de confusión, de expansión o más frecuentemente de depresión y de ansiedad, que se convierte en el verdadero fondo sobre el que aparecen o desaparecen, germinan y se desarrollan las ideas y los sentimientos enfermizos que son el producto de ese suelo mórbido [...]. Sucede poco a poco, y después de un largo tiempo de dar vueltas a esas diversas ideas alternativamente elegidas y abandonadas, sin fijarse en ninguna en concreto, que la mente del alienado termina por sujetarse preferentemente a algunas de ellas y llega lentamente, a menudo al cabo de mucho tiempo, a una sistematización más o menos completa de su delirio, sin que a lo largo de ese tiempo se obtenga como resultado la unidad del mismo».132
Muy pocas son las matizaciones sobre el una y otra vez aludido «estado general preexistente» o fond de l’état maladif, aunque Falret lo menciona en ocasiones sin aportarnos demasiados detalles. Uno de los escasos pasajes que hemos hallado en su obra sobre este particular disipa, no obstante, cualquier posible duda sobre el papel inicial que atribuyó a los «sentimientos» en los fenómenos iniciales de la patología mental: «Lo que hay de inicial en la locura está del lado afectivo, pero no hay en ese momento nada determinado; todo es vago en ese período. Los enfermos acusan una ansiedad, una preocupación, una curiosidad inquieta, un descontento general, una irascibilidad, una susceptibilidad sin motivos o con motivos ligeros, una necesidad de movimiento inexplicable o una apatía que no está justificada, una gran volubilidad de palabras o un profundo silencio. Tales son las características primitivas de la alienación mental que anuncian que un cambio se está produciendo en el cerebro [...]».133 Así pues, su concepción apunta a un trastorno básico del humor que precede y sirve de caldo de cultivo a la formación de los delirios.134 Esta consideración entronca con las visiones de Chiarugi, de Guislain y del propio Griesinger, para quienes todos los trastornos de la razón y del juicio, es decir, los trastornos de las representaciones, son posteriores y consecutivos a un primer estadio de «dolor moral» o de alteración básica del humor. En este sentido se puede explicar también el énfasis con que Falret renegó de la monomanía «intelectual» de Esquirol, pues, aparte de ser un delirio parcial, esa locura radicaba en un error originario del juicio sin participación alguna del humor.
Dada la importancia que concedemos al origen de los trastornos, iniciamos ahora una somera digresión que se irá ampliando en capítulos venideros. En nuestra consideración, las obras de los psicopatólogos más eminentes podrían clasificarse, todas ellas, a partir de la posición que adoptan respecto a lo que consideran primario o secundario en la psicosis: ¿es la idea, el juicio, el lenguaje; es el afecto, el humor, las pasiones? Se añaden a estas posiciones radicales otras mixtas, en las cuales hay quienes ven en el hecho primordial un conjunto de factores de naturaleza ideativa y afectiva, optando por privilegiar en cada trastorno uno de esos componentes,135 y también hay quien negando toda posible «ideogénesis» no da mayor importancia a los componentes afectivos o del ánimo.136 La respuesta a esta cuestión, en cualquier caso, no se nos antoja nada simple. A lo largo de este texto se irán perfilando algunas posturas que se inclinan hacia uno u otro lado, incluso en el terreno de los delirios, pues también hay autores que insisten en un elemento afectivo esencial (E. Bleuler y Robert Gaupp). La obra de Freud aporta al debate, como veremos, una rica reflexión sobre las modalidades de defensa que caracterizan a la neurosis —separación del afecto (Affekt) y la representación (Vorstellung)— y las que especifican la estrategia psicótica —el Yo desestima o rechaza (verwirft) tanto la representación intolerable como su afecto—.137 En la historia de la clínica mental los debates más enjundiosos a este respecto se libraron en el terreno de la paranoia y, evidentemente, en el de la «monomanía intelectual» de los autores franceses.138
Tras esta breve acotación, proseguiremos ahora nuestros comentarios sobre la monomanía a fin de encarar los aspectos médico-legales, fuente de encendidas polémicas que habrían de reafirmar más aún la dimensión social de la psiquiatría. Más que en ningún otro ámbito, el epicentro de tantas querellas en el seno del movimiento alienista se situaba por aquellos días en torno a la discutida noción de monomanía homicida. Considerada en principio por Esquirol como el resultado de un delirio, aunque fuera éste muy fugaz, a partir de 1808 la concibió como una monomanía sin delirio: «En otros casos el monomaníaco homicida no presenta alteración alguna apreciable de la inteligencia o de las afecciones. Es arrastrado entonces por un instinto ciego, por una cosa indefinible que le empuja al ase sinato»;139 «[...] el hombre ha perdido la unidad del Yo: esto es el hombre doble de san Pablo y de Buffon, inclinado al mal por una causa, retraído por otra».140 El proceso de Henriette Cornier, quien había degollado a la hija de sus patronos, ilustra con nitidez las posturas radicalmente distintas sobre este particular. Para Esquirol y Georget, Cornier era irresponsable de su crimen por ser una loca monómana homicida; su crimen había sido cometido en estado de locura, pero fuera de ese acto razonaba perfectamente: «en la enfermedad llamada hoy en día monomanía, el individuo generalmente es razonable, excepto en un único punto, el que afecta al objeto de su delirio».141 Para fundamentar su posición, Esquirol alegaba que los monómanos homicidas no premeditan su crimen ni eligen a sus víctimas, sino que se ven arrastrados por una fuerza incontrolable. Ahí radicaba precisamente, según este autor, la esencia de su irresponsabilidad.
Dado el amplio eco social alcanzado por los monstruosos crímenes acontecidos en las primeras décadas del siglo XIX en Francia, en especial los de Henriette Cornier, Pierre Rivière142 y Antoine Léger,143 se sucedieron un sinnúmero de discusiones encarnizadas entre expertos partidarios y adversarios de la locura parcial.144 Los alienistas comenzaron a frecuentar los Juzgados, reclamados muchas veces por los jueces para que les aliviaran de la siempre ingrata determinación de la responsabilidad de un acto criminal.145 En este punto de confluencia se hermanaron los intereses comunes de la medicina mental y el orden social; a partir de entonces la psiquiatría ya no sería únicamente una ciencia dedicada a la investigación y al tratamiento de los trastornos mentales, sino que en gran medida se vería abocada a diagnosticar, prevenir y remediar el malestar social. «La declaración de locura para estos criminales liberaba a la justicia, y a sus finos y precisos mecanismos de represión, de un desgaste inútil. [...] El criminal, el criminal a secas, iba ahora a ser estudiado en sus actos, sus pensamientos, su constitución, etc., para desentrañar si se trataba de un sujeto normal o de un irresponsable manicomiable».146 Mas las investigaciones sobre las monomanías, primero destinadas a demostrar la existencia de locuras parciales y a justificar la no imputabilidad penal de los monómanos que cometían algún crimen siguiendo los dictados de su locura, cambiaron de signo cuando pocos años después los psiquiatras se vieron llamados a terciar sobre las desviaciones sexuales. No tardaron éstas en caer en el saco de las enfermedades mentales, naturalmente bajo la jurisdicción del psiquiatra. Las obras de Magnan y de Tardieu resultaron, a este respecto, determinantes.147
En las entrañas de las argumentaciones sobre la responsabilidad o la irresponsabilidad, la culpabilidad o la inocencia, se estaban gestando dos rupturas decisivas. La primera supuso el inevitable alejamiento de la locura clásica y la paulatina transformación del insensato en el alienado moderno y, poco después, en el «enfermo mental» tal como lo conocemos en nuestros días. Nadie como el loco parcial, razonable excepto en lo que concierne a su certeza delirante, mostró tan a las claras la otredad que nos habita en lo más íntimo de nuestro ser: «es inocente porque no es lo que es; es culpable de ser lo que no es»;148 pero esta otredad, este resto de locura que también nos constituye, acabaría por ser negado a la par que la psiquiatría rechazó las locuras parciales. La segunda ruptura implicó la transformación del alienista en experto médico-psiquiatra y la consideración de la psiquiatría como una especialidad médica mayor.149
Hemos conducido la reflexión hasta un límite que parecería trascender cualquier comentario sobre el gran Falret. Pero en el centro de esta discusión sobre la monomanía y en los fundamentos mismos de su edificación de las enfermedades mentales se asientan dos consideraciones clínicas de un alcance insoslayable. La primera es esencialmente nosográfica y se halla en el espíritu de la letra de Falret y, por supuesto, en el de Kraepelin y el de Magnan: para sostener la existencia de las enfermedades mentales no hay otra posibilidad que hacer del loco un enfermo afectado en todas sus facultades y capacidades, sin un grano de razón, a no ser que ésta sea efímera, intranscendente y articulada asimismo en el proceso de la propia enfermedad, conclusión en la que coincidimos con Gladys Swain cuando afirma: «Toda la reorganización del campo psiquiátrico que se articula durante el pasado siglo tiene como trasfondo esta convicción de que la verdad de la alienación se concreta en la destrucción última del sujeto alienado a la que conduce su progreso lógico»;150 después de todo, ¿qué enfermedades mentales serían ésas en la que cohabitan la razón y la locura, en las que la lucidez, a veces incluso el detalle de genialidad, se entrelazan con la ofuscación y la peligrosidad? La segunda consideración tiene un sesgo más ético y alude a la responsabilidad del sujeto; volveremos a encontrarla en nuestros comentarios sobre Ernst Wagner, Aimée y Paul Schreber. En buena lógica, la enfermedad mental supone la irresponsabilidad subjetiva y la no imputabilidad penal, pues es la enfermedad la que gobierna las acciones, las inhibiciones, los pensamientos y las apetencias, resultando de ello que el enfermo no es otra cosa que un títere que obedece los movimientos que le dicta la inflamación meníngea, la degeneración hereditaria o el déficit de un neurotransmisor. Ésta es la posición generalmente admitida por la psiquiatría y la psicología clínica más afines al modelo médico de las enfermedades mentales.
Frente a este determinismo genético y físico-químico se eleva otra posición, también maximalista, secundada por quienes asignan al alma (psique) una completa sobredeterminación en los desempeños humanos. Seguramente ha sido Heinroth el defensor más radical de esta posición, pues, en su opinión, el hombre siempre debe culparse a sí mismo de volverse loco, cosa que no implica que deba ser castigado penalmente: «¿Ha de ser disculpado, ha de ser absuelto porque haya actuado en un estado de confusión del entendimiento y de compromiso de la voluntad? ¡No! Ambas cosas, confusión y compromiso, son su obra, su creación, el fruto de sus actos, de su vida, la corona de su culpa».151
Especial importancia atesora, sobre el particular, la cabal reflexión desarrollada por el magistrado Louis Proal cuando, tras muchos años de experiencia, defiende con firmeza la «responsabilidad moral»: «Porque se desconoce el carácter de las facultades morales, los criminólogos naturalistas han transformado en fatalidad las influencias físicas, que pesan sobre la libertad del hombre pero que no la destruyen [...]. El hombre es representado por los criminólogos naturalistas como autómata, como una máquina, sufriendo todas las influencias, sin poder reaccionar contra ellas, obedeciendo, como el animal, a todos los impulsos del organismo».152 Como indicamos en otro lugar, el psicoanálisis muestra una particular articulación entre un determinismo inconsciente y la responsabilidad subjetiva, pues, en efecto, las determinaciones existen y es necesario conocerlas mediante el análisis, pero el sujeto es finalmente responsable de decidir y de saber qué hacer con ellas.153
Llamativo resulta el hecho de que los locos que orientan nuestras investigaciones —como se apreciará en los siguientes capítulos— suelen tener a gala una decidida reivindicación de la responsabilidad subjetiva. Pues el loco sabe muy bien que cuando se le desposee de su responsabilidad, incluso en las acciones más reprobables, se le hurta también la identidad;154 es por ello que protesta, indignado, aunque eso le cueste muchos años de cárcel o manicomino, aunque le reporte un nuevo epíteto —querulante— a su rosario de términos diagnósticos, pero generalmente no puede renunciar a la autoría de sus actos y de sus pensamientos.155 ¿Qué es, al fin y al cabo, un loco sin su delirio y sin sus «voces»? Atribuir la responsabilidad de su locura al loco implica garantizarle un espacio a su subjetividad, pero supone además dejarle gestionar los escasos recursos con los que cuenta para que pueda hacer compatible su alienación con esta forma de vida social a la que los humanos estamos condenados.
LA LOCURA CIRCULAR
Si en las páginas precedentes hemos mostrado los cambios sobrevenidos en la concepción de la locura parcial a consecuencia de la aplicación del método «clínico» de J.-P. Falret, es ahora el momento de ocuparnos del resultado más notorio conseguido por la nueva metodología: se trata, por encima de cualquier otro, de la construcción de la folie circulaire. Desde antiguo se sabía que la manía y la melancolía guardaban ciertas relaciones, aunque fue a mediados del siglo XIX, en Francia, cuando se estableció definitivamente su carácter cíclico y alternante.156 Este resultado no puede separarse, según nuestra opinión, del amplio proceso tendente a la transformación de la locura en enfermedades mentales. Al contemplarlo con la perspectiva que nos procura la historia, se advierte la intención solapada de la reducción de la melancolía tradicional157 a una enfermedad mental (Esquirol);158 a partir de ahí, se sucede la reunión de la melancolía y la manía en una única enfermedad mental independiente (Falret, Baillarger y Kraepelin); como colofón, ya en el siglo XX, se termina por concebir la tristeza como enfermedad depresiva (A. Meyer y W. Muncie),159 cosa que ha contribuido a la devaluación de la responsabilidad subjetiva y a la dejación de las obligaciones para con los otros y con el trabajo.160
Tanto J.-P. Falret (folie circulaire) como Baillarger (folie à double forme) presentaron sus trabajos fundacionales en 1854, y aún hoy en día se sigue discutiendo a quién de los dos debe atribuirse la creación de esta entidad.161 A simple vista, no resulta fácil entender el ardor con que se desarrolló esta disputa sin tener en cuenta la rivalidad que mantenían ambos autores, desatada años antes a raíz del silencio guardado por Falret sobre la imprescindible teoría de las alucinaciones de Baillarger. Para situar brevemente el marco y las fechas de esta singular querella entre los «gigantes» J.-P. Falret y J. Baillarger, bastarán las siguientes instantáneas.162 La primera escena sucedió en 1851 y se sitúa en la Salpêtrière; mientras Falret desarrollaba su enseñanza clínica mencionó de pasada un tipo «especial» de locura («al que llamamos circular»), que consiste en la sucesión de un período de excitación seguido de otro de abatimiento (affaissement).163 Sin embargo, el nombre de folie circulaire no fue empleado como tal hasta enero de 1854, con motivo de la reimpresión ampliada que Falret realizó de aquellos textos antaño publicados en la Gazette; las doce líneas originarias que dieron pie a tan dilatada disputa se habían convertido en la reedición posterior en una página y media. La segunda escena tiene como protagonista a Jules Baillarger (1809-1890), también alumno de Esquirol, cuando en la sesión del 31 de enero de 1854 informó a la Academia Imperial de Medicina sobre su descubrimiento de la folie à double forme.164 Baillarger no cejó hasta el día de su muerte de reivindicar la prioridad cronológica de su «locura de doble forma», tildando a Falret de plagiario en cuanto la ocasión se lo brindaba; como ya sucediera con el asunto de las alucinaciones, este último continuó guardando un silencio conmovedor. Hasta la última década del anteúltimo siglo los alienistas franceses atribuyeron, en su mayoría, el supuesto descubrimiento a Baillarger. Antoine Ritti se hizo eco de esta corriente de opinión y contribuyó a propalarla cuando publicó su influyente artículo «Folie à double forme», texto que comienza así: «Se da este nombre a un género de locura en el que los accesos se caracterizan por la sucesión de dos períodos regulares, uno de depresión y otro de excitación o recíprocamente (Baillarger)».165
Quiso el destino, muertos ambos contrincantes, que estas almas gemelas permanecieran enfrentadas, pero ahora en un remanso de paz. Los bustos de mármol blanco de ambos psiquiatras, uno frente a otro, despuntan silenciosos sobre los arbustos del jardín de entrada de la Salpêtrière; tal es la escena que sirve de colofón a tan sostenida rivalidad: reunidos finalmente y con los labios eternamente sellados. Ése es también el recuerdo que el futuro les reservaría, pues en adelante ambos serían conjuntamente citados, como hizo ejemplarmente H. Ey.166 Más aún, sus nombres pasarían a ocupar un lugar destacado en las páginas históricas que un tercero, Emil Kraepelin, alguien que les fue por completo ajeno, les reservó en la versión definitiva de la locura maníaco-depresiva.167
Más relevante que esta querella puntual es el hecho de que ambas descripciones, las cuales no se corresponden por completo, jamás podrían haberse realizado de no haber sido por el interés prioritario que se confirió al curso evolutivo completo de los trastornos mentales.168 Por este motivo consideramos más oportuno atribuir a Falret la paternidad de la locura maníaco-depresiva, ya que su descripción encaja a la perfección con sus presupuestos metodológicos.
J.-P. Falret comenzó a perfilar este tipo de enfermedad interrogándose sobre las formas de alienación mental que presentaban accesos, remisiones e intermitencias. «La locura circular se caracteriza pues por la evolución sucesiva y regular del estado maníaco, del estado melancólico y de un intervalo lúcido más o menos prolongado. Varía de intensidad y de duración en el conjunto y en cada uno de sus períodos, tanto en cada uno de los enfermos como en los diversos accesos que se suceden en el mismo enfermo».169 La sucesión de las fases sigue un orden determinado e insoslayable: primero sobreviene el estado maníaco; después, el estado depresivo; finalmente, el intervalo lúcido. Estos tres períodos forman un «acceso» o un círculo completo que se renueva sin cesar y guarda características similares en cada enfermo.
El estado maníaco progresa hasta alcanzar su cenit (exaltación de la inteligencia y de los sentimientos; exuberancia de ideas; movimientos rápidos e incesantes; sensación de salud física completa; aumento de las funciones orgánicas y pérdida del sueño, etc.) y, dependiendo de cada caso particular, comienza a declinar progresivamente hasta mezclarse con la depresión que sobreviene sin más transición. De la misma manera, el estado de «depresión» se inicia paulatinamente hasta adquirir sus grados más profundos: aislamiento, mutismo, inmovilidad; disminución alarmante del instinto de conservación; grave debilitamiento de los sentimientos; pérdida de la espontaneidad en las acciones; movimientos lentos o nulos; ideas predominantes de ruina, insuficiencia, envenenamiento y culpabilidad, etc. «El período de depresión, tras haber llegado a su apogeo y haber permanecido de ese modo estacionario, declina poco a poco y pasa a menudo por graduaciones insensibles hasta llegar al intervalo lúcido».170 En esta última fase el enfermo comienza a despertar a la vida de relación, sale de la torpeza física y psíquica, vuelve a sus hábitos anteriores y reemprende incluso su actividad laboral. Un observador ignorante consideraría que el paciente ha sanado, pero invariablemente retornan los síntomas de exaltación y un nuevo acceso enfermizo se inicia siguiendo la inercia continua de ese movimiento circular.
Falret insistió en el hecho de interrogar directa y detenidamente no sólo al enfermo sino también a sus padres, pues son éstos quienes con frecuencia aportan los más valiosos datos sobre los antecedentes de la afección. A la luz de las numerosas encuestas realizadas, consideró el autor que la locura circular tiene una notable vinculación con la herencia, siendo «infinitamente» más frecuente en mujeres que en hombres. Por otra parte, el pronóstico muy grave debe llevar al clínico a un diagnóstico diferencial con otras enfermedades similares a las que no se atribuye tan aciago devenir.
Podría parecer que la visión de J.-P. Falret de la folie circulaire es definitiva e inmodificable, dado que con su método de observación, supuestamente infalible, ha conseguido descubrir una «nueva enfermedad mental»; cabría pensar asimismo que las tres fases que componen dicha enfermedad habrían quedado fijadas para siempre, y que los únicos aspectos que requerirían matizaciones serían los etiológicos y los terapéuticos. Pero esto no es del todo así. Partiendo también de la fenomenología clínica, Baillarger describió una versión distinta de la locura de doble forma y Kraepelin aún otra más; de igual modo, tomando como referencia su propia metapsicología, Freud descubrió el soporte psicológico que estaba presente en ese conjunto de hechos observables al compararlos con el proceso del duelo y analizar el trasfondo de los llamativos autorreproches del melancólico.171 Actualmente los límites nosográficos de este grupo se han difuminado aún más con la utilización de las sales de litio, los neurolépticos, los antidepresivos y los antiepilépticos, lo que ha traído consigo una reordenación nosográfica del campo y ha afianzado la visión organogenética, la cual enraíza sus hipótesis en estudios genéticos, neuroquímicos y en los resultados de las terapéuticas biológicas.
El trabajo de Jules Baillarger en el que describe la folie à double forme se basa en la presentación y comentario de seis observaciones clínicas. En su consideración, esta forma específica de locura consiste en la sucesión de dos períodos, uno de depresión y otro de excitación. «Esta sucesión, en efecto, no ocurre por casualidad; he podido asegurarme de que existen relaciones entre la duración y la intensidad de los dos estados, que no son evidentemente más que dos períodos de un mismo acceso. La consecuencia de esta opinión es que esos accesos no pertenecen propiamente ni a la melancolía ni a la manía, sino que constituyen un género especial de alienación mental caracterizada por la existencia regular de dos períodos: uno de excitación y otro de depresión».172 A lo largo del texto no se menciona el intervalo lúcido, considerado por Jean-Pierre Falret como una de las tres fases esenciales de la enfermedad. Baillarger, no obstante, refiere que «algunos enfermos pueden entrar en convalecencia» al finalizar el primer período, «pero si la recuperación de la salud no es completa pasados quince días, un mes, seis semanas a lo sumo, el segundo período eclosiona».173 Se aprecia asimismo en sus observaciones que las manifestaciones maníacas sobrevienen como «reacción» a períodos depresivos previos, y en ese sentido explica el autor la proporcionalidad en la intensidad de los períodos. Su interés se concentró esencialmente en la articulación y en la duración de ambos períodos: cuando éstos son breves la transición es brusca y se produce, por lo general, durante el sueño; al contrario, cuando tales períodos se prolongan, su transición se produce de forma más lenta y gradual. Desde el inicio de sus observaciones, Baillarger señaló que este tipo de enfermedad no se presenta únicamente como una sucesión ininterrumpida de accesos depresivos y maníacos, sino que también lo hace en ocasiones mediante accesos aislados y en otras aún de manera intermitente. Con el correr de los años este autor objetaría, tanto a Falret como a Griesinger, que ambos se percataron sólo de la primera de las formas posibles de presentación, descuidando las otras dos.174 Las clasificaciones psiquiátricas internacionales de nuestros días parecen mostrarse más próximas, a juzgar por cuanto se acaba de decir, a la visión de Baillarger que a las de Falret o Griesinger.
Más que abundar en la polémica sobre la paternidad de la descripción de este tipo de locura, nos interesa plasmar las diferencias sutiles que se aprecian en estos dos discursos, ambos enmarcados en una corriente bastante homogénea del pensamiento psiquiátrico. Alumnos los dos de Esquirol, la obra de Baillarger alcanzó, a nuestro juicio, su cenit en el terreno de la fenomenología descriptiva, tal y como puede comprobarse en los matizados retratos que realizó de las alucinaciones y del automatismo psicológico; no obstante, como le sucediera también a su maestro, su contribución pierde brillo cuando asume el reto de elaborar una teoría. La obra de Jean-Pierre Falret, en cambio, se caracterizó por una reflexión epistemológica de conjunto, cuyo alcance merece que lo reconozcamos como el gran ideólogo de la psiquiatría francesa de su tiempo; más que la de ningún otro de sus colegas, su programática giró en torno al objetivo único de descubrir las verdaderas maladies mentales. Persiguiendo esa realización, se valió sobre todo del estudio detallado de la evolución del cuadro clínico; a esa visión global añadió además la separación entre los síntomas básicos (symptômes de fond), ésos que siempre están presentes y son esenciales para el diagnóstico, y los síntomas de superficie (symptômes de relief), aquéllos que —como el delirio— resultan más accesibles a la observación aunque sean intrascendentes de cara a profundizar en la esencia de la enfermedad. El valor innovador de la obra de Falret se revela incuestionable apenas se conocen los entresijos de su pensamiento. Es tal el mérito que le reconocemos que, sin tener presentes sus contribuciones, no alcanzaríamos a imaginar el posterior surgimiento de obras como las de Kahlbaum y Kraepelin, pues ambas arrancan y despliegan hasta sus últimas consecuencias esa novedosa orientación diacrónica que Falret imprimió a la clínica mental; lo mismo podríamos argüir respecto a la arquitectura de los síntomas de la que Eugen Bleuler se sirvió para la construcción de la esquizofrenia, ya que, salvo diferencias de matices, ésta corresponde, grosso modo, a la separación falretiana entre los symptômes de fond y los symptômes de relief.
Acostumbrados como estamos en los días que corren a fútiles y efímeras sentencias etiológicas, conviene recordar que ni Falret ni Baillarger se extendieron en mayores especulaciones sobre la causa específica de la sucesión depresión-excitación, o viceversa. Se trata en ambos autores de bocetos fenomenológicos en estado puro, de retratos expresionistas que recrean la intensidad de los fenómenos más conspicuos de ambas polaridades. En ese terreno estrictamente descriptivo, las opiniones de numerosos tratadistas de la segunda mitad del siglo XIX se mostraron bastante coincidentes. Pero hubo, no obstante, un foco de discordia en materia nosográfica: ¿esta «enfermedad» era autónoma o se integraba en otra más amplia? La mayoría de los clínicos, siguiendo a Falret y Baillarger, consideraron a la locura circular como una enfermedad independiente, es decir, separada de la manía y la melancolía; otros continuaron pensando que se trataba de casos de melancolía que se convertían en manía o viceversa; también algunos (Griesinger y los partidarios de su modelo) la concibieron como un estadio del conjunto de la Einheitspsychose; finalmente, los seguidores de Boerhaave vieron en ella un continuum de gravedad creciente.
Desarrollando la metodología diacrónica asentada por J.-P. Falret, Emil Kraepelin (1856-1926) se convertiría en el principal artífice de la versión moderna de este tipo de psicosis del humor; sus aportaciones sobre el particular contribuyeron decisivamente a fijar su autonomía y su espectro nosográfico. Con el nombre de «locura periódica y circular» (periodische und ciruculäre Irresein), el psiquiatra alemán venía nombrando un espacio en el que se incluían las «psicosis periódicas» (manía, melancolía y delirio alucinatorio [Wahnsinn] periódicos) y la «locura circular».175 Fue en el marco de la sexta edición de Psychiatrie (1899) cuando Kraepelin propuso el nombre de «locura maníaco-depresiva» (das manisch-depressive Irresein), agrupando en su seno todas las antiguas formas de locura periódica y circular, además de la manía simple. En su opinión, este tipo de locura se especificaba por una evolución caracterizada por ataques independientes de excitación maníaca y de depresión psíquica con inhibición psicomotora, también por una mezcla de ambos estados.176 Este reducido espectro se iría paulatinamente ampliando en ulteriores revisiones, como pronto veremos.
Amén de esta contribución que permitió la reunión del conjunto de las alteraciones maníacas y depresivas —excepto la melancolía involutiva177 hasta 1913— dentro de una única enfermedad, la gran aportación kraepeliniana consistió en romper para siempre con la vieja concepción que únicamente contemplaba la evolución a través de la sucesión y la alternancia periódicas de fases maníacas y depresivas.
La versión más depurada de este grupo de «afecciones endógenas» no demenciales fue desarrollada con todo lujo de detalles en la octava edición de Psychiatrie (1913): «La locura maníaco-depresiva, tal como va a ser descrita en este capítulo, comprende por una parte todo el dominio de lo que se llama en la actualidad la folie périodique y la circulaire; por otra, la manía simple, la gran mayoría de los estados patológicos que se describen bajo la rúbrica de ‘melancolía’, así como un considerable número de casos de Amentia. Finalmente, también incluimos ciertas disposiciones patológicas del humor más o menos acentuadas, ya sean periódicas o duraderas, que deben ser consideradas como los primeros estadios de trastornos más graves, y que por otra parte se funden, sin que puedan acotarse límites estrictos, con el conjunto de las constituciones personales. Con el paso de los años he adquirido la convicción, más férrea cada vez, según la cual todos los tipos clínicos enumerados arriba no son otra cosa que formas de las manifestaciones de un único proceso patológico».178 Kraepelin justificó su decisión de reunir este conjunto de estados patológicos en una única enfermedad arguyendo la presencia constante de un conjunto de rasgos fundamentales. Él sabía muy bien que ninguno de ellos era «absolutamente característico» de dicha afección, pero también había comprobado que solían presentarse reunidos con cierta uniformidad, y esa coincidencia era precisamente la que le confería un aire de patología específica.
Entre los tipos clínicos que componen la locura maníaco-depresiva existen asimismo «transiciones insensibles», incluso dentro de un mismo enfermo pueden observarse no sólo la manía y la melancolía, sino también estados de confusión, perplejidad, construcciones delirantes, etc.; junto a esta variabilidad se destaca de igual modo una coloración más permanente del humor que enmarca los accesos patológicos. Al contrario que Baillarger, Kraepelin no profundizó en una clasificación que juzgara la levedad o la gravedad, la duración o la brevedad de los accesos, pues «se alternan sin regla» en un mismo proceso patológico. Una característica general que la diferencia de la Dementia praecox es el hecho de que «jamás» conducen a una demenciación profunda; otra característica común de la enfermedad es la relación con la transmisión hereditaria que puede apreciarse en el estudio de los individuos de una misma familia.179
A pesar de la diversidad de estados que constituyen la locura maníacodepresiva, Kraepelin señaló como regla general que la enfermedad evoluciona por accesos individualizados, bien diferentes unos de otros y notablemente divergentes del estado de salud. A tenor de tales consideraciones, el autor propone los siguientes tipos: «estados maníacos», «estados melancólicos o depresivos», «formas clínicas mixtas» y «estados fundamentales». Los Manischezustände se expresan mediante un humor expansivo y alegre, que va desde la hipomanía hasta el furor, siendo sus signos esenciales la fuga de ideas y la necesidad imperiosa de actividad; los Depressivezustände se reconocen por la disforia triste o ansiosa, y por la dificultad de pensar y hacer;180 los «estados mixtos» constituyen la asociación de manifestaciones maníacas y melancólicas, de manera que se obtiene un tipo clínico con las mismas características que las dos formas fundamentales (Grundformen) anteriores, pero que no pueden adscribirse ni en una ni en otra categoría;181 por último, los «estados fundamentales» (Grundzustände) refieren un grupo de constituciones (Veranlagungen) que deben ser consideradas como los primeros grados de la locura maníaco-depresiva, pudiendo persistir a lo largo de toda la vida sin desarrollarse.182
Pese a las pormenorizadas descripciones que salieron de su pluma, con el transcurrir de los años la locura maníaco-depresiva de Kraepelin recibió algunas críticas nosológicas y nosográficas. Algunos psicopatólogos —es el caso de Adolf Meyer— se opusieron a considerar este grupo como una enfermedad independiente y prefirieron hablar de «grupo de reacción afectiva». Otra corriente crítica incidió en la excesiva amplitud alcanzada por la enfermedad creada por Kraepelin;183 esta perspectiva fragmentadora, iniciada por la escuela neuropsiquiátrica de K. Wernicke y continuada por sus seguidores K. Kleist184 y K. Leonhard, culminó a mediados de los años sesenta con los célebres trabajos de J. Angst y C. Perris, quienes basándose en los mismos argumentos genéticos a los que apelaba el propio Kraepelin mostraron la necesidad de revisar la supuesta homogeneidad de la psicosis maníaco-depresiva.185 En adelante, la tendencia nosotáxica general consistió en reducir este grupo demasiado extenso y aislar algunos trastornos afectivos independientemente: la melancolía involutiva, los trastornos depresivos no psicóticos y los esquizo-afectivos.186
Unas veces en función de modelos etiológicos más acordes con la ciencia del momento, otras en relación a nuevas reformulaciones de modelos psicopatológicos de siempre, y otras aún determinadas por los efectos de las terapéuticas biológicas y por la presión de las multinacionales farmacéuticas, las categorías de la clínica mental siguen rodando por el talud de una renovación permanente. Este capítulo nos ha permitido plasmar algunos de los fundamentos ideológicos y clínicos que han conformado la estructura del saber psiquiátrico actual. La locura clásica, tan opaca a nuestra acendrada mentalidad positivista, sucumbió en gran medida a causa de la implantación de los modelos imitativos de la patología médica. Apenas unas inflamaciones aracnoideas halladas en unos pocos cadáveres bastaron para silenciar el quejido inmemorial de ese otro de la razón que nos acompaña o al que quizás acompañamos como si se tratara de nuestra propia sombra. Jean-Pierre Falret, el gran ideólogo del primer proyecto psiquiátrico, tuvo el mérito de sentar las bases de un saber sobre las enfermedades mentales que fue desarrollándose en dirección contraria al sentido que habitaba la experiencia de la locura. Negando la existencia de locuras parciales, es decir, aplastando cualquier forma de razón interna a la sinrazón, y preconizando el estudio de la evolución de los trastornos, pudo recrear un panorama de «enfermedades mentales» concretas e independientes. Fruto de esta mirada parcial surgió, como no podía ser de otro modo, la folie circulaire, futura psicosis maníaco-depresiva. Frente a este pilar de las psicosis del humor veremos construirse a lo largo del capítulo siguiente los edificios nosográficos que, bajo las rúbricas Paranoia, Verrücktheit, Wahnsinn y délires chroniques systématisés, han tratado de agrupar los trastornos mayores del juicio y del razonamiento. Al exponerlos, las voces de la locura tradicional volverán a resonar, desafiando, uno tras otro, los modelos psiquiátricos de las enfermedades mentales.