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Aquella noche en París

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El hombre llegó hasta la 6 Rue Cimarosa de París y constató que estaba frente a la embajada argentina, el lugar al que tenía decidido arribar ese día. Ingresó y tras presentar documento preguntó en la oficina de Informes en qué lugar podía ubicar al secretario del funcionario de Asuntos Latinoamericanos de aquel país. La empleada, que era francesa, pero hablaba en español casi perfectamente, le manifestó que a esa hora ya estaba cerrada y que precisamente, señalando a una mujer de mediana edad, si es que a los cincuenta y algo se considera de mediana edad en tiempos actuales, le dijo que ella era la secretaria de esa oficina. Miró a la rubia que caminaba seria y apurada, con pasos nerviosos y firmes llevando unas carpetas en un brazo recogido y un bolso marrón en la otra mano. El hombre saludó y agradeció a la empleada de Informes y se fue tras aquella con ánimo de hablarle.

—Pardon, bonjour, madame… Je ne parle pas français. —La mujer lo miró sin mucho detenimiento y le preguntó si hablaba español—. Oui —respondió.

—Bien, entonces no se esfuerce en hablar en francés al menos que quiera practicarlo, pero no conmigo que estoy apurada y hoy no tengo ánimo para nada —contestó tajante y sin diplomacia.

—Quería preguntarle por el señor Ballester, un artista plástico amigo de él me pidió que lo venga a ver por una exposición que quiere presentar en la embajada y que…

—El señor Ballester, mi esposo, ¡ya no existe más! —dijo la dama cortando la explicación del otro y sin perder la velocidad de sus pasos.

—Oh, perdón… no me dijo nada este amigo artista que el funcionario… su marido, había fallecido… ¡Cuánto lo lamento!

Ella, que iba mirando las baldosas rumbo a Pyramides, lo miró de soslayo, casi con el rabillo del ojo izquierdo y le contestó con un tono más fuerte de acuerdo a la mesura de las palabras que presentaba hasta esos momentos.

—No falleció, sigue en la tierra… simplemente se fue a mejor vida. —Él la miró extrañado, sin comprender. Le parecía raro ese juego de palabras—. Sí, a mejor vida, disfrutando el calor de Haití… con la mujer del cónsul de esa isla, de ese país tropical… —De pronto se detuvo y tuteándolo le preguntó—. ¿A dónde vas?... Yo voy para la Rue Scribe, aquí cerca… a descansar a mi casa y con muchas ganas, pues hoy tuve un día muy fastidioso atendiendo a un empleado que vino con síntomas de haber ingerido anfetaminas… ¿Tú te drogas? —Oscar sonrió por la ocurrencia y lo negó. Él era un tipo formal y a ella le pareció bien. Después de esto ella aflojó un poco el paso. Daba a entender que no tenía muchas ganas de un presunto coloquio, pero equilibró su ánimo y le hizo otra pregunta—: ¿Conoces París o es la primera vez que vienes?

—Es mi tercera vez… la primera fue en 2000, cuando se pagaba con francos, pero comenzaba el euro. Luego en 2014. Y ahora con el bus turístico estoy volviendo a reconocerla, me encanta… tiene algo muy distinto a otras ciudades. ¿Te molesto si te acompaño?

—No, Monsieur… para nada —replicó tal vez mintiendo. Oscar creyó comprender que ella le daba la oportunidad para seguir preguntando.

—¿Y qué pasó con Haití?... Si quieres contar, digo. —Se detuvieron en una esquina esperando que el semáforo diera lugar para cruzar.

—Bueno… en una reunión de embajadas festejando no sé qué aniversario conoció a la brunette… más bien una brune claire. —Lo miró—. Él estaba atento, pero con la mirada en el piso—. La invitó a bailar mientras yo hablaba con otras señoras y no sé qué elixir sensual le habrá dado a Honorio, mi exmarido, que ya no se la pudo quitar de encima… o no quiso… Ah, espera —le dijo al pasar por una tienda de frutas y verduras. Compró un paquete de cerezas y retornó al diálogo—. El marido de ella, un robusto moreno, bebía sin parar, como si le importara un rábano. Ella era muy bonita, no era para el cónsul.

—¡Era para tu marido!—La rubia llamada Annette le lanzó una mirada con algunos megatones. Oscar trató de ponerle crema a la salsa picante—. Digo… que haría buena pareja con tu marido… ¡pero yo me hubiese quedado con lo que tenía en casa! —piropeó. La rubia sonrió y le contestó:

—Veinte años menos que yo, el sol en su piel y una cabellera color caoba y sin motas porque era una haitiana mezclada con europeo blanco y con deseos que son muy contundentes en ese Caribe, ¿me entiendes?... Y él se fue, no pudo resistirse a ese almíbar moreno. Mal no me dejó, pero se fue… quién sabe dónde merde están ahora, si en tu Argentina o tocando los tambores en una isla caliente en medio del océano. —Annette despachó su furia y siguió caminando con tranquila resignación. Oscar lanzó su ofensiva viendo que la oportunidad se presentaba. No tenía nada que hacer ni con nadie que encontrarse. Estaba en París por una semana porque su misión era Roma. Como periodista de un matutino tenía que hacer la nota de un encuentro entre dos políticos gubernamentales por un arreglo comercial.

—Te invito a un café, ¿quieres? —Ella seguía caminando, ahora cruzando el Boulevard des Capucines. Respondió mecánicamente.

—¿Un café?... pero si ni siquiera nos conocemos… —Oscar hizo un gesto demostrando que no importaba si se conocían o no, pero que podrían conocerse, ¿por qué no?—. ¿Y dónde? —preguntó la dama.

—Me gusta el salón del Café de la Paix…fui alguna vez y me gustó…no estamos lejos de aquí, te gusta, te parece bien?

—Oui, sí que me gusta… sobre todo su mobiliario ¡y el café tiene otro sabor!... pero hay tantos en París ¿y eliges justamente este?

—Digo, porque nos queda de paso… ¿O es que te trae algún mal recuerdo?... quizás hay un motivo… —Ella negó con la cabeza e hizo una inflexión con los labios—. ¿Aceptas?

—Sí, acepto… me trajo buenos recuerdos, pero nada extravagantes. Juste des simples souvenirs, pero antes voy a mi piso a cambiarme y dejar esta carpeta… Tu aguárdame allí si quieres… puedo demorar treinta o cuarenta minutos. —Oscar la vio sonreír por primera vez y ese rostro serio y rígido se transformó en una belleza cálida que sin ser excepcional era atractiva. Quizás esa sonrisa superó momentos nada felices que estaban encerrados en el arcón de su memoria.

—Te espero dentro del salón, pero… ¡mira que te espero! —Le señaló apuntándole con su índice y regodeándose en su confianza. Ella asintió y apuró el paso, estaba a tres cuadras de su vivienda. Oscar tomó por la Rue Vendôme y se sumergió minutos más tarde en las vísceras mismas del gran salón. Pensaba si ella vendría. Ella razonaba si Oscar iba a esperarla o si todo era una parafernalia del momento.

Y ella volvió. Se había cambiado y ahora traía una camisa de mangas largas color blanca con pequeñas rayas celestes perpendiculares y una pollera oscura y estrecha. Cartera oscura haciendo juego con sus zapatos del mismo tono. Ahora parecía más alta y un poco más juvenil con su cabello estratégicamente suelto. Le gustó a Oscar esta nueva aparición. El perfume no era importado. ¡Era directamente francés! Él, para hacer tiempo y justificar su lugar en la mesa, ya había bebido un café y un vaso de agua. Se levantó y ayudó a sentarse acomodando la silla y comenzaron a hablar y hablar sin horarios ni preocupaciones. Oscar, como buen psicólogo de la vida, había notado que los ojos de ella iban cambiando a medida que pasaba el tiempo. Los creía ver más vivos, más alegres con una cierta felicidad acompañada de una sonrisa amable y verídica. El rigor que ella había mostrado en un principio cuando intercambiaron las primeras palabras iba desapareciendo. Él le contó lo que hacía, de su trabajo como periodista, de sus viajes, de sus anhelos. Ella le narraba de su labor en la embajada, de sus amistades, de algunos viajes y especificó que adoraba Brujas, una pequeña ciudad de Bélgica y que de vez en cuando, por lo menos dos veces al año, se tomaba el tren de París a Bruselas y de allí a Brujas a pasar un fin de semana para su regocijo. Oscar tuvo ganas de preguntarle si iba acompañada, pero prefirió callarse. En un momento sus manos se encontraron. Las sonrisas fueron un poco más notorias. El ritmo del corazón parecía tener otro sentido. Ella vio que la hora había pasado más de lo que suponía y aunque estaba en agradable compañía le murmuró:

—Oh, mon chéri… se me hace tarde… mañana trabajo y tú estás de vacaciones. —Él no le soltó la mano y ella se dejó asir.

—¿Quieres que te acompañe…? O más bien, te invito a cenar.

—No, hoy mi cena es yogur y fruta. Duraznos, cerezas, avena y yogur… tengo que bajar un kilo que tengo de más. —La miró y descreyó que tuviese un kilo de más, la veía perfecta.

—¡La mía también!... ¡qué casualidad! —contestó Oscar con picardía, y agregó—: ¡Vamos que te acompaño a la calle donde tú vives! —Ella lanzó una carcajada. Él la miró curioso y ella especificó:

—Me hiciste recordar el título de una canción que me gusta mucho, “La rue où tu habites”, vamos. —Ahora era ella quien invitaba a caminar. Oscar pagó y al salir del café el calor del verano los acarició en esa noche de julio vestida de magia. Al llegar a la puerta se miraron fijamente, con rictus de alegría, de satisfacción por el momento que esas casi tres horas de la tarde a la noche les habían dado. Parecía que uno esperaba del otro qué palabra decir. Annette rompió la tregua.

—Bueno… eso es tod… —No la dejó seguir. Aproximó sus labios a la boca de ella y la besó. Ella echó la cabeza hacia atrás, sorprendida. Lo miró extrañada, pero de a poco le fue gustando… La sorpresa le había agradado. El segundo beso fue más prolongado y sin asombro, con un montón de sentimientos desparramados entre los labios. Tal vez la rubia volvía a sentir una sensación de cariño que ya creía sepultado. Su alma reflotó de un mar de años de soledad. Y quiso más. Y se abrazaron más fuerte ignorando a los peatones y volvieron a despertar emociones adormecidas. Oscar le susurró:

—Tengo apetito de frutas con yogur… ¿me invitas? —Ella sonrió, no parecía dispuesta a invitarlo a subir. Pero después del tercer beso relajó su resistencia y subieron al primer piso de la rue Scribe 168. Afuera una nube ocultó la luna y en la recámara de ese piso parisino una luz se encendía.

A la madrugada, cuando el día se desperezaba en un amanecer que presagiaba extender los espacios de esa noche, volvía Oscar en un taxi rumbo al hotel, pletórico de situaciones vividas en tan poco tiempo, sin buscarlas, sin haberlas concebido antes, simplemente envuelto en esa magia que la vida de vez en cuando nos descubre. Y ya casi para el desayuno percibió que París… ¡era otro París!

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