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La casa de la puerta verde

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Alberto volvía conduciendo por una ruta del sudoeste de la provincia pensando en dónde pernoctaría esa noche. La tarde de primavera languidecía sin mucho apuro y hacía cálculos de que a 100 kilómetros había una pequeña ciudad que estaba seguro de que contaba con dos o tres hoteles de no muchas estrellas, pero suficientes para pasar la noche. Había hecho en una semana mil cuatrocientos kilómetros visitando pueblos y ciudades de la zona para levantar pedido para su empresa de productos de electricidad. Le faltaban cuatrocientos para llegar a su casa de la Capital y reencontrarse con su mujer y su hija, pero no le gustaba viajar de noche, más aun yendo solo con la compañía de la radio, entretenido con la música y las informaciones que lo ponían al tanto de lo que estaba pasando en el mundo. Por eso pensaba descansar en algún poblado más adelante y seguir al otro día.

Estaba haciendo cuentas de lo que había vendido y de todos los pedidos levantados para el próximo viaje y pensaba que la camioneta ya estaba siendo pequeña para transportar. Muchas veces los mandaba por flete, pero otras veces llevaba un stock para presentarlos y venderlos en el momento.

A veces las cosas fluctuaban y había viajes en los cuales apenas había salvado los gastos. “Pero hay que tener constancia”, decía. “Esta vuelta estuvo satisfactoria, así que no bien llegue a casa, a comprar mercadería antes que la inflación me gane”. Porque así se vivía desde hacía un largo tiempo.

Cinco años atrás Alberto trabajaba como empleado de una firma agrícola ganadera en la provincia de Buenos Aires. Su trabajo le agradaba, era estable, sabía todos los movimientos de la empresa y ganaba bien, pero nunca había podido avanzar más que de empleado porque siempre había un conocido de los dueños al que ubicaban en lugar preferencial y lo seguían postergando. Estaba casado hacía doce años y tenían una niña de siete. Así que, para desazón de sus empleadores, pidió la renuncia y se largó a trabajar por su cuenta influenciado por un tío, hermano de su madre. Este tío Eduardo se había jubilado de esa actividad hacía cinco años y desde ese momento la retomó su sobrino. Alberto y su mujer, antes de dejar el anterior trabajo, lo pensaron bien, razonaron los pros y contras que pudiera tener, pero al ver que al tío mal nunca le había ido si se contabilizaran un par de viajes a Europa, otros tantos a Estados Unidos, siempre con coches de la época y el buen vivir, “pues entonces mal no vamos a vivir”, se decían los esposos. La esperanza y la audacia unidas a la juventud los apoyaban con las mismas ansias de progresar, y Alberto tomó el camino del tío que a la sazón fue su mejor maestro para que pudiera encontrarle la vuelta a su destino. Tenía todo servido en bandeja, todos sus clientes, lugares para ir a ofrecer, rutas, etc. Le dejaba el pariente una carpeta lista para trabajar sin sobresaltos, salvo algún imponderable.

De regreso pensaba descansar una semana o diez días con la familia antes de lanzarse a la parte sur que le convenía más que el norte, porque muchos pagaban en efectivo y no tenía que trabajar con cheques.

A medida que iban avanzando los minutos y el tiempo, vio que en el horizonte el sol ya se había recostado en su descanso nocturno y el foco del vehículo iluminó un par de perdices que prestas alzaron vuelo desde la ruta a dos metros del bólido que iba a una velocidad de 120 kilómetros. Al principio se sobresaltó y reaccionando pensó: “Un casalito”. Y deseó que esas infelices criaturas no terminaran siendo uno de los platos favoritos de los furtivos cazadores. “Pero”, razonó. “Es la vida; con las vacas pasa lo mismo y no decimos nada”. Vio lucecitas allá a lo lejos. Era una pequeña población por la cual nunca había pasado, ya que estaba haciendo zonas nuevas y de pronto sus focos señalaban el fin del camino. Se había encontrado con una curva muy cerrada y atinó a frenar y maniobrar la dirección hacia la izquierda, pero el peso y la velocidad del automóvil fueron ingobernables, y derrapando en el pastizal que bordeaba la ruta, hizo un trompo de 360 grados y volcó dando una vuelta entera y quedando en posición sobre sus cuatro ruedas. Las lucecitas que ahora estarían a dos kilómetros fueron lo único que recordó. Ya en estado inconsciente soñaba que una gran mano apretaba su cuello hasta quitarle la respiración. La opresión era angustiante, trataba de zafarse de esa tenaza que lo ahorcaba. Luchaba para sobrevivir y se estaba resignando al destino cuando comenzó a aliviarse. Volvió de a poco a recuperar el sentido a medida que sus bronquios se normalizaban y respiraba mejor. Vio la penumbra del anochecer apenas abrió los ojos y luego un rostro angelical de una joven mujer que lo miraba fijamente, sin pestañear, pero de un modo que se acercaba a la dulzura.

—¿Qué pasó?... ¿dónde estoy? —preguntó. Y la hermosa niña que estaba a cuarenta centímetros de él, con la puerta abierta le contestó con voz fina y acústica.

—En su auto… veo que todavía sigue mareado, pero lo importante es que… ¡está vivo!... —La niña se acercó un poco más y observó que no había heridas cortantes—. No hay sangre, señor, ¡la cabeza quedó sin golpes!... Tuvo mucha suerte, esta curva se ha llevado mucha gente, ¿no la conocía?… es muy peligrosa.

—Sí… la vi de golpe, no me dio tiempo a nada.

Y ella prosiguió:

—También tuvo mucha fortuna que pasaba por aquí y pude aflojarle el cinturón de seguridad, había quedado de tal manera que lo estaba ahorcando… ¡fue un milagro!

—Lo suyo fue el milagro, señorita. Ni que Dios la hubiese mandado en el momento justo y el lugar justo. No exagero en pensar que me ha salvado, ¡me ha prolongado la vida!

Ella giró la cabeza hacia un costado y Alberto observó que bajó la mirada como no aceptando ese reconocimiento.

—Todavía estoy un poco mareado, pero creo que estoy bien —contestó Alberto poniéndose de pie y tocando todos los huesos de su cuerpo. No sé por qué Vialidad no señaliza esa curva —protestó, y luego dirigiéndose a su salvadora—. Gracias a usted puedo contar el cuento… ¿señorita? —preguntó inquiriendo su nombre y ella respondió dándoselo, pero en tono más bajo.

—¿Vive por aquí cerca? —Ella miró hacia las luces más próximas y le dijo que allí, en ese pequeño pueblo llamado Las Hortensias.

—… Tiene tantas personas vivas como muertas en el cementerio… “Seremos” trescientos entre vivos y muertos. Mi casa es la anteúltima de la ruta yendo al norte, la casa de paredes blanca y puerta verde. —Vio mecer sus cabellos cuando giró su rostro.

Alberto la iluminaba con la luz del celular. Era una preciosa criatura, pero muy blanca de cara, sin pintura en los labios ni rubor en las mejillas. Sus ojos no mostraban un color definido y había un sino de tristeza en ellos. Llevaba una camisa blanca con mangas abotonadas en los puños y una prenda también blanca como pantalón o pollera pantalón. Alberto no pudo distinguir bien ese tipo de vestimenta, ya que la luz solo iluminaba el rostro.

—Si no fuera porque el auto quedó inutilizado, la llevaba a su casa, está muy oscuro para ir por el camino, yo me llamo Alberto y soy viajante de comercio.

—No se preocupe, señor. Yo tengo un camino, es un atajo por el que me gusta vagar para llegar a mi casita… gracias —contestó sin gracia. Ahora él la veía diferente al primer momento, cuando con decisión y una fuerza que parecía imposible que pudiera tener, le había quitado el cinturón. La notaba distante, como si hubiera cumplido la misión de salvarlo como un mandato divino. Dentro de su atolondramiento le pareció extraña.

El coche había quedado en la banquina, a un metro del asfalto, no estorbaría el paso de otros vehículos pero siendo de noche le pareció conveniente buscar las balizas de quedó en el primero que más cercano estaba.

Una vez ubicado llamó a su productor de Seguros y le manifestó lo ocurrido y el otro contestó que al mediodía del siguiente día ya iba a estar el remolque para traerlo a Buenos Aires. Cuando se acostó, con algunos dolores por los magullones que se encontró mientras se duchaba, empezó a circular por su cabeza un pensamiento enigmático. ¿La joven que lo socorrió era verdadera o todo había sido una ilusión provocada por el golpe? Si estaba conmigo y de repente desapareció... ¿Realmente fue producto de una confusión por el vuelco?... Lo que sea, pero al fin y al cabo ella deshizo el cinturón que me estaba ahorcando, no fui yo. ¿Y si el chofer del camión tuviera razón?... ¿que el fantasma de la joven que había muerto hacía unos meses se hubiera corporizado para salvarlo? Yo no creo en eso pero…

Al mediodía del siguiente día, que era sábado, y tal como le había expresado el productor, por la ventana del barcito del hotel vio llegar el remolque. Se montó al lado del chofer y cuando habían hecho tres cuadras se acordó de algo y al ver una florería le pidió al conductor que detuviera la marcha.

—Voy a comprar unas flores para una persona muy especial, dos minutos nomás. —Volvió al vehículo con un ramo dividido en rosas rojas y jazmines. El chofer miró las flores y luego lo observó esperando que le contara algo al respecto. Como Alberto no decía nada, curioso se atrevió a preguntar.

—¿Para su esposa?... ¿novia?… ¿amante? —Se sonrió el aludido por la pregunta y le dijo que eran para la persona que ayer le había salvado la vida. Y le contó brevemente los pormenores del caso. Entrando por la ruta donde comenzaba Las Hortensias, yendo para buscar el automóvil deteriorado, Alberto vio la casita blanca de puertas verdes tal como lo había señalado la niña el día anterior. Se alegró de que fuese verdad.

—Ahí es donde vive mi “salvadora” —señaló y luego pensó: “Que sea verdadera, no una aparición… por Dios”.

—¿Quiere que lo deje aquí?, levanto el auto y luego lo paso a buscar, dígame dónde está.

.—No, hombre, no, vayamos por el coche… espero que siga allí… bueno, muy lejos no puede ir con una “fractura de pierna derecha”, refiriéndose a la rueda imposibilitada—. A la vuelta le llevo estas flores que es lo menos que le puedo ofrecer a la flaquita.

—Mire, ¿usted me dice que le salvó la vida?... ¡se merece un monumento! —Alberto lo miró y razonó que eso sería lo más justo para alguien que por decisión propia logra salvar una vida. Miró las flores y le pareció absurdo. Pensó que en otra oportunidad le podría llevar algo más consistente… por el momento saludarla y unas lindas flores como tácito reconocimiento a su actitud.

Al regreso, llevando el automóvil de remolque, el chofer se detuvo en la casa de la dama. Frente a la misma ruta por medio vio bajarse a Alberto con su fragante ramo de flores.

—No va a tardar mucho, ¿no, señor? —le preguntó no bien había dado un paso y atisbando a ambos lados de la carretera.

—No, fúmese un cigarrillo que en cinco minutos vuelvo —le respondió y se dirigió a la casita blanca de puertas verdes. En esos ocho o diez pasos del remolque a la vivienda, súbitamente su mente se confundió, si todo había sido verdad o se estaba introduciendo en una dimensión que en un momento del ayer al hoy se hubiera incorporando a su inquietud. No había timbre, pero sí una manito de bronce como llamador. Mientras la accionaba se preguntó cómo era el nombre de la muchacha. “Caray… ¿Me dijo Delia?... ¿Celia?... Delia, creo que sí.

Dentro de la casa escuchó un “Ya voy” y seis segundos más tarde apareció un hombre alto, delgado, de tez cenicienta y cabellos entrecanos. Vestía una camisa a cuadros tipo leñadora y un pantalón oscuro. Llevaba lentes y en su mano izquierda suspendía un periódico. Se quedó mirando al desconocido. Bajó la vista hacia el ramo de flores y serio y desconfiado, le preguntó:

—¿Qué se le ofrece? —Del interior de la vivienda se olía un aroma de comida, de una rica salsa.

—Ayer tuve un percance y la señorita Delia (dijo arriesgando un nombre, creyendo que podría ser el oído de la boca de la muchacha).

—No, aquí no vive ninguna Delia. —En ese momento Alberto sintió que el piso se movía. En milésimas de segundos se atiborraron en el cerebro todas las circunstancias sucedidas de la tarde noche de ayer al siguiente día. La casa existía, no la había soñado…p ero la dama de blanco, muy pálida, delgada, un poco ojerosa y desaparecida en un santiamén... ¿qué era?

En segundos apareció la esposa del señor secándose las manos en un delantal que llevaba suspendido del cuello. Su marido, dirigiéndose a ella, le manifestó que no entendía qué decía ese señor preguntando por alguien que no vivía allí y trayendo un ramo de flores.

—Sí… la descripción de la casa es esta, pero…

—Mire —quiso aclarar la confusión—. Venía por la ruta yendo para M. Belgrano donde iba a pernoctar y antes de llegar a este paraje no vi una curva muy cerrada y mi coche volcó.

—La curva de la muerte —interrumpió el señor de la casa imaginando que de esa se trataba.

—Me estaba asfixiando con el cinturón de seguridad que se había desplazado por los tumbos dados por el coche y la señorita que, según ella, vive aquí, me pudo hacer zafar de una muerte segura.>

Fue en ese momento en que se escuchó alguien más que preguntaba:

—¿Quién es? —Era la “aparecida” que vivita y coleando se acercó a la puerta y tras unos segundos reconoció a Alberto.

—Ahh, sí… es el señor del accidente que no les conté anoche porque llegué tarde y ustedes dormían, me había quedado viendo un programa con Alicia… ¿Cómo está, señor?

—Preguntó por una señorita Delia… —dijo el padre.

—No… Stella… mi nombre es Stella. —¡A Alberto le vino el alma al cuerpo! Todo estaba normal, ¡no había nada que fuese un misterio del más allá!

—Gracias, Stella, por su ayuda, le traje unas flores como agradecimiento, sé que es poca cosa, pero… se fue tan silenciosa anoche que…

—Yo lo saludé, usted estaba buscando las balizas y monté mi bicicleta y me fui a la casa de una amiga que me estaba esperando ¡y se me hacía tarde…!

—Bueno, ya me tengo que ir —dijo Alberto dando por finalizado el trámite—, porque me espera el remolque—. Y señaló el vehículo del seguro—. ¡Gracias y muchas felicidades!

—Y la próxima vez que pase por aquí, recuerde esa curva, no la olvide que por algo la llaman…

—Sííí… La curva de la muerte. ¡Gracias y adiós!

El sol estaba a pleno en ese mediodía de una primavera con distintos matices en la vida del comerciante de productos eléctricos.

Cuentos y Narraciones en tiempos de Pandemia

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