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Оглавление2 El «mejor» santo del mundo
Es de noche. Hace frío en Montserrat. Hace ya tiempo que casi todos los peregrinos se han ido a acostar. Un caballero, noblemente vestido, se acerca a la Iglesia. Lleva en la mano derecha una espada envainada. Una daga cuelga de su cinto, y su mano izquierda sostiene con dificultad un trozo de tela arrugada y un largo bastón con una calabaza. Su andar es lento, casi solemne, y se advierte en su modo de caminar una leve cojera. Algo llama su atención y distrae su camino. Se aleja del pórtico de la Iglesia para acercarse a una pared desde la que ha creído oír una voz. Al aproximarse, distingue, entre las sombras, a un hombre sentado. Se trata, sin duda, de un pordiosero. Uno de tantos, que malviven en las cercanías del monasterio, recitando su letanía mecánicamente, hasta en la quietud de la noche: «Una limosna para este hombre, por caridad cristiana». El caballero se detiene ante el mendigo. Se hace silencio. El pobre espera. El gentilhombre piensa. Esta es, sin duda, una señal de Dios que bendice sus propósitos.
Deja en el suelo las armas y objetos que porta. Lentamente comienza a desvestirse. El mendigo le mira, con una mezcla de temor, sorpresa e incredulidad. Despojado de sus vestiduras, en la noche gélida, el hombre queda, por un momento, desnudo. Entonces se inclina y recoge la tela. Es un traje burdo, un hábito de arpillera que se pone con calma, y que se ciñe con un cinturón de cáñamo. Recoge las hermosas ropas de gentilhombre y se acerca al indigente, que permanece mudo. Las deposita con cuidado, casi con reverencia, ante él. La mirada suspicaz que percibe le incita a hablar, casi en un susurro: «Tómalas. Son tuyas». El pobre hombre parece vacilar, acostumbrado a limosnas bastante más escasas. Entonces el caballero agarra de nuevo los ropajes y los deposita en los brazos del pordiosero. Este aprieta contra su pecho un regalo tan inesperado, murmura apresuradamente: «Dios te bendiga», y se escabulle entre las sombras.
Con su nuevo hábito de peregrino, el hombre recoge las armas y el bastón y se encamina hacia el templo. Entra en la Iglesia. Está vacía a estas horas de la noche. Sólo el altar mayor y la imagen de la Virgen morena permanecen iluminados por lámparas.
El peregrino se detiene frente a la imagen. Su mirada se clava en ella. Se arrodilla y permanece de hinojos, con los brazos caídos a los lados del tronco... De vez en cuando suspira. Pasa largos ratos sumido en una meditación profunda, inmóvil, como una estatua de carne que hiciese compañía a la pequeña virgen negra. En ocasiones se agita, se levanta y camina de un lado a otro, cojeando ligeramente, para retornar pronto a su posición inicial. En algún momento rompe a llorar. Es el suyo un llanto silencioso y conmocionado. Si alguien le viese en este momento no sabría si esas lágrimas hablan de dolor o de alegría, de culpa o de gratitud. Tal vez tienen un poco de todo.
Muy de noche le saca de su recogimiento el canto de maitines de los monjes benedictinos. Durante largos minutos se deja envolver por la música de los salmos que llenan la basílica en oración litúrgica, rompiendo la noche. Después, de nuevo el silencio.
Han pasado varias horas. El hombre se agacha y toma del suelo la espada y la daga. Se acerca despacio a la reja de la capilla de la Virgen, y cuelga de sus barrotes las dos armas. Su paso tiene algo de ceremonial, de danza, de liturgia. Allá quedan, junto con velas y exvotos, con recuerdos y símbolos que tantos creyentes van depositando, día a día, a los pies de la madre, para rezar por los suyos, para implorar favores o agradecer bendiciones. Da dos pasos hacia atrás y de nuevo se arrodilla. Con estas armas está dejando atrás su pasado. En su lugar queda sólo el bastón de caminante, sobre el que posa su mano derecha mientras agacha la cabeza. Le parece un gesto expresivo, un símbolo pleno, una silenciosa declaración de intenciones y una promesa.
La noche va muriendo y comienza el movimiento en el monasterio. La iglesia se llena de monjes y gente que comienza la jornada con misa temprana. Al fin el peregrino se levanta, musita una última oración y con la primera luz del amanecer emprende la marcha. Íñigo de Loyola, convertido en peregrino, siente su corazón cantar cuando avanza, pletórico, hacia Barcelona, hacia Jerusalén, hacia una vida y un futuro que hoy le parecen majestuosos.
Estamos en la mañana del 25 de marzo de 1522. ¿Qué ha pasado en el transcurso de estos diez meses? ¿Qué ha llevado al hombre al que dejábamos camino de Loyola, moribundo y abatido, a convertirse en un peregrino lleno de fervor religioso? ¿Qué extraño proceso ha transformado al caballero vencido en caminante devoto? ¿Adónde va? ¿Qué busca? ¿Por qué?
La cura
La llegada de Íñigo a la casa solariega debió de ser muy triste. Allá estaban su hermano Martín y su esposa, doña Magdalena de Araoz, dispuestos a cuidarle, a atenderle, a consolarle. Pero, ¿cómo animar a quien se ha estrellado? ¿Qué perspectivas u horizontes pueden ilusionar a quien se ha visto derrotado en lo que, hasta el momento, eran sus metas?
La herida de la rodilla es terrible, y las primeras curas recibidas en Pamplona no dejan de ser una solución provisional. Los huesos de la pierna no están bien soldados, ya sea porque no se han tratado bien, o por la precariedad del transporte en camilla. Martín llama a los mejores médicos y cirujanos que puede encontrar. Se decide descoyuntarle los huesos para dejarlos soldarse en la posición correcta. A Íñigo sólo le queda su orgullo, y a él se aferra para pasar esta prueba. No grita. No llora. No se lamenta. Se agarra con fiereza a su hombría, a su valor, a su imagen. Cualquier cosa con tal de no desmoronarse.
Sin embargo su salud está quebrada. El dolor físico le tiene destrozado. No puede comer y va debilitándose. Hasta tal punto es así, que los médicos, visto que no pueden mantenerle en este mundo, recomiendan que se prepare para el otro. Íñigo se confiesa y comulga. Pero no está derrotado todavía. No quiere morir. Aún tiene mucho que hacer, mucho que conseguir, mucho que luchar. Se resiste a rendirse. Los médicos señalan que la situación es crítica. Íñigo reza. Como siempre lo ha hecho. Rezar, encomendarse a Dios, es parte de su vida. En la víspera de san Pedro, se dirige a este santo, a quien siempre ha tenido una devoción particular. Pide, ofrece, promete. En la estancia vecina hacen otro tanto sus parientes, se ora también en los caseríos cercanos y en las iglesias próximas se dicen misas por la salud del hermano menor de don Martín.
El enfermo parece superar la etapa crítica. La fiebre cede. Vuelve el apetito y comienza un lento restablecimiento. Esta mejora devuelve el optimismo y la esperanza al joven. Aún no está vencido. Si ha tenido sueños antes, ¿por qué no seguir teniéndolos ahora? Después de todo, no ha perdido tanto. Simplemente las primeras batallas, las primeras escaramuzas. De esto tendrá que aprender. Se empieza a sentir fuerte, brillante, enérgico de nuevo. Ya habla con Martín sobre el futuro, sobre volver a ver al duque, que ha de estarle muy agradecido, sobre la corte... Ya sueña con mujeres, con damas de alta alcurnia que han de caer rendidas ante el héroe de guerra. ¿Qué más da la derrota? Se ha enfrentado, con otros pocos, a un ejército enorme. ¿No pesa más la fidelidad que el fracaso? El corazón del joven Loyola vuelve a latir con fuerza, al menos a ratos. Porque en otros momentos la zozobra y la amargura parecen tener más peso y le dejan sumido en pensamientos sombríos y tristes.
Entonces llega el golpe. Al ir cicatrizando la pierna y al quitar los vendajes que la cubren, se percatan de que por debajo de la rodilla ha quedado un bulto, un hueso levantado que sobresale, como una protuberancia fuera de lugar. El cortesano se siente incapaz de aguantar la deformidad. Se ve grotesco. Se siente deformado y no consigue apartar de su mente esa pierna herida. Todos sus pensamientos van a parar, una y otra vez, a la fealdad de ese bulto incómodo y maldito. ¿Cómo va a luchar, a danzar, a cortejar o a pavonearse en las cortes el caballero? ¿Quién va a querer a un hombre así? Íñigo habla con los médicos. Exige que arreglen el desaguisado. «La única posibilidad es cortar ese trozo de hueso, y es una operación atroz», le dicen, tratando de desanimarlo. «Pues cortadlo ahora mismo», responde impávido. De nada sirven los ruegos de su hermano y su cuñada, espantados ante la carnicería que se dispone a sufrir. De nada sirven los consejos de los médicos, que le sugieren que, tal vez, con el tiempo, el bulto vaya cediendo. Íñigo es obstinado. Insiste. Amenaza. Suplica. Finalmente convence a médicos y familiares de que es su voluntad la que ha de cumplirse, pues se trata de su pierna y de su vida. La operación es extremadamente dolorosa. Íñigo se somete voluntariamente. Aprieta los dientes y muerde un palo, mientras sus manos agarran con desesperación las sábanas. Magdalena sostiene su cabeza. Martín no es capaz de asistir, y pasea, nervioso, por la habitación vecina.
De nuevo asoma el hombre fuerte y terco, el guerrero orgulloso que prefiere aguantar sin proferir un grito, sin quejarse. El caballero cuya vanidad le hace resistir el dolor más agudo. Cuando termina la cirugía reposa en su lecho, exhausto.
Pasarán meses antes de que pueda levantarse y apoyarse en la pierna. Durante esos meses tendrá que someterse a tratamientos diversos para que la pierna no le quede encogida y más corta que la otra. Pesados armazones metálicos tiran de su extremidad y extraños ungüentos sirven para calmar el dolor...
Al cabo de unos días el joven se siente mejor. Sin embargo la convalecencia promete ser larga. Las horas en el cuarto alto de la casa torre pasan despacio. Fuera de las visitas de los suyos, cada vez más espaciadas, poco puede hacer. La inactividad le exaspera. Pide libros a su cuñada. Un poco de lectura le ayudará a matar las horas. Quiere novelas de caballerías; relatos que le permitan mantener vivos los deseos que, en esta hora de enfermedad, le dan fuerzas para seguir luchando. Doña Magdalena no tiene ese tipo de libros en la casa. Los libros son un lujo escaso en el medio rural, también en las casas de los nobles. La mujer, cristiana fervorosa, sólo dispone de la Vita Christi, un libro de meditación sobre la vida de Jesucristo de Ludolph de Sajonia, y el Flos Sanctorum, un libro de devoción con relatos de las vidas de los santos. Ante la falta de alternativas, Íñigo recibe ambas obras con una mezcla de displicencia y resignación.
Tiene 30 años, una larga recuperación por delante; todos sus proyectos –hasta el momento– se han venido abajo; ha tenido que volver a casa, como si fuese un muchacho; depende de sus parientes; no puede moverse y aunque pudiese, no tiene adónde ir; no hay nada digno de leer, más allá de unos libros religiosos que, honradamente, no le interesan demasiado. Hasta en el siglo XVI el panorama es desolador.
La convalecencia
Aunque las primeras páginas las recorre con desgana, poco a poco le va capturando el contenido de lo que lee. Al principio las palabras le dicen poco. Pero al paso de los días algo cambia. Descubre un Jesús, un Cristo, que le parece más heroico que sus héroes anteriores, más honrado que todo lo que hasta ahora ha valorado; un Dios que, como hombre, le parece valiente, generoso, fuerte..., y, como Dios, le parece más cercano de lo que antes había intuido.
Nunca la religión ha sido para Íñigo algo que le entusiasmara. No es que no le diese importancia. Es, más bien, una dimensión de la vida que tiene asumida, que siempre le ha acompañado. Es, como para todos sus coetáneos, algo tan inmediato y natural como alimentarse, como crecer, como vivir. En su mundo se lucha y se corteja, se ama y se reza, se pelea, se peca, se reconoce el pecado, se admira a los hombres valientes, se idealiza a las mujeres hermosas y se venera a Dios. Todo es parte de una misma dinámica con la que uno se familiariza prácticamente desde la cuna. Sin embargo, ahora Íñigo siente una mezcla de curiosidad, sorpresa y fascinación ante una aproximación a lo religioso que le supone un descubrimiento. A medida que pasan los días, se adentra con avidez en la vida de santo Domingo, de san Francisco... Nunca hasta este momento había pensado en la santidad como una posibilidad.
El carácter inquieto de Íñigo no le permite pasar por la vida a medias. Allá donde toca la realidad lo hace zambulléndose de cabeza, dejándose inundar de imágenes, de palabras, de ideas. Es como una esponja que absorbe lo que ve. En la corte se empapó de ceremonial y educación, de ligereza y vanidad; en aquellos tiempos de Arévalo y en el contacto con los poderosos comprendió muy bien el significado de la autoridad y el poder. Del mundo militar asimiló la disciplina, el arrojo, el afán de conquista, el orgullo, la agresividad y la fidelidad que eran requisito indispensable para poder combatir. Ahora, casi sin darse cuenta, se ve sumergido en un universo nuevo que le cautiva, de alguna manera le posee y le lleva lejos. Ese Cristo recién descubierto tiene algo que le atrae... Pero son sobre todo los santos los que cautivan al soñador, que vibra con sus vidas; héroes con un proyecto increíble, personajes geniales que combinan, en la mente de Íñigo, la bravura y la bondad, el heroísmo y la capacidad de sacrificio, la grandeza y la humildad. ¡Qué admiración suscitan en las gentes! ¡Qué ecos! Se imagina a sí mismo emulando a los más grandes hijos de la Iglesia. Se siente capaz. Se representa santo. Y ese ensueño le llena de alegría.
No pensemos que el joven que convalece ha olvidado todos sus proyectos anteriores. Los días del enfermo son largos. Tiene tiempo para leer y abstraerse en ideales piadosos, pero también tiene múltiples ocasiones para volver los ojos a la vida que conoce y que anhela recuperar cuanto antes. A veces, olvidando su dolor, su pierna herida, su situación actual, se ve en un futuro resplandeciente. Se siente soldado al mando de ejércitos, victorioso en la corte. Se imagina cautivando a la más alta, la más encumbrada dama del reino, por cuyo favor se ve capaz de atravesar mares. La rinde en sus brazos, la colma de atenciones. Se vislumbra envidiado, adulado, aplaudido, triunfante al fin. Y ese ensueño también le llena de alegría.
¿A quién no le ha ocurrido algo semejante? Llenamos nuestra cabeza de proyectos. Empezamos a hacer planes. A menudo ocurre de noche, cuando uno deja vagar la imaginación. Te sientes capaz de vencer las dificultades. Te imaginas manteniendo conversaciones imposibles. Pronuncias cada palabra e intuyes las respuestas. Te percibes lleno de energía, solucionas los problemas, haces propósitos geniales para mañana. Todo va a estar bien, te dices. Y te duermes satisfecho, pletórico, optimista. Con la luz del día la realidad se impone. Te parece ridículo lo que la noche anterior veías sublime. Ves las lagunas y carencias de planes que la víspera juzgabas perfectos. Comprendes que las palabras que ayer creías fáciles hoy te resultan imposibles. Y te queda un regusto amargo o tristón por todo lo que no podrá ser.
Eso le empieza a ocurrir a Íñigo con estos ideales de grandeza en la corte y el mundo. Cuando los piensa se entretiene, divaga, fantasea, ríe. Los comparte con Martín, que se alegra viéndole tan entusiasmado. Los grita en voz alta. Dibuja en su mente escenarios grandiosos y se reserva el papel principal. Él es el galán, gallardo, gentil, exitoso, que una y otra vez conquista a la dama, el poder, la riqueza y el aplauso. Pero cuando cae el telón, o cuando Martín se marcha, o cuando advierte de nuevo su estado de postración y se impone la evidencia de lo que ha sido su vida hasta el momento, entonces todo aparece grisáceo y triste. La ilusión se esfuma y el brillo de sus ojos se apaga mientras se sume en la indolencia.
La emoción religiosa, en cambio, no se desvanece tan rápidamente. También en esos casos Íñigo piensa en voz alta, reza con palabras llenas de respeto y devoción, dirigiéndose a Dios, a María, a esos santos que parecen convertirse en referencia para su camino. Habla de todo eso con Martín y con Magdalena, que, viéndole tan dichoso se dan por satisfechos. Se ve ermitaño, apóstol, predicador, monje. Se adivina consolando a hombres tristes, pacificando lugares divididos y sanando cuerpos heridos. Se imagina caminando a Jerusalén, alimentándose pobremente. Un peregrino austero, viviendo a la intemperie, confiado en manos de Dios. La alegría que le producen estos pensamientos no se disipa tan fácilmente. No le sucede, con estas imágenes, que pase de la euforia al desánimo. Tampoco ve imposibles los proyectos cuando los examina más despacio. Le dejan contento. Los empieza a creer posibles. Le producen paz.
Íñigo siempre ha vivido rápido. De un lado a otro, buscando fuera lo que diese sentido a su vida. La necesidad de hacerse un nombre y de labrarse un destino le ha tenido en constante movimiento, atento a las posibilidades, esperando que se diesen las condiciones para alcanzar una posición, una oportunidad, un reconocimiento, un título... Es ahora, cuando tiene todo el tiempo del mundo y ninguna posibilidad de acelerar su sanación cuando, quizá por primera vez, mira hacia dentro. Se da cuenta de que no es sólo el mundo exterior un escenario donde acontecen drama y tragedia, triunfos y derrotas. También dentro de sí hay vida, humores cambiantes, ideas que le vienen sin saber muy bien de dónde, emociones que le transforman... Íñigo se vuelve hacia dentro. Y comienza a intuir que Dios no habla sólo con las cosas que pasan fuera, sino también con las que acontecen en el interior de cada uno. A veces se siente confundido por sus estados de ánimo cambiantes. Se da cuenta de que sus aspiraciones de triunfo en el mundo y sus ideales de santidad son contradictorios. Y se pregunta, perplejo, cómo puede ser que esté tan confuso, que desee con tanta pasión alcanzar dos metas tan diferentes. Se desespera al no encontrar la respuesta. Y así se le van las semanas, recobrando lentamente las fuerzas, sacudido por esos deseos opuestos que se suceden tercamente.
Una tarde, cuando está sentado meditando sobre estos humores volubles, desesperado por no entender qué le ocurre, todo parece encajar de golpe. ¿Por qué unos sueños le dejan contento por largo tiempo, mientras otros se convierten, de la noche a la mañana, en pesadilla? «Dios me está hablando», se dice. Al principio se asusta de su temeridad. Tiene miedo de decirlo en voz alta. Pero lo siente con absoluta certeza. Es Dios el que pone en su corazón el propósito de seguirle, de hacer el bien... y en cambio no es de Dios toda esa otra vanidad que al final le deja vacío. Las cosas de Dios duran de otro modo, permanecen, te llenan de consuelo. El resto es artificio, una quimera engañosa, un espejismo, un mal espíritu burlón y tramposo. Esta comprensión le deja extrañamente sereno. Contento. Tranquilo. Mira a lo lejos, por la ventana. Y se recoge en una oración silenciosa, con el sentimiento de quien ha descubierto un mundo.
A partir de este momento le gana la alegría; parece triunfar, en los sueños de Íñigo, el deseo de imitar a los santos. A la luz de esos nuevos ideales revisa cómo ha transcurrido su existencia hasta ahora y siente vergüenza y pesar. La vida cortesana con sus intrigas y engreimientos le resulta ahora fugaz y vana. El servicio de las armas le parece de pronto grosero y excesivo.
Íñigo es un hombre de extremos. Ahora que ha intuido un nuevo horizonte aparta todo lo demás. Ya tiene un cometido, una meta. Y se entrega absolutamente a ello. Poco a poco va tomando forma un proyecto que se convierte en certeza: irá a Jerusalén haciendo penitencia por su vida anterior. Nada hay ahora más importante para él. Se ve ya caminante en tierras lejanas. Su mente viaja. Su corazón canta.
La transformación que se ha obrado en él tiene desorientados a sus familiares. Cuando, al caer la tarde, Martín se sienta en la habitación de Íñigo a conversar, las palabras del enfermo le parecen delirios. Pero, ¿por qué sale con estas locuras precisamente ahora que parece que va recuperando la salud? «Temo que esté enloqueciendo», le ha confesado, nervioso, a Magdalena. No sería de extrañar. Después de todo, su hermano menor ha sufrido varapalos considerables en su corta vida. Se ha sometido a operaciones muy dolorosas. Ni siquiera hay certeza de que vuelva a caminar bien. ¿No estará divagando para evitar afrontar un presente sombrío? Martín piensa en esto e intenta ilusionar a Íñigo hablándole de una pronta recuperación y su vuelta al servicio del duque de Nájera. El paciente escucha y calla. Pero, ciertamente, no otorga.
Los meses transcurren despacio. El verano da paso al otoño. Íñigo recobra las fuerzas y la salud lentamente. Comienza a sostenerse sobre su pierna herida, primero con la ayuda de un bastón, y pronto sin necesidad de nada. Como secuela del daño sufrido le queda una leve cojera que le acompañará siempre. Esto, que hubiera sido una tragedia cuando llegara a la casa meses atrás le resulta ahora un inconveniente tolerable que acepta con paz. A veces se atreve a dar un paseo, acompañado por Magdalena. Entonces sale de la casa y se acerca hasta el río o hasta el caserío del herrero. Le gusta ver a la gente trabajando, oír los ruidos del valle, oler la hierba mojada y sentir el aire frío sobre su rostro. Pero esas excursiones le fatigan y su rodilla dolorida protesta, de modo que la mayor parte del tiempo sigue recluido en su habitación.
Pasa las horas leyendo, orando y conversando con los de casa. Con la convicción del converso quiere que sus gentes experimenten la misma hondura a la que él se asoma. A veces les emociona. Otras les satura. Pide papel y pluma y escribe, con delicada caligrafía cortesana, copiando párrafos y plasmando sobre el pliego reflexiones que le suscita la lectura. Esa posibilidad de escribir se convierte para él en una nueva forma de oración; subraya palabras, alterna colores, enmarca párrafos que repite, lentamente, saboreando cada palabra. Así, repasa los libros hasta extraer de ellos cuanto pueden darle. En la noche, cuando se ven las estrellas, pasa largos ratos en silenciosa contemplación.
No cabe duda de que Íñigo es muy radical en su forma de afrontar lo que le trae la vida. No acoge lo novedoso con timidez o a medias. No se enreda en negociaciones consigo mismo. Cuando ha visto claro salta al vacío. Sin seguridades. Sin red. Su nuevo horizonte religioso llena sus pensamientos. Ya no hay futuro fuera de ello. Sólo espera a estar restablecido para echarse al camino. Dos ideas le dominan: purgar su pasado y caminar en las manos de Dios. Desprecia al viejo Íñigo. Su vida anterior le parece ahora miserable y es inmisericorde consigo mismo. Es especialmente duro cuando piensa en sus juegos amorosos, en las mujeres a las que ha utilizado, en la frivolidad de algunas relaciones que ha vivido. Una noche, rezando, se queda absorto. Durante un rato se figura a la virgen María con el niño en brazos. Una alegría honda le asalta. Es una mezcla de devoción y de promesa. Desde aquella hora –dirá muchos años más tarde– «nunca más tuvo ni un mínimo consentimiento en cosas de carne».
¿Qué castidad es esta a la que alude? ¿Una evaporación del deseo? ¿Un extraño silencio de la naturaleza en el hombre? Una lectura rápida de las palabras del viejo Ignacio puede inducir a pensar que desde el momento de la conversión nunca más se sintió tentado por la concupiscencia, por la sensualidad o por el deseo. Pero no es eso lo que cuenta cuando narra su historia, ya en las postrimerías de la vida. Lo que señala es que desde esa noche no cedió a los impulsos carnales. Basta un poco de sentido común y realismo para barruntar que tentaciones, fueran muchas o pocas, alguna vez las habría. No se ha convertido Íñigo en un espíritu puro, alejado de su humanidad. Es un hombre joven. Y, como tal, desea, imagina, siente, vibra. Pero también es un hombre fuerte, y una vez convencido de que ha de mantenerse célibe, vivirá su compromiso con absoluta fidelidad. Algo admirable, sin duda, pero que sobre todo nos descubre su carácter y su voluntad indomables. Toda su vida, desde esta larga convalecencia, va a estar consagrada a la persecución de una meta: vivir en las manos de Dios y cumplir su voluntad. No siempre sabrá cuál es esa voluntad. Le quedan, sin duda, muchos pasos que dar. Todavía tiene que dejar que sea Dios el que tome las riendas. Por ahora, es el propio Íñigo el que parece estar al mando de un nuevo proyecto, el que parece decirle a Dios: «Ya verás lo que voy a hacer por ti». Se trata de un hombre que subordina todo a un ideal. Desde esa consagración total se comprende su fuerza de voluntad para no ceder a las tentaciones que conoce bien.
Jerusalén se convierte en destino. Irá allá, penitente, humilde, desconocido. Hasta empieza a pensar qué hará a la vuelta. A un criado que va a Burgos le manda a informarse sobre la Cartuja, sopesando la posibilidad de llevar vida monacal al retornar de Tierra Santa. En ocasiones sondea a Martín acerca de barcos, de caminos, de los viajes antes emprendidos por sus hermanos mayores. Mantiene silencio sobre su verdadero propósito, sospechando que el hermano mayor, sintiéndose responsable de la familia, tratará de disuadirlo. Sin embargo es imposible ocultar que está planeando algo. Su emoción es palpable. Su alegría tan impenetrable como evidente.
El invierno avanza. Por fin se siente fuerte. Sus piernas le sostienen cuando pasa largas horas caminando por los alrededores. Sólo un pulcro vendaje es indicio de su lesión. Ha adelgazado mucho, pero se ve saludable. Ríe a menudo. Juega con sus sobrinos. Come poco, pese a la insistencia de Magdalena, que en estos meses ha sido para él madre y hermana, amiga y enfermera. Le conmueve la ternura de la buena mujer.
Una noche, sentados a la mesa, Íñigo anuncia a sus familiares que la partida es inminente. En unos días se irá. Nadie quiere preguntar: «¿Adónde?». Se hace un silencio expectante. Íñigo no tiene intención de compartir sus planes, pues teme que tratarán de disuadirle, lo que sólo puede conducir a interminables –e inútiles– discusiones. Su decisión está tomada. Le parece prudente hablar con una media verdad: «Será bueno que vaya a Navarrete, a encontrarme con el duque». Martín respira con alivio, aunque, sagaz como es, intuye que falta algo en el lacónico anuncio. La conversación languidece. Tras la cena Magdalena borda, Íñigo lee. Martín contempla el fuego, huraño. Nadie dice más esa noche.
A la mañana siguiente, Íñigo se sorprende al ver entrar temprano a su hermano en la habitación. «Acompáñame, Íñigo». La voz es autoritaria y cordial a la vez. El joven se deja conducir. Juntos recorren la casa torre. Habitación por habitación, el señor de Loyola va desgranando la historia de la familia. Repite relatos que ambos escucharon, cuando eran pequeños, de labios de su padre. En aquellos años de infancia Íñigo habría abierto unos ojos grandes y extasiados. Ahora se da cuenta, con una punzada de nostalgia, de que todo eso pertenece a un pasado que se ha ido. «Mira que esperamos mucho de ti», está diciendo Martín. Le señala que tiene por delante un futuro brillante, que su actuación en Pamplona le granjea la admiración de todos los hombres, y en especial del duque de Nájera, que todos en la familia confían en él. Íñigo calla. Ese futuro que hace unos meses le hubiese parecido extraordinario le deja ahora indiferente. Su cabeza está, hace semanas, recorriendo nuevas tierras. El hombre que ha salido de la enfermedad es muy distinto al que llegara a Loyola, diez meses atrás, casi agonizando.
Los primeros pasos
En febrero de 1522 abandona su casa –y su vida anterior–. La despedida es extraña. Flota en el aire un silencio forzado. Demasiadas explicaciones que unos no se atreven a pedir y otro no está dispuesto a dar. La apariencia de normalidad no engaña a nadie. El semblante de Martín cuando se despide es serio, uno no sabría decir si expresando más tristeza o reproche. Parece querer repetirle a Íñigo los mil consejos de estos últimos días, y al tiempo percibe la inutilidad de más palabras. «Íñigo...», murmura. Finalmente opta por el silencio. Doña Magdalena, cuñada, amiga y a veces madre para Íñigo durante los últimos meses, a duras penas contiene el llanto cuando le abraza. Por última vez ven alejarse al noble hidalgo, al joven gallardo que, con sus vestiduras elegantes parece partir de nuevo, como hiciera dieciséis años atrás, a conquistar el mundo. Con él va su hermano Pero, a visitar a otra hermana, también llamada Magdalena, que vive en Oñate. Dos criados les acompañan. De camino se detienen en el santuario de Aránzazu. Allí, ante la Virgen, Íñigo reza toda la noche. Sus propósitos, sinceros, le resultan también arriesgados. Es osado, pero no ingenuo. Duda de sus fuerzas, teme que su pasado le capture, sabe que dentro de sí permanecen agazapados el cortesano y el militar, el mujeriego y el guerrero. Pide a María que bendiga su camino. Promete ser casto. Se ata con voto a este compromiso. De alguna manera quiere ir jalonando con pasos concretos este camino que comienza.
En Oñate se queda Pero. Tampoco con este hermano, compañero de correrías años atrás, quiere Íñigo compartir sus proyectos. No ha de extrañarnos este silencio ante el que, siendo clérigo y canónigo de una iglesia azpeitiana, podría parecernos un confidente adecuado para sus inquietudes religiosas. Es un sacerdote que participa de las ambigüedades de su época. Es padre evidente de varios hijos ilegítimos, y su vocación religiosa es resultado de la elección de otros, no fruto de una opción personal. De ahí que Íñigo no vea en él a alguien especialmente capaz de comprenderle.
Se dirige hacia Navarrete con la compañía de los dos muchachos que le escoltan desde Loyola. Va soltando cabos, despidiéndose de su vida vieja, saldando deudas para echarse a andar libre en las manos de Dios. Por eso se dirige al tesorero del duque para reclamar unos ducados que se le adeudan. El duque, que ya no es virrey, no goza de una situación boyante, pero insiste en que se le pague a Íñigo cuando comprueba que este no está interesado en aceptar un puesto fijo en su casa. Íñigo dispone que parte de ese dinero se emplee en restaurar una imagen de la Virgen, y manda repartir el resto entre gente con la que se siente en deuda. Despide a los dos criados. Parte de Navarrete. Ahora sí, solo.
El camino hacia Montserrat nos permite comprender lo lejos que está Íñigo de haber dado un giro radical. De algún modo ha cambiado su objetivo, pero no ha soltado las riendas. En su mente todo sigue dependiendo de sí mismo. Antes buscaba brillar en las cortes humanas, y ahora se ha propuesto refulgir en la corte celestial. Pero sigue siendo un hombre que se fía de sí, que quiere vencer. Si va a ser santo, será el más notable, el mejor santo del mundo –parece pensar–. Su lógica no admite medianías. Lejos de casa Íñigo ya no mira mucho a su interior. Cree estar convertido cuando en realidad está en el comienzo de un largo recorrido. Tiene en estos momentos algo de insensato, un poco de irreflexivo y bastante de adolescente. Piensa en hacer penitencias enormes, terribles, dolorosas... para imitar a los santos. Para superarlos. Para agradar a Dios. Es la suya una extraña competición. Un nuevo reto, para demostrar su grandeza, su valía, su talla. Ahora quiere triunfar ante Dios. Es un caballero cristiano. Si Cervantes hubiese visto, décadas después, al joven hidalgo marchando de Navarrete hacia Montserrat, tal vez hubiese reconocido en él algunos de los rasgos de su Quijote, tan loco y tan cuerdo, tan absurdo y tan lógico a un tiempo.
Todavía le queda mucho recorrido a este Íñigo peregrino para comprender el evangelio, para descubrir en Jesús un Señor y en su Reino un proyecto. Lejos está aún de asimilar la mansedumbre del Cristo pobre y humilde. Las jornadas de marcha transcurren entre devociones y penitencias. Íñigo comparte días de viaje con diversos compañeros. Oculta su nombre. Calla su historia. Está decidido a construir una nueva vida. Le gusta conversar de cosas espirituales cuando coincide con algún caminante bien dispuesto.
Un día tiene lugar un episodio extraño, que ya anciano Ignacio seguirá recordando. Íñigo va en mula. Escucha pasos tras él y mira atrás. A lo lejos se acerca otra cabalgadura. Aminora la marcha, espera hasta que están a la par. El hombre que le alcanza no es cristiano, sino un moro. Al joven Íñigo le gusta conversar y le encanta la oportunidad de discutir con un pagano. Después de todo, ¿no va él a tierra de infieles, ansioso por predicar el evangelio? Tal vez sea esta una prueba de su capacidad. Se enzarzan en una discusión sobre asuntos de fe. Sin embargo Íñigo sale escaldado. Cuando llegan a la cuestión de la Virgen su interlocutor se muestra intratable al hablar de la virginidad de María. «Pase que hubiera una concepción virginal –llega a decir– pero eso no podría haberse mantenido en el parto». Íñigo razona, insiste, pero sus argumentos no parecen convencer al moro, que poco menos que se burla de él. El joven caballero queda en silencio, humillado y frustrado. La conversación acaba abruptamente. El moro continúa a buen paso, dejando atrás a un Íñigo entristecido. Al poco rato la congoja da paso a la ira. Íñigo se enfada. La rabia le puede. En ese momento no razona. Una violencia sorda le domina. Siente deseos de perseguir al moro y coserlo a puñaladas. El caballero, el hombre de honor que vive en él ha despertado. Hay que vengar una ofensa, infligida nada menos que a la Virgen Santísima. Hay que lavar esa osadía en sangre. ¿Brama también el orgullo herido del joven bruscamente enfrentado con su incapacidad para vencer en la batalla dialéctica? Es posible. Un año antes Íñigo se hubiese lanzado sin dilación en persecución del moro, y es bastante probable que lo hubiese matado. Sin embargo ahora la duda le detiene. ¿Es esa violencia algo propio de los santos? ¿Puede Dios querer esto? En ningún momento se ha imaginado como un peregrino vengador y violento. ¿Qué hacer? Ignacio llegará en el futuro a ser un maestro espiritual, pero el joven Íñigo aún está muy verde en las cuestiones del espíritu. Se debate, sin saber a cuál de sus impulsos hacer caso. ¿Venganza o silencio? ¿Persigue al moro o lo deja ir? ¿Le corta el cuello o lo ignora? Está tan indeciso que toma una decisión salomónica. Que resuelva la mula. Delante hay un cruce. Por el camino más ancho se llega a la villa en la que está el moro. Si el animal toma esa dirección Íñigo matará al ofensor. Por el camino real, más estrecho, se sigue hacia Montserrat sin pasar por la villa. Si es esta la elección del asno será señal de que Dios no bendice esa venganza. Finalmente la mula, o Dios, o la Providencia o la suerte, o de todo un poco, deciden por él. La elección, afortunadamente, es el camino real. Es curioso, y a la vez da vértigo comprender cómo se escribe la historia. No podemos saber qué hubiese pasado si la elección hubiese sido la otra. Con el pasado de poco sirve hacer hipótesis alternativas. En todo caso, podemos afirmar, con humor, casi quinientos años después: «Gracias a Dios que la mula tiró por el camino estrecho»
Montserrat se va acercando. Poco antes de llegar, Íñigo se detiene en una población grande. Desde que dejó Navarrete ha ido pensando en Montserrat como el punto de partida verdadero de su aventura. La puerta a su nueva vida de peregrino. Lo que hasta este momento han sido proyectos se convertirá al fin en ejecución. Habiendo dejado atrás familia y amigos, dinero y posición, quiere ahora completar su transformación abandonando su ropa de caballero, convirtiéndose en un peregrino anónimo. Utiliza parte del dinero que le queda para hacerse con tela de saco, basta y áspera en comparación con los delicados tejidos a que está acostumbrado. Encarga a una mujer que convierta el paño en una túnica que cubra todo su cuerpo. Compra también un largo bastón que ha de ayudarle en su cojera, y una pequeña calabaza que le servirá para beber. Para completar el atuendo se hace con un par de alpargatas, aunque por el momento sólo calza con una la pierna sana. Carga la montura con sus adquisiciones. Ya está preparado para dar los últimos pasos. Respira despacio. Abandona el poblado. Es consciente de la trascendencia de estos días en su vida. Está convencido, decidido. No hay marcha atrás. El joven Íñigo va a desaparecer para siempre. Está naciendo el peregrino.
Considera imprescindible darle relevancia al mo-mento. El joven educado en un ambiente cortesano, en el que cada gesto se mide y se carga de significado, necesita expresar la hondura de la encrucijada vital que atraviesa. ¿Cómo hacerlo? En este momento le ayudan las imágenes caballerescas. Después de todo, ¿no se está convirtiendo en un caballero distinto, al servicio de Dios? ¿No es Su causa la que quiere defender y servir? Pues bien, ¿por qué no velar estas nuevas armas, el bastón y la calabaza? Al imaginar la escena no puede evitar sonreír, emocionado y lleno de entusiasmo. Llega, al fin, a Montserrat.
Aparece el peregrino. Montserrat
Es el 21 de marzo de 1522. El día en que comienza la primavera. El día en que Íñigo cruza las puertas del monasterio de Montserrat. Este ha de ser el escenario de su transformación, piensa. No deja de ser ingenuo al creer que le han de bastar unos días para salir de aquí trasmutado en el gran santo que sueña. Supone que esta etapa es el final de la metamorfosis que comenzara, meses atrás, con sus lecturas de enfermo. Lejos está de intuir que su gran cambio no ha hecho más que comenzar. Pero, por el momento, Dios le deja hacer. Tiempo habrá para un encuentro distinto.
Su estancia en Montserrat tiene dos objetivos. El primero tiene que ver con su vida pasada: Íñigo ve llegado el momento de confesarse por todo el mal que descubre en su existencia anterior. El segundo mira al futuro: ha llegado la hora de convertirse en peregrino.
El monasterio es un lugar de incesante actividad. La devoción por la Virgen morena está extendida por toda la geografía hispana. Sin cesar acuden a este santuario siervos y señores, hombres y mujeres que buscan consuelo, cumplen promesas, agradecen favores o imploran la protección maternal de la Virgen... Íñigo busca un confesor. Se acerca a un monje que pareciera estar esperándole en una de las capillas laterales de la Basílica, se arrodilla y habla. Lleva tanto tiempo callando sus planes, ocultando sus verdaderos propósitos y expresándose con medias verdades que cuando comienza a hablar las palabras brotan a borbotones, sin control. Llora, se exalta. Describe con dolor las miserias de su vida pasada. Expone con ilusión sus proyectos. Juan Chanón, un monje benedictino que a diario escucha tantas voces distintas y comparte tantas historias ajenas comprende que no es esta una confesión habitual. Intuye el vendaval que agita al joven noble que se arrodilla ante él. Le deja desahogarse durante largo rato. Después le propone caminar un poco. Íñigo está sorprendido por el estallido de sus emociones. Está tan acostumbrado a tener el control de las situaciones que experimenta cierta liberación al poder dejarse guiar, al confiarse a otra persona, al compartir sus zozobras y sus deseos, al pedir ayuda, al llorar sin vergüenza por todo lo que no domina.
Chanón le propone que se tome un tiempo tranquilo. «¿Por qué no escribes y pones en orden todo esto que me has dicho? No hay prisa. Toma unos días. Haz una confesión general. Ponte en las manos de Dios». El sensato consejo suena acertado en los oídos de Íñigo. Después de todo no tiene prisa. Tiene todo el tiempo del mundo.
Durante tres días alterna la oración, la escritura y las conversaciones con Chanón. Ese encuentro es mucho más que una confesión. Hablar de sus proyectos, de sus planes, de su futuro con otra persona le aquieta, le calma, le ilumina. No se parece a ninguna conversación que haya tenido antes. No es el tipo de confidencia compartida con los amigos en los lejanos días de Arévalo, ni la despreocupada conversación de compañeros de camino. Su interlocutor tiene, a sus ojos, algo de maestro, de testigo, de autoridad y de hermano. Comprende, en ese contacto inesperado, que necesita la ayuda de alguien que le guíe. Que está confuso. Aún no se da cuenta de hasta qué punto está embrollado en su corazón lo afectivo, lo religioso, lo que le suscita Dios y lo que él mismo decide insensatamente, pero tiene la lucidez suficiente para reconocer que necesita consejo. Con Chanón empieza a intuir que la vida interior que apenas barrunta es como un campo de batalla en el que también hace falta aprender estrategias y formas. Que a veces se confunde con respuesta a Dios lo que es soberbia, y otras veces uno deja escapar intuiciones que sólo Dios puede poner en su corazón. El monje le corrige, le propone, se convierte en un espejo humano en el que Íñigo se ve reflejado con la ayuda de otros ojos. Siente la certeza de ser como un niño, necesitado de ayuda y guía. Ingenuamente, Íñigo cree que estos consejos son todo lo que necesita. Lejos está de imaginar que muy pronto será su interior el escenario de una lucha encarnizada que le va a llevar al borde de un abismo. Por ahora escucha con una mezcla de respeto, admiración y curiosidad.
Desde este momento siempre buscará Íñigo el consejo de otros. Intuye, al conversar con Chanón, que la vida interior también crece, también se cuida. Que es importante discernir lo que pasa dentro, poner nombre a lo que te sucede, reconocer la voluntad de Dios y las tentaciones del mundo en las emociones y los disgustos. El futuro maestro espiritual es, por el momento, alumno que está descubriendo lo mucho que ignora.
Íñigo habla de Jerusalén, de sus propósitos, de su vida. Chanón le alienta y le matiza, le calma y le asesora. El monje está sorprendido con la pasión de este penitente, distinto de la mayoría de quienes pasan por Montserrat. En esos tres días Íñigo hace planes, con ayuda del benedictino, para dar el último paso. En el monasterio quedará la mula. En la verja del altar las armas, como muda ofrenda a la Virgen. También ha de dejar aquí sus viejas ropas nobles. De Montserrat ha de salir un peregrino anónimo, sin nombre, sin historia. Acuerdan que se detenga en algún punto del camino, no tardando, para pasar unos días tranquilos de reflexión y oración, tratando de poner un poco de orden y serenidad en su espíritu. La tarde del 24 de marzo el monje absuelve a Íñigo por los pecados de su vida pasada mientras este llora en silencio. Al anochecer se despiden. Íñigo recoge de la mula las prendas nuevas y su bastón, y avanza, solitario, hacia la Iglesia donde piensa pasar la noche en oración velando sus nuevas armas. Antes de entrar entrega sus ropas a un mendigo y viste, por primera vez, el hábito de peregrino. En la Iglesia entra el caballero sin corte, el soldado herido, el pequeño Loyola. Al amanecer sale del templo el peregrino. Su destino, Jerusalén.
El santo, el dedo, la luna y Dios
¿Nos puede parecer extraño? ¿Tal vez nos resulta chocante esta conversión de un Íñigo que se decide a imitar a los grandes santos de la historia? En realidad no es algo tan trasnochado. Todas las épocas tienen sus figuras, sus referencias. Desde los mitológicos héroes griegos a los ídolos de masas actuales, cada sociedad y cada época ha tenido sus referentes.
Quizás hoy hay modelos mucho más variados, y muchos desaparecen rápido. Tanto que ni siquiera da tiempo a memorizar sus nombres antes de que las estrellas más rutilantes de los firmamentos mediáticos se apaguen. Pero están ahí. Jóvenes y adultos los admiran y los aplauden. Se conocen sus historias y sus acciones, sus gustos y sus vicios, sus amores y sus flaquezas...
Ese mirar –y admirar– a otros es humano. Es cierto que no todo es lo mismo. Quizás la grandeza de una época reside –también– en saber admirar a quien merezca la pena. Y es esa humanidad ávida de sentido la que vemos plasmada en Íñigo de Loyola. Cuando se ve capturado por los relatos de la vida de los santos, cuando decide imitarlos, no está haciendo algo sorprendente ni extravagante. Es un hombre de su época. Y en esa época la piedad ensalza a los santos de una forma tan central que hoy nos resulta difícil de imaginar. En retablos y trípticos, en las iglesias y en los libros...
Pero todavía tiene que aprender una lección este Íñigo que se echa al camino queriendo imitar a santo Domingo o a san Francisco. Cuando en la Iglesia hablamos de santos, entonces y ahora, no decimos, sin más, que fueron buena gente, o que sus historias fueron dignas, admirables o modélicas. Sobre todo afirmamos que sus vidas son una ventana hacia algo más. Mirándolos a ellos, a lo que hicieron, dijeron y vivieron, a cómo amaron y curaron, a cómo el evangelio ardió en sus vidas, podemos intuir al único que es realmente santo, a Dios. La verdadera santidad no es una virtud de cumplimiento. No es la perfección personal. No es una rareza imposible. Es la capacidad de, en la fragilidad e imperfección propias, ser reflejo del Dios que sí es perfecto. Es ser capaz de enamorarse de tal modo del Dios de Jesús que ese amor se convierte en pasión que arrebata la propia vida.
Esa es la diferencia entre el icono y el ídolo. El icono refleja algo que está más allá. Al ídolo lo admiramos en sí mismo. Se agota en sí. Tiene algo de vacío. El santo es, para nosotros, un icono, una ventana abierta a la divinidad. El Íñigo de Loyola que sale al camino deseando emular a los santos aún tiene que comprender esa lección. Obnubilado con lo que ha descubierto en san Francisco de Asís o en santo Domingo, quiere ser como ellos. Aún le queda comprender que la gran hondura de estos personajes no es lo que dicen de sí mismos, sino lo que demuestran de Dios. Dice un aforismo que cuando el dedo señala a la luna el necio mira al dedo. De alguna manera eso es una buena descripción de lo que ocurre aquí. Puede uno quedar preso del dedo, del fruto, del santo, sin atreverse a mirar a la luna, la raíz, al Dios al que sus vidas apuntan.
Y, de paso, así seguimos hoy en día. Vamos descubriendo personas a quienes admiramos. Pero, ¿de dónde sacan las fuerzas, la inspiración, el coraje o la compasión para vivir como lo hacen? ¿Queremos «imitar» a Teresa de Calcuta o a Alberto Hurtado? ¿Aplaudimos la entereza y la pasión de Óscar Romero o de Pedro Arrupe? Quizás debamos preguntarles a sus vidas, a sus palabras y a sus obras qué Dios late detrás.