Читать книгу El velero de cristal - José Mauro de Vasconcelos - Страница 13

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Anna se abanicó con el pañuelo y se enjugó la transpiración de los brazos. A pesar de que la tarde comenzaba y el sol tendía a desaparecer, el calor continuaba reinando dentro del automóvil. Todo el viaje había sido hecho bajo el dominio del verano. Las ventanillas bajas dejaban penetrar un viento tibio y pesado.

Eduardo, recostado en el asiento, miraba impasible el cuello de Nonato, el chofer, que no parecía sentir el calor, como si formara parte o fuese la continuación del volante.

Anna miró los ojos semicerrados de Eduardo y sonrió, pasándole las manos por la frente húmeda.

—¿Cansado, querido?

—Un poco, tía. Pero me gusta este viaje.

—¿A pesar de todo este calor?

—A mí siempre me gusta más el verano.

Ella sonrió, comprendiendo:

—Es verdad. A ti siempre te gustó el verano.

Se calló, pensando en el sobrino. En el verano sus piernas no le dolían. Su cabeza parecía tornarse más leve y sus ojos sonreían siempre con alegría. En el invierno llegaba la tristeza. No quería levantarse, se quedaba todo el día encogido en la cama como si vegetase, y gemía mucho cuando era necesario colocarle los aparatos en los pies y las piernas. Además, estaba ese dolor de cabeza que le hinchaba los ojos. Todo lo que hablaba parecía ser la continuación de un gemido.

—¿Necesitas algo?

—No, tía. Muchas gracias.

Pero sí que tenía necesidades. Sentía la vejiga tan llena que dolía. Pero en la parada del viaje, cuando todos descendieron al restaurante, él se negó a ir. Prefería dejar de hacer pipí antes que transformarse en motivo de curiosidad y de pena.

—¿Todavía falta mucho, tía?

—Cuando bajemos la sierra tomaremos el camino. Calculo que más o menos una hora. ¿Estás cansado, no, hijo?

—No mucho.

—Cuando lleguemos a la ciudad tomaremos un camino particular que va subiendo; después, comienza el descenso y se avista la casa. ¡Mira, Edu, pocas veces vi una casa tan linda como esa! Tiene una piscina entre las piedras. Con cuidado, hasta podrás bañarte en ella.

—¿Crees que eso servirá para algo?

—Sin duda. Te pondrás fuerte, de buen color, bronceado y...

—¿Y qué, tía?

—Nada. Serás muy feliz. Yo estoy aquí para cumplir todos tus deseos. ¿No basta eso?

Desmañadamente acarició la mano de la tía en un gesto de afecto. Sabía el significado de su reticencia. ¡Pobre tía Anna, que ignoraba la mitad de lo que él descubriera! Pero nunca la afligiría.

La tarde estaba refrescando y un viento fresco penetraba en el automóvil. Cerró los ojos para pensar. ¿Cómo serían los caseros, el jardinero, el resto del personal? Todo lo que sucedería sería nuevo para él. Con el tiempo ellos se acostumbrarían, estaba seguro, y tía Anna había prometido que en la casa habría el mínimo de gente trabajando. Y cuanto tía Anna prometía no se podía dudar.

Una cálida somnolencia le pesaba. Debía de ser el mar cercano. Pero se negó a pedir que detuvieran el auto. Sería un trabajo penoso. Sentía quemarle el rostro, enrojecer pensando en la molestia que podría causar. Un poco más de paciencia y llegarían.

La noche reinaba ahora y los faroles del automóvil rasgaban las sombras del camino. Los árboles circundantes adquirían un aspecto sombrío y asustador. Si miraba el cielo, la noche estaba brillante de estrellas.

—Estamos llegando a la ciudad. Voy a acomodarte mejor en el asiento, ¿quieres?

—No es necesario, tía. Ya estamos cerca. Lo peor ya pasó.

—¿No quieres ver la ciudad?

—Puedo verla así como estoy.

Sentía deseos de llegar pronto, de sentir el viento del mar más cerca de su cuerpo y de su cansancio.

Respiró aliviado cuando las luces fueron desapareciendo y sintió que tomaban el camino de una nueva carretera.

Ahora el auto iba más lentamente y el asfalto había desaparecido, cediendo lugar a un camino pedregoso y áspero.

—Estamos casi en lo alto de la sierra, ¿no es verdad, Nonato?

—Dentro de poco voy a parar y usted podrá ver el paisaje como la otra vez.

—Eso está muy bien. Así Edu podrá encantarse con la casa.

El auto disminuyó la marcha.

—Llegamos, doña Anna.

Frenó el vehículo y descendió, yendo en ayuda de la señora y el niño para que pudieran descender:

—Listo, Edu. Di orden de que dejaran toda la casa iluminada. ¡Y obedecieron! Nonato va a ayudarte.

Nonato lo sostuvo entre sus brazos mientras la tía Anna tomaba las dos muletas.

—Estoy un poco mareado.

—Es natural. Viajaste mucho tiempo sentado.

Eduardo suplicó:

—Tía, necesito quedarme un momento a solas con Nonato.

Anna sonrió en la oscuridad y se alejó hacia abajo, por el camino. Miraba el cielo, tan lindo y estrellado. Esperó pacientemente en esa contemplación hasta escuchar el pequeño ruido sobre la arena. El niño debía de haber sufrido mucho. Ahora todo estaba terminado.

Sabía que podía regresar. Lo hizo con calma.

—Vamos despacito hasta aquella parte más alta.

Apoyado en las muletas. Eduardo caminaba con cuidado; aun así, sentíase amparado por las manos de Nonato en sus espaldas.

Ahora el viento del mar castigaba los rostros.

—¿No es una belleza, Edu?

Como si estuviese anclada en la oscuridad, la casa aparecía toda iluminada.

—La primera vez yo no lo había notado, pero ahora, con más calma, veo que parece un barco anclado en un muelle.

Una sonrisa abrió el rostro de Eduardo.

—No, tía, no es un barco. Es más hermoso que eso. Con todas las luces encendidas, parece un velero de cristal.


El velero de cristal

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