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ОглавлениеI. LA AGONÍA DEL HUERTO
1. Los apóstoles no comprendieron
Vamos a presenciar un padecimiento de tal profundidad, como no lo ha habido otro en la historia. El dolor en sí mismo no salva ni es un bien en sí: es un simple hecho, cuyo valor depende enteramente de quien lo sufre y del motivo por el que lo sufre. Quien nos salva es Cristo a través del dolor. Es el dolor de amor del Hijo de Dios el que nos rescata del pecado y nos hace hijos de Dios: un dolor y un amor completamente excesivos, que nos dicen cuánto valemos a los ojos del Creador y qué penosa es la condición del hombre caído, desde Adán en adelante.
Solo después de la Resurrección de Jesús, pero sobre todo después de Pentecostés, vinieron los apóstoles a entender el sentido de la agonía, Pasión y muerte del Señor. Durante aquellos dolorosos sucesos, ellos fueron los testigos privilegiados pero atónitos de la derrota de su maestro: entendieron poco y nada, y más aun, quedaron profundamente desconcertados y hundidos en el pesimismo. ¿Qué les impedía asomarse al misterio? Más allá de sus posibles falencias personales, una de las razones de su ceguera, la razón histórica, nos obligará a entrar en explicaciones –mínimas– que demoren un tanto la entrada en materia.
Recordemos lo que aquellos hombres entendían de Jesús de Nazaret. Sin duda creyeron que era el Mesías prometido por Dios a Israel (Mt 16, 16), y por eso le siguieron por toda Palestina (Mc 10, 28). Desde el primer momento quedaron subyugados por la poderosa impresión que les causaba su personalidad. Sin duda lo amaron intensamente, y por eso lo dejaron todo (Lc 5, 11) y le entregaron su vida. Pero un pesado velo les ocultaba su verdadera identidad.
Ese velo era la creencia común de tantos israelitas de su tiempo acerca del Mesías: lo esperaban como el rey poderoso de un reino temporal, que liberaría a Israel de la dominación extranjera, y que extendería su dominio sobre las naciones de la tierra (Mt 20, 21). Ese equívoco llegó a ser también, para el Consejo superior de los judíos o Sanedrín –sumos sacerdotes, ancianos y fariseos–, uno de los factores más directos de su oposición a Jesús y de su condena a muerte.
Un pueblo que durante siglos había sido oprimido por sucesivos imperios –caldeo, persa, helénico, romano– tenía la comprensible tendencia a acentuar el sentido político y nacionalista de las profecías mesiánicas, en desmedro de su contenido propiamente religioso y salvífico. Terreno propicio para la extensión de esa tendencia era el carácter formalista y anquilosado de la religión que practicaban y enseñaban muchos sacerdotes y fariseos de la época (Mt 21, 12-16 y 23, 1-10).
Esta situación hacía incomprensible para la mayor parte de los israelitas, también para los apóstoles, la idea de un Mesías derrotado y sufriente. A través de los siglos, una incomprensión análoga ha seguido pesando en no pocas conciencias, cristianos incluidos, al menos en la práctica de su vida moral. Hoy pesa sobre nosotros cuando nos escandalizamos del dolor –¡de la cruz de Cristo!–, o cuando esperamos de la Providencia de Dios más prosperidades que cruces, más bienestar que pruebas.
El que considere a Dios como un Proveedor celestial de bienestar y éxito, y se queje de Él cuando no los consiga, solo en forma muy limitada podrá asomarse a la Pasión de Cristo, mientras no cambie su idea de Dios. Y a la inversa, ese tal escasamente podrá cambiar su idea de Dios mientras no se asome al misterio de la Pasión de Cristo, porque una y otra cosa van juntas. Pues el verdadero seguimiento de la Pasión hace una sola cosa con la conversión personal al Dios vivo.
El reino de Dios es la implantación de la santidad divina en la creatura humana, es la soberanía divina sobre nuestros corazones. Cada vez que, a lo largo de la historia, esa esperanza sobrenatural se ha desvirtuado, y el reino de Dios se ha confundido con un mesianismo terreno, en general político, o con un estado de cosas de la sociedad civil, por deseable que parezca, se ha distorsionado tanto la santidad del reino como la naturaleza propia de la política, con consecuencias nefastas para la comunidad en cuestión.
En la esfera personal, de modo análogo, el reino de Dios pasa necesariamente por los proyectos familiares, laborales y sociales de cada uno, proyectos que son buenos o incluso santos de suyo. Pero cuando esos proyectos se van cargando de sentido mundano, puede llegar a ser difícil reconocer en ellos el rostro original de Jesucristo, o incluso pueden llegar a ser contrarios al Evangelio. La conciencia de estos peligros nuestros, sociales y personales, nos hará más fácil comprender los hechos que llevaron a la crucifixión del Señor.
2. La lógica divina de la cruz
Pocos episodios habrá que muestren mejor el malentendido mesiánico de Israel, como la reacción de Simón Pedro después de haber reconocido en Jesús al Mesías y al Hijo de Dios (Mt 16, 16), sin entender del todo ni lo uno ni lo otro.
Precisamente en cuanto reconoció Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16, 16), “desde ese momento comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día. Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderlo diciendo: ‘¡Lejos de ti, Señor! Jamás te sucederá eso’. Pero él se volvió a Pedro y le dijo: ‘¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas según Dios, sino según los hombres’” (Mt 16, 21-23).
¿Por qué esa durísima reprensión? Porque las palabras de Pedro no solo expresaban aquella confusión sobre el Mesías triunfante, sino que contenían también un “escándalo”, una piedra de tropiezo, una tentación al mal: la sugerencia de que la misión salvadora de Jesús pudiera llevarse a cabo sin la Pasión y la cruz.
Sabemos qué difícilmente entra en el corazón humano, ¡en el corazón cristiano!, esta lógica divina de la cruz como camino de la gloria, frente a la lógica mundana del bienestar, del placer, del éxito, de la riqueza, del poder… Pero también sabemos que “quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 27).
Se entiende entonces que, de la agonía del huerto en adelante, aquellos hombres estuvieran estupefactos y desconcertados, y que por eso mismo fueran cobardes e infieles. La noción de un Mesías derrotado les era inconcebible. Y no fue la menor espina de la Pasión de Cristo aquella falta de comprensión, de solidaridad y empatía de los suyos, a quienes había instruido durante casi tres años en los misterios del reino, cuando tanto quiso necesitar de la compañía de esos pobres hombres, así como hoy necesita de la nuestra.
Jesús también había predicho que al tercer día resucitaría de entre los muertos. Pero el sentido de esa promesa era aun más incomprensible para aquellos hombres: ni siquiera entendían ese lenguaje (Lc 18, 34). De allí su cobardía y su abandono. Sírvanos esta consideración para situarnos ahora nosotros en la única perspectiva adecuada que permite seguir la Pasión: la Resurrección del crucificado. Es el punto de vista exacto que necesitamos para recorrer y contemplar con fruto el camino de Cristo hacia la cruz: su desenlace glorioso.
En cuanto a Judas, el motivo principal de su traición fue aquel mesianismo terreno de los judíos, y de los apóstoles entre ellos, pero en un grado mucho más agudo, más político y mundano. Le maravillaba el poder evidente de Jesús, manifestado en sus asombrosos milagros, y esa fascinación llegó al máximo cuando el maestro resucitó a Lázaro de entre los muertos (Jn 11, 43-44). Judas esperaba que ese poder lo alzara como el mesías rey de Israel contra romanos y paganos, y que en ese reino temporal obtuviera él un cargo honroso y próspero.
Pero una y otra vez se ocultaba el maestro cuando las multitudes querían hacerlo rey (Jn 6, 15); incluso hacía milagros en favor de romanos y paganos (Mt 8, 13). Y cuando Judas se convenció de que Jesús no pensaba reinar de la manera que él esperaba, cansado como estaba ya de la vida errante y sacrificada de los apóstoles, decidió abandonarlo. Pero no lo haría sin antes sacar un doble provecho de su traición: ganarse la amistad de los poderosos enemigos del nazareno, que hacían fuerte impresión en él, y obtener una buena suma de dinero.
Al parecer, dos episodios gatillaron la decisión final de Judas. Seis días antes de la Pascua, cuando María de Betania ungió al Señor con aquel bálsamo de nardo tan valioso, el Iscariote protestó vivamente por ese desperdicio económico (Jn 12, 4-5), y la defensa que hizo Jesús de aquel bellísimo gesto le pareció incomprensible. Y al día siguiente, la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, aclamado por las multitudes como rey de Israel (Jn 12, 12-13), dio a Judas la última esperanza de la instauración del reino temporal del mesías: ahora o nunca. Como nada de eso ocurrió, su desilusión del maestro se hizo definitiva.
San Juan deja constancia de que Judas era ladrón y hurtaba de la bolsa común (12,6), pero la codicia no parece un motivo suficiente para su traición. En la vileza de esta alma hay algo que sobrepasa nuestras conjeturas. Tanto es así, que los Evangelios la atribuyen al demonio: “Entró Satanás en él” (Lc 22, 3; Jn 13, 27), lo que parece concorde con la palabra del propio Jesús: “Uno de vosotros es un demonio” (Jn 6, 70). En suma, nos encontramos ante el misterio de iniquidad en acción, que sin embargo no dejó de formar parte del designio divino de nuestra salvación (Hch 1, 16 y 2, 23).
3. En el huerto de los olivos
Dejemos por ahora a Judas pactando con los sacerdotes y magistrados el precio de su traición (Lc 22, 4-6), para dirigirnos al huerto de Getsemaní, situado en la falda del monte de los olivos, donde Jesús venía con frecuencia (Lc 21, 37), y donde ha llegado ahora con sus once apóstoles fieles –Judas ya no está con ellos– después de la Cena pascual. La tierra está iluminada con la luna llena de Nisán, la luna de la Pascua judía, que va a ser desde lo alto el testigo mudo del acontecimiento nocturno más espantable y al mismo tiempo más adorable del mundo: la agonía de Dios en la tierra (“agonía” tiene aquí el sentido original del término: lucha mortal, combate extremo).
Estamos en la víspera de la muerte de Cristo, que ocurrirá el día viernes 14 del mes hebreo de Nisán –nuestro 7 de abril– del año 30 de nuestra era, aproximadamente a las tres de la tarde.
La reciente comunión eucarística infundía aún cierto vigor espiritual a aquellos hombres. ¿Entendieron que el misterio de la Cena se refería al inminente sacrificio de la cruz? De ninguna manera, aunque las luces de Pentecostés iluminarían pronto, en forma retrospectiva, esa misteriosa relación entre Eucaristía y Calvario. Por el momento, no entraba en la lógica de los apóstoles preguntar a Jesús por el significado de ese cuerpo suyo que debía ser entregado, y de esa sangre suya que debía ser derramada para el perdón de los pecados (Mt 26, 26-28).
Pero el rostro de Jesús había empezado ya a responder por sí mismo: su mirada comenzaba a perderse en el infinito, y sus rasgos a desencajarse. La terrible proximidad de su Pasión y muerte se traslucía en el temblor de su voz y en lo sombrío de su rostro, habitualmente sereno y luminoso: cosa hasta tal punto extraña, que por fin se atrevieron a preguntarle qué le pasaba. Y la respuesta fue todo menos tranquilizadora; en realidad, fue espantosa. Lo que le pasaba era esto: pavor, tedio, angustia, abatimiento, tristeza mortal (Mt 26, 37-38; Mc 14, 33-34).
Jesús les pidió que se sentaran y oraran (Mt 26, 36), y se apartó de ellos “como a un tiro de piedra” de distancia (Lc 22, 41), porque esos hombres no podrían presenciar sin escándalo lo que se venía encima. Solo tomó consigo a los tres más íntimos y de mayor confianza: Pedro, Santiago y Juan (Mc 14, 33).
A esos tres les había sido dado contemplar un anticipo de la gloria de Cristo en su Transfiguración sobre el monte Tabor (Lc 9, 28-36), suponemos que para prepararlos a resistir el trance inverso que venía ahora: su tenebroso apagamiento. Pero cuando llegó ese instante, sucumbieron ante el terrible espectáculo del maestro demacrado, ojeroso, oscurecido, tal como empezaban a verlo ahora. Pues Jesús “comenzó a sentir pavor y abatimiento” (Mc 14, 33), “tedio y angustia” (Mt 26, 37), y aquellos horribles sentimientos no podían sino traslucirse en sus facciones.
Y ante la mirada estupefacta de sus apóstoles, ante la muda pregunta de sus ojos, expresó lo que sentía con estas palabras inauditas: “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mc 14, 34), que es tanto como decir, “me estoy muriendo de tristeza”. Y todavía, como un niño que temiera quedarse solo en la oscuridad: “Quedaos aquí y velad conmigo” (Mt 26, 38).
¿Cómo es posible lo que estos hombres ven y oyen? Él, a quien habían visto siempre amable o enérgico, recogido o solemne, pero siempre fuerte y habitualmente sonriente, es el Cristo que ahora ven acongojado y temeroso, por no decir desfondado anímicamente. ¿Qué le pasa, qué ha ocurrido? ¿Y qué ocurrirá con ellos que lo han dejado todo por seguirle? (Mt 19, 27).
¡Pobre Pedro, pobre Santiago, pobre Juan, pobres de nosotros! Y eso que estamos apenas en el borde del misterio. Pedimos al Espíritu Santo que nos dé alguna luz para asomarnos al incomprensible tedio y pavor de este hombre que es el Hijo de Dios.
Pues la extrema tristeza y la angustia, el tedio y el pánico son sentimientos que solemos asociar a la enfermedad o al pecado. ¿Cómo es posible que los experimentara Jesús, el Dios hecho hombre, el hombre sano y fuerte y santísimo?
Así era, sin embargo, como el Mesías iba a redimirnos de nuestros pecados, según estaba escrito por el profeta Isaías: “Él tomó sobre sí nuestras enfermedades, él cargó con nuestros dolores, y nosotros lo tuvimos por castigado, por herido de Dios y humillado. Pero él fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados” (53, 4-5). ¡Terrible palabra, que leemos cada Viernes santo en el oficio litúrgico!
Para hacernos cargo de la angustia del Señor, pensemos en sus causas. La más inmediata era la inminencia de su Pasión y muerte, que su mirada podía penetrar hasta los últimos detalles: el beso de Judas, la fuga de los apóstoles, las calumnias de Anás y Caifás, la brutalidad de la soldadesca a la que sería entregado como un juguete inerme, las tres negaciones de Pedro, los desprecios de Pilato y Herodes, el odio de su propio pueblo, la interminable flagelación, el acarreo de la cruz, la tortura de la crucifixión, el abandono de su propio Padre, la entrada en el abismo…
El estremecimiento ante el poder terrible de la muerte, que había hecho sollozar a Jesús ante la tumba de Lázaro, tuvo que calar ahora tanto más hondo en él, cuanto que era la Vida misma (Jn 1, 4) y el principio y fin de toda vida: “Yo soy la Resurrección y la Vida” (Jn 11, 25).
Pero por horribles que fueran los tormentos físicos y morales que preveía, ellos no eran suficientes para hacer mella en la fortaleza de Cristo. No, no era eso lo que hacía temblar a Jesús de angustia, lo que le movía a pedir a su Padre que pasara de él ese cáliz, lo que le arrancaba sudores de sangre.
La causa de ese trance era algo que solo él, el Hijo de Dios, podía conocer en su profundidad inconmensurable: el pecado, el pecado del mundo, todos los pecados del mundo, esa malignidad que los hombres, incluso los de conciencia más fina, apenas pueden vislumbrar en una forma muy limitada, pero que solo él veía en su indecible desmesura. Y era precisamente eso, era la totalidad de las culpas del género humano la que Jesús se aprestaba a hacer suya para consumar nuestra redención.
Para devolver al hombre caído la amistad con Dios, la gracia santificante y la condición de hijos de Dios, que habíamos perdido, iba a cargar él en su conciencia como suyos propios con todos los pecados de todos los hombres, desde la culpa original de Adán y Eva hasta el último pecado que se cometa sobre la faz de la tierra. Ese era el horrendo peso que gravitaba ya sobre su corazón en el huerto de los olivos.
4. ¡Dios lo hizo pecado por nosotros!
Jesús no podía cometer ni el más leve pecado: era –¡es!– verdadero Dios y verdadero hombre. Y sin embargo, él cargó con la indescriptible sumatoria de todas las abominaciones, crímenes, bajezas, vicios, depravaciones, odios, discriminaciones, esclavitudes, torturas, engaños, prostituciones, violencias, traiciones, desamores, crueldades, miserias sin fin de la íntegra historia humana: todas esas iniquidades ya cometidas y todas las que habían de cometerse hasta el fin de los tiempos. Y cargó con todos esos pecados de esta misteriosísima manera: como suyos propios. Lo repetiremos con Isaías: “Fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados” (53, 4-5).
En el Nuevo Testamento, es san Pablo quien nos lo atestigua de la manera más expresa, rozando así el misterio más profundo de la Pasión del Señor: “A él, que no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que llegáramos a ser en él justicia de Dios” (2 Cor 5, 21).
Deben entenderse bien estas palabras: nada más lejos de ellas que sugerir un pecado personal en la voluntad o en la conciencia de Cristo, cosa imposible para la santidad infinita del Verbo encarnado. Sin embargo, en su Encarnación él hizo suya nuestra condición tal como efectivamente era: más alejada de Dios por el pecado, de cuanto podamos imaginarla.
Por eso puede decir el apóstol esta palabra tremenda: ¡Dios hizo pecado a su Hijo, el Santo de los santos, para que nosotros los pecadores fuéramos santos en él! Y todavía: “Cristo nos ha redimido de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros” (Gal 3, 13). ¡Él mismo se hizo maldito de Dios, para que no lo fuésemos nosotros, que lo éramos como pecadores! Y san Pedro: “Sobre el madero cargó con nuestros pecados en su propio cuerpo, para que muertos al pecado, viviéramos para la justicia” (1 Pe 2, 24).
Estamos ante un hecho tan indecible, que –como se ha dicho– sería herético o blasfemo si lo afirmáramos por cuenta propia, y sin embargo, es obligatorio creerlo como misterio de fe.
Pero esta es la hora del príncipe de las tinieblas (Lc 22, 59). Cuando Satanás tentó a Jesús en el desierto al comienzo de su vida pública, y fue rechazado por tres veces, “se retiró de él hasta el momento oportuno” (Lc 4, 13). Ese momento oportuno, el de la gran tentación, es la agonía del huerto. Satanás sabe que no hubo ni habrá situación tan favorable como esta para atacar al hijo de Dios con todo el furor de los infiernos.
Como las del desierto, estas fueron verdaderas tentaciones, pero seguramente muchísimo mayores, porque tomaron la forma de una enorme resistencia –sentida, no consentida– a emprender la Pasión, a apropiarse de nuestro pecado, a dar en el huerto el primer paso hacia la cruz. Imaginamos al demonio presentando a Jesús el cuadro vivo de los pecados más repugnantes, de las perversiones más viles del corazón humano, y susurrándole al oído: ¿por esta raza deleznable vas a sufrir, por estos seguidores tuyos, que te serán infieles? ¿Son acaso esta atrocidad y aquella torpeza y esa otra monstruosidad las que vas a hacer tuyas propias, seguidas de la ira de tu Padre?
Y allí está Jesús desfalleciente ante esas visiones, temblando en la soledad del huerto hasta sudar sangre por el colmo de su angustia (Lc 22, 44). Pues el infinito aborrecimiento que siente por el pecado es la resistencia que siente a hacerlo suyo.
Pero al mismo tiempo su clarividencia le mostraba la innumerable muchedumbre de los santos de toda época, nación y cultura (Ap 8, 9-10), cuyo camino estaba abriéndoles él con su Pasión, rumbo a ese cielo nuevo y a esa tierra nueva (Ap 21, 1) que les ganaba con su sangre. Aquella visión de la Jerusalén celeste (Ap 21, 10), que por momentos se sobreponía a la abrumadora presencia de la Jerusalén terrena, fue un consuelo inmenso, que contrarrestaba la previsión de las infidelidades de quienes harían vana para ellos su Pasión y muerte.
Quien tenga una noción ligera o superficial del pecado y de la gracia no entenderá gran cosa de la angustia de Cristo. Y hace falta una conciencia privilegiada para percibir, como les ha sido dado a tantas almas santas, el lugar de sus propios pecados dentro de ese océano de iniquidad que Cristo carga sobre sí: esa identificación de cada pecado nuestro, de cada egoísmo, de cada sensualidad, de cada ensoberbecimiento, de cada codicia personal dentro de esa carga que aplasta a Jesús en Getsemaní. Porque no hay cosa que mueva tanto a la contrición de nuestras culpas como esa percepción. ¡Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor!
Jesús, hijo de María, nos revela su verdadera humanidad en forma conmovedora a lo largo de toda la Pasión. Tedio, pavor, angustia: ¿qué otra cosa podía producir ese peso mortal en quien es verdadero hombre? Pero lo que hace más asombrosa la infinidad de esos males, y del Mal que él padeció, es su divinidad. Quien así padeció en carne propia es el Hijo eterno del Padre eterno. El que está allí postrado en el huerto es… ¡“Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”!, como rezamos en el Credo niceno.
Hay que renunciar a entender este misterio, pero no hay que renunciar a asombrarnos de él con un corazón amante y anonadado, con un corazón doliente y postrado ante su grandeza, y cada vez más a medida que avanzamos en el seguimiento de su Pasión, si queremos ser de veras contemplativos y coherentes con nuestra fe.
El Impasible se hace pasible (“padecible”), el Omnipotente es aplastado por el poder del pecado y del dolor y de la muerte: allí toca fondo del misterio de la Encarnación. “Se anonadó a sí mismo” (Flp 2, 7): se degradó amorosamente hasta el borde de la nada, entró en esa nada que es el pecado: el Todo-Ser se hizo nada para redimirnos de la nada. (Pensamos, por contraste, en los frívolos nihilismos de nuestro tiempo). Y si somos de Cristo, parece una desvergüenza que luego podamos hablar de nuestras “humillaciones”.
Jesús “fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15), es decir, no podía pecar, pero su omnipotencia sí podía hacer de veras suyo nuestro pecado: “Dios lo hizo pecado…” Y junto con el pecado del mundo, “él tomó sobre sí nuestras enfermedades, cargó con nuestras dolencias” (Is 53, 4). ¿Cuáles? Todas. Jesús fue un hombre completamente sano, pero desde su agonía hasta su crucifixión y muerte él quiso padecer todo cuanto puede padecer el hombre enfermo en su cuerpo, en su ánimo, en su mente.
Es así como la enfermedad y sus penurias y limitaciones son para nosotros, a la hora de padecerlas, una situación privilegiada como pocas para acogernos al “varón de dolores, experimentado en el sufrimiento” (Is 53, 3), y unir toda dolencia al Gran Leproso, al “herido de Dios y humillado” (53, 4), porque así nos prometió él mismo que “encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29).
Cristo eleva hoy su ofrenda al Padre desde el fondo de los hospitales, asilos, hospicios, refugios, enfermerías, esos reductos de dolor donde una viejecita aquí, un niño allá, un minusválido más acá, musitan una oración de súplica por el mundo ancho y ajeno que les rodea. Y sabe Dios si no son ellos los que sostienen al mundo en ese módico grado de paz, de honestidad o de simple decencia, que tantos poderosos o magistrados, en medio de su mundanal bullicio, difícilmente son capaces de suministrarle.
5. Razón de ser de la Pasión
Para seguir la Pasión de Cristo hay que referirse por fuerza al pecado, al de Adán multiplicado por todos los nuestros. La primerísima culpa que Jesús debe expiar es, por supuesto, la que llamamos culpa original, la de nuestros primeros padres en el paraíso, el principio del que brotan nuestra separación de Dios y nuestra inclinación al mal.
Como hijos de Adán, los hombres “éramos por naturaleza hijos de la ira” (Ef 2, 3), y “ahora somos hijos de Dios” (1 Jn 3, 2). El Hijo de Dios vino al mundo “para borrar los pecados” (1 Jn 3, 5) y para hacernos hijos de Dios (Jn 1, 12). Derrama su sangre por nosotros “para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28), dice Jesús en la Cena. Esta es la triple finalidad de la Pasión: perdonar nuestras culpas, hacernos hijos de Dios, y herederos de la vida eterna (Gal 4, 5-7). El que quiera entender la Pasión sin referencia al pecado, no entenderá ni lo uno ni lo otro.
El designio divino de nuestra salvación no necesitaba pasar por la Encarnación del Hijo en el seno de María Virgen, ni menos aun por el descenso del Verbo encarnado al fondo del oscuro abismo del pecado y de la muerte. Pero la generosidad divina quiso que fuera esta la forma de nuestra redención. Será útil detenernos un momento en la razón de ser de la Pasión. Ella reside esencialmente en el amor, y se significa en estos términos que lo expresan: sacrificio, expiación, perdón, redención, salvación.
El hombre pecador no puede salvarse a sí mismo, ni perdonarse sus pecados, ni ser acogido en el seno de Dios a quien ha ofendido, por enorme que sea su esfuerzo. Haga lo que haga, “mi pecado está siempre delante de mí” (Sal 51, 5). Puede arrepentirse y enmendarse de su pecado, pero no va más allá; es del todo impotente frente a esa realidad del mal –de su propio mal– que lo sobrepasa. “Nadie puede redimirse a sí mismo, ni pagar a Dios el precio de su rescate” (Sal 49, 8). Necesitábamos un salvador que fuera tan humano como quienes hemos pecado, y tan divino como lo es solo el Dios encarnado. ¡Necesitábamos a Jesús de Nazaret!
Esta es la buena nueva que reciben del ángel los pastores de Belén: “Os anuncio una gran alegría para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David” (Lc 2, 10-11). Y a José: “le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21).
El Hijo de Dios se hace hombre para que el perdón de los pecados no sea una simple amnistía o un mero “perdonazo” celestial sin parte humana, sino una redención plena del hombre caído por parte del hombre que es Dios. Redimir es pagar un precio por un bien que se recupera o rescata: “Habéis sido comprados a un gran precio” (1 Cor 6, 20), el precio absolutamente máximo de la sangre de Cristo.
¿Por qué la sangre? Desde antiguo los hombres ofrecían a Dios o a los dioses ciertos sacrificios de bienes valiosos –animales– para ser perdonados. El sacrificio es una ofrenda a Dios para adorarlo y obtener algo de Él. El Antiguo Testamento incluía esos sacrificios de animales como parte esencial del culto divino (Ex 24, 5; 29, 1-42). Pero “siendo imposible que la sangre de toros y machos cabríos borre los pecados” (Hb 10, 4), viene el Hijo mismo a hacerse hombre y ofrecer su propia sangre como sacrificio, oblación u ofrenda agradable a Dios (5-10).
Lo absolutamente valioso de esta ofrenda expiatoria de Cristo es el dolor padecido por amor, es el amor que se expresa en el dolor. También cuando nosotros hablamos de expiar o desagraviar o reparar por los pecados propios y ajenos, solo podemos hacerlo por un acto de amor –a Dios y al prójimo– y en unión con Cristo, por él y con él, unidos por la oración a su sacrificio de amor en la cruz.
Sufrir no es algo de suyo religioso: es simplemente la condición del hombre después de la culpa original. Lo cristiano es el sufrimiento vivido como ofrenda de amor unida al amor de Cristo crucificado. Por eso mismo no hay cristianismo sin cruz, sin sacrificio: el que lo pretenda cae en un espejismo perverso.
Todo sacrificio nuestro, toda renuncia y ofrenda de un bien valioso, así como toda aceptación de un mal doloroso, como verdaderos sacrificios que son, expresan nuestra adoración ante la Majestad divina y nuestra total dependencia con respecto a Dios. Pero poco y nada pueden valer esas ofrendas si no se identifican con la de Cristo en su Pasión. Y cuanto más consciente y deliberada sea esa identificación, más seguros estamos de que tales sacrificios, los que sean, alcanzan a los cielos por la mediación de Cristo, sumo y eterno sacerdote.
A partir del perdón de los pecados, la Pasión del Señor trae positivamente a la humanidad una vida nueva: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). ¿Qué vida es esa? Es la “vida en Cristo”, la vida de los hijos de Dios, la maravillosa vida sobrenatural de la gracia santificante (Rom 6, 22-23), que por los sacramentos y por la fe, la esperanza y la caridad nos diviniza: nos incorpora de manera indecible al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y nos une a nuestro prójimo como a Cristo mismo. Y así, como hijos de Dios, la Pasión nos franquea las puertas de la vida eterna (1 Jn 2, 25), que permanecían cerradas para nosotros a causa de nuestras culpas.
6. Cargó con nuestras culpas como propias
A veces se piensa que Cristo cargó tan solo con el castigo que merecían nuestras culpas, y que lo hizo en vez de nosotros, por sustitución; que nos reemplazó en el castigo, lo que habría sido ya sumamente generoso de su parte, pero no sería ni la sombra de lo que ocurrió. Esa versión tan jurídica de la Pasión, como un intercambio de castigos por nuestros pecados ante un Dios ofendido que pide satisfacción, ¿puede despertar en nosotros algo más que cierta gratitud, puede suscitar el amor encendido que despierta en nuestros corazones el Cristo identificado con nuestra miseria total?
Pues el misterio más inaudito y más adorable de la Pasión es este: la santidad de Cristo es infinita, y su imposibilidad de pecar es absoluta; y sin embargo él, el Hijo de Dios, “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29), el ser más puro que los mismos cielos, y ante el cual hasta los ángeles son de barro, en forma completamente misteriosa quitó el pecado del mundo haciéndolo suyo propio. Por decirlo así, no lo tomó sobre sus hombros, sino sobre su corazón, dentro de su insondable corazón. Debió hacerse una violencia tremenda para cargar en su corazón con aquello que él más odia en este mundo, con lo único que él odia: lo anti-Dios, que eso es el pecado; tomó como suyo lo que él aborrece con toda su fuerza divina y humana.
Cuando decimos “como suyo propio” apuntamos a un misterio que nos sobrepasa, y cuya expresión verbal no puede sino ser deficiente; pero así y todo, debemos ser fieles a la palabra del apóstol: Dios lo hizo pecado. Esta identificación suya con el pecado es la obra de una amorosísima solidaridad con lo más miserable de nosotros mismos, que es también lo más opuesto a su propio ser. No tenemos la menor idea, la menor explicación, de cómo pudo ser esto, ¡pero fue! El más inocente y puro de los seres que jamás haya existido lleva ahora en su conciencia más crímenes que los seres más depravados y malignos del género humano. El tedio, la tristeza de muerte y el desfondamiento anímico del Señor son la consecuencia directa de esa apropiación.
Si se nos permite expresar en imágenes el misterio, diríamos que Jesús, en el momento de levantarse de su postración en el huerto, a duras penas se reconoció a sí mismo: se vio como otro. Fue como si sus manos estuvieran rojas de sangre inocente, y sus labios manchados por la mentira, y sus ojos ensuciados por visiones impuras, y su mente oscurecida por pensamientos innombrables, y su corazón lleno de crueldad hasta los bordes. Pero estas son imágenes pobres e inadecuadas de lo inexpresable.
Volvamos al concepto. Si la Pasión de Cristo fuera una mera sustitución de castigos, como una ficción legal (quien peca soy yo, pero el castigado es él, para que no lo sea yo), entonces la Pasión quedaría enteramente fuera de nosotros, y nosotros fuera de ella. A Cristo no lo rozaría el pecado, y a nosotros no nos rozaría su Pasión. Esta sería un intercambio externo de las consecuencias del pecado, que solo nos comprometería con una relación externa de gratitud moral.
¡Pero no!: Jesús se identificó conmigo, con mi humanidad pecadora y con la de todo el linaje de Adán, Jesús se apropió de nuestra maldición, y solo por eso nosotros nos podemos apropiar de su Pasión, y de la inmensidad de sus frutos de gracia y gloria. Por eso la Pasión de Cristo es lo más importante que le haya ocurrido jamás en su vida a cada uno de nosotros personalmente.
Aquella idea de la redención como un intercambio jurídico de castigos suele ir de la mano con el sentimiento de un Dios que es Juez castigador, un amo severo que vigila nuestros pasos para encontrarnos en falta y cobrarnos la cuenta: idea insoportable, que lleva a una vida moral disminuida, o incluso al abandono de la práctica cristiana. Es penoso pensar o sentir así de un Dios que es Amor, que por amor carga a su Hijo con nuestros pecados, que por amor nos exige y por amor lo perdona todo, y que nos mira en todo momento con los ojos benignos de su infinita misericordia.
Una sentencia sabia afirma, ante el asombro por los sacrificios más conmovedores de la vida: el amor hace cosas así. De la inmolación de Cristo por nosotros podemos decir: el Amor infinito hace estas cosas, solo el Amor increíble de Dios en Cristo Jesús por los pecadores hace lo que hizo él por nosotros en su Pasión.
7. La triple petición al Padre
A la luz de ese misterio entendemos mejor dos realidades principales de la agonía del huerto. La primera es la oración que Jesús dirige a su Padre cuando ha quedado a solas y cae de rodillas sobre la tierra (Lc 22, 41). Los judíos no oraban de rodillas, sino de pie: Jesús cae porque sus fuerzas no lo sostienen erguido. Y luego, ya ni siquiera sus rodillas lo sostienen, y cae “rostro en tierra” (Mt 26, 39). No puede estar de pie y elevar la vista al cielo, como había hecho tantas veces al orar, porque la carga de nuestros pecados le aplasta contra el suelo.
Postrado en el polvo del huerto, Jesús está librando un combate mortal consigo mismo, en auténtica agonía, bajo el peso intolerable del pecado del mundo. Entonces dirige al Padre por tres veces esta súplica inaudita: “Padre, si quieres, ¡aparta de mí este cáliz!” (Lc 22, 42).
¡Padre, Padre mío! ¿Debo cargar también con esos odios luciferinos, con aquellos ríos de sangre vertidos por la ambición, con esas lujurias arrastradas, con aquellos errores y horrores de la inteligencia, con esos innumerables atropellos a la dignidad humana, con aquellos infames enriquecimientos a costa de tus pobres? ¿Y también debo padecer por aquellos que rechazarán esta sangre mía, y por tus ministros corruptos, por los sacerdotes de doble vida, por los desertores, por los falsos doctores que arrancarán jirones enteros de tu Iglesia mediante herejías y cismas y divisiones de toda especie?
Debió ser atroz esa previsión de sus dolores desperdiciados por aquellos hombres que nada querrían saber de su sacrificio, o que harían inútil su inmolación por ellos, y estériles sus milagros y sus parábolas, o que rechazarían la gracia de la conversión, del bautismo o del perdón de los pecados, ¡de los últimos sacramentos antes de morir! Y sobre todo debió estremecerlo la previsión de quienes, siendo sus ministros, desde el interior de su Iglesia la iban a profanar, a dividir, a hacerla despreciable ante los hombres. “¿Para qué servirá mi sangre?” (Sal 30, 10).
Y por eso ¡aparta de mí este cáliz! Pero ¿cómo es posible que pida al Padre ser dispensado del camino de la cruz, hacer que pase de largo este cáliz, cuando él ha venido al mundo para beberlo? Es posible que lo pida, porque ese cáliz es infinitamente nauseabundo, porque contiene todas nuestras abyecciones, porque encierra el vómito de los infiernos. Y es posible porque Jesús, verdadero hombre, es como uno de nosotros: no quiere sufrir. ¡Cuánto nos conmueve que él haya dejado hablar a su naturaleza humana, con toda su aversión al sufrimiento! ¡Cómo se parece a nosotros en esa reacción: aparta de mí este cáliz! No lo amaríamos tanto sin ese desliz verbal de su sensibilidad.
El mejor indicio que poseemos de la malignidad profunda del pecado a los ojos de Dios es el horror de Cristo frente al cáliz que ha de beber, repleto como está de esa pócima del diablo. Tanto aborrece Dios el pecado mortal, que para repararlo “no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32).
Padre, si quieres… Jesús pide lo que pide a gritos su condición humana, pero… ¡atención!: lo pide siempre y cuando sea lo que su Padre quiere. ¿No nos avergüenza pedir a secas y sin más lo que deseamos, como exigiendo un derecho, y si no nos es concedido, escandalizarnos de la Providencia y quejarnos de no ser oídos? ¡De no ser oídos por quien todo lo oye en el cielo y en la tierra! En esos casos, en vez de declarar inútil la oración, o incluso de vacilar en la fe, debemos meditar en esta primera petición, que Dios no concedió a su propio Hijo.
¿No la concedió? La oración es siempre oída, y más la de Cristo, que su Padre escuchó así: ¡resucitándole al tercer día! Y a nosotros, ¡haciéndonos hijos suyos, hijos en el Hijo! Así escucha Dios nuestras plegarias, así concede nuestras peticiones: no a la manera nuestra, sino a la suya. Sería terrible que lo hiciera a la manera nuestra, a la medida de nuestros deseos, inciertos cuando no insensatos, puesto que “no sabemos pedir lo que conviene” (Rom 8, 26). Cuando no obtenemos lo pedido, es porque el Señor nos está preparando un bien mayor a sus ojos, es decir, objetivamente mayor y mejor.
Oigamos ahora la petición siguiente, que trajo al mundo la redención. Pues en efecto, tras unos instantes de recogimiento, Jesús continuó de esta manera su plegaria al Padre: “pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42). Así oró el Hijo encarnado y anonadado, “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Esta es la oración más alta que se haya elevado jamás de la tierra al cielo. Es la oración infinitamente agradable al Padre celestial, la que más conmueve su corazón de Padre y sus entrañas de misericordia: ¡no que pase de mí este cáliz, sino lo que quieras Tú!
Para orar de ese modo, Jesús debió hacer una formidable violencia a su naturaleza humana, que gemía de repugnancia ante la porquería sin fondo de ese cáliz. La voluntad humana de Jesús, en el clímax de su agonía, se identificó por completo con la voluntad de su Padre, sin diferencia alguna, sin la menor reserva, en un acto de heroísmo supremo y máximo entre todos los heroísmos de la historia: “¡no sea como yo quiero, sino como quieras Tú!” (Mt 26, 39). Y repitió por segunda vez esta oración (Mt 26, 42); “oró repitiendo las mismas palabras” (Mc 14, 39).
Hay oraciones –ninguna como esta– tan hermosas, o tan precisas, o que cuadran tan exactamente con la necesidad o el estado de alma de un momento, que llaman a la repetición, y que, lejos de gastarse o de hacerse rutina, acrecientan su significado. Jesús debió repetir a menudo algunos versículos preferidos de los salmos, tal como nos recomendó repetir el Padrenuestro, donde también pedimos: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.
Cuando sufrimos intensamente, la oración más llena de fe, de abandono en la Providencia, de identificación con Cristo crucificado, de confianza en nuestro Padre del cielo, es esta: ¡no se haga mi voluntad sino la tuya! Es la cláusula que se supone incluida en toda petición nuestra, aunque no la pronunciemos en forma explícita (¡y mejor si lo hacemos!), y es la oración que trae al alma doliente una asombrosa paz interior, porque nos hace parte del abandono de Cristo en brazos de su Padre. Es la oración que propiamente podemos llamar oración de los hijos de Dios.
Cuando hay que beber el cáliz de la enfermedad, del desprecio, del fracaso, de la pobreza, cuando la Providencia pone en nuestros labios ese cáliz que aborrecemos (¡como Cristo!), orar entonces como él oró es el camino seguro para alcanzar la paz del alma y la alegría suprema de la Resurrección: ¡hágase tu voluntad!
¿Con qué nombre invocó Jesús a su Padre en esta hora de dolor supremo? Con el nombre que usaba habitualmente: “¡Abbá, Padre!” (Mc 14, 36). Abbá era el apelativo cariñoso con que los niños hebreos llamaban a sus padres. Ese nombre debió resultar asombroso para los oídos israelitas. Debía ser él, el Hijo eterno, el que nos enseñara también a nosotros a llamar así al Altísimo, a orar (y a vivir la vida entera) con el espíritu de la filiación divina (Rom 8, 15), a tratar a nuestro Padre Dios con confianza de niños, de niños pequeños que se abandonan tiernamente en los brazos amorosos de su Padre del cielo.
Durante toda su Pasión, que será una continua oración, Jesús se dirigirá a su Padre del cielo con este nombre entrañable: “¡Abbá, Padre!” (Mc 14, 36).
8. La traspiración de sangre
El otro episodio cumbre del huerto es la traspiración de sangre, relatada por san Lucas, médico: “Y entrando Jesús en agonía, oraba con más intensidad. Y su sudor se hizo como gotas de sangre que caían en tierra” (22, 43-44). Se entiende mejor ahora el sentido de la “agonía” de Cristo: lucha extrema, combate mortal, contienda angustiosa: la guerra suprema de la historia, donde todos los demonios parecen haberse dado cita para la gran batalla contra el Señor.
Este episodio de la Pasión, el sudor de sangre, ha conmovido siempre al alma cristiana, por la profunda humanidad que revela en la persona del Hijo de Dios encarnado. Jesús, tendido sobre la tierra, aplastado por el peso de todos los pecados del mundo, desfallece, y experimenta una angustia tal, que su propia fisiología se descompone. Al mismo tiempo, en ese momento alcanza la vehemencia máxima de su oración: “oraba con más intensidad” (Lc 22, 43).
Si esas gotas de sangre caían en tierra, no se trataba de una mera humedad sanguínea que perlara su piel, sino de auténticos goterones. ¡Por mí, solo por mí derramaste esos gruesos goterones de sangre! Cuando Jesús se pasa la mano por el rostro, a la luz de la luna llena la descubre mojada y teñida con la sangre de la redención del mundo (Ef 1, 7). ¿Cómo es posible que…?
La ciencia conoce este rarísimo fenómeno, la hematidrosis, que solo ha podido observar en situaciones límite de la existencia humana: extrema angustia, terror pánico. Las terminaciones nerviosas se alteran hasta el punto de hacer estallar los vasos sanguíneos; la sangre se canaliza por las glándulas sudoríparas y aflora entonces por los poros del cuerpo, mezclada con el sudor.
¿Pensó tal vez Lucifer que su intento de sumir a Jesús en el desaliento o en la desesperación había llegado por fin? Pero el fondo del alma de Cristo es del todo inescrutable para él, y no sabe que Cristo está por encima de la desesperación. Aun así, sin embargo, la agonía del que está ahí postrado es tan mortal, que su Padre le envía un ángel del cielo para confortarlo (Lc 22, 43).
Como verdadero Dios, y también en virtud de su humanidad santísima, Jesús es el Señor de los innumerables ángeles del cielo; y como verdadero hombre, es fuerte y sano más que ningún otro. ¿Qué puede aportarle un simple ángel? Pero podemos medir la intensidad de su agonía por la necesidad de este socorro extraordinario, que le envía su Padre a través de una creatura angélica, para fortalecerlo y darle ese plus de energía, ese como suplemento de divinidad –si se nos permite llamarlo así– que le impida morir de tristeza y angustia (Mc 14, 34), y que le permita consumar el largo, larguísimo camino que le queda todavía hasta la muerte de cruz.
Se diría que Dios Padre está conmovido, pero la redención debe seguir su curso: Dios no quiere privarnos de este bien inconmensurable.
En determinadas épocas y lugares, cuando se hacía la lectura litúrgica de este pasaje de la traspiración de sangre, el pueblo transido de dolor se postraba en tierra, horrorizado y enmudecido de adoración. O bien este pasaje simplemente se omitía, sobre todo en tierras de misión, por la imposibilidad de ciertas culturas para integrarlo a su sentido de Dios. Incluso en algunos antiguos códices del Evangelio, los transcriptores se atrevían a suprimir este pasaje.
Jamás hubo un combate como este, ni una victoria que se le asemeje. Se consumaba así por adelantado el triunfo interior más dramático de la Pasión: Jesús salía vencedor de la gran tentación, y llevaba el consentimiento de su voluntad al clímax de la identificación con la voluntad de su Padre del cielo, que es tanto como decir: al colmo de su amor por cada uno de nosotros.
En adelante, cada vez que un discípulo de Cristo padezca una angustia extrema, un abatimiento enfermizo del ánimo, una desesperanza profunda, una depresión, un desfondamiento psíquico, podrá rezar a Jesús de esta manera: tú pasaste por aquí, por este borde del abismo antes que yo y pensando en mí, tú santificaste esta penalidad, tú la hiciste mi camino hacia la gloria. ¡Jesús de la agonía, dame esperanza, socórreme!
9. Velar con él una hora
Entretanto, Jesús ha dejado a sus tres apóstoles a cierta distancia, con la recomendación de orar. “Orad para no caer en la tentación” (Lc 22, 40). Este consejo tiene un valor universal: ¿cómo querremos triunfar sobre una tentación, la que sea, de la carne o del espíritu, de pereza o de sensualidad o de orgullo o de egoísmo, si no es elevando la mente a Dios en oración, en petición de ayuda? Jesús les rogó que oraran “porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26, 41). Y cuán débil es la carne nuestra lo sabemos bien, cuando somos tentados por el demonio de la lujuria, de la riqueza, del engreimiento… El que pretenda vencer una tentación sin orar es un insensato.
“Y entrando Jesús en agonía, oraba con más intensidad aun” (Lc 22, 43). La oración no es cosa de ganas o desganas, de fervores o frialdades, de sentir o no sentir, de ánimos altos o bajos. La oración es la primera necesidad del hombre en la tierra. Jesús oró en todo momento, desde el colmo del gozo (Lc 10, 21) hasta el colmo de la angustia, como ahora. No en vano había dicho antes: “Conviene orar siempre y no desfallecer” (Lc 18, 1), para que nunca dejemos de hacerlo por mera sequedad o aridez del alma.
Por dos veces se levantó el Señor y caminó con pasos tambaleantes hacia los suyos. ¿Los buscó para confortarlos? Sin duda, pero quizá también para mendigar el consuelo de sus rostros amigos, el calor y la solidaridad de su compañía, tan angustiado estaba. ¿Y qué encontró? Estaban durmiendo. Jesús, el consolador de todas las penas (Mt 11, 28), no tiene consuelo humano alguno de sus pobres discípulos, ahora que lo necesita en grado extremo.
“Busqué a quien me consolara, pero no lo hallé” (Sal 69, 21). El Hijo de Dios necesita cariño, necesita una mirada de comprensión de Juan, necesita un ademán solidario de Pedro, necesita un gesto cómplice de Santiago, bien poca cosa, ¡y no la tiene! Ayuda pensar que cuando dispensamos un gesto amable a un prójimo que lo necesita, es el Cristo mismo del huerto quien lo recibe y lo agradece.
Pero a los tres apóstoles más cercanos, por dos veces “los encontró dormidos” (Mt 26, 40 y 43). Judas no dormía, Anás y Caifás no dormían, pero sus íntimos sí que dormían. Comenzaba a cumplirse su palabra: “los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz” (Lc 16, 8). A algunos de estos últimos “los encontró adormilados por la tristeza” (Lc 22, 45). Qué insidioso enemigo del alma puede ser la tristeza, no la de Cristo por los pecados del mundo (Mt 26, 38), sino la que nos viene del desánimo y de la desesperanza.
Cuando lo vieron así, tan pálido y desfigurado, como si de repente se le hubieran echado los años encima, los discípulos tardaron un momento en reconocerlo: ¿era Jesús esa figura fantasmal? Y sintieron primero espanto y después vergüenza. Y las dos veces le salió a Jesús del alma este reproche: “Simón, ¿duermes?” (Mc 14, 37). Y a los demás: “¿No habéis podido velar una hora conmigo?” (Mt 26, 40).
¡Vergüenza de Simón Pedro, de Santiago y de Juan! No era una hazaña lo que se les había pedido; tan solo que acompañaran a su maestro con vigilancia y oración, por más que no entendieran lo que le estaba ocurriendo. Él lo había pedido expresamente; era lo único que les había pedido. Pero no: hasta ese mínimo acompañamiento a distancia, hasta esa pequeña limosna afectiva le será negada al Señor, como le será negado todo consuelo que venga de la tierra.
La llamada de Jesús a velar y orar recorre el Evangelio entero, pero en este caso particular tenía un sentido muy preciso. A todos nos cuesta esa vigilia de oración, como también les costaba a los apóstoles, solo que aquella noche en el huerto de los olivos adquiría una vigencia única. Pues aquellos hombres estaban a unos pasos del centro mismo de la historia de la salvación, ¡de la historia de la humanidad!, y no se daban cuenta ni participaban de él en absoluto: descansaban en la inconsciencia del sueño. Además, en lo afectivo negaban a Jesús ese pequeño consuelo de su vigilia, que tanto había necesitado él en su desamparo.
Jesús había estado siempre acompañado, pero desde el huerto hasta la muerte estará completamente solo. El mundo se nos está llenando de personas solas. La soledad de quien no tiene familia ni amigos, o peor, la soledad de quien los tiene pero no le dan compañía alguna, puede hacerse parte de la santísima soledad de Cristo, y entonces ya no estará solo, porque Cristo es el amigo que no abandona nunca.
10. Somnolencia y vigilancia cristiana
¿No habéis podido velar conmigo una hora? Pocos de nosotros, muy pocas almas de oración habrá que no hayamos sentido ese suave reproche del Señor. Cuando a lo largo de la jornada, pero sobre todo en nuestros ratos de oración vocal o mental, en nuestras lecturas o en la liturgia eucarística, él nos pedía atención, ese tanto de atención que ponemos en las cosas de la tierra, ese tanto de amor que ponemos en el prójimo –¡o en nosotros mismos!–, ¿cuántas veces no nos habrá encontrado ajenos a él y pensando en otras cosas, por somnolencia de espíritu? “¿No habéis podido velar conmigo?”.
Oraciones adormiladas, rezos mecánicos, recitaciones precipitadas, misas de rutina, comuniones distraídas –no frías, que es cosa distinta, sino distraídas–, y en fin, cumplimientos de mera exterioridad… Todos conocemos esas flaquezas del espíritu. Antes lo había dicho el Señor con pena: “Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mt 15, 8). Con sus labios, es decir, con sus gestos vacíos, con sus asistencias sin contenido… Pero ahora, cuando seguimos paso a paso su Pasión, que es nuestra redención, el reproche es más doloroso: “¿Es que no habéis podido velar conmigo una hora?”.
Algo semejante nos puede pasar cuando, delante de las penas o las necesidades del prójimo, estamos ensimismados en nuestros problemillas personales y la inconsciencia nos hace pasar de largo. Velar con Cristo significa tener los ojos abiertos a los problemas de los demás, sobre todo cuando necesitan, como él en Getsemaní, acompañamiento y consuelo.
A escala social, y sobre todo eclesial, la somnolencia del cristiano puede hacerse cómplice de los males del mundo que lo rodea. La parábola evangélica del trigo y la cizaña nos llama la atención sobre esa posibilidad: “Mientras los hombres dormían, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue” (Mt 13, 25). Tantos desórdenes, tantas desgracias que han ocurrido en la sociedad y en la Iglesia, pueden atribuirse a los cristianos que, sin participar en ellas, han carecido de la atención y a veces del remedio que cabía esperar de su vigilancia y de su iniciativa.
Mientras sus hombres dormían… La somnolencia de los fieles, y más la de sus pastores, su pasividad y embotamiento, les haría bajar la guardia ante los mil asaltos del poder del mal en el mundo. Es ese mal sueño el que permite al enemigo de la parábola, Satanás, sembrar sus gérmenes malditos en los trigales de Dios sobre la tierra: “el enemigo que la sembró es el diablo” (Mt 13, 39). ¡Cómo se aprovecha el demonio de nuestras faltas de omisión!
Cuando Jesús volvió por tercera vez donde los suyos, ¡que seguían sumidos en su modorra!, les dijo: “¿Dormís todavía y descansáis? Basta, ha llegado la hora (…) Levantaos, vamos: ya llega el que me va a entregar” (Mc 14, 41-42). ¡Basta ya, vamos! Es la llamada siempre actual que san Pablo nos dirige a nosotros: “Ya es hora de que despertéis del sueño” (Rom 13, 11). ¿O acaso vamos a esperar que Jesús siga siendo crucificado ante nuestros ojos mientras dormimos y descansamos?
Se cerraba así la agonía del huerto, y Jesús se alzaba otra vez con su coraje habitual, con su ser entero, con toda su fortaleza: se crecía, como si no hubiera pasado las angustias y desolaciones de Getsemaní, porque ahora debía hacer frente a todos esos acontecimientos exteriores, que su corazón había anticipado de manera tan dolorosa entre los olivos del huerto, pero que a la vez había deseado tan intensamente desde tiempo atrás: “Con un bautismo de sangre debo ser bautizado, ¡y cómo tengo el corazón en ascuas mientras no se realice!” (Lc 12, 50).
En nuestro seguimiento de la Pasión, desde este trance de la agonía del huerto en adelante, conviene tener presente lo que sigue: la gracia santificante, que Cristo nos ha ganado con su Pasión y muerte, hace posible a cada uno de nosotros ser “otro Cristo”, no solo en el sentido moral y un tanto externo de “imitar” a Cristo, o de hacer “lo que él haría en mi lugar”, sino en el sentido más profundo y misteriosamente real –ontológico, entitativo– de “ser Cristo”.
“Ser Cristo” significa que la persona enferma, humillada, adolorida, abandonada, herida, fracasada, etc., puede decir en su oración: mi llaga, mi fracaso, mi enfermedad, llámese como se llame, lleva el nombre propio de Jesús de Nazaret, se llama Cristo Jesús.
Y esto sin aire de victimismo, autocompasión o dolorismo, que lo estropearía todo, sino con la sencillez que la misma gracia nos concede. Y la gracia singular de Cristo crucificado nos otorga, en esta identidad con él, experimentar la paz de espíritu más perdurable de la vida, la alegría de los hijos de Dios.
“Dolorismo” sería hacer de la Pasión del Señor, así como del dolor propio, una especie de “culto del dolor”, como si este alcanzara de por sí valor de salvación. Pero no hay tal: el dolor en sí no sería nada sin el amor redentor con que Cristo lo experimenta y lo ofrece al Padre por nuestra salvación. Tampoco valdría gran cosa nuestro dolor si no se hiciera ofrenda nuestra, movida por el amor de Cristo.
Pero, como es evidente, la Pasión del Señor no ha consistido en el amor solo, sin el dolor: por algo la llamamos Pasión, padecimiento. Si el dolor vale por la obediencia con que se lo ofrece, a su vez esa obediencia redentora es la que “el Hijo aprendió a costa de sus sufrimientos” (Hb 5, 8). Como se dirá más adelante, tanto es el dolor, cuanto es el amor. “El Hijo de Dios me amó, y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 21): porque tanto me amó, tanto sufrió por mí.