Читать книгу Flamenco killer. L.A. muerte - José Miguel Sánchez Guitian - Страница 6

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Hoy se ha apuntado el primer hombre a mis clases de baile flamenco en Manhattan Beach. Después de cuatro años con la escuela, hoy ha entrado uno y se ha inscrito en la clase de los miércoles. El mundo cambia poco a poco, pero cambia. Arnie, se llama; realmente su nombre es Arnold Moore, pero todo el mundo le llama Arnie, me ha dicho. Que conste que el flamenco cuando se baila no tiene género; quizá cuando lo teje un hombre no sea tan adornado, sino más contenido en el movimiento de las manos para que no parezca amanerado. Me gusta Arnie; a él le da igual exagerar el acaracolado con sus muñecas y desde su primera clase baila siguiendo el compás sin alterarse, recreándose, buscándose el alma sin complejos. Tiene el pelo canoso; es un policía retirado, abuelo, que descubre en sus primeros pasos acompasados la memoria de su vida. Es de Idaho pero vive en California desde hace treinta años. No hay que haber nacido en Andalucía para que ames este arte y hay que ser muy hombre para bailarlo.

Macho, así se le denomina al hombre que se identifica con actitudes consideradas masculinas, viriles, casi todas relacionadas con el uso de la fuerza para imponer su criterio, la ley de la violencia. «Macho» es también un estribillo, una copla breve, que remata el final de algunos cantes flamencos. Estos cierres suelen tener una forma musical distinta y otra métrica que se apoya en ella. Es el caso de la caña, un palo donde este cierre se acelera y cambia a un tono mayor. Ojalá los únicos significados de macho fueran este y el que distingue el género de los animales.

Ahí estaba el hombre alzando los brazos al ritmo de la soleá, con movimiento de cadera y pequeños zapateados, un ejercicio bárbaro. Arnie se situó a la izquierda de Carmen, productora de cine, española asentada en Beverly Hills y propietaria de dos chihuahuas, «mis niños» los llama, Anakin y Darveider, que tienen los bichos mejor ropero que yo. ¡Ay cómo van los dos canijos! Que se asoman curiosos, sentados, tranquilos en su cochecito, observando mientras Carmen baila. Y a la derecha de Arnie estaba Doris McKey, siempre con el abanico a cuestas, que se lo clava en el escote como un puñal atenazado por el sujetador y los senos, preparado para desenfundar ante el ataque de un golpe de calor. Que yo al verla me acuerdo de que mañana tengo que ir al ginecólogo y me toca mamografía. Sigo con lo de la clase que si no me lío.

–Good job, Arnie. That hand movement is very good… to the beat… and one, two, three... Come on, Carmen, vamos, don´t miss the compass and stop looking at your babies; focus, lady... Doris, raise your head like a goddess, like that.

A Doris se lo digo siempre: las mujeres tenemos que ir con la cabeza muy alta, orgullosas, que siempre hay alguien dispuesto a que la bajemos, a hacerte ver que estás por debajo. Ella lo sabe bien.

Me contrató hace un par de años para acabar con Ramiro Stavros, heredero de la conservera Stavros. Me pagó para matar al susodicho; la verdad es que la comida enlatada que hacen merecía una ejecución. En palabras de mi padre, Macareno Ramos: «No has visto tanto colesterol junto ni en el concurso anual de churros de Pasadena. Quilla, aquello estaba empetao de colesterol, que esas latas te engordaban na más mirarlas en el estante del ultramarinos sin necesidad de abrirlas y comérselas». Ramiro había salido libre de cargos después de ser acusado de violación.

La historia es esta: Doris McKey y Ramiro Stavros habían coincidido en una fiesta en casa de unos amigos comunes en Santa Mónica. Con dos copas de más, ambos se habían perdido en el jardín hasta que Ramiro decidió que era el momento de hacerlo. Ella se había negado; los besos y el toqueteo le habían parecido suficiente. Él había impuesto su ley de macho al que no se le puede dejar así, inflamado, y comenzó con insultos y sujeciones dolorosas cuando la joven quiso irse. Música a todo volumen. «Si has llegado hasta aquí, ahora tienes que seguir»; típico de individuos sin control, incapaces de contener la llamada desenfrenada de su entrepierna. El juez consideró que ella se había dejado llevar por la pasión y que su arrepentimiento de última hora no era óbice para dar por concluida la relación sin el final feliz que él esperaba. Se ve que para alguno de esos machos, llegado a un punto sin retorno, no se le puede decir que baje su apretura por su cuenta y puede imponer lo que está empezado.

Ramiro Stavros era un habitual de Fuego, una discoteca en West Hollywood para cuarentones hispanos de cuellos de camisa disparados listos para un ligoteo fácil y sin complejos.

Volví a mirar la foto que tenía del violador; sobre los treinta, musculoso, buena facha de macho alfa. Un hombre así no debería acudir a la dominancia física para saciar sus instintos. Aparentemente. Pero luego están el perfil psicológico del individuo, su educación, sus complejos, sus traumas, el dinero de papá, y un hombre que podía haber sido un partidazo se convierte en un criminal libre que pone en peligro a toda mujer que se le acerca.

Esa noche del viernes, Fuego estaba muy concurrida. Hice cola en la puerta unos quince minutos. Me vestí al uso: peluca rubia, falda corta, escote al límite, tacones infinitos; bélica y esperando a la presa. Me dirigí a la barra atestada de iguales guerreras, aguardando la llegada, no ya de un príncipe azul sino de alguien simpático, limpio y con una mínima conversación, esto último siempre difícil. Las mujeres cada vez pedimos menos para darlo todo, lástima. Nadie estaba ahí buscando el amor de su vida; quizá, a lo más, una noche que les hiciera no perder la esperanza en sí mismas. Nosotras elegimos entre lo que hay, entre lo que queda, y queda poco. Me pedí un cóctel, una margarita, que aquí en L.A., que es como los angelinos llamamos a esta ciudad, somos muy de mezclas; de combinados endulzados por el azúcar hecho alcohol, y además, qué te voy a contar, con la peluca rubia tenía calor. El primer sorbo frío me trajo a un tipo de unos cincuenta años que se apoyó en la barra mirándome el escote dispuesto a entablar conversación. Deposité mis ojos en los suyos, seria, y negué con la cabeza sin pronunciar vocablo alguno. Sobre la marcha, el canoso se dio la vuelta y se fue; no hubo química, sobraban las palabras. Un tipo listo, con experiencia, me dije cuando se hubo ido; conocía el no y lo aceptó a la primera, con deportividad.

Sentada, comencé a escrutar el lugar. Sabía que allí estaba Ramiro, mi objetivo. Coloqué un tacón de aguja sobre el estribo de la silla alta, mientras la otra pierna se alargaba insinuante al frente. Ahí, mientras la vista se paseaba vislumbrando caras desconocidas, me acordé de Luck, el novio que me he echado; el papá soltero más deseado de la escuela, el padre de Lianna, compañera de clase de Encarna, mi hija; Luck T. Laurence, que tiene nombre de escritor de ciencia-ficción. Él dice que es su nombre artístico. Hombre de piel oscura, como la mía, que soy mezcla de irlandesa, negro y gaditano de toda la vida. Como dice mi padre: «Los de Cái nos mezclamos con todo, ¿por qué crees tú que se llama la Tacita de Plata? No por la forma, no, sino por el contenido: café con leche somos; que en esa tierra se apalancaron un jartíbere de gentes para un lugar tan chico, digo, finicios, romanos, bizintinos, los visigordos esos, gitanos, moros y mi pare, Antonio Ramos, que era de Lebrija; que para los de Cádiz es como el extranjero. Vamos, que mi tía Obdulia, por parte de madre, fue al cuartelillo de la Guardia Civil para sacarse el pasaporte antes de coger el autobús pa Sevilla, como te lo digo».

Luck y yo estamos bien. Es amable y cuando lo hacemos es estupendo. Ahora tiene a su padre enfermo en el hospital; estaba muy mal me ha dicho, en las últimas. Pero lo que nos pasa a los padres solteros es que nuestra prioridad son nuestras hijas, que las niñas se lleven bien y todo eso. A Encarna la sigo acercando a terapia, a Margaret, la psicóloga infantil, para que haga dibujos y luego ella le hace preguntas sobre lo que ha pintado. Yo creo que está mejor; la niña ya pinta normal; que hace unos dibujos muy bonitos de castillos y dragones. Ahora que lo pienso, la verdad es que no ha dejado la etapa gótica: ha pasado de la tumbas y las cruces, más macabras, y está en la etapa gótica-fantástica; tendrá que pasar por todas las fases hasta llegar a una normal y pintar corazones atravesados por flechas. Como te digo, yo con Luck estoy bien, por el momento; te lo iré contando.

No veía a Stavros. Le di un largo trago a la copa martinera mientras observaba a tres chicas que brindaban con sus cálices de vino tinto. Estaba cerca de ellas y escuché claramente: «Cheers, for Betty's divorce». La que debía ser Betty tenía una cogorza de aquí te espero; se bebió el caldo rojo fermentado de un trago, sonrió guiñando los ojos y mostrando los dientes tintados de oscuro; un poco vampírica me pareció.

–Can I buy you a drink? –escuché a mi espalda. Era un hombre con la chaqueta apretada y una cerveza en la mano.

Lo miré de arriba abajo para intimidarlo; yo estaba ahí por trabajo.

–No offense, but you're going to be the second man tonight that I say no to. –Dejé la copa en la barra y volví a mirarlo–. Go away, don't be discouraged; keep on trying with someone else.

–Bitch.

–You see, I´m not your type.

El hombre del traje apretado se alejó contrariado dando un trago a su vaso de cerveza recalentada. «Otro que no aguanta una negativa», pensé.

Ahí es cuando divisé a Ramiro, en un reservado. Vestía una elegante camisa negra y un ostentoso medallón dorado del que colgaba una S de Stavros también del precioso metal. Era el hombre de la foto que me había dado Doris McKey y estaba sentado junto a una chica muy atractiva. Ramiro hablaba y bebía tragos de burbon. La chica a su lado reía las gracias sin gracia del heredero de las conservas grasientas. Sabía quién era él. Estaba cazando.

Era el momento de entrar en juego. Di otro sorbo a la margarita y me fui a la pista de baile; coincidió con que sonaba el último éxito de Rosalía. Yo que me coloqué a tiro del violador liberado y comencé mi baile aflamencado; mis tacones golpeando metálicos en la pista de madera, las caderas moviéndose rítmicamente. Lancé las manos en giros arriba y abajo como nunca las habían visto agitarse por esos lares, flamenca rubia, haciéndome ver. Ramiro fue verme y no separar la vista de mi cuerpo, que su sexy acompañante me mataba con los ojos. Si ella hubiera sabido el poco futuro que le esperaba a su presa, con la que había imaginado una vida de mantenida bajo el ala de su escultural cuerpo, se hubiera quedado helada. Ramiro no se resistió; era un tipo que tenía el cerebro dividido en dos bolitas y dirigido por una válvula que se excitaba al reclamo del bombeo sanguíneo. Ahí estaba él levantando los codos y dando pasos desacompasados. Yo que comienzo con mis insinuaciones; el típico te miro y no te miro, me acerco y me alejo, él cada vez más aborregado. Rosalía seguía cantando.

Ramiro tenía la sonrisa del consentido, de ese al que nadie le ha negado nada, del que consigue todo lo que se propone, del que pone precio a las personas porque lo puede pagar. Bailaba como quien envasa una lata de mejillones, en automático, sin gracia; lo que se dice «un tonto del bote». Cuando terminó la canción volví a la barra, a por mi copa de borde ancho, dejándolo con el síndrome del hombre abandonado en la pista. Vino detrás.

–How are you, blonde?

–¿Cómo sabes que soy rubia? –le contesté en

español.

Stavros sonrió:

–No lo sé, güera; solo veo el pelo de tu cabellera. Quiero imaginar el resto.

–Pues sigue imaginando tintes de colores.

–Eres nueva aquí, ¿no?

–Nueva y sin compromiso. Me han dicho que este es un buen sitio de baile latino.

–Te han dicho bien.

Le di el último trago al cóctel de origen mexicano y dije, mirándolo:

–¿No hay un sitio más tranquilo donde nos dé el aire?

Ramiro sonrió.

–Ven, que te voy a enseñar el Paraíso.

Le seguí por un pasillo, luego por una puerta que daba al callejón donde se escuchaba de fondo la música de la sala. No era el Paraíso.

Fue dar un paso fuera y convertirse en pulpo; que sus manos se movían como tentáculos. Tuve que unir codos y darle un pisotón. Él me respondió posando sus manos en mi trasero. No esperé más.

¡Clac!

Golpeé mis zapatos uno contra otro, les quité el camuflaje; donde antes había tacones ahora lucían dos cuchillas afiladas y relucientes de doce centímetros, mortales.

Intenté alejarlo pero el tipo había pasado de pulpo a lapa, lo que tiene hacer conservas. Entonces le pisé, clavando los filos de acero pulido en los empeines de sus zapatos de piel negros. Ramiro Stavros me miró horrorizado, los ojos desorbitados, sintiendo el hierro ya profundo en sus extremidades. Cayó de rodillas. Mientras, giré sobre él y salté sobre sus gemelos hincando en sus músculos los dos estiletes, que entraban como cuchillos en la mantequilla. Coloqué las manos sofocando el grito que salía de su boca histérica. Se desplomó en el suelo sucio del callejón. Yo di dos pasos colocando mis heels a la altura de su cuello. Terminé con el macho; dos pequeños taconazos de cierre, dos cortes en la yugular del maléfico.

En la oscuridad su sangre parecía entre tinta de calamar y el mejunje pastoso de una lata de bonito con tomate. Las conservas Stavros buscaban heredero y más calidad en su contenido.

Él ya estaba muerto. Me quité la peluca rubia y los tacones afilados, que me estaban dando la lata cuando daba dos pasos, y me fui andando descalza hasta el coche.


De cuando estaba en Quántico, estudiando en la academia del FBI, recuerdo el estudio de un sociólogo, Erving Goffman, que decía que en Estados Unidos hay solo una tipología de macho: «Un hombre joven, casado, blanco, urbano, heterosexual, norteño, padre protestante con educación universitaria, empleado a tiempo completo, de buen aspecto, peso y altura, con un récord reciente en deportes. Cada varón estadounidense tiende a observar el mundo desde esta perspectiva… Todo hombre que falle en cualificar en cualquiera de esas categorías es probable que se vea a sí mismo como indigno, incompleto e inferior».

Ahí estaba Arnie, un hombre sin complejos, entregado al ritmo de la soleá, custodiado por Carmen y por Doris, los tres con la máscara del flamenco puesta. Doris llevaba el abanico clavado entre los senos. Mañana a las once voy al ginecólogo y tengo la prueba de la mamografía y luego el viaje a Ciudad de México. Terminó la clase y me fui a casa.

Había dejado a la niña con mi padre, que le estaba enseñando los acordes de las bulerías a la guitarra; la nieta los pillaba al vuelo.

–A ver, Encarna, mira; aunque eres pequeña tienes la alegría de las seis cuerdas en tus deos, que es como tener una arcancía llena de moneas, vamos, y no te atores, que no te salen bojigas por rasgar una guitarra.

Mi hija tocaba despacio, moviendo sus deditos sobre el mástil y se mordía la lengua con la tensión.

–It's hard.

–Acomosí, que como agarres un seguío con el instrumento el abuelo Macareno te va a comprar una guitarra para que seas tocaora de flamenco, que al paso que vas y con un poco de chamba nos retiras a tu madre del sicarismo y a mí me pagas todos los meses la dolorosa de la residencia cuando sea viejo.

Antes de entrar en casa miré el buzón. Una carta, solo una y estaba a nombre de Macareno Ramos Losantos. Miré el remite: Obdulia Losantos desde Cádiz. En el interior del sobre había algo más, algo pequeño. «Ahora se la doy».

Pasado mañana tengo que ir a Ciudad de México. Tenía reunión con Julia Entrepinos; me quería contratar recomendada por Emilia MacArthur. Nos íbamos a ver cara a cara.

No sé cómo no lo vi,

no sé cómo me callé,

I don't know how I managed to get you out of that hell.

Ni una más,

ni una mujer muerta más sin razones.

I don't want the star dust made with hearts.


Flamenco killer. L.A. muerte

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