Читать книгу El tambor africano - José Montero - Страница 5
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Era un “niño problema”. Evidenció desórdenes de conducta desde los cuatro años, cuando entró al jardín. Se integraba a los compañeros y participaba de las actividades, pero de vez en cuando se desconectaba del mundo y agarraba una regla, una cuchara, un lápiz, cualquier cosa que pudiera usar como “palito” (decía él) y golpeaba de manera frenética la mesa, el armario, el pizarrón, las puertas. Este comportamiento, sumado al hecho de que era alto y flaco, hizo que todos olvidaran su nombre.
Comenzaron a llamarlo, simplemente, Palito.
Durante sus ataques, alteraba al grupo. Si bien los golpes que daba no poseían un ritmo definido, los demás chicos sacudían el cuerpo y se movían como si, de pronto, los asaltara la necesidad de ejecutar una danza extraña.
Al principio, la maestra intentó resolver el problema sola. Pero, al ver que no podía, consultó a la directora del jardín.
La mamá de Palito fue llamada a una reunión y estuvo de acuerdo en que su hijo fuera analizado por la psicopedagoga. No obstante, se enojó cuando la especialista presentó sus conclusiones y recomendó derivarlo a un psiquiatra infantil.
Como los problemas de conducta persistían y la madre no demostraba interés en someter al chico a un tratamiento, la escuela optó por no inscribir a Palito para el año siguiente, y así empezó su peregrinación por distintas instituciones.
A lo largo de la primaria, Palito se convirtió en Palo y lo cambiaron de colegio diez veces. En cada oportunidad fue por un hecho más grave que el anterior.
De los arranques que lo llevaban a golpear muebles y objetos, pasó a los insultos, a pegar y a morder a sus compañeros, a romper cosas, a escupir a un maestro y a robar dinero de la profesora de inglés, entre otros actos de vandalismo.
Curiosamente, nadie calificaba a Palo como un chico malo. Tenía momentos de ternura, de diálogo y de amistad, pero dos minutos después agredía a los mismos compañeros o docentes con los que había estado riendo. Era como si una doble personalidad anidara en su interior.
Los constantes cambios de escuela y el comportamiento antisocial de Palo conspiraban contra la posibilidad de que formara un grupo estable de amigos.
Él sufría por el aislamiento y se esforzaba por caer bien al llegar a cada nuevo colegio. De hecho, tenía habilidad para tender lazos y sumarse a grupos ya establecidos. Pero los amigos le duraban poco, hasta que estallaba en una de sus crisis y mostraba su lado oscuro.
Cuando llegó el momento de inscribirlo para el secundario, muchos colegios rechazaron a Palo a raíz de sus malos antecedentes. El único que lo aceptó puso como condición una entrevista psiquiátrica previa.
Recién entonces, obligada por las circunstancias, la madre accedió.
Al salir del consultorio, la psiquiatra le dijo:
—¿Su hijo alguna vez tomó clases de música o de algún instrumento?
—No.
—¿Nunca?
—En absoluto.
—Yo voy a dar mi aprobación al ingreso, pero Palo, a la vez que curse el secundario, tendrá que asistir a un taller de percusión.
—¿Percusión? –preguntó la madre, sorprendida.
—Sí, eso lo va a tranquilizar.
En efecto, tomar clases de percusión le permitió a Palo controlar su energía y su agresividad, pero al mismo tiempo lo volvió más solitario. Perdió interés en hacer amigos en el secundario. Se refugió en los tambores.
Cuando todo parecía marchar bien, discutió con el profesor porque, en un ensayo, se distrajo y rompió el parche de un instrumento. Resultado: el docente lo echó de la clase.
Sabiendo que la percusión lo mantenía sosegado, y además porque había descubierto que los ritmos de candombe eran su pasión, Palo se puso a buscar él mismo un nuevo maestro.
Preguntó en casas de instrumentos musicales y se enteró de que Ciro, famoso percusionista que tocaba en bandas de rock y de jazz, vivía en el barrio.
Consiguió el teléfono y lo llamó, pero la conversación duró nada.
—No doy clases a principiantes –dijo Ciro, y cortó.
Entonces, Palo rastreó la dirección del músico y fue a tocarle timbre una tarde después del colegio. En cuanto la puerta se abrió, le dijo:
—Yo no soy un principiante.
—¿Eh? –respondió Ciro, sin comprender.
—Te llamé el otro día y me cortaste. Quiero que me enseñes. Yo ya toco –explicó Palo.
Ciro lo miró fijo a los ojos y Palo sintió, por un momento, que lo iba a sacar corriendo.
Pero eso no pasó. Al contrario, Ciro dijo:
—Veamos cómo tocás –y lo invitó a entrar.
De pronto, Palo se encontró en un hermoso patio lleno de plantas y de adornos africanos. En esa casa reinaba un silencio absoluto que se interrumpió cuando Ciro abrió una puerta y, de adentro de la sala de ensayo, salió el sonido de unas tumbadoras.
Ciro entró en la sala, habló dos palabras con alguien y regresó con un gran tambor de candombe pintado con colores vivos. Cerró la puerta y de nuevo todo fue quietud en el patio.
Palo no podía quitar los ojos de ese tambor. Se sentía atraído por su belleza.
Ciro lo ayudó a colgárselo del hombro y le ajustó la correa. Luego le ofreció una baqueta (un palillo de madera para batir el parche) y le dijo:
—Te escucho.
De pronto, Palo tenía que dar un examen. La situación era tan sorpresiva que empezó a temblar.
—Tranquilo –le dijo Ciro.
Palo respiró hondo, cerró los ojos –como hacía siempre que tocaba– y se dejó llevar. Recordó un ritmo de murga e improvisó sobre ese tema.
—Okey, basta –dijo Ciro cuando hubo transcurrido un minuto de interpretación.
—Dame otra oportunidad –pidió Palo.
—Ya está –agregó Ciro quitándole el tambor.
—Por favor –rogó Palo.
Ciro lo cortó en seco con una pregunta:
—¿Cuándo querés empezar?