Читать книгу El Hispano - José Ángel Mañas - Страница 44

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Kara se aprestó a partir el pan con requesón que unos momentos después ambos compartían sentados sobre el banco corrido junto al hogar.

Decidió respetar el carácter taciturno de Idris, de modo que también guardó un silencio algo retador. Todavía lo mantenía cuando apareció en la puerta Olónico.

—Tu padre me envía para que me asegure de que tienes lo necesario —dijo el sacerdote, inclinando la cabeza para entrar. Su altura siempre fue considerable. Pese a que con la edad perdía algún que otro centímetro con la curvatura anormal de su columna, seguía siendo uno de los hombres más altos de Numancia.

—Dile que se lo agradezco. Ha sido muy generoso permitiéndome ocupar esta casa —dijo Idris. Había dejado sobre el banco la jarra con cerveza. Sentía todavía el gusto amargo de la bebida en la boca—. Además, sé lo que es una fragua. He ejercido muchos oficios a lo largo de estos años.

Kara sintió que la presencia de Olónico la liberaba del silencio y lo agradeció.

—Ha debido de ser duro para ti vivir tanto tiempo entre extranjeros —continuó el sacerdote, cuyo tono era amistoso y le invitaba a confiarse.

Ninguno de los dos olvidaba que Olónico lo había instruido personalmente en los misterios de la naturaleza y el culto a los dioses. Idris recordaba las muchas horas de infancia que pasó escuchando relatos sobre cómo fundó Numa Numancia y cómo Lugh forjó el mundo.

Más tarde había conocido otras ciudades y vivido entre otras gentes con costumbres y creencias distintas. Pero la palabra de Olónico seguía siendo para él sinónimo de verdad sagrada y tenía un peso y una resonancia muy especiales. El tono en que le hablaba no lo empleaba, en realidad, con nadie. Ni en Numancia ni tampoco fuera de la ciudad.

—Tú me enseñaste que la vida de un hombre es como una nube movida por el soplo de Lugh —dijo.

—Es posible. Pero también sabes que el sabio impera sobre sus pasiones ahí donde el necio es esclavo. Espero que con el tiempo hayas aprendido a temperarte. Supongo que no olvidas que Numa tuvo en su día que vagar por el mundo y luchar contra los demonios de Elman antes de regresar a Numancia. Y ya basta de palabras. Me alegro de tenerte de vuelta. Veo que Kara está cuidando de ti. Supongo que mañana encenderás la fragua.

—Descuida. A partir de mañana abriré mi puerta a todo el que quiera un puñal, una cabeza de lanza o reparar una espada. Seré un numantino más. Y no me acercaré a la morada de Retógenes. Si es eso lo que te preocupa, no habrá motivo de queja.

Olónico parecía tener ganas de decir algo más, pero no encontró las palabras adecuadas o no quiso desvelar el pensamiento que le asaltaba, y finalmente esbozó una sonrisa que daba a entender que a lo mejor no era el momento: ya volverían sobre ello.

—Cuidado con el dintel… —le advirtió Kara.

El adivino agachó la cabeza para no golpearse contra la viga de madera que estaba decorada con un círculo solar con tres aspas. Cuando ella volvió a cerrar, el interior de la casa quedó iluminado por el pequeño tronco que ardía en el hogar.

Fuera caía la noche. Las restantes familias numantinas se iban recogiendo en sus casas y se preparaban para dormir.

Al ver que Kara cogía unas pieles para abrigarse y se dirigía, a través de la puerta del fondo, a la estancia que servía de almacén, Idris la retuvo.

—La noche está fría. Puedes dormir aquí al otro lado del fuego. No te inquietes, que no te molestaré. Nos conocemos desde que eres una niña —dijo.

El Hispano

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