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—Ahora entiendo por qué han dejado de llegar los mercaderes vacceos —observó Kara cuando Idris estuvo de vuelta.

Kara era la hija del herrero muerto, y en su corta vida había demostrado un tremendo carácter. No solo osaba llevar el pelo tan corto como algunos hombres, sino que desde el principio se negaba a aceptar un marido, pese a que hacía tiempo que dejó atrás la pubertad y que la costumbre lo recomendaba.

A Kara le daban igual las murmuraciones de las viejas y los viejos a su paso.

Al morir su padre, se había negado en redondo a mudarse con ninguno de sus cuatro o cinco tíos, los hermanos de su madre, que vivían dentro y fuera de las murallas.

Desde entonces se mantenía haciendo pequeños trabajos con la ayuda de un primo medio cojo que venía muchos días a trabajar a la fragua que quedaba fuera, junto con el yunque, hoy frío.

Idris había mirado todo de pasada. Dentro de la casa vio que el mandil de cuero del herrero muerto colgaba de un gancho en la pared. A su lado estaba también su casco de repuesto. Era, había dicho Kara, lo único que no se puso en el ajuar funerario. La hija quería guardarlos.

Las paredes estaban negras por el humo del hogar. El suelo de la tierra apisonada había sido cuidadosamente barrido por Kara nada más saber que Idris llegaba: se lo había comunicado uno de los clientes del clan a primera hora.

—Mi padre murió el día de la última cosecha. Cazaba con algunos devotos de Ávaros. Le dio un mareo y se cayó del caballo. La agonía duró una semana. Lo acompañé hasta el último momento —dijo la muchacha, que ya se metía en el establo y tranquilizaba con sus gestos a la única cabra que poseía. La había ordeñado poco antes, esa misma mañana—. Desde ese día, su espíritu acompaña a Lugh en su isla. No era un hombre viejo, pero los esfuerzos de la fragua lo agotaron. Lo único que lamento es que no se lo comiesen los buitres, al no haber fallecido en combate.

—La muerte es solo la mitad del camino —dijo Idris, utilizando la fórmula protocolaria de los arévacos.

Lo dijo sin intención ninguna pero su laconismo hizo que la frase resultase más solemne de lo que pretendía y Kara apartó la vista. La asaltó una súbita congoja.

Idris lamentó de inmediato haber hecho la mención. Comprendió que la muerte del padre seguía siendo un tema candente.

—Están protestando tus tripas —replicó ella—. Eso es que no has comido hace mucho.

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