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La llegada de los elefantes provocó el temor de unos y envalentonó a los otros. Los triarios y príncipes romanos ampliaron los pasillos para dejar paso a los paquidermos que, con sus prolongados barritos, cargaron hacia el enemigo.

Ni Leukón ni ninguno de los arévacos en el campo de batalla habían visto jamás elefantes o bestias de un tamaño semejante. Pensando que eran demonios, sucumbieron al pánico. Los que no, se quedaron paralizados mientras los paquidermos los pisoteaban o los empalaban con sus colmillos provocando la desbandada entre sus filas.

—¡Los nuestros huyen! —exclamó Stena, que no andaba lejos de Idris.

También las tropas romanas repetían un grito parecido en su idioma.

—¡Huyen, Nobilior! ¡Los numantinos y sus aliados huyen!

Nobilior, que hasta entonces se mantenía en tensión en su observatorio en la colina, se sintió satisfecho. Consideraba que por fin los dioses le hacían justicia y que la fortuna, después de tantos reveses, volvía a estar de su parte. Desde su posición en lo alto de la ladera dio orden de perseguir a los numantinos en su retirada.

Los portaestandartes de sus tropas hicieron avanzar a las cohortes. El sonido victorioso de las bucinas arrastró tras de sí a los manípulos en formación cada vez más suelta.

Desde los muros de Numancia, tanto Idris como los demás muchachos pudieron ver cómo la caballería númida se lanzaba a galope tendido por delante del ejército romano y caía sobre los fugitivos haciendo destrozos tremendos.

—¡Que alguien abra las puertas de la ciudad! ¡Los están masacrando! —se lamentó Olónico.

El resto de las tropas consulares seguían a los elefantes. Todos avanzaban hacia Numancia por su ladera menos escarpada. La batalla parecía ganada por la legión. Los numantinos se refugiaban en su ciudad.

Y ya empezaban los romanos a preparar el asalto final, con el sol en su cénit, después de haber matado mucho arévaco por el camino, cuando desde lo alto de las murallas Leukón y otros tres hombres de los que habían regresado a Numancia, con gran esfuerzo empujaron una gran piedra y la hicieron caer sobre un elefante que embestía con la cabeza contra el muro.

—¡Ahí va!

El Hispano

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