Читать книгу El Hispano - José Ángel Mañas - Страница 31

3

Оглавление

Hacía ya demasiados años que Hispania se había convertido en un problema para Roma. Eso se reflejaba en la actitud de una juventud romana que no quería luchar en aquella salvaje y dura guerra, como la llamaba el poeta Lucilio. Durissimum bellum, decía Cicerón.

Para cualquier destino siempre había habido en la ciudad de las siete colinas más aspirantes a tribunos de los necesarios.

Pero vistas las decenas de miles de muertos cuya sangre bebían los páramos celtíberos, eran cada vez menos los que escogían la península ibérica para adornarse de las necesarias victorias que les permitiesen, a su regreso a Roma, triunfar en la política. Y eso que había inmensas cantidades de riqueza en juego.

Desde hacía más de dos décadas, la Hispania Citerior se había convertido en sinónimo de problemas. Los casos de cónsules castigados durante el arranque de las guerras numantinas perduraban en la memoria de todos.

Cuando se elegían tribunos para servir en Hispania con cualquier general, los jóvenes se resistían e incluso se negaban a alistarse sin que ningún castigo pudiese evitarlo, de lo numerosos que eran.

En semejante circunstancia había sido muy admirada en su día —de eso hacía ya diecisiete años— la actitud de Escipión Emiliano cuando, preguntado sobre el destino que deseaba, declaró sin dudarlo que, pese a que le invitaban a ir a Macedonia y a su convencimiento de que conseguiría mayores riquezas en Asia, sin embargo, como buen ciudadano, consideraba su deber plegarse a las necesidades de la República:

—En consecuencia, iré a prestar mis servicios como tribuno a Hispania.

Al oír aquello la mitad del Senado acudió a abrazarle. Más de un patricio se vio obligado a alistarse, so pena de que la comparación los deshonrase.

Ahí había empezado la brillante carrera militar de Escipión.

Quizás por ello a nadie le extrañó cuando a los pocos años, ya de regreso en Roma, ese mismo joven de pulcros bucles y cuidadosa higiene fuese elegido el cónsul más joven de la historia de la República para enfrentarse con Cartago.

Y ya con la cabeza cubierta de canas y menos cabello en las sienes, a sus cincuenta y un años, tras ser nombrado nuevamente cónsul, aquel era el hombre en quien el Senado había pensado para poner fin a las revueltas incesantes de la provincia.

—¿Cómo puede ser que no haya un Catón que clame por la destrucción de Numancia como se hizo hace catorce años con Cartago? —dijo, al tiempo que cruzaba la puerta pretoriana del campamento.

Por doquier se levantaban las primeras tiendas entre gritos marciales.

—¿Tanto han decaído nuestros valores? ¿Tan difícil es que alguien dé un paso al frente? ¿A esto está llegando nuestra República? —lamentó.

El Hispano

Подняться наверх