Читать книгу El Hispano - José Ángel Mañas - Страница 33

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—Veo que te alegras de verme —dijo Idris. ¿Dónde está padre?

Aunque nacidos de la misma simiente, no podía haber mayor contraste entre dos hermanos.

Los ojos de Idris eran zarcos, fríos. Su tez, clara. El cabello rubio y tan largo como el de los guerreros arévacos. Medía más de cinco pies y su físico musculoso estaba lleno de cicatrices. Se cubría con un sago desgastado que medio escondía la espada sujeta al cuerpo por un tahalí, y del ancho cinturón de cuero pendía por el otro lado un puñal.

Retógenes, en cambio, era barbudo y ancho de espaldas. Tenía el pelo oscuro y enmarañado, sujeto por una fina cinta sobre la frente. Andaba en túnica corta. Llevaba a su costado una larga espada suspendida por anillas al tahalí. Y nada en su presencia lo distinguía, salvo sus ojos oscuros y penetrantes como dagas en los que anidaba siempre una sorda amenaza.

—No está nuestro padre. Y no lo estará nunca para ti, bien lo sabes. No entiendo cómo tienes la desfachatez de presentarte aquí. ¿No aprendiste que el exilio, según nuestras costumbres, es irrevocable?

—Regreso —replicó Idris—, porque he tenido noticia de que Roma ha movilizado un ejército de más de sesenta mil hombres para atacar Numancia. El general que los lidera es el cónsul que destruyó Cartago. Y tiene órdenes de hacer lo mismo con vosotros. Estáis en grave peligro. Os harán falta todos los apoyos que podáis tener.

La confrontación seguía atrayendo gente. A los numantinos congregados en la calle les llegaban las voces de los dos hermanos.

—Numancia lleva mucho tiempo resistiendo los envites de Roma —dijo Retógenes—. Y volverá a hacerlo, hermano. Llevamos años sin tu presencia. Y ni se te ha echado en falta ni se te echará cuando te marches por donde has venido. Te ruego por lo tanto que des media vuelta, montes en ese caballo y no regreses jamás, pues ese es el deseo de nuestro padre.

El caballo que Idris tenía sujeto por la brida era una hermosa yegua de pelaje moteado con cola y crines oscuras. El animal se removió inquieto y soltó un relincho. Era como si entendiera lo que se hablaba. Idris la tranquilizó acariciándole el morro.

—Te repito que no me iré sin haber hablado con él.

Retógenes meneó la cabeza. Él conocía bien la terquedad de Idris. Por unos momentos estuvo tentado de echar mano a la espada, tal como tenía encomendado. Pero justo entonces se oyó una voz ronca a sus espaldas.

—No desenvaines el arma, hijo. Déjale hablar. Quiere hablar conmigo. Sea —dijo Leukón, surgiendo de la penumbra.

El Hispano

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