Читать книгу El Hispano - José Ángel Mañas - Страница 34
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ОглавлениеLeukón había vivido diez largos lustros y, pese a que hacía un par de inviernos que la nieve no abandonaba su barba y que su pelo era cada día más escaso por encima de su amplia frente, aún mantenía el vigor suficiente para matar, cuando era necesario, hombres tres veces más jóvenes.
Veinte años hacía que había luchado junto a Caro el día en que ambos comandaron a los arévacos en la grandiosa emboscada que destrozó al ejército de Nobilior y que ya era cantada por toda la Celtiberia.
Cuando Nobilior lanzó sus elefantes contra Numancia, él mismo lideró la coalición celtíbera durante la persecución de las tropas invasoras y pudo pagarse el lujo de rematar a una de aquellas bestias que después de ser herida terminó por doblar las rodillas en medio de un enjambre de hombres que atacaba sus ojos y hurgaba con sus armas hasta encontrar los resquicios más blandos de su piel.
Leukón también estuvo al frente de la ciudad cuando, tras la derrota imprevista del cónsul Mancino, los romanos lo trajeron de vuelta desde Roma y lo dejaron maniatado a las puertas de Numancia.
Por su mano habían perecido centenas de legionarios a lo largo de las décadas. Y todos habían aprendido que la consigna arévaca de morir durante el combate antes que aceptar la derrota no era ninguna broma.
Bajo esa máxima, Numancia se había hecho célebre, respetada.
Aquel era el hombre que, avanzando unos pasos, se encaraba con su hijo apoyado en un báculo de autoridad que remataban en su parte superior dos bustos de caballo mirando cada cual hacia un lado.
Resultaba claro que su rostro envejecido era más parecido al de Retógenes que al de Idris, y casi se diría que la expresión se contagiaba del uno al otro.
Diez largos años habían pasado desde la última vez que Leukón e Idris habían estado frente a frente, y durante unos instantes eternos los dos mantuvieron la mirada con una tremenda dureza, sin apartarla ni uno ni otro.
La cicatriz que le había hecho al padre el hijo seguía visible en la mejilla del jefe.
—¿Qué es lo que quieres? —dijo Leukón.
—Solo ayudaros. En todas las poblaciones que nos rodean, en Uxama, en Termancia, en Lutia, se habla del enorme ejército movilizado por Roma. Os habrá llegado noticia de que Uxama les ha rendido vuestro depósito de trigo. Todos dan a Numancia por destruida. Yo no podía quedarme cruzado de brazos. Por eso estoy aquí. No exigiré honores de jefe, solo derecho a guerrear por mi gente.
—Esta ya no es tu gente.
Aquellas seis palabras pronunciadas por Leukón hirieron profundamente a Idris, quien por un instante lamentó haberse decidido a volver.
—Lo queráis o no lo sigue siendo.
—Nosotros te decimos que no —respondió Retógenes.
—¡Calla, déjame hablar! —exclamó Leukón.