Читать книгу El Hispano - José Ángel Mañas - Страница 30

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—Ahí está Numancia —dijo Escipión.

Él y Polibio al frente del pequeño contingente habían descabalgado para encaramarse a una peña desde lo alto de la cual se divisaba por fin la ciudad enemiga. El mismo sol que los venía azotando a lo largo de los meses de verano, enrojeciendo sus rostros y agostando los campos de trigo, se ponía ahora lánguidamente por el poniente.

—Poca cosa parece para oponer tanta resistencia… —dijo Polibio.

Y era cierto. Aquel recinto amurallado de seis hectáreas contenía varios centenares de casas, la mayoría chozas, alineadas a media ladera del cerro vecino que se elevaba unos doscientos pies sobre el llano. Las casas tenían muros de mampostería, tejados de paja y barro, y los moradores que se afanaban a lo lejos en calles pobremente empedradas no sobrepasaban las dos o tres mil almas. Contando los de fuera de la muralla, como mucho llegarían a ocho mil.

La colina que a tramos aparecía cubierta por una alfombra dorada estaba salpicada de zonas boscosas con mucho pino, mucha encina, bastantes robles, campos de cultivo parduzcos y pequeñas granjas que bajaban por la ladera hasta la orilla del Duero, donde las hileras de puntiagudos chopos acompañaban el curso del agua.

Hacia el norte de la ciudad un abundante arbolado escondía numerosos humedales y también la laguna que formaba el río allí donde recibía las aguas de otro curso menor, el Tera.

A esas alturas los romanos estaban familiarizados con la manera de guerrear de los arévacos, a la que habían bautizado como «guerra de fuego».

Si las confrontaciones con los pueblos germánicos y asiáticos se decidían habitualmente con una única batalla y casi todas al primer choque por el ataque de todas las tropas, en Hispania, en cambio, la noche podía interrumpir la contienda, pero los dos bandos resistían y, al amanecer, retomaban unos combates que solo terminaban con los fríos del invierno.

—Poco parece para llevar tantos lustros resistiéndonos, es cierto —continuó Escipión—. Pero los dos sabemos que esos campesinos que se mueven entre cabras son los responsables de los mayores quebraderos de cabeza que han caído sobre Roma desde la guerra con Cartago. Ellos encabezaron la confederación que derrotó a Nobilior en esta misma llanura no hace tanto. Después osaron enfrentarse al ejército del cónsul Metelo, que sucedió a Nobilior y quien tras dos años guerreando no consiguió doblegarlos.

»Se burlaron igualmente de Quinto Pompeyo, primer nombre famoso de esa gran familia patricia, el cual firmó un tratado de paz innoble a espaldas del Senado. Y por último han derrotado al cónsul Mancino, a quien acompañaba como cuestor mi cuñado Tiberio Graco. Con una hábil emboscada en un desfiladero consiguieron que les rindiese su ejército sin combatir…

»Y cuando el Senado, como castigo por su comportamiento deshonroso, ordenó entregarles a Mancino, abandonándolo ante esas murallas desnudo y con las manos atadas, esos rústicos que vemos ahí nos lo devolvieron vivo, para mayor deshonra de Roma.

»Y por eso los siguientes cónsules nunca se han atrevido a atacarlos hasta que me han encomendado a mí, a Publio Cornelio Escipión Emiliano, el nieto del vencedor de Aníbal, acabar de una vez por todas con su rebelión.

»Hoy me llaman el Africano Menor porque soy el responsable de que Cartago sea una ruina. Pero te puedo decir que cuando termine con esto me llamarán el Numantino y llevaré ese título con orgullo.

Mientras hablaba, Escipión Emiliano observaba las toscas murallas de Numancia y se arrebujó en su sago ibérico protegiéndose del incómodo viento.

Al cabo, tras una nueva mirada hacia el poniente por donde el sol empezaba a descender, frunció el ceño y se encaminó de vuelta hacia donde esperaban el poeta Lucilio y los restantes jinetes de su guardia personal.

—Ahora nos toca descansar, Polibio. Debemos reposar el cuerpo y la mente. Es importante empezar mañana la campaña bien dispuestos. Hasta aquí todo ha sido un largo prolegómeno. Regresemos —dijo, mientras sus sandalias pisaban las breñas de aquellas tierras salvajes con las que empezaba a estar cada vez más familiarizado.

El Hispano

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