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La roca cayó sobre la pierna del animal, hiriéndolo. La bestia soltó un tremendo gemido y se tambaleó, desconcertado por la agresión.

Por suerte para los numantinos, el conductor africano no supo apartar al elefante. Viendo que este se retorcía de dolor, los defensores rociaron al animal herido con una lluvia de jabalinas que lo irritó más aún.

Mientras tanto, Idris y Retógenes y el resto de los chiquillos en lo alto de las murallas empezaron a participar en la batalla. Lanzaban piedras. Las mujeres sacaban cuchillos y dagas para defenderse o ayudar a los hombres. Comprobar que era posible herir a una de las grandes bestias suponía una inyección de moral.

—¡Continuad! ¡Continuad! —gritaban los hombres con un entusiasmo renovado.

Y es que la veleidosa fortuna daba señales otra vez más de su intención de cambiar de bando.

Aunque parecía que el elefante herido fuera a derrumbarse, finalmente se enderezó. Con paso cojeante y sin hacer caso a las indicaciones del conductor, empezó a huir cerro abajo entre tremendos barritos.

Las orejas que agitaba —una de las partes más blandas de su anatomía— estaban erizadas de jabalinas. Al africano que lo cabalgaba no le fue posible detenerlo. Con lo mucho que se agitaba la bestia no lograba clavarle en la cerviz la estaca prevista para ello. Era el modo de proceder cuando un elefante enloquecía.

Enseguida los demás elefantes, que detrás de esas caretas monstruosas son seres inteligentes y sensibles, se contagiaron del pánico del herido. Ellos también empezaron a alejarse. Trotaron rompiendo con sus grandes patas las líneas de la infantería de Nobilior que los tribunos procuraban en vano organizar en medio del desconcierto general.

Así fue como en medio de la confusión los propios romanos, sin atender a las voces de los centuriones, se desbandaron por las cercanías.

Al ver lo que estaba sucediendo, Leukón mandó abrir las puertas y permitió que los numantinos y sus aliados saliesen nuevamente con furiosa alegría de las murallas y acometiesen por los pinares y encinares vecinos a los extranjeros que huían hacia el levante.

—¡Matadlos a todos! —gritó mientras sus hombres corrían en pos de los vencidos.

Él mismo salió con el gentío al campo de batalla. Viendo a Idris cerca, en medio de un grupo de muchachos, le obligó a avanzar hasta un tribuno romano que había caído al pie de las murallas, no lejos de la puerta.

—¡Está muerto! —exclamó, cogiéndole del brazo y alargándole su espada—. ¡Córtale la mano derecha y después la cabeza!

Idris nunca olvidaría el momento. De repente sintió una humedad por la pierna. Leukón se le quedó mirando. Al darse cuenta soltó una carcajada. Los hombres que había cerca también se rieron. El niño se había meado encima.

El Hispano

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