Читать книгу El Hispano - José Ángel Mañas - Страница 21

9

Оглавление

Aquello ya no era una emboscada como la que habían sufrido los romanos por el camino.

En ausencia del elemento sorpresa, que había ayudado a los nativos en su primer encuentro, este arrancó como una batalla clásica, con un lanzamiento masivo de jabalinas por parte de los vélites.

Los escaramuzadores, para el lanzamiento, daban un paso atrás y dos o tres hacia adelante, cogiendo impulso, y luego se replegaban por los pasillos que dejaban los manípulos entre sí para la maniobra.

Los arévacos se cubrieron con sus escudos. Cuando cesó la mortífera lluvia ellos también se descubrieron y arrojaron sus propias lanzas con los alaridos correspondientes.

—¡Protegeos! —gritaron los centuriones.

La andanada de proyectiles ensombreció momentáneamente el cielo.

Asteros y príncipes alzaron sus escudos. Los gemidos de los heridos llenaron el aire. Agonizaban los primeros hombres.

—¡Vamos a por ellos! ¡Echemos a los extranjeros de nuestro país! —gritó Leukón, al frente de los suyos.

¡Contendinte vestra sponte! ordenó el general Nobilior.

El clamor de uno y otro bando preludió el cuerpo a cuerpo.

Los asteros, que ya habían lanzado sus jabalinas, sus pila, fueron los primeros en acudir al enfrentamiento en tanto que las caballerías de uno y otro bando corrían furiosamente al galope.

Númidas y numantinos avanzaban por los flancos. Aunque se hostigaron lanzando sus ligeras y mortíferas jabalinas de hierro fino antes de retirarse de nuevo, ninguno de los dos cuerpos de caballería consiguió envolver al ejército enemigo.

—¡Mira allá, hermano! —señaló Retógenes.

Idris no lograba apartar los ojos del campo de batalla. Las vanguardias de ambos ejércitos se habían concentrado en dos filas continuas de hombres que se acometían en las primeras oleadas con una exaltación furiosa, con voluntad decidida de matar o hacer retroceder al adversario.

Tanto los niños numantinos desde la distancia como Nobilior, parado en lo alto del cerro en medio de sus ecuestres, constataron que la batalla parecía empatada.

Fue entonces cuando, mientras los asteros retrocedían para refugiarse por los pasillos previstos entre los príncipes, Nobilior, desde su mando, dio una voz al decurión.

—¡Que vengan los elefantes!

Un mensajero de los romanos partió a galope en dirección a la retaguardia. Al poco apareció por detrás del cerro a sus espaldas el arma secreta de Nobilior: los elefantes africanos que había enviado el rey de Numidia y que habían llegado mientras se hacían fuertes en la atalaya de Renieblas.

—¡Eso es lo que le ha decidido a dar la batalla! —murmuró Olónico, que durante sus viajes había conocido bestias similares.

Idris seguía hipnotizado. Una exclamación de temor recorrió las filas de la muchachada en lo alto de la muralla. Ellos y el mujerío observaron la evolución de un enfrentamiento que a partir del día siguiente podría determinar que se convirtieran en esclavos. Todos habían rezado a sus dioses para que favoreciesen a los suyos.

La aparición de los elefantes lo cambiaba todo.

Los más pequeños apenas cargaban con un conductor y un arquero o lancero con turbante blanco y el armamento tradicional de los africanos. Pero el resto llevaban encima torres de madera, auténticos castillos que protegían hasta a cuatro númidas de oscura tez, armados de las sarissas que habían heredado de los cartagineses y estos de los griegos, picas de veinte pies de largo con las que ensartaban a todo el que se pusiese a su alcance.

Los paquidermos portaban capuchones rojos y estaban pintados para que su presencia resultase pavorosa. Eran una veintena.

—¡Son demonios de Elman! —exclamaron las mujeres.

El Hispano

Подняться наверх