Читать книгу El Hispano - José Ángel Mañas - Страница 13

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Hay vidas que parecen abocadas a la tragedia desde el primer hálito.

El hombre que había de ser llamado Idris nació entre los dolores más intensos. Él mismo me contaría años más tarde que el cordón umbilical se le quedó enredado alrededor del cuello. Cuando lo sacaron del vientre de la madre, se ahogaba sin remedio.

La esclava que lo salvó, Stena, era una berona de las montañas ganada en batalla contra los vecinos del norte durante una expedición juvenil del jefe de Numancia. Ella fue la primera que exclamó:

—¡Es un niño!

Tal exclamación, tratándose del hijo de un jefe, tendría que haber provocado los gritos de alegría de Leukón y de los devotos que esperaban pacientemente.

Y sin embargo el ceño de Leukón no solo no se suavizó, sino que el velo de tristeza y cólera que cubría su vista no pudo ser despejado por nadie. Justo antes, el adivino Olónico, cuya barba aún no había encanecido y cuyos músculos guardaban todavía la elasticidad de la juventud, cuando le preguntaron por el estado de la madre había negado con la cabeza.

—Dicen las mujeres que el niño se ha presentado del revés y la desgarrará.

Entre los gritos de dolor, la parturienta se apagó antes de que Stena, como jefa de las esclavas, agarrara su largo cuchillo y terminase de abrir el vientre de la mujer ya muerta para liberar lo que llevaba en sus entrañas.

Con mano experta, Stena se apresuró a sacar el ser que luchaba por su vida y que se hubiera asfixiado de no haber sido por su intervención. Ella fue quien cortó el cordón umbilical con su cuchillo. Nada más tener a Idris en brazos, lo alzó entre sus jóvenes manos. Se lo enseñó a su padre y se lo entregó, temblorosa.

—Lo hemos salvado…

Pero Leukón, en vez de coger al recién nacido y alzarlo delante del gentío congregado ante su casa, hizo un gesto brusco con la mano. Con lágrimas de ira en los ojos, apartó la piel de ciervo que cubría el vano de la puerta.

—¡Alejadlo de mi vista!

Y se adentró en la penumbra. En la estancia aciaga persistían el olor a sangre, sudor y excrementos.

Tras debatirse durante horas con los dolores, la exhausta esposa yacía inerte sobre el suelo. Varias pieles de vaca conformaban su lecho a un lado de las brasas del hogar.

Las mujeres se apartaron. El jefe se arrodilló junto a la muerta y lanzó un prolongado quejido.

—¡Ah, que hubiera muerto él y no tú!

Muy pronto, toda Numancia estaba de luto. La noticia de lo sucedido corrió de boca en boca. Y según creció aquel niño malquerido, la antipatía de Leukón no hizo sino incrementarse hasta que se convirtió en abierta aversión y en clara incapacidad para tolerar su presencia.

—Me recuerda cada día a su madre y al crimen que cometió al nacer…

El Hispano

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