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Aquel espectáculo lo contempló Idris junto con los críos y las mujeres que se iban colocando en lo alto de las murallas de Numancia. Todos vitorearon a los hombres que habían dormido en la ciudad, mientras salían por la puerta oriental en pos de Leukón.

A los romanos los flanqueaban tanto los aliados celtíberos que habían reunido por el camino —carpetanos y sobre todo tribus costeras del levante y también del sur de la Hispania Citerior— como la siempre numerosa caballería de los númidas, sus aliados tradicionales.

Los africanos cabalgaban sin silla y aun así controlaban como nadie sus pequeñas monturas.

Desde su posición en las almenas, a Idris le costaba apartar los ojos y se fijaba especialmente en los númidas, porque como buen numantino estaba obligado a ser un ágil jinete.

En toda Celtiberia el mismo caballo llevaba a dos guerreros, uno de los cuales descendía a luchar a pie, y muchos enseñaban a sus monturas a permanecer quietas durante el combate, atadas a una clavija de hierro en el suelo, hasta que regresaban. El propio Idris había visto a Leukón y a sus mayores domar a los animales y entrenarlos para que no tuvieran miedo al fragor de la batalla. Él mismo empezaba a cabalgar y a entrenarse para la lucha.

Un sol cruel iluminaba cada vez más un cielo claro y despejado donde no había ni una sola nube. El astro rey se cernía sobre la llanura agostada donde poco a poco la sombra de los romanos se iba acortando.

El sol hacía brillar los cascos de los celtíberos que se asomaban por el poniente a espaldas de Leukón.

Sin soltar su báculo de autoridad, el jefe de Numancia marchaba en posición adelantada en tanto que por encima de sus cabezas los buitres se juntaban por decenas en el cielo y volaban con sus largos cuellos encogidos y la vista puesta en el llano, en espera de que apareciesen los cadáveres, tal como ocurría cuando se congregaba tanta armadura.

—¡No os dejéis impresionar! ¡Todo el mundo en su puesto! ¡Mantened la formación en cuadro! —gritaban los centuriones romanos. La sed acrecentaba su impaciencia.

Cada vez despuntaban por el horizonte más y más penachos rojos de jinetes arévacos que con sus petos y armas de asta rivalizaban en número con la caballería númida. A sus espaldas, y formando una ordenada línea, llegaban infantes numantinos con sus escudos de madera en ristre, menos largos que los de los romanos pero más manejables.

La vista de aquellos celtíberos debió ser terrorífica. Aun así, los romanos se mantenían firmes en sus posiciones.

—¡Ha llegado el momento de vengar a Caro! —gritó Leukón—. ¡Acabemos lo que no pudimos concluir el mes pasado! ¡Rematemos a ese ejército de soberbios extranjeros!

—Que nadie se mueva. Que los vélites y asteros se preparen para el ímpetu. ¡Eicere pila! ¡Lanzad las jabalinas! —ordenó, por su parte, Nobilior desde lo alto de su caballo.

El cónsul se había instalado a la derecha de sus hombres en una zona ligeramente elevada.

Los niños y mujeres numantinas encaramados a las murallas podían verle desde lejos. Lo señalaron y aderezaron el ademán con insultos y maldiciones, como si el viento que se levantaba fuese capaz de llevarlos hasta aquel general romano de capa roja, acompañado de oficiales también a caballo, que observaba la cuidadosa disposición de su ejército y se preparaba para enfrentarse a su destino.

—Algún día, Idris, tú y yo lideraremos ejércitos así —murmuró Retógenes.

El Hispano

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